Giovanni

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Segunda parte: Cava tu propio agujero » Capítulo 19

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Capítulo 19

Noche desconocida

Patio de Micerinos

Memfis, Egipto

La figura encapuchada salió de entre las sombras, como si manara de ellas del mismo modo que el vino sale de la jarra. Inspeccionó los alrededores, husmeando levemente el húmedo aire.

Qué aroma más curioso, pensó para sí mismo. Parece sangre, sólo que… por todas partes. Penetrante. Como si el propio aire…

El sonido de un trueno rasgó la noche, sacudiendo las arenas egipcias e incluso los pilares del mismo palacio. Sin duda el faraón no dormiría bien aquella noche, probablemente despertando a sus concubinas con su agitación. Durante varias noches, un espíritu malvado había inquietado su alma, y ni los placeres carnales ni la comida eran capaces de calmarlo. Desde que su maldito hijo había pronunciado aquellas fatídicas palabras, el rey vivía en la más profunda confusión.

¿Cómo era que decía la maldición? ¿Qué la sangre caería como la lluvia? ¿Qué la lluvia seguiría a la sangre? ¿Quizá algo sobre un reinado sangriento? La figura avanzó silenciosamente por las arenas del templo hasta uno de los edificios menores. En esta época de milagros, casi cualquier profecía puede cumplirse literalmente. Hombres y dioses… ¡imposibles de comprender! Donde un pueblo jura la existencia de un único todopoderoso, sus vecinos derraman sangre en nombre de numerosos señores divinos. Y hasta este sencillo Egipto, con su creencia en un rey que camina entre ellos… ¡qué extraño! ¡Qué un dios pudiera infectar y ensuciar el agua de la que bebe su propia gente! Sí, ¿cómo es que Egipto se extiende tanto como cualquiera de las naciones de los hombres? ¿Aquí, lejos del Jardín del Padre?

Lejos del palacio, escarbado en otra pared de roca, había un portal, guardado solamente por un muchacho. La figura se detuvo delante del muchacho, mostrándole un cetro y un broche de escarabajo, que sostenía con una mano delgada, huesuda, cadavérica. El muchacho sonrió sin comprender y pasó los dedos sobre un bajorrelieve en forma de calavera situado en la cara rocosa de la pared; el portal se abrió.

Un aire húmedo y malsano salió, como la exhalación de un enfermo. La figura entró, aún murmurando para sus adentros. Cada instante es a la vez algo absurdo y un milagro. La chispa de vida que alimenta a este muchacho, que da vida a mi rebaño… ¿por qué Dios elige otorgarles tan preciado don? ¿Y por qué Él me mortifica a mí, que le reverencio y le temo como desea? ¿Y por qué me obliga a caminar como un muerto entre ellos, mientras los pinta (¡salvajes ignorantes!) con colores llenos de vibrante vida? ¿Por qué debería permitirles contemplar su glorioso amanecer? ¿O saciar sus robustos cuerpos bajo cielos despejados? ¿Me oyes, Dios? ¿Estás conmigo en la muerte, o es que tus oídos se han hecho sordos a las voces de aquellos a los que has rechazado?

Si Dios estaba escuchando, no dio ninguna señal de ello. Una serpiente solitaria se arrastraba por un escalón, entre las grietas del muro de arenisca, mientras la figura descendía.

Oh, cuan parecido a mi iracundo Dios. Siempre castigando al consejero por los pecados del artesano. O quizá, siempre castigando a los hijos por los pecados del padre. La figura sonrió satisfecha bajo la capucha. Conozco tus caminos, Dios. Tú me has dado la espalda, pero eso mismo me ha permitido acercarme a Ti sin que lo sepas. Tú no me ves; Te obligas a Ti mismo a no escucharme. Y eso será tu perdición. Una noche, sentirás mis colmillos… la propia desgracia con la que me has maldecido a mí, y a mi señor, y al señor de mi señor… en tu garganta. Y entonces, gran Dios, sabrás lo que el miedo puede engendrar en un hombre… incluso en uno muerto. Mi corazón muerto aún late, pero no lo hace con amor ni piedad. No, mi corazón late con la negra sangre de la ira… una ira que tu sabiduría ha dejado allí, como una cicatriz. Mejor hubiera sido terminar conmigo antes que permitir el beso de…

—¿Maestro?

Una voz de niño interrumpió los ensimismamientos cada vez más histriónicos de la extraña figura. Tras bajar el último escalón, el encapuchado entró en una habitación de techo bajo y arqueado que apestaba a sudor, a juventud y a desechos de cuerpos mortales. Una única antorcha ardía con luz parpadeante en la pared más alejada de la entrada, proporcionando escasa luz a la miserable cámara pero dando mucha más luminiscencia de la que la figura necesitaba para ver. Las frías paredes de piedra no tenían señales, aparte de unas cuantas manchas de basura y unos caóticos dibujos rojizos de huellas de manos. Del rincón más apartado surgió un niño, desnudo como el día que había venido al mundo y con la cara obscurecida por la inmundicia.

—¿Maestro? —El infeliz repitió la pregunta sin darse cuenta de que su maestro estaba justo delante de él. La figura movió la cabeza con desaprobación. Puede que aquel niño nunca aprendiera… miraba fija y resueltamente hacia la oscuridad.

—Sí, Nusrat. Soy yo. —La figura se quitó la capucha, y su cabeza emergió, dejando al descubierto un rictus de dientes, como una calavera arrancada de un cuerpo sin vida. Lo que, en realidad, era…

El niño saltó a los fríos brazos del muerto, trepando eufórico por ellos para besar el rostro de su maestro. Éste se giró, escapando de los toscos afectos del muchachito. Miró alrededor, sus ojos sin vida observando maliciosamente desde sus hundidas cuencas, explorando la oscuridad.

—Nusrat, ¿dónde está tu hermana? ¿Elisha? —llamó, pero sin recibir respuesta.

—Está durmiendo, maestro. Todavía está enferma.

—No está enferma, mi querido niño. —Una huesuda mano emergió de la túnica y acarició la cabeza rapada del niño cariñosamente—. No, no está enferma. Está cansada. He tomado tanta de su preciada sangre que ni siquiera tiene fuerzas para caminar. —Mientras hablaba, el hombre muerto tomó a su pupilo de la mano y lo llevó al rincón donde se encontraba Elisha—. ¿Lo ves? Elisha. Elisha…

La muchacha estaba hecha un ovillo en el suelo, y parecía un montón de huesos apilados. Las moscas zumbaban a su alrededor, ¿cómo habrán conseguido entrar?, se posaban en sus ojos medio cerrados y entraban y salían de su boca abierta.

—¿Elisha? ¿No te sientes bien? —La cadavérica cara del hombre muerto esbozó una sonrisa particularmente malvada—. ¿Necesitas descansar? Sí que lo necesita, ¿verdad Nusrat? Necesita su precioso sueño. —El hombre muerto empujó ligeramente la cabeza de Elisha con el pie, mientras Nusrat lo miraba lastimeramente—. Oh, sí. Está muy cansada. ¿Puedo pedirte algo, mi querido niño? —El hombre muerto acarició la mano del muchacho, y sus dedos huesudos dejaron leves y brillantes surcos en la piel bronceada. Miró hacia abajo, con el rostro lívido y sereno.

—¿Sí, maestro?

—Llévale esto a Djuran, en lo alto de la escalera. —Entregó al niño un pequeño escarabajo con una calavera humana en lugar de cabeza. Era mágico, un elixir alquímico comprimido, hecho con su propia sangre, creado para aumentar los poderes de sus sirvientes y atarlos a su voluntad—. Te daré uno para ti cuando regreses.

Mientras los pies descalzos del muchacho corrían hacia la oscuridad, el hombre muerto volvió de nuevo su atención hacia Elisha.

—Mi querida y dulce niña. Siento haberte dejado sola tanto tiempo.

La levantó (no pesaba más que un haz de juncos de río) y la colocó en el pliegue de su brazo. Apartó la harapienta camisa de su cuerpo y se acercó una de las débiles piernas, dejando a la vista la carne de su muslo y el delicado pliegue rosado que se escondía más arriba. Como un hombre hambriento que observa cómo se asa un ternero, el hombre muerto contempló la pierna de la debilitada muchacha. Cuidadosamente, con mucha delicadeza, mordió la carne de la pierna, sintiendo como la almizclada piel cedía bajo sus colmillos. Un débil chorro de sangre se abrió paso hasta su boca, muy despacio al principio y después en abundancia. El hombre muerto bebió con desinteresado fervor, permitiéndose ceder a la única pasión que animaba su esqueleto maldito, lamiendo los arroyos de sangre. Tras unos segundos, la sangre cesó de manar, mientras el chico regresaba de cumplir su misión.

El espectro soltó el cuerpo de Elisha, que cayó al suelo haciendo un ruido sordo. Se restregó toscamente un dedo por los labios e hizo señas a Nusrat para que se acercara.

—Y ahora, ¿podrías por favor deshacerte de eso?

—Sí, maestro —contestó el niño.

El hombre muerto se dio la vuelta y se fue. Antes de llegar a lo alto de la escalera, se encontró al sirviente de la puerta, en cuyo rostro se reflejaba el miedo y la confusión.

—Maestro, vos… los cielos se han…

—Escúpelo, niño. Yo no doy trabajo a idiotas —contestó bruscamente el hombre muerto, sin preocuparse por el efecto que aquello que hubiese fuera había provocado en su ayudante. Djuran no era el más brillante de los esclavos, pero era fiel. ¿Podía ser que al fin el faraón se hubiera cansado de los métodos de su cadavérico visir? ¿Habría enviado a la guardia real para arrestarlo y encerrarlo entre las piedras? ¿Había venido un sargento a arrestarlo? Si era así, aquel sería el mayor error de la vida del sargento…

Al ascender las escaleras, con el balbuciente Djuran tras él, el hombre muerto descubrió la razón de la agitación del muchacho.

Los cielos estaban iluminados con breves ráfagas de rojizos relámpagos y el aire húmedo tenía el olor penetrante de la sangre. De hecho, cuando alzó la vista para contemplar las arenas y los muros de Egipto, todo comenzó a mancharse con una gruesa lluvia color cobrizo.

El Señor Dios había hecho que la sangre cayera de los cielos.

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