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La fiesta estaba ya en marcha cuando Gaudí y yo hicimos nuestra entrada en el salón de actos del palacete de Fernando VII. Una vistosa iluminación decorativa llenaba de luz y de color los rostros de todos los presentes, alisando mágicamente la piel de las señoras y aligerando la gravedad de los bigotes de los caballeros. Media docena de camareros circulaban entre los corrillos de invitados con sus bandejas llenas de licores y viandas, y una orquesta de cámara de seis instrumentos tocaba una pavana desde un improvisado quiosco instalado en un rincón. El ambiente que se respiraba en aquel salón no era, sin embargo, mucho más alegre ni festivo que mi propio estado de ánimo. Habría medio centenar de personas allí dentro, tal vez más, pero yo solo conocía a tres de ellas. El resto, supuse, serían socios de hecho o en potencia de mi padre, apellidos importantes en la vida económica y social de Barcelona y, en general, personalidades con alguna relevancia local cuya buena voluntad había que reconquistar tras los últimos tropiezos públicos de Las noticias ilustradas. Unos cuantos uniformes militares destacaban entre todos los trajes oscuros, e incluso me pareció ver un par de alzacuellos asomando por debajo de sendas papadas. La media de edad de los presentes no debía de bajar de los sesenta años, contándonos a Gaudí y a mí y también a Fiona Begg, la única mujer de la sala cuyo rostro no estaba camuflado bajo espesas capas de maquillaje ni parecía a punto de quebrarse a la menor sonrisa. Incluso los músicos y los camareros pertenecían a una generación que conoció a un Bonaparte en el trono de España.

—Mi padre debe de ser el único hombre del mundo capaz de organizar una fiesta y no contratar a una sola doncella —murmuré, pescando una copa de jerez de la bandeja de un camarero alopécico y vaciándola de un trago.

—Los camareros masculinos son un signo de riqueza y de distinción.

—¿Usted cree?

—Cuestión de protocolo. —Gaudí terminó de inspeccionar con la mirada cada rincón del gran salón y se volvió hacia mí con expresión satisfecha—. Interesante —declaró.

—Si usted lo dice…

—Aquí dentro hay ahora mismo reunidas diez de las quince mayores fortunas de la ciudad. ¿No le parece interesante?

Arqueé las cejas.

—No lo suponía a usted al tanto de estas cosas, amigo Gaudí —dije—. No lo imagino leyendo las páginas de sociedad de los diarios.

—Las personas que aparecen en esas páginas, amigo Camarasa, son las que mueven el dinero que algún día nos dará de comer a nosotros. Nos conviene estar al tanto de sus nombres, por mucho que sus gestas nos aburran soberanamente.

Dejé mi copa vacía sobre la primera bandeja que se puso al alcance de mi mano y tomé de ella esta vez dos pequeños vasos de oporto.

—Así que piensa usted convertirse en un arquitecto cortesano —dije, tendiéndole uno de los vasos a mi amigo.

—Lo dice como si fuera algo deshonroso.

—¿No lo es?

—Si su padre me encargara el diseño de una villa familiar y yo la construyera para él, ¿sería deshonroso?

—Me parece que mi padre todavía no entra en la categoría de quienes aparecen en esas páginas de sociedad.

Gaudí humedeció apenas los labios en su oporto.

—Y a mí me parece que usted, querido Camarasa, no acaba de tomar conciencia del peso real de su apellido. Lo cual, dicho sea de paso, me sorprende. Siendo usted el primogénito de Sempronio Camarasa, cualquiera lo supondría mucho más al tanto de los negocios familiares. A fin de cuentas, usted será quien los herede algún día.

Se me ocurrían tantas cosas que decir a este respecto que opté, como de costumbre, por la más estúpida de todas.

—El día que yo herede los negocios familiares, usted será mi arquitecto de cámara.

Gaudí asintió con seriedad.

—Será un honor trabajar para usted —dijo, sin aparente ironía. Y luego, volviendo la mirada hacia uno de los corrillos situados en la zona este de la sala, a pocos pasos del quiosco de los músicos, añadió—: Deduzco que su padre es el caballero de los gemelos de esmeraldas.

Miré a mi padre y comprobé que sus gemelos, en efecto, eran tan verdes como el chal que cubría los hombros de Fiona, que estaba a su lado con una copa vacía en la mano.

—Ha salido ya alguna fotografía suya en los diarios, entonces.

Mi amigo negó con la cabeza.

—Son ustedes como dos gotas de agua.

—Eso no es cierto.

—El corte del lóbulo de sus orejas es inconfundible.

El lector de personas ataca de nuevo, pensé.

—¿Ha inspeccionado usted las orejas de todos los presentes solo para reconocer a mi padre antes de que yo se lo presentara?

—No me ha hecho falta llegar a tanto. La mujer que está a su diestra me ha facilitado las cosas. —Mi amigo esbozó una media sonrisa que ya empezaba a resultarme familiar—. Fiona Begg, por supuesto.

—Una deducción menos meritoria.

—Y el caballero pelirrojo es el señor Martin Begg —completó—. Espléndida barriga la suya.

—Si piensa hacerle algún cumplido durante las presentaciones, que no sea ese.

—Descuide. —Gaudí se llevó el dedo índice a la comisura izquierda de los labios y observó pensativamente al grupo durante algunos segundos—. El hombre que está hablando con la señorita Begg es armador. Viudo, sin hijos, o con un solo hijo al que no trata desde hace tiempo. Vive en la misma zona del puerto en la que tiene su negocio, lo cual, tratándose de un hombre de sus posibles, resulta cuando menos extraño. Tal vez se haya fijado usted en el pedazo de esparadrapo que asoma por debajo del cuello de su camisa, y también en el barro rojizo pegado a sus zapatos.

Esta vez no me molesté en seguirle el juego a Gaudí. Mi padre acababa de librarse del anciano con el que había estado hablando hasta ese instante, y ya había media docena de invitados con la mirada clavada en él.

—¿Listo para las presentaciones? —pregunté, tomando a Gaudí del brazo y arrastrándolo hacia el centro de la acción.

Mi padre solo reparó en nuestra presencia cuando ya estábamos apenas a un par de pasos de él. Al verme forzó una débil sonrisa que no me pareció, sin embargo, tan falsa como la mayor parte de las suyas. Su aspecto era el de un hombre cansado e irredento, con unas bolsas azuladas colgando debajo de los fieros ojos y una sombra de barba también azulada insinuándose bajo una piel que conservaba, a pesar de los años, una envidiable tersura. Vestía su mejor traje de fiesta, llevaba el pelo aplastado sobre la frente y tenía en la mano izquierda una copa casi intacta de champán francés.

—¿Qué tal, papá? —lo saludé, dudando si estrecharle la mano o ensayar un pequeño abrazo filial y terminando, como siempre, por no hacer ninguna de las dos cosas.

—Gabriel —respondió él, pronunciando mi nombre con una gravedad inesperada—. Gracias por venir.

Lo dijo, entendí, de una manera que sugería algo más que la formularia cortesía de rigor. Tras el golpe de aquella mañana, mi padre agradecía de verdad mi presencia en la fiesta.

—Papá, este es Antoni Gaudí —dije, poniendo una mano en el hombro de mi amigo—. Gaudí, este es mi padre, Sempronio Camarasa.

Los dos hombres se estrecharon la mano con firmeza.

—Encantado de conocerlo por fin, señor Gaudí —dijo mi padre—. Gabriel me ha hablado mucho de usted.

—Lo mismo digo, señor Camarasa. Es un honor para mí estar aquí esta tarde. Una fiesta estupenda.

Mi padre asintió con seriedad.

—La mitad de los invitados no han venido todavía —comentó—. Ni creo que vengan.

Esta vez fue Gaudí el que asintió con rostro serio.

—La lluvia nunca ayuda a esta clase de eventos.

Aquella inusual demostración de tacto por parte de Gaudí agradó visiblemente a mi padre, un hombre aficionado también a disfrazar la realidad bajo metáforas convenientes.

—Tiene razón —dijo, volviendo la vista hacia la hilera de ventanales que se abrían sobre la calle de Fernando VII—. Los vientos que soplan ahí fuera no invitan precisamente a salir de casa.

—Por no hablar, claro, de los inconvenientes de dejarse ver en público en compañía de un supuesto agente borbónico al servicio de la destrucción de la República —intervine.

Mi padre me miró con expresión menos molesta que cansada.

—Este es un tema que preferiría no tocar esta noche.

—Pero es un tema importante, creo.

—Nuestros abogados se ocupan de él.

—Habrán interpuesto ya un pleito por difamación contra el Diario de Barcelona, espero.

—Nuestros abogados se ocupan del asunto —repitió mi padre—. Pero este no es el lugar para hablar de ello.

Vacié mi vaso de oporto y busqué otra bandeja en la que renovarlo. Ningún camarero a la vista: todos parecían haberse puesto de acuerdo para abandonar al unísono la sala. A nuestro lado, dándonos en todo momento la espalda pero al tanto sin duda de nuestra presencia, Fiona seguía charlando con el supuesto armador viudo, y pocos pasos más allá un corrillo formado por tres hombres y dos mujeres muy estiradas y peripuestas nos observaba sin ningún disimulo.

—Dime solamente que todo es mentira —murmuré—. Es lo único que quiero escuchar esta noche.

Mi padre agitó la cabeza con expresión incrédula.

—¿Ahora vas a empezar a hacer caso de lo que digan de mí en los diarios?

—Solo quiero oírtelo decir —insistí—. Que no es cierto que hayamos vuelto a Barcelona por otro motivo que el puro interés empresarial. Que no andas metido también aquí en política.

Mi padre dejó pasar ese «también aquí» con la misma naturalidad con la que yo lo había pronunciado.

—Mañana desayunaremos juntos —me anunció—. A no ser que tengas mejores planes.

—Es una cita —asentí—. Pero ahora solo te estoy pidiendo tres palabras.

Mi padre vació de un trago el contenido de su copa de champán y la dejó en mi mano libre.

—Mañana a las siete en mi despacho —dijo, zanjando la cuestión a su expeditiva manera de siempre—. Disfrutad de la fiesta. —Y volviéndose hacia mi amigo, concluyó—: Ha sido un placer conocerlo, señor Gaudí.

—Lo mismo digo, señor Camarasa.

Y entonces mi padre hizo algo extraño. En lugar de alejarse inmediatamente de nosotros e integrarse en cualquiera de los varios corrillos que aguardaban su turno para alternar con el anfitrión de la fiesta, Sempronio Camarasa se quedó mirando fijamente a Gaudí con el ceño fruncido y con los labios curvados en una expresión pensativa.

—Aunque usted y yo ya nos habíamos conocido antes, ¿verdad?

Gaudí pareció tan sorprendido como yo mismo ante lo inesperado de aquella pregunta.

—No lo creo, señor Camarasa —replicó cortésmente—. Me temo que usted y yo no frecuentamos los mismos ambientes.

Mi padre asintió sin apartar la mirada de los ojos de Gaudí.

—Debo de estar confundido, entonces —dijo—. Disfrute usted de la fiesta, señor Gaudí.

Los tres hombres y las dos mujeres que con tanta atención nos habían estado observando a lo largo de nuestra conversación aprovecharon de inmediato la ocasión para absorber a mi padre hacia su grupo, y ese fue el momento que Fiona eligió para deshacerse amablemente de su propio interlocutor y volverse hacia nosotros.

—Me había parecido oír una voz familiar —dijo, dedicándome una hermosa sonrisa—. ¿Una copa en cada mano? ¿Así estamos ya?

—Ya me conoces, me gusta ser prevenido —respondí, sonriendo yo también—. Estás estupenda.

Y era cierto. Fiona estaba estupenda. Llevaba puesto un largo vestido negro con ribetes blancos y grises, amplio de vuelo y generosamente escotado, y un fino chal de color verde le cubría los hombros, la espalda semidesnuda y parte del pecho. Iba maquillada con gusto, sin falsos recatos y sin estridencias, y por toda joya lucía un delicado juego de pendientes de oro blanco que atraían inmediatamente la atención hacia sus orejas, pequeñas y bien formadas. Sus guantes eran grises, aterciopelados y tan ceñidos que se podría haber dibujado sobre ellos la forma exacta de sus uñas y los pliegues de la piel de sus nudillos; los botines, marrones e impolutos, como si en ningún momento hubieran tenido que pisar el sucio barro que cubría la calzada de Fernando VII. Llevaba el pelo recogido en lo alto de la cabeza en un complejo entramado de moños y trenzas que le despejaba por completo la frente, ancha como la de su padre y puntuada, justo encima de la ceja izquierda, por dos pequeños lunares perfectamente circulares.

Fiona estaba estupenda. Llevaba puesto un largo vestido negro con ribetes blancos y grises, amplio de vuelo y generosamente escotado, y un fino chal de color verde le cubría los hombros, la espalda semidesnuda y parte del pecho.

Bajo la extraña iluminación festiva del salón, el color rojo de su pelo contrastaba más que nunca con el gris intenso de sus ojos y el blanco de su piel.

—Tú también estás original —dijo ella—. Me gustan esas manchas de barro que llevas en los pantalones. ¿Quieres que llame otra vez al jefe de redacción que te cepilló el sombrero la mañana del… de tu incidente?

Prohibido pronunciar la palabra «incendio» en mitad de aquella fiesta, deduje de la vacilación de Fiona. Me pareció una política acertada.

—Hablando de mi incidente —dije—, por fin ha llegado el momento que estábamos esperando. Gaudí, esta señorita es Fiona Begg. Fiona, este caballero es Antoni Gaudí.

Fiona concentró su sonrisa en el rostro de mi amigo.

—Un placer conocerlo finalmente, señor Gaudí —dijo, tendiéndole la mano y dejándosela besar con una cierta ceremonia.

—El placer es todo mío, señorita Begg.

—Fiona, por favor.

—Antoni, entonces.

El pequeño silencio que siguió a continuación lo llenaron el animado compás del minué que atacaba en ese instante la orquesta y el sonido de las voces de todas las damas y los caballeros que nos rodeaban en el salón.

Una bandeja cargada de pequeñas copas de jerez y de canapés de inspiración vagamente inglesa se detuvo a nuestro lado y aguardó hasta que los tres tuvimos de nuevo las manos ocupadas.

—Debo confesarle algo —dijo entonces Fiona, sonriéndole a Gaudí con los labios ligeramente humedecidos por el sorbo de vino que acababa de tomar—. No he podido evitar oír la última parte de su conversación con el señor Camarasa.

Gaudí asintió seriamente.

—Este es un salón pequeño.

—Y Fiona es una mujer con un oído excelente —completé yo—. Pero a mí también me ha intrigado la pregunta de mi padre. ¿Es posible que usted y él hayan coincidido, no sé, en… alguna otra fiesta?

Mi amigo me miró con expresión divertida. Si en algún momento sospechó que detrás de mi breve vacilación se escondían las palabras «Monte Táber», su rostro no lo dejó traslucir en modo alguno.

—Le agradezco que me suponga usted en situación de alternar socialmente con su padre, querido Camarasa —respondió—. Pero me temo —añadió, dirigiéndose ahora a Fiona— que esta no es la clase de compañía que yo suelo frecuentar.

—¿Y qué clase de compañía suele frecuentar usted, Antoni?

Gaudí miró un instante a nuestro alrededor —los chaqués, los uniformes militares, los postizos enjoyados de las damas y las calvas de los caballeros— antes de responder.

—Una mucho menos ilustre, créame.

A Fiona pareció agradarle esta respuesta.

—En cualquier caso, yo sí estoy segura de que usted y yo no nos hemos conocido antes —afirmó—. De lo contrario, estoy convencida de que me acordaría.

Las mejillas de mi amigo se ruborizaron ligeramente.

—Lo mismo digo —murmuró.

—No es un halago —me sentí obligado a aclarar—. Fiona lo dice de forma literal. Si lo hubiera visto a usted en cualquier sitio, por muy fugazmente que fuera, no lo habría olvidado. Su memoria es asombrosa.

Gaudí miró a Fiona con visible interés.

—¿De verdad?

—Poseo lo que Gabriel llama «una memoria fotográfica» —asintió Fiona—. Cuando veo algo, no lo olvido. Pero esta vez sí lo decía como un halago —añadió, sonriendo hermosamente—. Ya ve usted que Gabriel no me permite ser cortés con sus amigos.

—Soy un hombre celoso, sí. —Yo también sonreí—. Pero el caso, querido Gaudí, es que Fiona también suele frecuentar ambientes mucho menos ilustres que este en el que ahora nos encontramos. Si sus pasos han podido cruzarse con los de alguno de los presentes en esta sala, músicos y camareros aparte, sin duda ha sido con los de ella.

Fiona se llevó a la boca el canapé que sostenía en la mano izquierda y le dio un mordisco de ardilla.

—Asuntos profesionales —explicó—. Gabriel le ha hablado sin duda de mi trabajo.

—Dibujante principal de Las noticias ilustradas —asintió Gaudí—. Un trabajo fascinante.

—No todo el mundo comparte su opinión.

—Cierto. Pero no todas las opiniones son dignas de la misma consideración.

También esta respuesta le gustó a Fiona.

—Cierto.

Se hizo un pequeño silencio agradable entre nosotros. La música de la pequeña orquesta de cámara, las voces de los hombres y de las mujeres que nos rodeaban, el lejano rumor de la lluvia cayendo sobre la calzada de Fernando VII: los confortables sonidos de una fiesta cuyo rumbo no había empezado a torcerse todavía. Una mujer muy alta, muy delgada, de unos setenta años, pasó a nuestro lado envuelta en un denso crujido de pieles y de sedas y me dedicó una sonrisa tan amable que, por un segundo, me sentí de verdad parte yo también de aquel mundo que ahora nos rodeaba. El mundo de Sempronio Camarasa. El mundo de los chaqués, y de los postizos enjoyados, y de los intercambios de favores entre viejas familias unidas por los únicos lazos verdaderos: los lazos del dinero y del interés.

—En cualquier caso, Gabriel tiene razón —estaba diciéndole Fiona a Gaudí cuando regresé del breve ensueño en el que me había sumido la sonrisa de la anciana—. Es extraño que nuestros caminos no se hayan cruzado hasta ahora, ¿no cree? En una ciudad tan pequeña como esta, parecería que uno debiera acabar conociendo a todo el mundo antes o después.

—¿Barcelona le parece a usted pequeña?

—Barcelona es un pueblo de pescadores y de tenderos. Un pueblo grande, con aspiraciones, pero pueblo al fin y al cabo. —Fiona compuso una mueca de moderado desdén—. Y como en todos los pueblos, aquí todo el mundo conoce a todo el mundo, todo el mundo habla de todo el mundo y nadie puede escapar al juicio de los demás.

Gaudí pensó en ello durante unos instantes.

—Se trata de una cuestión de perspectiva, imagino. Usted ha llegado a Barcelona desde la ciudad más poblada del mundo, yo he llegado a ella desde un verdadero pueblo de pescadores y de tenderos, o de agricultores y tenderos. Para mí Barcelona es exactamente lo opuesto a lo que usted ha dicho. Aquí nadie conoce a nadie, nadie habla de nadie y nadie juzga a nadie, porque a nadie le importa nadie. —Gaudí bebió un sorbo de jerez antes de apostillar—: Eso es lo que a mí me gusta de Barcelona.

—El anonimato.

—La libertad.

Fiona sonrió.

—Es usted un solitario, entonces. Considera que ser libre es vivir sin que nadie lo conozca ni se preocupe por usted.

—Esa me parece una buena definición de libertad, sí. Vivir sin que nadie nos conozca ni se ocupe de nuestros asuntos. —Gaudí sonrió también—. Usted, en cambio, no es una solitaria.

—Yo prefiero otras definiciones de libertad.

—Pero todos estamos solos. Aunque a algunos nos guste más que a otros la compañía.

Fiona asintió gravemente.

—Eso es cierto.

—Barcelona nos provee de compañía y a la vez no nos permite olvidar que estamos solos. Por eso me gusta.

—Londres, en cambio, te soborna con el espectáculo de las vidas ajenas al tiempo que destruye tu propia vida interior. Por eso tuve que marcharme de allí.

—Por eso, y por esto —observó Gaudí, abarcando con un amplio gesto de su mano izquierda el salón de actos de Las noticias ilustradas. Y acto seguido añadió—: ¿Me permite que le diga que posee usted un manejo envidiable de nuestra lengua?

Fiona amagó una pequeña reverencia.

—Se lo permito, y le agradezco el cumplido.

—Fiona habla el castellano mejor que muchos catalanes —coincidí, sintiéndome en el deber de aligerar un poco el ambiente tras aquel inesperado intercambio de sonoras reflexiones en que se habían embarcado mis dos amigos—. Aunque ese acento suyo sigue delatándola, me temo, como una hija de la pérfida Albión.

Fiona me sonrió con aire juguetón.

—¿Quieres que le hable a Antoni de tus aventuras con el inglés y con los ingleses? —preguntó—. Tengo algunas anécdotas que son dignas de compartirse con una copa de oporto.

—Tal vez en otra ocasión. No estropeemos ahora este jerez. —Vacié mi copa y me la cambié de mano—. ¿El armador tenía una conversación interesante?

—¿El armador?

—El caballero que te tenía ocupada mientras nosotros hablábamos con mi padre.

Fiona arqueó graciosamente las cejas.

—¿Me estás haciendo un examen? Armador no es el que cría caballos.

Miré de reojo a Gaudí.

—¿A eso se dedica ese señor? —pregunté—. ¿Criador de caballos?

—Eso me ha dicho.

—Le ha mentido. —Gaudí miró fugazmente al anciano en cuestión, que ahora departía con una dama llena de tules y de perlas engarzadas y con su presumible esposo, un caballero que se sostenía con un bastón de madera de ébano—. Usted, que es artista, habrá observado sin duda el pedazo de esparadrapo que asoma por debajo del cuello de su camisa.

Fiona miró a mi amigo con evidente curiosidad.

—Soy buena observadora, sí. Pero creo que no sigo su razonamiento.

—Es muy sencillo… —comenzó a decir Gaudí.

Y justo en ese instante mi atención se desvió de su persona y fue a concentrarse en la figura que acababa de aparecer por la puerta principal del salón de actos.

Un joven de unos veinticinco años, alto, apuesto, bien vestido, en todo idéntico a la descripción que de él había hecho cuatro días atrás mi hermana Margarita.

Víctor Sanmartín.

—Disculpen —me excusé.

Y dejando a Fiona y a mi amigo entregados ya de pleno a la que sería para siempre su primera conversación, fui al encuentro del hombre cuyas palabras llevaban toda una semana amenazando con arruinar la paz de mi familia.

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