Frozen

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Capítulo ocho

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CAPÍTULO OCHO
Elsa

Elsa miraba fijamente al techo cubierto de hielo mientras la nieve caía a su alrededor.

Habían pasado tres días desde que se enterara de que sus padres habían perecido en el mar. Desde entonces, no había salido de su habitación. No había dormido en su cama. Apenas había tocado la comida que le dejaban a la puerta de su cuarto. Se había negado a ver a nadie, incluido lord Peterssen, que era lo más cercano que le quedaba a una familia. Lo único que quería era que la dejaran sola.

Los copos de nieve le caían sobre la nariz y mejillas mientras miraba los carámbanos formados en el techo. Unos carámbanos que ella misma había creado.

Qué irónico haber recibido esos extraños poderes justo en el momento en el que ya no podría compartirlos con nadie.

Levantó una mano con dedos temblorosos y sintió cómo liberaba hielo de nuevo. El hielo formó un camino helado en el techo. Elsa no estaba segura de cómo funcionaban sus poderes, pero por lo menos ahora ya sabía cuándo iba a ocurrir. Notaba un cosquilleo en los dedos y se le aceleraba el corazón. Descubrió que siempre le pasaba cuando pensaba en sus padres. ¿Pensaba en otra cosa que no fueran ellos? No.

No tenía intención de levantarse del suelo por un tiempo.

Alguien llamó a la puerta suavemente. Sin preguntar, ya sabía de quién se trataba.

—Dentro de poco saldré para el funeral. Por favor, pensad en venir conmigo, Elsa.

Era lord Peterssen. A pesar de no haber salido de la habitación, sabía de qué estaba hablando. Kai, Gerda, Olina y lord Peterssen habían estado días hablándole a través de la puerta cerrada.

Nada de lo que pudieran decirle tenía importancia. Ya sabía quién gobernaría en el reino. Su padre le había dicho antes de su viaje que, si le pasaba algo, lord Peterssen se encargaría de todos los asuntos hasta que Elsa alcanzara la mayoría de edad a los veintiuno y pudiera ser coronada. Cualquier otra cosa que tuvieran que decir carecía de importancia.

Le dolía mucho pensar que no conocía a sus padres tan bien como había creído. Cuando recordaba la discusión que había oído antes de que se fueran, el baúl en el desván con la misteriosa letra «A» y sus extraños poderes, dudaba de haberlo hecho. Tenía tantas preguntas que deseaba poder hacer a sus padres... «¿Sabíais que podía hacer magia? Si lo sabíais, ¿por qué no me lo dijisteis? ¿Os sentíais avergonzados de que hubiera nacido con estos poderes? ¿Teníais miedo? ¿Estabais preocupados por lo que la gente pudiera pensar? Ya nunca lo sabré. Os habéis llevado vuestros secretos a la tumba y me habéis dejado sola para averiguarlo por mí misma.»

—Elsa, por favor. Vuestros padres habrían querido que estuvierais presente. Abrid la puerta.

Cerró los ojos con fuerza. El funeral real tendría lugar encima del fiordo. A pesar de que su padre y su madre habían perecido en el mar, se estaban colocando símbolos en su honor en la cima. Se esperaba que se acercaran cientos de súbditos a ofrecer sus condolencias y simpatía, y ella sabía que no sería capaz de controlar la situación. Sin poder evitarlo, comenzaría a lanzar hielo de forma descontrolada. La tacharían de bruja o monstruo. Exigirían que abdicara y el legado de sus padres se esfumaría en cuestión de segundos.

No, no podía asistir al funeral de sus padres. No podía aparecer en público hasta que no aprendiera a controlar su magia.

Hasta entonces, tendría que quedarse encerrada en su habitación. No saldría nunca del castillo. Evitaría cualquier contacto con la mayoría de sus trabajadores. Su único propósito sería ocultar sus poderes. «No has de sentir —se repetía continuamente—. Has de esconderlo.»

Sus padres la habían querido mucho. Aún los necesitaba; estaba desesperada por contarles lo que había pasado. ¿Qué ocurriría si no conseguía controlar los poderes ella sola? No podía contárselo a lord Peterssen por miedo a asustarlo. Estaba en juego el trono. No tenía más opción que la de sufrir en silencio.

—¿Elsa? ¿Me escucháis?

—¿Ha dicho algo? —dijo una segunda voz, mucho más insistente que la primera.

Elsa escuchó a lord Peterssen tratando de explicar pacientemente la situación.

—Sé que está afectada —replicó la segunda voz—, pero no estará bien visto que la futura reina no esté presente en el funeral de sus padres. ¿Qué pensará la gente?

Se trataba, sin duda, del duque de Weselton. No tenía ningún poder de decisión en su reino, pero parecía estar convencido de que, al tratarse de un socio comercial tan importante, podía permitirse opinar. Había vuelto rápidamente a Arendelle cuando llegaron las noticias del fallecimiento del rey y la reina. A pesar de que le frustrara su presencia, Elsa sabía que tenía razón. Debía honrar la memoria de sus padres y estar presente en la ceremonia. Pero eso significaba que tendría que levantarse del suelo y recomponerse a riesgo de que todo el mundo descubriera de lo que era capaz.

—Por favor, idos —gimió Elsa.

Silencio.

—No va a acudir —oyó que le decía lord Peterssen al duque, quien no discutió. Momentos después, los oyó alejarse.

Elsa se incorporó y miró al señor JorgenBjorgen descansando en la cama. Llevaba allí desde que Elsa lo había arrojado unos días antes. Ahora estaba cubierto de hielo. De repente deseó poder alcanzarlo desde donde estaba. De pequeña, le había encantado aquel juguete. No solo porque el muñeco supiera escucharla, sino porque siempre le hacía compañía. Le gustaba imaginarse que el muñeco también la quería.

Por una milésima de segundo, a Elsa le vino a la memoria un recuerdo de cuando era pequeña. Estaba haciendo un muñeco de nieve con otra niña y tiraban de este de un lado a otro de la habitación. No había duda de que se querían. Empezó a sentir en las manos un hormigueo diferente al que ya había experimentado, en esta ocasión estaban calientes. Esa sensación se desvaneció y le dejó con un agudo dolor de cabeza.

«¿Qué había sido eso?», se preguntó. La niña tenía que ser fruto de su imaginación. Nunca antes había hecho magia, nunca. ¿O sí?

Elsa se levantó. Las piernas le temblaban. Se agarró al bastidor de la cama para no caerse. Con el corazón galopando y los dedos doloridos, volvió a cerrar los ojos e intentó rememorar el amor que acababa de sentir recorriendo sus venas. La emoción era más fuerte que el miedo. Esa sensación venía de crear algo con amor: un muñeco de nieve para que las dos niñas disfrutaran. Si tan solo pudiera atrapar esa sensación en una botella y guardarla allí. Especialmente ahora que estaba más sola de lo que jamás lo había estado.

Merecía la pena intentarlo.

Moviendo los brazos de un lado a otro, Elsa permitió que el hielo y la nieve salieran de su interior, pero, en esta ocasión, intentó concentrarse en ese amor y apartar a un lado el miedo. Pensó de nuevo en la visión que había tenido de ella y la niña riéndose y haciendo un muñeco de nieve. Cuando volvió a abrir los ojos, la nieve se arremolinaba delante de ella como si fuera un ciclón. Se erigió como una columna desde el suelo, creando bolas de nieve que se elevaban desde la superficie y caían hasta formar un muñeco. La parte de abajo era ancha, con dos pies hechos de bolitas de nieve regordetas, una sección media discreta y una cabeza ovalada con una boca grande y paletas prominentes. Miró, incrédula, su creación, se tambaleó y estuvo a punto de caer de espaldas. ¿Acababa de controlar sus poderes para crear un muñeco? Estuvo a punto de reírse por lo absurdo de la situación. Elsa se impulsó hacia delante y se concentró en el muñeco que había delante de ella. Cogió unas ramitas de la chimenea para hacerle las manos y el pelo, unos carboncillos de las cenizas para los botones y una zanahoria de la cena de la noche anterior se convirtió en su nariz. Cuando dio un paso atrás para admirar su obra de arte, notó algo extraño. De repente, el muñeco de nieve brilló con el mismo resplandor azul que anunciaba sus poderes. Cuando aquel resplandor se desvaneció, el muñeco de nieve parpadeó. Elsa dio un salto atrás, sobresaltada.

—¡Hola! Soy Olaf y me gustan los abrazos calentitos.

«Un momento, ¿el muñeco de nieve ha cobrado vida?», pensó.

Sus poderes podían crear algo más que simplemente nieve: ¿eran capaces de crear a un ser real? La respiración de Elsa se volvió más agitada al ver al muñeco de nieve comenzar a andar, ¡andar!, por su habitación. Se miró las manos maravillada. ¿Cómo era posible?

—¿Has dicho algo? —susurró Elsa sin creerse lo que estaba viendo o escuchando.

—¡Sí! Soy Olaf —repitió el muñeco de nieve y cogió al señor JorgenBjorgen—. ¡Oh! ¿Qué es esto? Hola —dijo dirigiéndose al muñeco—. Soy Olaf.

—Olaf —repitió ella intentando calmarse. ¿Por qué le resultaba tan familiar aquel nombre?

—Elsa, tú me creaste —dijo el muñeco de nieve—. ¿Lo recuerdas?

—Sabes quién soy.

—Sí, ¿por qué? —Olaf comenzó a andar tambaleándose de un lado a otro hacia el alféizar de la ventana para examinarlo.

Elsa estaba estupefacta por lo que estaba pasando, y, lo que era más, durante una fracción de segundo había olvidado su tristeza. El recuerdo de una sensación de amor y cariño le había llevado a crear un muñeco de nieve que andaba y hablaba.

—¡Ooh! Qué habitación más bonita —dijo Olaf—. ¿Qué es eso? —preguntó acercándose a la ventana que estaba abierta y mirando hacia abajo. Elsa lo observó con asombro—. ¡Ooh! Es un pueblo. Siempre he querido ver un pueblo con personas y animales. ¡Y es verano! ¡Me encanta el verano! Ver a las abejas volar emitiendo su zumbido y a los niños soplando las flores de diente de león y... ¡oh!, ¡oh! —Se volvió hacia ella. El lado derecho de la cara estaba empezando a derretírsele—. Tengo un problemita.

Elsa movió las manos en un remolino como había hecho antes y se esforzó por pensar en algo que le permitiera mantenerse frío en ese calor. Una nubecita de nieve apareció por encima de la cabeza de Olaf.

—¡Mi propia nevada personal! —Olaf se abrazó a sí mismo. Después, vio la mirada que tenía Elsa—. ¿Qué ocurre?

—Todavía estoy intentando entender cómo es posible que estés aquí y cómo te he creado.

—¿No lo recuerdas? —preguntó Olaf—. ¡Me creaste para Anna!

El corazón de Elsa se paró por un momento.

«¿Anna?»

¿Era posible que Anna fuera la «A» del baúl del desván?

A Elsa le daba hasta un poco de miedo preguntar.

—¿Quién es Anna?

La sonrisa entusiasta de Olaf se desvaneció.

—No lo sé. ¿Quién es Anna?

No pasaba nada. Era un comienzo. Por lo menos ya tenía un nombre.

—Yo tampoco lo sé. —Elsa cogió a Olaf de la ramita que formaba su brazo y lo acercó hacia el alféizar de la ventana. Su intención era contarle todo lo que sabía—. Pero juntos lo descubriremos.

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