Frozen

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Capítulo nueve

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CAPÍTULO NUEVE
Elsa

Tres años después...

Elsa miró por la ventana de su habitación y se maravilló con la escena que tenía lugar ante ella. Las puertas del castillo estaban abiertas y los trabajadores con uniformes verdes estaban preparando el patio y la capilla para su coronación. Se estaban colgando banderas moradas y doradas, algunas con su silueta y otras con el escudo de la familia, en todos los postes tanto dentro como fuera del patio. Su coronación tendría lugar en pocos días.

Elsa estaba aterrada.

Respiró hondo e intentó controlar sus latidos para evitar que apareciera el resplandor azulado en sus manos. «No permitas que vean tus poderes —se recordaba una y otra vez—. Tus padres te educaron para que te convirtieras en una buena reina, y eso es lo que tienes que dejar que vean, no a alguien que puede hacer magia y otras cosas...» Soltó el aire lentamente y se puso en el peor de los casos: «Un paso en falso y todos descubrirán la verdad. No soy como los demás».

Alguien llamó a la puerta.

—¿Princesa Elsa? Se requiere vuestra presencia en el vestidor para una última prueba de vuestro vestido.

Era Gerda llamándola desde el pasillo. Elsa le agradecía que hubiera estado ahí los tres últimos años, así como Kai y lord Peterssen. Su habitación se había convertido en un santuario tras la muerte de sus padres, y todos ellos lo habían respetado, le habían dado tiempo, habían esperado a que superase el dolor y se sintiese preparada para volver al mundo real. Y allí pasaba muchas horas, en su habitación y en la estancia adyacente, su vestidor, pero no le gustaba pasearse por el resto de las estancias del castillo. Aún le perseguían los recuerdos de sus padres.

—Gracias, Gerda. Ahora te veo en el vestidor —contestó Elsa a través de la puerta.

Gerda la entendía más que nadie y, sin embargo, no conocía el secreto de Elsa. Solo había una persona que lo conociera.

—¡Ooh, mira! ¡Te han enviado más flores! —exclamó Olaf cruzando la puerta que separaba su habitación del vestidor con un gran ramo en los brazos.

—¡Olaf! —Elsa tiró de él antes de que Gerda lo viera—. Sabes que no debes ir al vestidor. No puedes salir de mi habitación sin mí. Especialmente esta semana. Hay demasiada gente en el castillo.

—Técnicamente no he salido de tu habitación —apuntó Olaf—. El vestidor está adjunto.

Elsa cogió las flores que llevaba entre los brazos y las dejó encima de su escritorio.

—Lo sé, pero me prometiste que no saldrías de aquí.

Los copos de nieve de la nube que tenía Olaf sobre la cabeza comenzaron a caer más rápido.

—¡Pero todo parece tan divertido ahí fuera! He estado espiando a través del ojo de la cerradura y he visto a alguien que llevaba un carrito con un pastel de chocolate.

—Haré que traigan un poco a la habitación —le prometió Elsa—. Sé que es difícil, pero no podemos arriesgarnos a que alguien se encuentre hoy a un muñeco de nieve parlante de excursión por los pasillos.

Olaf frunció el ceño.

—Eso lo dices todos los días.

Elsa le cogió de la mano hecha de ramita.

—Lo sé. Lo siento.

No había palabras para describir los sentimientos que la embargaban. Olaf era lo más cercano que tenía a una familia. Había sido su leal compañero durante los últimos tres años y nunca lo había dejado salir de la habitación a no ser que estuviera totalmente segura de que no los iban a ver.

Puntualmente, ambos escapaban de la habitación. En un par de ocasiones, lo había escondido debajo del carrito del té y lo había empujado hasta la escalera para subir corriendo al desván. En aquellos viajes al ático no habían descubierto nada sobre Anna. El misterioso baúl con la letra «A» contenía vestidos y capotas pequeños, pero no había nada en el interior que sugiriese que esa «A» fuera de «Anna» o que ofreciera una pista sobre quién era la tal Anna. Elsa estaba ya cansada de buscar información sobre esa niña perdida que Olaf estaba convencido de que conocía. Las visitas a la biblioteca de sus padres tampoco habían revelado nada, y en la capilla del castillo no existía ningún registro del nacimiento de ninguna Anna. En una ocasión, incluso había mencionado el nombre a lord Peterssen esperando obtener alguna reacción, pero este se había mostrado confundido. El único que la recordaba era Olaf, y este sufría pérdidas de memoria.

—Después de la coronación encontraremos el momento para que husmees un poco por el desván de nuevo —lo animó Elsa, y Olaf abrió los ojos.

—No solo en el desván —dijo Olaf—. Cuando seas reina, podrás contarles a todos que tienes un don maravilloso.

«Un don.» A veces, ese don parecía más una maldición. En los últimos años, había aprendido a controlar un poco su magia, pero solo cuando intentaba crear algo. Montañas de nieve, sí. Sin embargo, si estaba triste o nerviosa era incapaz de controlarla, por mucho que lo intentara.

—No estoy segura de que eso sea una decisión sabia.

—¿Por qué no? A todo el mundo le encantaría que cayera un poco de nieve en un día tan caluroso como este. —Olaf se acercó a la ventana con su nube de nieve personal y miró a través de ella—. Se están asando ahí fuera preparándolo todo para tu coronación. ¡Oh, mira! Llevan un montón de banderas. ¡Hola, gente! —saludó alegremente.

Elsa lo apartó de la ventana.

—No creo que los habitantes del reino estuvieran muy contentos de saber que tienen una reina que puede crear hielo.

—A Anna le encantaba —replicó él.

A veces Olaf hacía eso: soltaba el nombre de Anna en medio de una conversación como si ambos supieran de quién estaba hablando. Pero en cuanto Elsa intentaba tirar un poco del hilo, la conversación se deshacía.

—¿Y podrías decirme cuándo he hecho nieve para Anna?

Olaf comenzó a dar palmas con las manos entusiasmado.

—Ooh... bueno... —Frunció el ceño—. No me acuerdo.

Elsa esbozó una sonrisa melancólica.

—No pasa nada. Algún día lo recordarás.

Olaf asintió.

—Veamos cómo practicas de nuevo para tu coronación.

—No creo que esté preparada para hacerlo ahora mismo —dudó Elsa—. Gerda está esperando.

—Esta vez lo conseguirás —la animó Olaf—. Sé que lo harás.

—Está bien. —Elsa se acercó al escritorio y bajó la vista hacia el frasquito de porcelana y el candelabro. Había estado utilizándolos como sustitutos del orbe y el cetro que tendría que levantar, como hizo su padre en su coronación. Como ya había hecho otras muchas veces, cerró los ojos e intentó imaginarse en la capilla donde tendría lugar la ceremonia de coronación. Pensó en el coro que estaría en el balcón cantando y pudo imaginarse el púlpito sobre el que se situaría ella, frente al obispo y toda su gente, así como ante todas las personas de la nobleza y los dignatarios invitados. Al no tener familia, estaría sola allí arriba. Elsa intentó no pensar en ello mientras se imaginaba al sacerdote colocándole la tiara con piedras preciosas sobre la cabeza. Seguidamente, le tendería el cojín con el orbe y el cetro para que los cogiera. Recordó que en esa parte de la ceremonia no podría llevar puestos los guantes verdiazulados, así que se los quitó para practicar. Últimamente, siempre los llevaba puestos. Quizá fuera absurdo, pero pensaba que los guantes la ayudaban a esconder su magia y le daban seguridad. Este era su grito de guerra: «Contrólalo. No has de sentir. Has de esconder tus emociones».

—Casi lo tienes —la animó Olaf.

Aquella era la parte más difícil. Elsa acercó las manos con dedos temblorosos y alzó el frasco de porcelana con una mano y el candelabro con la otra. Entonces, repitió la oración que sabía que el sacerdote recitaría mientras ella alzaba los objetos: «Sem hón heldr inum helgum eignum ok krýnd í þessum helga stað ek té fram fyrir yðr... Reina Elsa de Arendelle».

En ese momento, tendría que darse la vuelta con el orbe y el cetro en las manos, y mientras tanto la gente corearía: «¡Reina Elsa de Arendelle!».

—¡Reina Elsa de Arendelle! —gritó Olaf.

Elsa contuvo el aliento. «Puedo hacerlo. Puedo hacerlo. Puedo hacerlo», repitió para sí misma. Las manos le temblaban a pesar de todo su esfuerzo por mantenerlas firmes. Olaf la miraba con expectación. «Puedo hacerlo.»

La base del frasco de porcelana comenzó a crujir a la vez que se congelaba. El candelabro se heló en sus manos. Rápidamente, los dejó donde estaban y se puso los guantes.

—Casi lo tenías. —Olaf sonrió enseñando los dientes—. Lo intentaremos de nuevo más tarde.

No podía decirle a Olaf que no había esperanza. ¿Cómo iba a conseguir aguantar toda la ceremonia sin exponerse?

Pero Olaf ya había cambiado de tema.

—¡Mira qué flores más bonitas! —exclamó—. ¿No huelen fenomenal? —Las olió intensamente y estornudó encima de ellas—. Me pregunto de quién serán.

Elsa cogió la tarjeta que estaba escondida dentro del ramo de brezos púrpura.

—Creo que tengo una idea bastante clara —dijo.

Leyó la nota.

Disfruté mucho del tiempo que pasé contigo ayer. ¿Podría persuadirte de pasear por los jardines de nuevo esta tarde? Creo que te ayudará a despejar la mente antes de tu gran día.

Elsa sonrió para sus adentros.

—¡Le gustas al príncipe! —apuntó Olaf mirando por encima de su hombro—. Creo.

—Es posible —coincidió Elsa.

—¡Desde el día que llegó, cada día te ha pedido que lo acompañaras a pasear! —le recordó Olaf—. Y te ha enviado chocolates, flores y todos esos libros.

—Eso es cierto. —El príncipe siempre le hablaba de los libros que había leído; le encantaba leer tanto como a ella. Y cada vez que terminaba de leer uno, se lo hacía llegar a sus aposentos con una flor prensada entre sus páginas.

Unos meses atrás, el príncipe había acompañado al duque de Weselton en uno de sus viajes a Arendelle, y Elsa quedó gratamente sorprendida de lo bien que se habían llevado desde el principio. Al contrario que el entrometido del duque, el príncipe era educado y parecía haberse dado cuenta de que necesitaba tiempo para abrirse a la gente. Se interesaba por sus estudios y por cómo iba su preparación, y le gustaba discutir sobre historia y arquitectura. Pasaban horas hablando del reinado de la familia de Elsa en Arendelle y de las razones de que hubiese durado varias décadas. La familia de él era relativamente joven en cuanto a su reinado, y le interesaba la opinión de Elsa acerca de las relaciones comerciales y los asuntos exteriores. Se habían acercado mucho, pero aún había demasiadas cosas que no podía contarle.

Volvieron a llamar a la puerta del vestidor.

—Princesa Elsa, ¿estáis lista?

—¡Enseguida! —gritó ella y le dirigió una mirada a Olaf.

—Sé lo que tengo que hacer —le dijo—. Quedarme aquí, en silencio, y si apareciera alguien, esconderme. Puede que me dedique a limpiar un poco. Hay bastante polvo en esta habitación.

No estaba equivocado, había mucho polvo. Como no permitía que nadie entrara para limpiar, el polvo se acumulaba y la habitación olía un poco a cerrado.

—Buena idea. Si te aburres, a lo mejor puedes mirar si hay algo en mi baúl del ajuar que ya no necesite —dijo—. Creo que hace años que no lo abro.

Olaf asintió.

—¡Ooh! Me encantan los baúles de ajuar. —Se dirigió a él y lo abrió de par en par—. ¡Hala! Cuántas cosas aquí apiñadas.

Elsa lo dejó entretenido con su nuevo proyecto. Atravesó la puerta que separaba su vestidor del dormitorio y se encontró a Gerda esperándola pacientemente. Estaba de pie al lado de un maniquí de costura que llevaba puesto el vestido que Elsa luciría en su coronación. Cada detalle había sido cuidadosamente planificado para el gran día.

Gerda sonrió.

—Es un vestido a la altura de una reina, ¿verdad?

Elsa le devolvió la sonrisa. No tenía el valor para decirle a Gerda que el vestido le resultaba un poco pesado cuando caminaba y que el cuello de cisne la limitaba. Cada vez que se lo ponía, sentía claustrofobia.

—Todo lo que me traes es precioso, Gerda.

Aquella pequeña estancia era una de sus preferidas. Le encantaban los tonos azulados del papel de las paredes y los detalles en madera blanca decorada con adornos florales pintados a mano en dorado y púrpura a juego con los colores de la alfombra. A veces, aún no se podía creer que dispusiera de una habitación entera solo para vestirse, pero le consolaba saber que podía entrar en la habitación adyacente sin tener que esconder a Olaf.

—¿Hacemos una última prueba? —preguntó Gerda.

Elsa aceptó y se colocó detrás del biombo para ponerse el vestido. Cuando reapareció, Gerda la hizo subirse a un cajón de madera frente a un espejo tríptico para hacer las últimas modificaciones.

Alguien llamó a la puerta del vestidor.

—¿Puedo pasar?

—Sí —contestaron Gerda y Elsa al unísono.

Cuando la vio, parecía que lord Peterssen se iba a echar a llorar.

—Elsa, estáis preciosa. Si vuestros padres pudieran veros hoy...

Ella le tocó la mano.

—Lo sé. Estarían orgullosos.

Lord Peterssen sacó un pañuelo del bolsillo de su chaqueta azul.

—Lo estarían de verdad. Como lo estoy yo —dijo con una sonrisa.

Los tres últimos años le habían hecho envejecer. Su pelo moreno y poblado había disminuido, y el color gris comenzaba a ganar terreno. Siempre parecía cansado. Elsa se veía reflejada en él. La ausencia de sus padres les había pesado a ambos. Pero había llegado el día en el que él daría un paso al lado y se apartaría de los asuntos de gobierno, mientras que ella estaba a punto de comenzar una vida dedicada a sus deberes como reina. ¿Cómo iba a poder mantener el secreto a salvo del reino?

Empezó a sentir un hormigueo en los dedos dentro de los guantes. En un gesto rápido, alejó la mano de Gerda, que estaba arreglando una puntada en la zona del abdomen del vestido.

—El vestido está listo, así como vos —dijo Gerda con tono tranquilizador.

Se oyó un estruendo proveniente del otro lado de la pared del dormitorio. Después, Elsa oyó un fuerte alarido.

Lord Peterssen parecía confundido.

—¿Hay alguien dentro de vuestros aposentos?

Elsa se bajó de la caja y retrocedió hacia la puerta de la habitación.

—Ruego me disculpéis un momento. He dejado las ventanas abiertas y debe de haber entrado un pájaro volando —dijo. «¿Qué estará haciendo Olaf?»—. Voy a ver.

—¿Necesitáis ayuda? —preguntó Gerda.

—¡No! —respondió Elsa un poco más bruscamente de lo que le habría gustado—. Vuelvo enseguida.

Elsa cruzó rápidamente la puerta de su habitación y la cerró tras ella. Al volverse, vio que Olaf había vaciado el baúl entero. Había papeles, vestidos, adornos de bisutería y souvenirs esparcidos por todo el suelo. Estaba inclinado sobre un objeto que ella no conseguía ver, y lanzó un gruñido fuerte al intentar levantarlo.

—¡Olaf! —susurró—. ¿Qué estás...? ¡Oh!

Olaf estaba analizando una caja verde de madera; hacía tiempo que Elsa se había olvidado de ella. Era el arca que le había dado su padre justo antes de su último viaje. Al verla de nuevo, se le llenaron los ojos de lágrimas.

—La había olvidado —dijo.

—¿Es un regalo? —preguntó Olaf—. ¡Pesa mucho!

—Sí, es algo así como un regalo —respondió Elsa, que se emocionó al ver los adornos florales de la tapa. Siguió con los dedos el dibujo dorado del escudo en relieve—. Mi padre tenía una caja igual mientras reinó y me dio esta a mí para que la usara cuando llegara mi turno de reinar. Supongo que ese día ha llegado.

—¿Qué hay dentro? —preguntó Olaf emocionado.

Era la primera vez en años que abría la caja. Levantó la tapa y se quedaron mirando el interior de terciopelo verde totalmente vacío.

—Está vacía —dijo Olaf frunciendo el ceño.

—¿Elsa? —la reclamaron desde el vestidor.

—¡Ya voy! —Elsa dejó el arca en el escritorio—. Gracias por haberla encontrado. Vuelvo pronto —añadió antes de deslizarse hasta el vestidor donde Gerda la estaba esperando impaciente—. El pájaro. Ya se ha ido —explicó.

—¿Por qué no os cambiáis para que vuelva a colgar el vestido? —sugirió Gerda—. Lord Peterssen ha tenido que marcharse, pero ahí fuera tenéis otra visita esperándoos.

Elsa se metió rápidamente detrás del biombo para cambiarse. No le pasaría nada a Olaf por estar un rato solo en la habitación. Hacía un día espléndido y seguramente le haría bien un paseo por los jardines del castillo. Cuando se hubo vestido y estuvo lista, Gerda abrió la puerta para que Elsa pudiera saludar a su invitado. Ya se imaginaba quién podía ser.

El invitado hizo una reverencia.

—Princesa Elsa de Arendelle, gracias por aceptar verme. —Le ofreció un brazo—. ¿Damos un paseo?

Elsa le cogió el brazo.

—Príncipe Hans de las Islas del Sur, encantada.

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