God of War

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Capítulo 12

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Capítulo 12

Masacrar a los esbirros de Ares en el exterior de la taberna resultó más divertido de lo que se imaginaba. Al concederle el poder del rayo, Zeus había restaurado el resto de poderes mágicos: la Ira de Poseidón chisporroteaba con más furia letal que antes, la Mirada de Medusa convertía a las criaturas en piedra por docenas, y el Rayo de Zeus hacía añicos de forma prodigiosa a la monstruosa turba petrificada.

Lo mejor de todo era que el flujo de potente magia que surgía de la palma de su mano derecha cuando usaba el rayo hacía que se le curasen todas las heridas. La espalda, otrora malherida por el fuego de Ares, dejó de molestarlo, por mucho que se estirase o llevase a cabo movimientos bruscos. Después de lanzar unos cuantos rayos, los vasallos de Ares huyeron y le dieron a Kratos la oportunidad de bañarse en la fuente y de quitarse parte de la sangre del cíclope que aún llevaba adherida al cuerpo.

Cuando terminó sus abluciones, se sintió con fuerzas para seguir adelante y superar todas las dificultades que Ares pusiera en su camino.

Descubrió la secuencia de acción con la que obtenía mejores resultados: primero saltaba entre un grupo de monstruos e invocaba la Ira de Poseidón, luego sacaba la cabeza de la gorgona y los convertía a todos en piedra, aprovechando que la Ira de Poseidón los dejaba demasiado aturdidos para desviar la mirada. Luego hacía una rápida incursión en medio de un nuevo pelotón de legionarios muertos vivientes y desde allí lanzaba un rayo al lugar de donde venía, y mientras los monstruos petrificados saltaban en pedazos, comenzaba otra vez a usar el fuego de la Ira de Poseidón sobre los nuevos enemigos que tenía alrededor.

Se familiarizó tanto con la Mirada de Medusa que era capaz de convertir en piedra a las arpías mientras éstas se abatían sobre él, haciéndolas caer como si fuesen afiladas piedras de catapulta capaces de segar de un solo golpe la vida de media docena de muertos vivientes.

Descubrió también que las armaduras de bronce de los legionarios, al golpearlas el Rayo de Zeus, presentaban una interesante característica: si algún otro muerto viviente pertrechado de igual modo se encontraba cerca, el rayo rebotaba de monstruo en monstruo y los hacía estallar en una desconcertante sucesión, como si fuesen castañas lanzadas a una hoguera.

Kratos estaba disfrutando del trabajo realizado cuando el sonido de las pezuñas contra los adoquines lo alertó de la llegada de los centauros. Se dio media vuelta con la esperanza de encontrarse tan sólo con uno. Una manada de seres mitad hombre mitad caballo cruzaron la plaza al trote y no tardaron en llegar hasta donde se encontraba.

Mientras concentraba su atención en el grupo principal, uno de los centauros lo sorprendió por la espalda. Unas manos fuertes lo levantaron del suelo. Con la vista puesta en el cielo, Kratos forcejeó para intentar sacar alguna arma, cualquiera de ellas. En seguida se dio cuenta de que así no iba a poder ofrecer resistencia. Echó los pies hacia arriba y el cuerpo hacia atrás y logró zafarse del centauro.

El hombre caballo relinchó furiosamente mientras Kratos caía sobre su grupa, con las piernas colgando a cada lado del cuerpo del ser equino.

—Tú eres aquel al que busca mi señor Ares.

El centauro se volvió y trató de darle un puñetazo en la cabeza. El espartano lo esquivó sin dificultad y lanzó hacia adelante una lazada de la cadena que llevaba fundida a los huesos de los antebrazos. No sacó las Espadas del Caos, sólo tensó la cadena que iba desde la empuñadura a su carne como si fuese una horca de hierro.

Kratos echó el cuerpo hacia atrás con ánimo de estrangular al centauro. La criatura intentó en vano liberarse de la cadena que le rodeaba la garganta. Se apoyó en las patas traseras y se encabritó, intentando que Kratos cayese al suelo. El Fantasma de Esparta se agarró de la cadena como si se tratase de unas bridas o unas riendas.

Se echó hacia adelante, se acercó a la parte humana del monstruo y lo rodeó con las piernas, apoyando los talones en el vientre de la criatura. El centauro seguía galopando y Kratos lo obligó a dirigirse al lugar en medio de la manada que consideraba más apropiado.

En el último momento, soltó la cadena y levantó la mano derecha. La marca en forma de estrella ardía con furia y Kratos liberó el Rayo de Zeus. El espartano no apuntó a los cuerpos de los centauros, sino al lugar sobre el que se encontraban. El suelo se fundió bajo sus pezuñas y los obligó a retroceder e hizo que chocaran unos con otros. No satisfecho aún, Kratos lanzó otro rayo, esta vez dirigido a sus herraduras. Igual que sucedía con las armaduras de bronce de los legionarios, de las herraduras metálicas saltaron chispas y llamaradas que iban prendiendo hasta hacer que ninguno de los centauros de la manada conservase intactas las cuatro patas. Muchos perdieron las cuatro hasta el espolón. Ninguno de ellos fue capaz de seguir luchando.

Kratos descabalgó del centauro, pero antes de poder sacar las Espadas del Caos para acabar con su vida, la criatura escapó al galope y soltó un agudo relincho de terror.

Pese a lo mucho que le gustaba el increíble poder que tenía el regalo de Zeus, Kratos se dio cuenta de que debía seguir avanzando y encontrar a la sacerdotisa del oráculo. Perdió la cuenta del número de monstruos que había destruido. Cuando no quedó ningún contrincante con vida, el camino estaba cubierto de cadáveres, unos sobre otros, esparcidos en todas direcciones. No se molestó en contarlos. A pesar de lo que le había asegurado Zeus, sentía que el tiempo corría en su contra. Kratos avanzó velozmente por la empinada calzada y redujo luego la marcha a unos pasos largos. Mientras corría, se iba adelantando a las diferentes posibilidades que podían aguardarlo, pero sobre todo pensó en el oráculo y en el misterioso secreto de cómo un mortal podía acabar con la vida de un dios.

Tan absorto estaba que mientras giraba por un recodo del sendero fue a chocar con un legionario muerto viviente con armadura. El guerrero cadavérico cayó aparatosamente al suelo. El ruido que hicieron sus huesos al chocar contra la espada y el escudo resonaron por toda la Acrópolis. Kratos se recuperó con más rapidez que el esqueleto, sacó las Espadas del Caos y decapitó de un solo golpe al muerto viviente.

Kratos se echó a reír. Nadie podía plantar cara al Fantasma de Esparta. Cuando vio bajar por el sendero a una docena de legionarios que acudían alertados por el ruido, su risa sonó aún más fuerte. Aquellos legionarios llevaban resistentes armaduras e iban increíblemente bien armados. A través de los cascos de bronce adornados con plumas, las cuencas de los ojos, huecas e inquietantes, brillaban como los rescoldos del fuego en una habitación a oscuras. También llevaban rodelas tachonadas con clavos de latón. Algunos blandían sus guadañas, pero casi todos portaban espadas y avanzaban en formación férrea y bien disciplinada.

Un solo rayo bastó para hacerlos pedazos.

La voraz explosión avanzó en zigzag, cual relámpago procedente del mismísimo monte Olimpo. El trío de legionarios que encabezaba el pelotón saltó por los aires. Lo mismo le sucedió a la siguiente fila, y a la siguiente, y a la otra…

Kratos pasó con cautela por encima de los huesos y de los restos de los cadáveres de los legionarios. A un lado del camino había un casco de bronce; de las plumas negras aún salía humo, al igual que de la calavera del interior. Espadas derretidas y cascos rotos yacían esparcidos por el camino.

Kratos se quedó mirando maravillado la cicatriz blanca de la palma de su mano. Luego la apartó de su vista. Si por accidente uno de los rayos salía disparado, su muerte, además de ridícula, sería instantánea.

De nuevo echó a andar con el paso largo con que había empezado a recorrer el sendero, de pendiente cada vez más pronunciada. En ciertos puntos, los peregrinos habían tallado con mucho esmero huellas en la roca para ayudar a los suplicantes más débiles. Como si estuviese en pleno sueño, ya no ascendía por la Acrópolis de Atenas hacia el Partenón, sino que recorría un sinuoso sendero con miles de pisadas marcadas en el aire. Cada vez se hacía más difícil respirar, y las piernas, esas piernas incansables capaces de recorrer ochenta kilómetros en un solo día, empezaron a dolerle a causa del esfuerzo.

Llegó a un puente que salvaba un profundo desfiladero. Cincuenta atenienses, quizá más, caminaban por él en dirección al templo de Atenea con grandes cestas de mimbre para las ofrendas. Ahora entendía cómo era posible que el templo del oráculo hubiese resistido los ataques del dios de la Guerra: no se hallaba en el Partenón, sino en la cumbre de un sendero oculto mágicamente que sólo podían ver y recorrer los devotos.

Mientras avanzaba de prisa a través del puente, un silbido muy agudo lo invadió todo. Miró hacia arriba y vio una bola de fuego descendiendo de los cielos. Pensó que aunque no pudiese ver el sendero que conducía al templo, Ares sí podía verlo a él.

El espartano se tiró al suelo y rodó hacia un lado. El pegajoso fuego abrasador no lo alcanzó esta vez, pero se derramó por todo el puente. Los gritos de decenas de suplicantes se alzaron al unísono. Algunos saltaron del puente y fueron a caer sobre las rocas que había unas decenas de metros más abajo, ardiendo como pequeños soles que se precipitasen al vacío. Aquellos a los que el fuego griego alcanzó en el puente mudaron la piel por mortajas de carbón. Sus gritos helaban la sangre. Espantosamente quemados, atrapados en sus fundas de hollín, cada segundo de vida era un instante de agonía eterna.

Pero alguien se apiadó de ellos, quizá fuera Atenea o quizá el mismísimo Zeus, ya que con un sonido chirriante de bronce chocando contra la piedra el puente se derrumbó, y a los atenienses abrasados por el fuego se les concedió la gracia de encontrar la muerte contra las rocas del fondo del desfiladero.

Kratos corrió por el sendero y se quedó observando el abismo. Por lo que acababa de presenciar, pensó que las bolas de fuego de Ares habrían destruido la totalidad del puente, pero más de la mitad de la construcción seguía en pie, aunque estaba inclinado hacia arriba, lejos del alcance de Kratos y controlado por un cabrestante que había al otro lado del desfiladero. Un hombre fuerte de pequeña estatura forcejeaba con uno de los brazos del torno con la intención de dejarlo fijo donde estaba.

—¡Detente! —gritó Kratos—. Haz que baje el puente. Tengo que llegar hasta el templo.

—Márchate —contestó el guardián del puente—. Los monstruos están por todas partes. Hay compañías enteras subiendo por el sendero. Si de verdad quieres a la diosa, ayúdame a destruir el puente.

—Estoy al servicio de Atenea. Me ha encargado que encuentre a la sacerdotisa del oráculo. Haz que baje el puente. —Kratos dio un paso hacia adelante, hasta llegar al borde del abismo.

—Aunque lo bajase, una tercera parte ha quedado destruida. ¿Cómo vas a salvar semejante distancia? Si eres capaz de volar, ¿para qué necesitas el puente?

—Haz que baje el puente —gruñó Kratos—. No te lo volveré a repetir.

—Daré mi vida por la diosa.

—Como quieras. —Kratos echó la mano hacia atrás, por encima del hombro, e hizo aparecer uno de los rayos.

El guardián del puente entrecerró los ojos, intentando ver lo que pasaba al otro lado del desfiladero.

—Un momento —dijo vacilando un instante—. ¿Qué es eso que llevas en la mano?

—Compruébalo tú mismo.

El rayo salió disparado y destrozó la plataforma en la que se hallaba el hombre. El eco del grito que profirió el guardián del puente siguió resonando por el desfiladero tiempo después de que su cuerpo se hubiese hecho pedazos contra las rocas.

Una vez zanjada la discusión con el guardián, aún debía resolver el problema de cómo cruzar el abismo. Kratos miró el cabrestante con el ceño fruncido. No le hubiese venido mal una arpía domesticada, o incluso una lechuza. Si Atenea quería de verdad que llegase hasta su oráculo, al menos podía compartir alguna de sus aves sagradas.

No aparecieron ni una arpía pacífica ni una lechuza olímpica. Kratos echó la mano hacia atrás para lanzar otro rayo.

Lo arrojó contra el cabrestante y lo hizo pedazos. Las enormes cadenas chirriaron al bajar el puente levadizo. El ruido que hizo al volver a su sitio ahogó el eco de los gritos del guardián del puente.

Kratos se detuvo a estudiar el hueco que le quedaba por salvar. Habría entre veinte y veintitrés codos, pero cualquier error de cálculo supondría morir estrellado contra las rocas del fondo del desfiladero.

Dio un par de pasos atrás para coger impulso y saltó. Mientras volaba hacia los restos del puente, oyó un nuevo silbido cada vez más fuerte. Se agarró al extremo del puente, aferrándose con los dedos a la madera astillada y a la piedra, dio una voltereta hacia atrás que lo impulsó hacia arriba y cayó sobre una parte algo más consistente. Alzó la vista hacia el lugar del que procedía el ruido y vio otra bola de fuego griego que avanzaba hacia él a toda velocidad. Aunque fuese capaz de sobrevivir al fuego, el puente no podría resistir el impacto. Kratos no tenía ninguna intención de seguir los pasos del guardián del puente ni quería que su cuerpo pasase a formar parte del montón de cadáveres sanguinolentos que se apilaban abajo.

Actuó a toda prisa. Sin tiempo de tomar una decisión consciente; lanzó otro rayo, que atravesó la noche en dirección a la bola de fuego. La detonación hizo que el proyectil de Ares explotase en todas direcciones. Kratos se volvió para protegerse la cara de los fragmentos de alquitrán en llamas que caían por todas partes. Ya tenía suficientes cicatrices en la cara. Algunos de aquellos fragmentos prendieron justo encima del arco del puente.

Kratos saltó hacia el otro lado, intentando adelantarse a las llamas incipientes, pero antes de alcanzar el saliente de roca, sintió que la estructura se movía entera bajo sus pies, daba algunas sacudidas y, finalmente, se desmoronaba. Kratos trepó como pudo por las tablas en llamas, como si fuesen una escalera, y alcanzó el sendero excavado en la roca justo antes de que el puente se derrumbase hacia el abismo.

Kratos se quedó mirando un instante el rocoso precipicio que se abría a sus pies. El guardián del puente debía de estar sonriendo allá en el Hades. A menos que pudiese volar, ningún monstruo podría cruzar aquel abismo. Se dio media vuelta y reemprendió la marcha.

El empinado sendero se convirtió en un camino escalonado que conducía directamente a lo alto de la montaña. En la cima se alzaba una gran estructura con gradas, de un tamaño tres o cuatro veces superior al del Partenón y con una altura diez veces mayor, construida con mármol elegantemente revestido de oro puro.

Mientras subía la escalera llegaron a sus oídos sonidos de contienda. Tensó todos los músculos y llevó las manos a la espalda. Las Espadas del Caos silbaron brevemente en el aire y dejaron tras de sí una estela de chispas. Kratos entró en el templo con paso ligero y en silencio hasta que dio con el origen de aquel resonar de espadas.

La sangre recién derramada salpicaba una gran zona de sacrificios situada en el centro del templo. Dos soldados salieron tambaleándose de detrás de la estatua de Atenea, que se alzaba al otro lado de la estancia, intentando rechazar el ataque de cinco o seis muertos vivientes pertenecientes a la infantería pesada.

Kratos entendió rápidamente lo que sucedía. En cuanto el dios de la Guerra hubo localizado el templo, sus huestes procedentes del Hades habían comenzado a hacer acto de presencia. También allí, en el interior del sanctasanctórum de la diosa.

Kratos avanzó a hurtadillas y cortó las piernas de cuatro de los muertos vivientes antes de que las criaturas advirtiesen su presencia. Unos cuantos tajos más acabaron con los demás. Uno de los soldados estaba en el suelo, desangrándose sobre el inmaculado suelo de la diosa. El otro ateniense hizo un sombrío gesto de agradecimiento a Kratos, profirió un grito de guerra y cargó de nuevo en dirección a la parte de atrás de la estatua de Atenea.

Su cabeza rodó por el suelo un segundo después.

Kratos tuvo que reconocer de mala gana que quizá no todos los atenienses fuesen unos cobardes.

El monstruo que acababa de enviar al valiente soldado directo al Hades rodeó la estatua y se dirigió hacia él. Era un legionario muerto viviente, más alto que un minotauro, pertrechado con una armadura impenetrable y con dos mortales guadañas en lugar de manos.

Las hogueras que brillaban dentro de las cavidades de sus ojos miraron fijamente a Kratos, como queriendo emitir un silencioso desafío. La espantosa criatura atacó con una velocidad que sorprendió al espartano.

Tras rechazar el ataque de la afilada guadaña, Kratos cedió un poco de terreno hasta llegar al centro del templo, donde podía luchar sin estorbos. El legionario perdió una pierna en una de las embestidas. Mientras caía, Kratos lanzó un segundo ataque y le cortó las dos manos. Las mortíferas guadañas cayeron al suelo. Kratos observó al monstruoso combatiente y luego arrojó sus espadas una última vez. La cabeza cayó rodando igual que habían caído las guadañas.

A pesar de su fiero aspecto, el legionario no había sido un contrincante tan peligroso.

—Ayúdame. —Un nuevo grito llegó procedente de detrás de la estatua—. Si rindes culto a Atenea, únete a mí.

Un tercer soldado ateniense luchaba contra un par de legionarios debilitado por distintas heridas, algunas notablemente profundas y una, al menos, con apariencia mortal.

Kratos unió su fuerte brazo al combate. No era habitual encontrar atenienses valientes, así que sintió que debía contribuir a que aquél sobreviviese. Hizo retroceder a los legionarios y vio por qué estaban posicionados los soldados atenienses detrás de la estatua: una puerta escondida había quedado hecha pedazos y a través de ella se veía un estrecho pasillo que Kratos supuso que conduciría hasta las dependencias de la sacerdotisa del oráculo.

Los legionarios no suponían un desafío mayor que su gigantesco hermano. Kratos tejió un telón mortal a su alrededor, y cuando se disponía a cerrarlo, el mundo entero estalló.

Una bola incandescente cayó sobre el tejado del templo, lo redujo a cenizas y los dejó a cielo abierto. Un enorme fragmento de fuego griego cayó sobre el ateniense y lo mató de inmediato. El muerto viviente contra el que se batía aquel valiente también regresó al Hades tras consumirse en apenas un segundo. También pereció el legionario contra el que luchaba Kratos, cuando un fragmento de fuego del tamaño de un puño le impactó en el casco y lo hizo arder hasta que encima de los hombros sólo quedó un charco de bronce fundido.

La armadura que Kratos había robado a sus víctimas también recibió el impacto de decenas de pequeñas gotas de fuego. Con un rápido y elegante movimiento de las Espadas del Caos, cortó las improvisadas correas y la armadura cayó al suelo, donde se consumió rápidamente.

Kratos ni siquiera miró atrás.

Pasó por encima del cadáver abrasado del ateniense y entró en el pasillo estrecho.

—Soy Kratos de Esparta —dijo—. La diosa me ha enviado a hablar con la sacerdotisa del oráculo.

La fantasmagórica mujer que se le había acercado en Atenas apareció ahora en carne y hueso, y su belleza lo dejó atónito. Las insinuantes tiras translúcidas de seda verde que llevaba como falda se movían ocultando y volviendo a mostrar las piernas, los muslos y las caderas. Alrededor de su pecho, una tela diáfana se ceñía con fiereza estática a cada una de sus delicadas curvas.

—Has venido —susurró la sacerdotisa. Su voz era turbadora y relajante al mismo tiempo—. Empezaba a dudarlo.

—El templo no es seguro —respondió—. La siniestra prole de Ares te está buscando.

La pitonisa cerró los ojos. Luego, sus pesados pechos subieron y volvieron a bajar con un suspiro cargado de melancolía.

—El resto de mis defensores ha perecido. Que sus almas hallen toda la alegría cuando se reúnan con sus seres queridos en los Campos Elíseos. —El espartano pensó que aquello era poco probable, pero no dijo nada—. Sólo quedas tú, Kratos. —Sus ojos, semejantes a dos estanques donde se reflejase la luz de la luna, se abrieron y miraron fijamente a Kratos, y durante un momento el espartano lo olvidó todo, hasta la batalla en la que se encontraba inmerso—. Tú eres todo lo que me queda.

Kratos se dejó de ensoñaciones y volvió a la realidad.

—Y soy todo lo que necesitas. Venga, de prisa.

Observó la pequeña habitación donde vivía la sacerdotisa: tan sólo había una cama y unos pocos objetos personales. Llevaba una existencia sencilla, alejada de sofisticaciones, libre de astucias y vanidades.

Pero desde el punto de vista táctico, la cámara tenía una estructura de pesadilla. Si los esbirros de Ares los sorprendían en aquella habitación, el techo bajo y la poca distancia entre las paredes le impedirían usar las Espadas del Caos, y utilizar cualquiera de los poderes mágicos de los dioses sería un suicidio. Y para colmo, el pasillo que conducía al templo era la única salida de la habitación. Si sus oponentes reunían un número suficiente de efectivos, acabarían atrapados como moscas en una botella.

—Tú y yo tenemos que hablar —dijo la pitonisa al tiempo que señalaba un taburete de tres patas que tenía bajo la cama—. Siéntate y te contaré lo que necesitas saber.

—¿Por qué no me dijo Atenea todo lo que necesito saber para poder matar a Ares?

La sacerdotisa hizo un gesto de desdén para hacerlo callar y continuó:

—Te revelaré lo que he visto. A veces lo veo todo de una forma muy precisa. Otras veces es como si mirase a través de un velo. O quizá sería mejor decir a través de un sudario. —Su semblante pasó de la preocupación a un gesto más etéreo y distante. Kratos comprendió la fuerza de su talento, ¿o se trataba más bien de una maldición?—. A mí se me revelan secretos que ni siquiera los dioses conocen —declaró la sacerdotisa—. Por muy lejos que llegue su sabiduría, hay cosas que incluso ellos desconocen.

Kratos se sintió desprotegido ante su mirada, que parecía no mirarlo a él, sino a algo que había más allá, algo que lo atravesaba.

—Las visiones inundan cada momento de vigilia, cada momento de sueño, y me repiten lo que debes hacer. —Bajó la voz hasta convertirse en poco más que un susurro—. Sé cómo puedes matar a un dios.

Un chillido desagradablemente familiar resonó entre las columnas del templo e hizo que Kratos volviera a la realidad y dispusiera las espadas para entrar en acción.

—Esta habitación es una trampa. Ares te quiere muerta. Vámonos y haré que sigas viva.

Volvió corriendo hasta el templo y rodeó la estatua de Atenea. Aparte de los cadáveres y de la sangre derramada por el suelo, la estancia estaba vacía y en silencio. Miró hacia el techo hundido y se encontró con una bandada de malolientes arpías.

Se dirigió a un espacio más abierto, donde pudiese enfrentarse a ellas sin obstáculos. Una de ellas chilló y se abatió sobre él como si fuese una águila. Kratos lanzó su espada hacia arriba y atravesó el pecho del horrible monstruo. La sangre saltó por todas partes y le salpicó los ojos, pero aun así fue capaz de descuartizar al monstruo con un simple juego de muñeca. Mientras parpadeaba con fuerza para apartar la sangre de los ojos, daba tajos en el aire.

Más arpías, que no paraban de chillar, cayeron sobre él. Sus espadas se clavaron en la monstruosa carne una y otra vez, pero también él recibió algunos zarpazos de sus garras.

Cuando por fin pudo limpiarse los ojos de sangre, vio en el suelo del templo a varias arpías heridas que trataban de escabullirse. Sus heridas supuraban icor mientras intentaban arrastrarse con la ayuda de sus correosas alas. Cuando una se dio cuenta de cómo las observaba, empezó a chillar, y todas al unísono hicieron rechinar sus afilados dientes en señal de amenaza.

Kratos se pasó de nuevo la mano por los ojos y se acercó a ellas para matarlas.

—¡Kratos!

La aterrorizada voz de la pitonisa hizo que Kratos volviese a toda prisa hacia la estatua de Atenea. Dos arpías sujetaban a la sacerdotisa con sus asquerosas garras. Saltó hacia ellas con las espadas preparadas. Había sido testigo de la facilidad con que una sola arpía podía acabar con la vida de un mortal; el inevitable recuerdo del pequeño hecho pedazos contra los adoquines atenienses hizo que su rabia volviese a aflorar. Sin embargo, esta vez parecían tener un plan bien diferente para su prisionera.

Batieron las alas en el aire y levantaron a la mujer del suelo; sus fuertes garras se clavaron en los hombros de la pitonisa. Las arpías gritaron con un júbilo infernal y levantaron el vuelo con la mujer colgando de sus garras.

—¡Kratos! —gritó con la voz trémula por la desesperación—. ¡Kratos, sálvame!

Éste saltó con todas sus fuerzas, pero otra arpía había calculado su trayectoria y se abatió sobre su espalda como un halcón sobre un conejo. Él se revolvió gritando y, de un solo tajo, las Espadas del Caos le cercenaron una de las alas y la parte superior de la cabeza. Sin ser consciente de que estaba mortalmente herida, la estridente criatura le clavó las garras con toda su furia. Un segundo ataque de las espadas hizo que las garras soltasen los brazos que habían aferrado y cayesen al suelo del templo.

Pero ese instante de distracción iba a costarle caro.

Antes de poder recuperarse para volver a saltar, las arpías que llevaban a la sacerdotisa del oráculo, seguidas por todas sus hermanas, aletearon con fuerza y desaparecieron a través del agujero del techo. Kratos presenció impotente cómo las repugnantes criaturas y su presa desaparecían entre las tenebrosas nubes nocturnas.

A solas en el templo, Kratos se volvió hacia la pálida estatua de Atenea y extendió las manos.

No elevó ninguna oración a los dioses; los maldijo. Acto seguido, diseñó un plan para rescatar a la pitonisa.

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