Fortuna

Fortuna


VII

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Sudaba a mares por tal panoplia, pesada y calurosa. Igual lo hacían Gutierre de Badajoz y Andrés de Monjaraz, ataviados con relucientes petos, yelmos, rodilleras, grebones y brafoneras, y por debajo de todo eso un jubón y una malla de hierro de las que mucho presumían. La tropa se reía de ellos, de verlos tan circunspectos en la tortura de sus armaduras y por saberlos imberbes para los fragores de la batalla. Su único mérito al ser nombrados capitanes radicaba no en su madura afición a la guerra sino en contar con dinero o influencias en las cortes. Eso preocupaba a Bernal, que conocía de las argucias de los indios y de sus cargas endemoniadas, cual un relámpago de la carne que golpeara y los matara.

—Ve ahí a ayudar a ganar las batallas, y a cuidar que el desatino no guíe el embeleso de quien, por tácticas que no comprenderías, he puesto al mando —dijo Bernal que le había dicho el capitán general, al encaminarlo a la Tacuba de tan triste memoria.

Bernal insistía en su prestigio de codearse con los de la estirpe más alta, y de ser tenido por de confianza para muchas tareas, entre ellas la de contar con buen juicio a la hora de soltarse el desgrane de lanzas, piedras y saetas de una escaramuza.

Por eso ahora se pegaba a Pedro de Alvarado, capitán de esas tristes capitanías, en parte por su proverbial protagonismo y en parte porque el Sol sí sabía pelear y era esforzado en los rigores de la espada y la rodela. Era enorme y temido, de carácter alrevesado y duro. No pocas ocasiones sus osadías le habían costado caro, desde la matanza del templo hasta su famoso salto, que era una mentira. Bernal bien que lo sabía, si bien se cuidaba de decirlo en voz alta, pues estaba al tanto de sus rudezas y desvaríos, que solían ser violentos y de cuidado.

Ya Pedro de Alvarado se había enemistado con Cristóbal de Olí por lo de Aculman, pues se apropió de todos los buenos aposentos para su tropa, en una estratagema que no pareció de caballero. El Sol montó en cólera. Relucieron las espadas cuando él mismo quitó de las azoteas los ramos verdes que marcaban las casas dominadas por Olí y su gente. Se hubieran puesto buenos los mandobles y los lances a matar y los catorrazos, a no ser por los buenos oficios de unos curas, que sufrieron para apaciguar la pendencia y aspecto furibundo de Alvarado. Se malquistaron y maldijeron, y los mismos soldados tomaron partido y se escupían o los condenaban al infierno, y así siguieron la ruta conjunta, antes de que unos se quedaran en Tacuba y los otros siguieran con destino a Cuyuacan.

Tacuba lo encontraron despoblado. Nadie habló de la noche aquella, la del desbarate, cuando al huir como apestados les destrozaron a más de la mitad de la tropa y los dejaron medio muertos y con el Jesús en la boca. Parecía como si nadie quisiera invocar, con tal recuerdo, los espectros de antaño, para no traer la mala suerte ni las emboscadas de la infamia.

Ahí durmieron, no sin pesadumbre, pues desde lejos les llegaban las voces de los enemigos que los urgían a atacarlos.

—¡Eh, cuilones! —los llamaban unos.

—¡Afeminados que se esconden como mujeres! —les gritaban otros.

 

* * *

 

Fortuna parecía embriagada por el influjo navegante de los bergantines. Le dio por escuchar historias de naufragios y zozobras recordadas o inventadas por los remeros y los capitanes, atarantados de tanto sol y tanto salitre. Aprendió de estrellas y de brújulas, de cómo atacar el viento y de cómo, cuando no lo hubiera, hacer maniobras de meandro o de culebra para avanzar sobre la superficie de cualquier agua. Escuchó de venecianos tan hechos a la mar cual si tuvieran escamas, y de los portugueses para los que navegar y no vivir sí era preciso, y de los hermanos Pinzón en el mar de los sargazos, y de los terribles monstruos de las profundidades, como el piélago, el rorcal y el gigantesco come hombres de las costas africanas.

Ella misma, guarecida tras sus encantos y virtudes de hembra, los mantuvo boquiabiertos con el relato de una mujer, que no era otra que Rosario la Vieja, embarcada en una nave poderosa, llena de cañones, aunque ultrajada por la flota de la medialuna, un centenar de bien dotados y rápidos barcos hechos para el ataque, el abordaje, la rapiña y la cimitarra en el cuello. Fortuna, en el centro de aquella tripulación improvisada, capitaneada por el muy sereno Juan de Limpias, aderezaba con retazos de su ingenio la azarosa vida de su abuela en alta mar, rodeada de los turcos y los bereberes. Describió el estallido tumultuoso de los cañones y la azufrosa humareda que cubría las cubiertas inferiores. Detalló el dolor de las astillas penetrando la piel tras las explosiones de las bombardas enemigas. Y la sangre que enrojecía las olas. Y la arboladura deshecha y el velamen convertido en jirones. Habló de las entrañas de fuera, que eran de un anaranjado sangriento, y de los infelices atravesados por las esquirlas o las espadas. Del abordaje con cuerdas y ganchos, y de los gritos de guerra y de espanto.

Rosario la Vieja sobrevivió apenas con un rozón de plomo disparado desde una pistola que, a prudente distancia, hacía más humo que daño. La posta le dejó un leve recuerdo en el hombro, si bien en ese momento sintió que le había llegado la hora, y a pesar de sus muchas enterezas, las piernas se le hilacharon y estuvo a punto de desvanecerse. Nada pasó. Tras el susto, que fue mucho, fue aprehendida y respetada en su honra. No era una cuestión de mera caballerosidad sino de pragmática mercadería. Era común pedir rescate por los supervivientes, y de haberla mancillado no recibirían ninguna tajada del botín que se imaginaban. Igual sucedía con los capitanes y otros señores, fueran o no de alcurnia, y aparte de escupirles y llevarse unos buenos e indignos empujones, eran conservados en una pieza para pedir sus buenos oros a cambio de sus vidas.

Rosario la Vieja fue puesta en las galeras, oscuras y húmedas y también malolientes. Su destino era incierto y acaso breve. Se acomodó cerca de una rendija que le permitía ver el mar y respirar sin daño a los pulmones o al olfato. Hizo sitio para que uno de los grumetes, por el que había sentido lástima, compartiera con ella no el tufo de las entrañas del barco sino la brisa fresca. La nao navegaba plácida por aguas desconocidas pero tranquilas. La mujer, al contemplar hacia el anchuroso océano, se dejó llevar por la nostalgia de la libertad. Su rostro debió haberse tornado triste, y muy apesadumbrado, pues el grumete tuvo que confortarla. La abrazó sin malicia, con la actitud de un hijo hacia su madre, y terminó por decirle, con calidez y algo de sabiduría, cual si con eso ahuyentara sus pesares:

—No te preocupes, en la tumba del marino no hay lápidas ni flores...

Así, con esa sentencia que algunos de los remeros acogieron con una santiguada y un asentimiento de cabeza, y Juan de Limpias con un “¡Así sea!”, Fortuna dio por finalizada su historia.

Apenas la concluyó, se iniciaron los preparativos para desatracar. Se tensaron las cuerdas y las almas. Se dieron las órdenes de todo mundo a su sitio, dispuesto a tener sus habilidades y sus armas listas para lo que se ofreciera. Un sudor frío recorrió la espalda de algunos. Los arcabuceros se prepararon, lo mismo que los flecheros. El bergantín izó sus velas y empezó a recorrer aquellas aguas salitrosas y calmas, con el perfil de la urbe de ensueño desdibujado tras las costillas y los amarres de babor.

La flota de los trece bergantines navegó por vez primera con intenciones de guerra. Allá adelante, a la vanguardia, lideraba el propio capitán general, a bordo del

Fortuna, que se enarbolaba como el barco insignia. A él se le veía entusiasmado, revivido, presa de una feliz esperanza, y con la armadura bien puesta y reluciente como un sol cansino y tardío.

Se dirigían a un peñón que sobresalía por entre las aguas del lago, por los rumbos del oriente. Era ya entrado el día, caluroso y transparente. La brisa despeinaba los cabellos y agitaba las barbas, en una especie de fluido vital que apaciguaban temores e incertidumbres. Los remos impulsaban aquel remedo de cisnes o de agresivos ánades. El velamen lucía henchido, albo, orgulloso. La madera rechinaba pero, como estaba bien calafateada, no mostraba ninguna vía de agua y eso tranquilizaba a los tripulantes y a sus capitanes.

Martín López, desde el muelle, vio partir las naos como quien despide a una hija pequeña y querida. Los ojos se le nublaron, presa de un sentimentalismo que oró no fuera atestiguado por nadie. Se llevó las manos a la nariz, pues ayudó a la bella a subir a la nao de Juan de Limpias, y quiso saber si guardaban algún preciado aroma de su piel, para degustarlo y retenerlo como una memoria agradable de lo bueno del mundo y la existencia.

La recordó hermosa, el cabello ondulado y suelto, su blusa llena de hoyos y de remiendos, su falda larga y pesada de polvos y tiempos, y el colibrí colgado del cuello, como un amuleto del amor y de la buena suerte. Venía bien armada, con puñales varios y espadas afiladas, y debajo de la blusa, protegidas las entrañas con un jubón y una delgada malla de alambre, que constituían un bien pensado regalo de Bernal.

—Para que regreses viva, no como un fantasma —le dijo.

Martín López atestiguó aquello y también el relato de la abuela de Fortuna raptada por los otomanos. A Bernal, en ese entonces, lo supo paternal, más que galán, y a la bella dulcemente agradecida. Ahora, en el muelle, junto a los bergantines, la contempló airadamente hermosa, escuchó su historia y se le quedó registrada su voz, misma que aderezaba con distintas modulaciones al contar el rugir de los cañones, los ayes de los infortunados y el correr de las olas bajo los barcos.

Él también, presa de una ternura inusitada, besó sus manos y le dijo:

—Que tu tumba, hermosa, no sean las aguas —y lo hizo en voz callada, casi imperceptible, cuando ocurrió el desatraque y la vio partir hacia la incertidumbre de la batalla.

Fortuna se aposentó en la proa, cual una experta pirata de los mares. Desde ahí lo admiraba todo, desde el vuelo de los patos hasta la alta silueta de las mezquitas de indios, y los bejucos al capricho del viento en las orillas y la enorme extensión de aquella laguna. El viento era favorable y avanzaron con prontitud. El peñol se hallaba en una isleta ricamente fortificada. Desde ahí se escuchaban voces. Eran los gritos de los indios que los retaban. Algunas flechas herían el agua. Se alistaron las bombardas, y una vez que los barcos alcanzaron la debida distancia, se abrió fuego con atronadora eficacia. Las naos se cimbraron, cual si se tratara de un desfallecimiento que las acercara al naufragio. La pólvora se convirtió en un humo espeso y atroz para las narices. Cuando se disipó la humareda, apenas hubo tiempo de contabilizar los daños, porque los arqueros, debidamente aleccionados con sus órdenes, dejaron caer sus saetas sobre el bastión enemigo. Muchos cayeron así. Otros tensaron sus arcos y arrojaron con furia sus flechas. Fortuna hubo de agacharse para no ser atravesada por las puntiagudas varas. Empezaron las maldiciones y los gritos de alerta.

Los bergantines tocaron tierra y se inició el desembarco. Fueron recibidos con flechas y con piedras. Algunos se derrumbaron, pero sólo uno de muerte, atravesado del cogote por uno de tantos proyectiles que les lanzaron. Los soldados se guarecieron detrás de unas rocas y desde ahí daban tiros de ballesta. La isla era pedregosa, si bien frondosa de árboles y arbustos, que crecían cual tercos supervivientes en una tierra yerma y alejada. Por ahí pastaba un venado de regular tamaño, que huyó despavorido en cuanto escuchó el chapoteo de las naos al acercarse.

—¡Santiago, y a por ellos! —ordenó el capitán general.

Fue de los primeros en dejar el abrigo de rocas en que se hallaban y en atacar a los contrarios. Las piedras le pasaron cerca. En una primera línea de combate se trenzaron en una lucha cuerpo a cuerpo. Los guerreros se batían con valentía, al igual que los soldados. Era pelear o morir, así de simple. Luchar por continuar sobre el mundo o dejar de respirar, partido en pedazos por las macanas o las estocadas.

De pronto, se escucharon voces de alarma:

—¡A los bergantines, apresuraos!

La voz se repitió como un eco funesto, cual si se tratara del anuncio de un cataclismo inmediato y perverso.

—¡Apresuraos, que ya vienen!

Allá a lo lejos, provenientes del norte de la laguna y de las mezquitas de México, se acercaban cientos de canoas. Se escuchaban los gritos de sus guerreros y el lance frenético de los remos al violentar las aguas.

Se dio la orden de retirada. Fue un momento confuso y de miedo, que auguraba la derrota o el infortunio de morir en aquellas apartadas regiones. Hubo algunos descalabrados y otro más que quedó, por completo despatarrado entre las piedras, inerme y ensangrentado por una saeta que para su mal fario le dio en pleno rostro.

Fortuna recibió un corte en un brazo. No un descuido sino algo inevitable, en la bélica algarabía de la tarde. Nada de que preocuparse, sólo un recuerdo de la triste batalla y de los poderosos filos de las dagas. Se levantó la falda y retrocedió con paso ágil hasta los barcos. Algunos de los soldados, también en retirada, pensaron que los remeros, asustados, tenían todas las intenciones de dejarlos perecer en poder de los indios. Los bergantines comenzaban a alejarse de las orillas. Y es que, de quedarse varados, serían presa fácil del embate desde las canoas. Fue Miguel Díaz de Aux quien dio la orden, que fue bien recibida por los demás capitanes. Como su capacidad de maniobra quedaba restringida de quedarse junto al peñol, debían volver a aguas más favorables para decidir la estrategia: huir o enfrentar a los contrarios. Algunos de los soldados debieron meterse al agua para alcanzar a subir a sus embarcaciones. Se respiraba cierto desorden, cierto aire de angustia. Fortuna fue de las que se mojaron para subir a los bergantines. Lo mismo le sucedió al capitán general, quien tuvo que ser ayudado a encaramarse en cubierta.

Desde ahí, empapado y chorreando, sopesó la situación. No era de los que se amilanaban con facilidad, pero la contemplación de tanta canoa no le hizo gracia. Pidió consejo, y pronto, pues de marinería no sabía ni un carajo.

—El viento lo decide todo —dijo Colmenero, uno de los capitanes, un hombrón de recia figura, que lo mismo sabía de mares que de batallas en tierra—, y lo tenemos favorable para huir, no para enfrentar ese espanto de peligro que se acerca.

Lo dijo con el suficiente aplomo para responder por sus palabras, así que ni tardos ni perezosos, y a una orden bien dada, los remeros hicieron su faena, los soldados izaron las velas y huyeron para salvar sus vidas con el viento a sus espaldas.

Huyeron para no morir, lo cual era indigno pero inevitable, así que en algo se salvaguardaban la honra y la memoria.

Los mexicanos que los perseguían les exclamaron barbaridad y media y los tacharon de afeminados.

—¡Cobardes! —el eco de ese grito navegó por la superficie del agua y aun por sus profundidades de cieno y de achaparradas algas.

Los bergantines escapaban con rumbo a Tezcuco. De pronto, el viento cambió. Fue como una señal, primero, de que algo estaba mal. Las naos se detuvieron casi en seco, al dejar de recibir el viento de popa y tenerlo ahora por el rumbo de proa. Los soldados, al percatarse de que sus embarcaciones dejaban de avanzar, fueron presas de la angustia de saber que los mexicanos les darían alcance, con las consecuencias de sangre y muerte que de seguro ocurrirían.

—A remar, a remar —se escucharon las órdenes. La confusión era grande, lo mismo que el miedo. Las cientos de canoas se acercaban, con sus gritos y sus guerreros de sentires vengativos. Hubo, en dos o tres de los bergantines, quien apresuró el arrío de las velas, pero los capitanes de los otros, que lo eran de cortes y de opulentas amistades, mas no de mares ni de navíos, se atontaron, incapaces de saber qué hacer.

Fue Miguel Díaz de Aux quien puso orden en tal desorden de miedos y vehementes incapacidades.

—¡Al ataque! ¡Al ataque! —solicitó con voz apresurada y de enjundia.

Dio sus propias instrucciones. Pidió a sus hombres que viraran.

—¡Colmenero, tenemos el viento a nuestro favor! —gritó con entusiasmo, casi con una alegría de fiesta.

Colmenero, en otro bergantín, comprendió de inmediato. Se lo hizo ver al capitán general, quien se sumó a tal empresa. Casi sonrió al ordenar con poderosa voz, para ser escuchado por las otras embarcaciones:

—¡A virar! Con mil y un demonios, ¡a virar!

El “Mucho Ruido”, más pequeño y fácil de maniobrar, fue el primero en hacerlo. Miguel Díaz de Aux se encaramó en su proa, desde donde contempló la mar de contrarios que se avecinaba.

—¡La vida es corta y hay que vivirla! —gritó, lo que era su divisa.

Los demás bergantines viraron en redondo, con la ayuda de los remeros. Mientras un flanco remaba hacia adelante, el otro lo hacía hacia atrás. Así, sin comprenderlo aún del todo, los soldados se perfilaron de frente al peligro del que antes huían. Sus rostros lucían preocupados y azorados. Lo que se les venía encima no lucía nada bien; al contrario, era como si la muerte les mostrara su guadaña y los mondos dientes. Hubo quien pensó en tirarse por la borda y nadar para ponerse a salvo.

Las velas volvieron a izarse y se desplegaron en todo su albo desafío.

—¡Al ataque! —volvieron a escuchar la orden del capitán general.

No hubo necesidad de más órdenes. Los remeros contribuyeron con su esfuerzo al empuje del velamen. Los arcabuceros colocaron la pólvora, la yesca y las postas. Los arqueros se aprestaron a apuntar a sus blancos. Los capitanes dieron voces de ánimo y de guerra.

Los mexicanos remaron con más fuerza, dispuestos a la batalla. Les darían fin a las casas de agua y a sus habitantes, haciéndoles pagar cara su arrogancia. Dispararon sus arcos y sus hondas. Las flechas y las piedras buscaban su destino. Muchas se hundían en el agua, otras desgarraban las velas, otras se clavaban en las carnes de los soldados y en la madera de cubierta.

Hubo gritos y maldiciones. El agua chapoteaba con los remos y las quillas, ante el empuje de las canoas y los bergantines. El viento

sonaba recio. Un viento fresco y vespertino, providencial para unos, funesto para los otros.

Las canoas, dispuestas en una cerrada formación, fueron golpeadas por los barcos. Fue como un golpe poderoso de ola, como si un ariete de mar los acometiera. Se quebraron y se hundieron, y con ellas los mexicanos, algunos arrastrados al fondo y otros en la ocre superficie, flotando en actitud adolorida o nadando para no perecer ante tal acometida. Fue un caos de agua, de gritos y de saetas. No había tiempo para pensar en los muertos sino para salir de aquello con vida.

Explotaron los arcabuces con su lenguaje de trueno y de fuego. Los ballesteros y los arqueros hicieron lo suyo. En el barco de Juan de Limpias murieron tres, y uno de ellos ahí, a un lado de la bella, que se llenó de sangre ajena y vio la flecha clavada en donde debería estar el ojo del infortunado. Miguel Díaz de Aux sintió el golpeteo de dos flechas en su peto, y sólo la buena manufactura de éste lo salvó del fallecimiento. Carvajal el Viejo sufrió la pérdida de dos de sus remeros. Colmenero fue herido en una mano, lo mismo que muchos de sus soldados. Fortuna rechazó con patadas y empujones a los indios que alcanzaron a subir a su nave. Cayeron al agua de fea forma y con mucho estrépito. Jerónimo Ruiz de la Mota y Ginés Nortes creyeron llegada su hora. El capitán general también la vio cerca, y más cuando algunos de los mexicanos intentaron abordar el

Fortuna, con todo y sus dagas y macanas. Dos de ellos lo consiguieron y lo buscaron directamente a él, como si matándolo se acabaran la desdicha y la inminente derrota. No pudieron ultimarlo, pues fueron atravesados por espadas y puñales sin misericordia.

Las canoas se alejaron. Eran pocas. La mayoría yacían destrozadas, partidas en dos, trastornadas, en el cieno del fondo. Los remos y los escudos, los arcos y los penachos, el tinte rojizo de las heridas y de la muerte, flotaban dispersos sobre las indolentes aguas. Fue el primer combate que se tuvo en la laguna. Hubo quien, primero pálido de miedo, se pensó después un avezado marino, listo para más batallas.

 

* * *

 

Cortaron el agua que proveía a la ciudad desde el cerro de los chapulines, dañaron las bien dispuestas obras y las cañerías. Si no era por las armas, sería por sed, pues las aguas de la laguna, si bien muchas, eran salobres, malas para la entraña. Bernal, que sabía de eso, recordó las campañas pasadas y el cogote seco, que era peor que tener pegada la tripa al espinazo. “Y era tanta la sed que tenía, que aventuraba mi vida por me hartar de agua”, contaba a quien quisiera escucharlo. El padre Juan Díaz los persignó en esa ocasión, y también antes de cada una de sus incursiones por la calzada de Tacuba, sitio de talabordones, de trampas y de mucha vara. Bien pertrechados los mexicanos, los mantenían a raya. Los combates eran feroces, pues en ellos iba la vida y la honra de hombres y de pueblos. Bernal, más que en cualquier otro momento, estuvo a punto de perderla. Era atacar y retraer, embestir con denuedo y descansar sin sosiego. Grandes escuadrones les dieron guerra, unos a medianoche, otros a la modorra y otros al cuarto de alba, y a ratos con gran rencor y a ratos en sigilo. Lo peor eran los flechazos y las pedradas desde canoas, en la laguna. Así mataron a muchos, y a los que no, estaban heridos y entrapajados, curadas sus heridas con aceite y bendiciones. El galán parecía haber dejado de serlo, sucio de lodo y sangre de muchos cuerpos, el semblante adusto y fatigado, mojado y con frío, y sentía que le llegaba su hora y rogaba sin timideces porque aún no lo fuera.

Martín López fue a verlo y le llevó tortillas y tunas, y algo de agua fresca. Lo encontró vejado del ánimo y metiéndose duro con los capitanes.

—Que vengan acá, a la refriega. Allá atrás, retraídos, de nada nos sirven. Que peleen como hombres, como nosotros, que traigan a sus rocines. En lugar de pelear, hacen cuentas: ochocientos pesos mi caballo; el mío mil —y afeminó la voz—, no me puedo arriesgar a perderlo en batalla. ¡Señoritos!

El carpintero lo urgía a apaciguarse, para no ser escuchado. Eran tiempos de guerra, y aunque no le faltaba razón, tan pequeña rebeldía podía resultarle cara. Se podría sospechar traición donde sólo había queja y enojo, y la traición, se sabía, se pagaba con la muerte, un nudo en la garganta y quedar colgado de cualquier árbol, así de simple.

Se encontraron tras una precaria barricada hecha de piedras y desechos de casas, apenas un mero remedio para las muchas flechas que les lanzaban. Se sentaron ahí, como quien busca sombra y está cansado. De cuando en cuando alguna saeta silbaba por encima de sus cabezas o se escuchaban gritos que los hacían alzarse de hombros o ponerse en alerta. Bernal estaba herido de todas partes y su semblante era peor que el de un muerto. Bebió con avidez y se entretuvo en gozar de sus tortillas.

—¡Señoritos! —repitió con enojo.

Pedro de Alvarado y sus capitanes estaban acampados a salvo, en tierra firme, allá, no tan lejos, pero allá, apartados de ellos, tras un precario puente ganado con mucha sangre y batalla, protegidos por muchos tascalas. Desde ahí daban órdenes: que derribar los talabordones, que derribar las casas en las orillas, que limpiar el terreno, que dejar el agua libre de estacas, que atacar con brío.

—¡A ganarse la honra! —les gritaban.

Bernal estuvo a punto nuevamente de quejarse cuando escucharon voces de júbilo. Eran los bergantines, que navegaban con garbo. Se trataba únicamente de cuatro de ellos, los capitaneados por Pero Barba, Carvajal el Viejo, Zamora y Portillo. Tenían buen aspecto, como de recién construidos. Venían del norte, haciendo cabotaje por las orillas. Sus velas lucían en todo su esplendor, bien puestas al viento, que las ondulaba con elegancia. Martín López contempló aquella su obra con la alegría del que atisba en la memoria una travesura recién hecha o un beso bien dado. Se incorporó con gusto, pero volvió a agacharse, jalado de las ropas apresuradamente por Bernal, pues las piedras y las flechas no se hicieron esperar y le silbaron por las orejas y los cabellos.

Se dieron órdenes. Los caballos relincharon. Los capitanes subieron a sus jamelgos, pero ni se despeinaron. Pusieron a los tascalas a trabajar. No les dieron herramienta alguna, sólo las instrucciones de lo que debían hacer. Con dagas, macanas y manos comenzaron a ampliar el corte en la calzada donde reposaba el austero puente. No fue un trabajo fácil, pero al cabo de algunas horas su esfuerzo empezó a dar frutos.

Dos de los bergantines maniobraron y se las ingeniaron, jalados por cuerdas, con la ayuda de los remeros y con muchos indios empujando desde el agua, para pasar del otro lado de la calzada. Fueron las naos de Pero Barba y de Portillo. Las restantes quedaron del mismo lado del que arribaron. Los soldados se sintieron aliviados con su presencia. Su propósito era protegerlos de los flancos, pues evitarían el ataque desde las canoas.

—Tú serás el verdadero héroe de esta guerra —le dijo Bernal a Martín López.

 

* * *

 

Los bergantines navegaban la laguna, a uno y otro lado de las calzadas. Fueron enviados para causar daño en Iztapalapa, Cuyuacan, Tacuba, y para ayudar a los capitanes a sus causas. La soldadesca lo agradeció, hartos de las canoas y sus flechas, heridos y fallecidos de perfil, pues el riesgo y la afrenta les llegaban tanto del frente como de lado. No pocos habían muerto así, a distintas horas y en distintos reales. Los mexicanos se multiplicaban en sus esfuerzos. No daban tregua. Cuando no con las armas, los atacaban con injurias.

—¡Cuilones! —los llamaban.

Los de Tenochtitlan aprovechaban la noche para colocar estacas de gran tamaño en el agua. Lo hacían de manera paralela a las calzadas, para evitar que los bergantines se acercaran demasiado y así dejar de sufrir con sus flechas o las terribles armas que vomitaban rayos y fuego. Las naos perdían su capacidad de maniobra entre aquellos palos.

La “Mucho Ruido”, por ser más pequeña, era la que menos sufría, además de que Díaz de Aux resultó bueno para las navegaciones. Era dispuesto para la guerra y presto para dar la orden precisa, ya fuera para marcar la derrota de su nao a sota o barlovento, o para mostrarse hostil ante la indiada. El capitán general, que aún veía en él una sombra para su gloria, le ordenó mantenerse en reserva, vigilante por los rumbos de Tezcuco, y no fue mandado a combatir con sus pares a ninguna de las calzadas. El aragonés, que sabía de perfidias y recelos, aceptó el encargo, sabedor de que se le relegaba. Él también esperaba su hora de lucirse en combate, pero esa hora se la escatimaban. Se alzó de hombros y se dedicó a pasársela bien junto con sus hombres y con su hijo, Miguelito, a quien enseñaba de la vida y las navegaciones.

 

* * *

 

Sucedió que los de los bergantines andaban envalentonados. Y quienes antes no querían pertenecer a su estirpe de soldados y remeros, ahora ansiaban formar parte de sus huestes, pues sus victorias eran sonadas y parecía que se estaba mejor en el agua que en la dura tierra, donde el peligro de muerte y las fatigas eran mayores. No faltaron voluntarios para acompañar sus navegaciones, y muchos esperaban con ansia trocar las calzadas por izar sus velas y enfrascarse en aventuras con fama de acuáticas.

El lago era calmo, y si bien inmenso, era fácil de surcar sobre aquellas naos, obra del ingenio de Martín López. Éste seguía con gusto y curiosidad las peripecias de sus naves. A ratos subía, por su alto sentido del deber, por puro entretenimiento o por sus ansias de guerrero y enamorado, a algunas de sus cubiertas y las acompañaba en sus recorridos de guerra y de vigilancia. No pocas veces persiguió canoas de adversarios o ayudó a sus compañeros de bando a no sufrir con los estragos que les hacían los mexicanos al atacarlos en sus flancos, desde su lado vulnerable, el del agua.

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