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Por primera vez en los últimos seis días, los diarios de la mañana del lunes no traían referencia alguna al incendio de la Canuda ni a la polémica que envolvía a Las noticias ilustradas. Ningún artículo sobre los avances de la investigación policial o sobre las ramificaciones judiciales del caso, ninguna entrevista malintencionada, ninguna carta de ningún lector clamando por la prohibición del diario de Sempronio Camarasa, o por la deportación de su director, o por la lapidación pública de su ilustradora principal. Por primera vez en aquellos seis días pude hojear los tres diarios de la mañana sin sentir deseos yo mismo de prender fuego a las sedes de sus oficinas y a los domicilios particulares de sus respectivos directores, y quizá también al número tres de la calle de Aviñón. La edición de aquella tarde de Las noticias ilustradas mantuvo también un tono desusadamente bajo, sin noticias especialmente sangrientas o inquietantes —apenas un par de reyertas en el puerto y un amago de alboroto durante una huelga socialista en la calle de los Talleres: nada que pudiera molestar demasiado a ningún lector biempensante— y sin referencia alguna tampoco al incendio de la sede de La gaceta de la tarde. Durante la cena, para mi alivio tanto como para su decepción, Margarita no tuvo ninguna novedad que explicarme respecto a los anónimos que habían infamado nuestra correspondencia durante las últimas mañanas, ni tampoco sobre ninguna visita indeseada a la torre familiar o ningún ataque con piedras al palacete de Fernando VII. Esa noche, lo recuerdo, pasé por el despacho de mi padre de camino a mi dormitorio y lo felicité desde el umbral de la puerta por la tranquilidad de la jornada. Tal vez papá Camarasa tuviera razón, a fin de cuentas. Tal vez no tuviéramos nada de qué preocuparnos. Tal vez todo aquello no hubiera sido más que una fiebre informativa cualquiera; una fiebre intensa, desagradable y ya en remisión.

Y entonces llegó el martes.

El artículo que echó por tierra todas aquellas ilusiones ocupaba una página entera del Diario de Barcelona. Dos únicas iniciales lo firmaban, una V y una S, y la prosa del texto tampoco dejaba espacio para las dudas acerca de la autoría de Víctor Sanmartín.

El título del artículo, impreso en un cuerpo y con una tipografía de noticia de alcance internacional, era así de sencillo: «Sempronio Camarasa, agente borbónico». Su primer subtítulo decía lo siguiente: «Las noticias ilustradas, al servicio del proyecto de restauración de Alfonso XII». Y un segundo subtítulo añadía: «El ataque criminal a La gaceta de la tarde, parte del complot borbónico».

El contenido del artículo era menos contundente que sus encabezamientos, y se limitaba en realidad a hacerse eco de los rumores que corrían desde el final del verano acerca de la existencia de una vasta conspiración en marcha destinada a sentar de nuevo a un Borbón en el trono de España. El engarce de mi padre y su diario con esta conspiración se sustentaba sobre unos indicios tan leves o tan puramente imaginarios —la huida cierta de los Camarasa tras la revolución del 68, la posible naturaleza equívoca de alguno de los negocios londinenses de mi padre, sus supuestas amistades peligrosas, la inexistente línea editorial proborbónica y antirrepublicana de Las noticias ilustradas— que ni siquiera el propio Sanmartín parecía convencido de la autoridad de estos, y solo un par de crípticas referencias a un informador anónimo bien relacionado con la base parisina del hijo de la depuesta Isabel II añadían algo de peso aparente a lo que no era, en realidad, más que un montón de conjeturas mal hilvanadas bajo un encabezamiento de corte sensacionalista.

Pero el daño, en cualquier caso, ya estaba hecho.

El titular del artículo afirmaba que Sempronio Camarasa era un agente borbónico, y esa era la idea que quedaría en la mente de todos sus lectores. Que mi padre era un agente de la conspiración borbónica en marcha, y que su diario era un instrumento de esta. Que el regreso a Barcelona de la familia Camarasa precisamente en aquel momento, con la República ya enterrada de facto desde el golpe de Pavía en enero, con la experiencia liberal agonizante en manos de gobiernos torpes y acobardados y con el ruido de sables creciendo a lo largo y ancho del país, respondía ni más ni menos que a un plan orquestado desde la guarida en el exilio de aquel al que uno de nuestros anónimos había llamado «el demonio francés».

Esa era la idea que quedaría en la mente de todo aquel que leyera el Diario de Barcelona aquella mañana.

Y esa era también, lo supe en cuanto terminé de leer el artículo, la sospecha que ya no dejaría de rondar por mi cerebro a partir de aquel instante.

Una fina lluvia de barro comenzaba a ensuciar las calles de la Ribera cuando Gaudí y yo llegamos a la replaceta de Moncada. Eran las seis de la tarde de un martes no festivo, pero los alrededores de la iglesia de Santa María del Mar bullían con una animación humana propia de cualquier mañana de domingo a la salida de misa. Decenas de hombres y mujeres enfundados en sus ropas de trabajo, de viejas enlutadas y risueñas, de ancianos aferrados todavía a su atuendo rural pululaban en torno a los tenderetes adosados a los muros del templo comunicándose a voces en un cerrado catalán de aldea mientras, a su alrededor, rebaños de niños sucios como demonios corrían sin control detrás de una rueda, de una peonza fugitiva o de una pelota de lana del mismo color del barro que ahora caía del cielo. Un burro cargado de alforjas se desaguaba junto al ábside de la iglesia, y lo mismo hacía un perro al pie del portal de la lechería que ocupaba uno de los extremos de la replaceta; pero a nadie parecía importarle. Un par de mendigos dormían abrazados bajo el arco de piedra de un cegado soportal, y a pocos metros de ellos, en mitad de la calzada, un músico callejero rasgaba las cuerdas de un pequeño violín sefardita mientras sus pies bailaban al ritmo de la alegre melodía.

Esta vez no había nadie esperando a Gaudí en la puerta exterior del edificio donde vivía.

—Hoy no tiene visitas, veo —observé, sin poder contenerme.

—Procuro no tenerlas los días de diario —respondió él, iniciando el ascenso de los muchos tramos de escalera que nos separaban de su buhardilla.

Allí arriba, el aspecto del edificio apenas mejoraba con respecto a la imagen que ofrecían la fachada y el vestíbulo interior. La puerta del único piso que ocupaba la buhardilla estaba llena de manchas de pintura, de profundos arañazos y también, me pareció, de los rastros apenas encubiertos de un incendio reciente. El pequeño tragaluz que la iluminaba estaba casi cegado por el guano de las palomas y de las gaviotas, y algo de esa suciedad parecía haberse filtrado también hasta el techo y las paredes del rellano, y aun hasta su suelo sin embaldosar. Lo más llamativo, con todo, eran las tres cerraduras que protegían la puerta del piso de los Gaudí.

—¿Ladrones en el barrio? —pregunté, mientras mi amigo introducía la primera de sus tres llaves en el cerrojo superior.

—Hemos tenido alguna mala experiencia últimamente.

—Nada grave, espero —dije, mirando otra vez los rastros aparentes del fuego sobre la madera.

—Nada irreparable. —Gaudí terminó de dar vuelta a las cerraduras y abrió la puerta de par en par—. Adelante.

El interior de la buhardilla era amplio, luminoso y sorprendentemente acogedor. Sus techos no eran tan bajos como mi amigo me había dado a entender en alguna ocasión, si bien el diseño a dos aguas del tejado del edificio iba empequeñeciendo progresivamente la altura de la buhardilla según esta se aproximaba a los muros laterales. Una gran sala central ocupaba más de la mitad del espacio disponible, y por sus rincones se repartían una mesa grande de comedor y otras dos mesas de trabajo más pequeñas, un par de sillones, unas cuantas sillas de madera, dos armarios con puerta de cristal, varias estanterías cargadas de libros y de objetos variados y una pequeña cocina con su despensa, su hornillo y su pila para el agua. En el centro de la sala, la maqueta en marcha de Santa María del Mar que habíamos venido a ver estaba extendida sobre el suelo como una extraña bestia hecha de cuerdas y de metales y de pequeñas bolsas de tierra. En torno a ella había toda clase de herramientas de carpintería y un par de grandes láminas de papel, esparcidas también sobre el suelo desnudo en un desorden que no se condecía en absoluto con la pulcritud del resto de la sala. La maqueta no se parecía a nada que yo hubiera visto antes en el estudio de un arquitecto, y los planos que ocupaban las dos láminas estaban dibujados también, a primera vista, de acuerdo con un sistema de signos y medidas para mí desconocido. Pese al placer evidente que a Gaudí le causaron mi expresión inicial de desconcierto y mis primeros comentarios sobre la naturaleza de su trabajo, no nos acercamos todavía a inspeccionar la maqueta. Dos puertas situadas a uno y otro extremo de la sala comunicaban esta con los dormitorios de los dos hermanos, y una tercera puerta encajada entre la hilera de ojos de buey que iluminaban la buhardilla daba acceso a una mínima terraza abierta sobre los tejados de la Ribera.

En el centro de la sala, la maqueta en marcha de Santa María del Mar que habíamos venido a ver estaba extendida sobre el suelo como una extraña bestia hecha de cuerdas y de metales y de pequeñas bolsas de tierra.

La perspectiva que desde allí fuera se dominaba de la iglesia de Santa María del Mar era tan asombrosa que por primera vez entendí —más o menos— por qué Gaudí seguía viviendo en un lugar como aquel.

—Extraordinario —dije, olvidando la lluvia que caía del cielo y el aire que soplaba con fuerza allí arriba y reparando solamente en aquel hermoso milagro en piedra que era el viejo templo medieval—. Tienen ustedes aquí una vista por la que cualquier burgués pagaría una pequeña fortuna.

Gaudí se situó a mi lado junto al murete que cerraba la terraza.

—No creo que ningún burgués estuviera dispuesto a pagar los peajes que a nosotros nos impone tener esta vista —repuso—. Por no decir, claro, que dudo que ningún burgués se haya tomado nunca la molestia de levantar siquiera la cabeza para ver las torres de una iglesia.

Estuvimos un rato más contemplando en silencio el espectáculo de la iglesia cercada por los tejados de la ciudad, hasta que la lluvia y el viento comenzaron a arreciar y Gaudí propuso que regresáramos al interior de la buhardilla.

—Mal día para una fiesta —comenté una vez estuvimos a cubierto, pasándome la mano por los hombros de la chaqueta y retirándola completamente empapada.

—Si prefiere usted que no vayamos…

Sonreí.

—Se ha comprometido usted a acompañarme, querido amigo —dije—. Y yo me he comprometido a que estaría usted allí.

—Se ha comprometido con esa dibujante de desgracias, imagino.

Sonreí de nuevo.

—No finja que no está deseando conocerla.

Gaudí se desabotonó pausadamente la levita también mojada.

—No negaré que siento curiosidad —admitió por fin—. Aquellos cuadros desenfocados parecían revelar la presencia de una mente original.

Ignoré la primera mitad de esta última frase y me quedé con la segunda.

—Si busca usted originalidad, Fiona es su mujer. —Y luego, faltando un tanto a la verdad, añadí—: Ella también está impaciente por conocerlo a usted.

Aunque ni su rostro ni su voz lo demostraron, este anuncio pareció complacer a mi amigo.

—Me disculpará si no lo invito a pasar hoy a mi cuarto, ¿verdad? —preguntó, ya en mangas de camisa y con el nudo del corbatón aflojado—. Esta mañana no ha habido ocasión de adecentarlo, y no querría que se llevara usted una impresión equivocada. Mi hermano es un hombre un tanto orgulloso, y nunca me perdonaría que lo hiciera quedar a sus ojos como una persona desordenada.

—Me temo que no soy yo el más adecuado para juzgar el orden o el desorden ajenos —reconocí—. Y en todo caso, si su cuarto está hecho un desastre, quien quedaría como una persona desordenada sería usted, ¿no? —observé, antes de comprender lo que Gaudí acababa de decirme a su oblicua manera habitual—. ¿Su hermano se encarga de la limpieza de toda la casa?

Gaudí esbozó una pequeña sonrisa.

—De alguna forma tendrá que contribuir él también al bienestar familiar, ¿no?

«Él no trabaja para espiritistas con dinero ni se trata con pilluelos que lo llaman señor G», estuve a punto de aventurar en voz alta. Pero mi amigo había desaparecido ya al otro lado de la puerta de su dormitorio, y yo, de todos modos, no quería seguir jugando a sonsacarle sus secretos a Gaudí aquella tarde. Con la fiesta de Las noticias ilustradas de por medio, y con la resaca también del efecto que me habían causado las conjeturas sobre mi padre publicadas en el Diario de Barcelona, los asuntos privados de Gaudí eran ahora mismo la última de mis preocupaciones.

De todos modos, viéndome a solas en la sala principal de la buhardilla, mi curiosidad natural acabó por imponerse a mi desánimo momentáneo y no pude resistir la tentación de acercarme a una de las dos mesas de trabajo para comprobar lo que ya me había parecido advertir desde la distancia: que entre el buen montón de libros y papeles que la cubrían había un cuaderno de dibujo idéntico al que había visto la noche del sábado en manos de Gaudí. Se trataba, en efecto, del mismo tipo de cuaderno que Fiona utilizaba para esbozar sobre el terreno sus ilustraciones: cuarto mayor, tapas negras, un par de dedos de grosor y un cordel de seda azul marino que lo cerraba en horizontal. La tentación era grande, pero no deshice el nudo del cordel ni intenté tampoco atisbar su contenido entreabriéndolo por sus extremos. Aquel cuaderno era un misterio que no me tocaba desvelar aquella tarde.

Me acerqué a la otra mesa de trabajo y vi que todo lo que había en ella se correspondía con los estudios de derecho de Francesc Gaudí. Curioseé las dos pequeñas fotografías enmarcadas que había sobre la mesa, dos retratos de familia de aire inequívocamente rural, y luego me dirigí hacia las estanterías que cubrían dos de las paredes de la sala y recorrí los lomos de los libros que se alineaban en ellas. Sus títulos revelaban una extraña mezcla de intereses: tratados de arquitectura, de estética, de fotografía, de historia del arte, algunas novelas de poca calidad, algo de poesía catalana, una Biblia de aspecto fatigado, las últimas obras traducidas de William Morris y de Walter Pater, dos libros de teología escolar, una pequeña colección de clásicos griegos y latinos, un buen número de obras legales, varios libros ilustrados con las maravillas del mundo, ejemplares sueltos de varias revistas francesas y también, para mi sorpresa, una bonita cantidad de tratados de botánica, de medicina, de historia natural y de ciencias no convencionales. Como sucede con toda biblioteca privada, aquella elección particular de títulos y de materias parecía revelar algo interesante sobre el alma de sus propietarios; pero, de nuevo, aquella tarde no me sentía yo con el espíritu adecuado para perseguir conclusión alguna.

Finalmente, dejé de curiosear entre las intimidades de los hermanos Gaudí y centré mi atención en la maqueta de Santa María del Mar y en los dos planos de trabajo que la acompañaban.

—¿Qué le parece? —me preguntó Gaudí al cabo de un par de minutos, saliendo de su dormitorio con un nuevo cuello de camisa y el corbatón anudado de una forma todavía más elaborada de lo habitual.

—Que está usted muy elegante.

Mi amigo arqueó levemente las cejas.

—La maqueta, quiero decir.

—Que no se parece a Santa María.

—Eso es porque la Santa María que yo estoy construyendo no es la misma que ustedes ven.

—¿Ustedes?

«La gente vulgar y corriente», dijeron los ojos de Gaudí. Su lengua fue, por una vez, más diplomática:

—Quienes no se han pasado seis años estudiando su sistema de fuerzas.

Su sistema de fuerzas. Miré de nuevo aquella extraña masa aparentemente amorfa dispuesta en el centro de la habitación y, por fin, creí entender qué se escondía en ella, cuáles eran su sentido y su intención. Las cuerdas colgantes, las bolsas de arena, el extraño aparataje de metal y de hojalata: un sistema de pesos y poleas que representaban el armazón interno del edificio. Su esqueleto teórico. El puro sistema de leyes físicas que sostenía su encarnadura de piedra.

—Comprendo —dije, maravillado ante la pura intuición de lo que mi amigo estaba haciendo allí.

—¿En serio?

Gaudí lo preguntó con una curiosidad tan genuina que logró, esta vez sí, ofender mi pequeño orgullo.

—Me parece, Gaudí, que haberme salvado la vida empieza a no justificar ya tanta acumulación de groserías por su parte —protesté.

La sonrisa de mi amigo desarmó al instante mi amago de irritación.

—Hoy no es un buen día para bromear con usted, es cierto. ¿Le parece interesante mi proyecto, entonces?

Nos pasamos la siguiente media hora rodilla en tierra, plano en mano y al abrigo de dos lámparas de aceite, comentando los detalles de aquel novísimo sistema que Gaudí había ideado para desvelar los secretos del que era su edificio predilecto de Barcelona, uno de los pocos que estaban a la altura de su estricto ideal arquitectónico y acaso el único que mi amigo no demolería de buena gana con sus propias manos para hacer sitio a algo mejor; algo, se entendía, diseñado por él mismo. Basándose en el modelo de poleas y aparejos invertidos que teníamos delante, Gaudí me explicó sus primeras teorías sobre cómo los arquitectos de Santa María habían concebido su obra de tal manera que el peso del edificio, en lugar de distribuirse entre el sistema habitual de muros, columnas y arquitrabes de todas las iglesias medievales, recayera casi en su totalidad sobre una breve serie de puntos específicos situados en su mayoría a lo largo de la nave central. La incomparable sensación de ligereza, de levedad, de fragilidad incluso, que transmitía el interior del templo sería, así, producto directo de la ingeniosa estructura que sus arquitectos habían concebido para él, esa espina dorsal secreta —cinco o seis columnas, algún pie de bóveda, el pórtico de una capilla lateral— cuya labor liberaba de responsabilidades mecánicas al resto del edificio, y cuya existencia nadie parecía haber sospechado siquiera hasta entonces. Confieso que aquella tarde las extrañas ideas de Gaudí me parecieron tan atractivas como improbables, y que no les presté demasiada atención; pero, en cualquier caso, oír hablar a mi amigo con aquella pasión sobre algo a lo que había dedicado tantas horas de su vida, tanto esfuerzo, tamaño despliegue de entusiasmo y de imaginación, era un placer al que yo me hubiera entregado felizmente durante el resto de la tarde.

El deber, sin embargo, acechaba al otro lado del cristal ya oscurecido de las ventanas. Cuando las campanas de la propia Santa María del Mar dieron las siete, no tuve más remedio que interrumpir las explicaciones de Gaudí sobre el valor del punto de fuga en la arquitectura religiosa medieval y recordarle, con todo el dolor de mi corazón, que una fiesta nos esperaba en la calle de Fernando VII.

—Aunque tal vez tiene usted razón. Quizá podríamos no ir.

Gaudí miró su maqueta, me miró a mí, miró los cristales empañados por la lluvia de los ojos de buey y volvió a mirarme con cara resignada.

—No podemos hacerle un feo así a su padre —dijo, procediendo a recolocarse el nudo del corbatón—. Por no hablar, claro está, de esa señorita que tantas ganas tiene de conocerme.

Y así fue como nuestras vidas, esa tarde, empezaron a cambiar para siempre.

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