Fortuna

Fortuna


VII

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Subía Martín López y hacía como si revisara que las naves estaban en forma, y daba un martillazo por aquí, aseguraba una tabla por allá, se esmeraba en que el calafateado no hubiera sufrido mella e inspeccionaba cada uno de los puntos esenciales de sus bergantines, desde el velamen hasta el timón, las cuadernas, la aplanada quilla y los asientos para los remeros.

Fortuna también se había entusiasmado en las marinerías y sólo bajaba a tierra a hacer alguna de sus necesidades, al cobijo de los árboles o los carrizales. Fuera de eso su mundo era el lago y los trece bergantines. Con ellos recorrió cada uno de los confines de aquellas aguas. Desde ahí contempló las nevadas cumbres que se alzaban al oriente, el perfil imponente de los templos de México y las batallas que se impusieron contra sus defensores. Anduvo por Iztapalapa y sus aguas bajas y salitrosas. Por Cuyuacan y sus altos eucaliptos y sus ánades. Por Tezcuco, de donde le llegaba una deliciosa emanación a flores y a tierra mojada. Y por Tlatelulco, donde Martín López la había abordado no sin un lance entre romántico, zonzo y arriesgado que no dejaba de motivarle una sonrisa, además de un remedo de sonrojo. Se congratuló ante aquel encuentro, no exento de sigilo, tibias olas en los pies y precarias timideces.

Comenzaba a apreciarlo, así fuera por sus corteses maneras, y porque nunca la pretendió como los demás hombres, ni fue soez ni se malpasó con las manos. Y si a eso se añadía su bien merecida fama de capitán de gálibo, constructor de naos y otras maravillas de la madera, la muchacha había pasado a admirarlo, al igual que muchos capitanes y soldados, quienes veían en él al verdadero héroe de aquella guerra.

Fue el corazón y no su espada el que lo abrigó como algo parecido a una buena comida o a una dulce esperanza. Por eso llegó a admirar de reojo sus formas de hombre, por eso se sonrojaba si él la miraba.

En ésas estaba, ensimismada en esos tiernos afanes, cuando fueron avisados de un proceder que los traía de nueva cuenta a la guerra. Una flota de tres canoas fue avistada, con intenciones de llegar a la ciudad sitiada. Como la consigna era impedir que cualquier tipo de bastimento, fuera agua o comida, llegara a manos de sus contrarios, se dio la orden de partir en su persecución, para desbaratarlas.

—¡A por ellas! —se entusiasmó Hulano de la Portilla, uno de los capitanes.

Partieron, tras de las canoas, dos bergantines, en uno la muchacha, cuyos cabellos eran todo un alboroto debido a la algarabía del aire, y en el otro Martín López, nada de marinerías en sus perfiles de hombre, pero sí la actitud del que es bravo y del que posee un palpitante corazón de enamorado.

El viento era bueno, algo oloroso a salitre y a tufos florales, y los impulsaba con rapidez de dragones marinos, con todo el despliegue de sus velas y las armas listas para ser usadas. De haber estado en tierra, hubieran sido lebreles en pos de algún conejo. En la laguna parecían un águila rasante, un milano hambriento y flaco, en pos de algún ánade o algún pez argentino e incauto.

Los enemigos, al verlos, huyeron con rumbo a la orilla oriental de las aguas. Parecían pequeños demonios asustados, a juzgar por su manera de remar, que algo tenía de frenética y algo de alocada.

—¡Presa fácil! —se ufanó otro de los capitanes. Ya se imaginaba él la matanza y la felicitación por su hazaña.

Los bergantines, aunque daba la impresión de que volaban, se tardaron en darles alcance y lo hicieron casi en la orilla, adonde los mexicanos se acogieron como en un escondite improvisado para buscar refugio entre los altos carrizales.

Alguien pidió prudencia, pero lo hizo en voz desapasionada y tímida, que no acallaba los gritos de sangre que la tripulación demandaba. Ahí estaban los remeros con sus rostros fatigados pero vengativos, los arcabuceros listos a hacerse presentes con sus divinos truenos y los arqueros dispuestos a probar su puntería. Ansiaban muerte, tenían en el semblante la delineada sombra del asesino. Lo hacían enceguecidos por una primitiva furia, la de matar sin más a sus semejantes, por querer vengar alguna afrenta que no hubieran podido definir claramente, por un rastro de matarife que los escarnecía o para terminar cuanto antes con aquella guerra en la que podían perder la vida.

—Que sepan lo que es el hierro de nuestras espadas —Hulano de la Portilla desenfundó la suya.

Fortuna hizo lo mismo, y se imaginó una aguerrida amazona, dispuesta a refrendar sus inmensas glorias de batalla. Recordó a Rosario la Vieja y le brindó su lance: “Por ti, que me instruiste en no quedarme quieta en casa”.

Martín López, en cambio, era de los que no estaban seguros. No era por su oficio de carpintero y no de las armas. No era por ser más ducho con un martillo que con una daga. Hay hombres así, no que les hiciera falta valentía sino que algo sabían del destino de antemano. Intuían el rumbo de las cosas, sus sombras, sus aristas de luz y de miedo. Y él era de ésos. Lo había sabido desde aquella primera celada, donde los traidores les salieron a mitad de la noche, la ocasión pretérita de su fea herida. También cuando abandonó el camino del pícaro para abrazar la causa del trabajo en madera. Ahora, muchos años después, en regiones lejanas, a bordo de uno de sus bergantines, en la laguna de los mexicanos, algo lo incomodaba. No se sentía a gusto entre los altos carrizales, olía a una trampa que sólo él presentía, temía por su vida, la de la bella y la de sus barcos. Ahí estaban sus dos naos, magníficas en su hechura, en medio de aquella selva de estirados vegetales, que eran mecidos por un equilibrado compás de viento y de inofensivas olas.

—¡Por allá! —alguien aseguró haber visto entre la maleza a los que huían.

Las maderas de las embarcaciones crujían. Los remeros maniobraban para marcar la derrota a seguir. La tarde apenas se encontraba a mitad de su camino. Había una atmósfera tensa, pues se alcanzaba a ver poco y mal entre los flacos remedos de bambúes. Las armas se aprestaron a ser utilizadas. Los ojos se mostraban atentos y avizores. Hubo quien elevó un rezo y otros que se ungieron de una rápida persignada. El zumbido fue como el de un mosquito cerca de la oreja.

—¡Flechas! —gritó un desgraciado antes de caer abatido por ellas.

Muchos murieron así, una muerte imprevista y rápida. Un nuevo zumbido se escuchó, pero, al no tomarlos tan desprevenidos, las flechas hicieron menor mella que antes. Fortuna se protegió tras la borda y lo mismo hicieron soldados y remeros. Martín López se guareció tras el mástil. Desde ahí escuchó los gritos de los heridos y los últimos ayes de los moribundos. Desde ahí, también, las voces de guerra de sus enemigos. Se aparecieron en actitud rijosa, llena de ademanes de ira y de miedo. Se dejaban venir en seis grandes piraguas, tan grandes que aplastaban los carrizos, con sus remeros muy bien entonados y pujantes, y con sus arcos y ademanes en dirección a los barcos.

Pero Barba, que era fornido, estricto, de piernas algo chueco y además un combativo jefe de arcabuceros, comprendió el peligro y empezó a dar órdenes de estrategia y táctica, para que no los agarraran escondidos, temblequeantes y en babia. Las flechas caían y lo dejaron hablando como loco, pues pocos le hicieron caso. Uno murió así, mientras ponía pólvora a su trebejo. No hubo tiempo de lanzar el primer tiro, cuando fueron abordados por los mexicanos. Fue una decena de enardecidos guerreros, que parecían tener como consigna no dejar con vida a nadie que no fuera de su gente. Unos aún disparaban sus flechas y los otros se arrojaban en lances no exentos de locura y valentía con sus cuchillos en ristre o las macanas ceñidas a dos manos. Así ultimaron a los que les salieron al paso, con una eficacia que ya hubieran querido mejores ejércitos. La sangre dibujó extrañas figuras, delgados arroyuelos, funestos puntos rojos esparcidos por la cubierta.

Se escuchó el trueno de una carga de arcabucería: la forma como el otro bergantín se defendía de la trampa y el asalto. Así perecieron varios de los contrarios, cuyos cuerpos, no sin una adolorida cabriola, fueron a caer de bruces o de espaldas al agua.

En el primer bergantín, el del abordaje, el tiempo pareció detenerse. Fue como un engaño súbito de los sentidos. Los asaltantes, sobrecogidos por el estruendo, dejaron de pelear, cual si temieran un castigo natural o divino, igual que si se espantaran de los rayos en una noche de tormenta o les vaticinaran que sus dioses les voltearían la espalda. Todo sucedió tan lento, y a la vez tan rápido, que hubo tiempo de darse una tregua, voltear a ver el origen de aquella estridencia y volver a pelear en medio de una nubecilla gris y un tufo amargo a pólvora quemada.

Fortuna no se amilanó ante aquella carga.

—¡Malditos! —los llamaba a la pelea.

Martín López contempló aquel lance desde la cubierta del otro barco. Se sintió impotente, incapaz de auxiliarla. Imaginaba el desenlace: la bella abatida por los mexicanos. Dio órdenes:

—Vamos en su ayuda —les señalaba el bergantín a los remeros.

Fortuna aguantó a pie firme el primer embate. Los mantuvo a raya con sus insultos y con su espada. Ella también sabía que eran muchos, sin terreno a donde hacerse para huir o resistir, y con sus colegas de armas muertos o en igualdad de circunstancias, superados en número por sus adversarios.

No resistiría demasiado.

—Si muero, lo haré dignamente. No permitiré que nadie diga que Fortuna no fue brava en la vida —se dijo para darse ánimo, y más que ánimo, resignación ante su suerte.

Nada pasó, sin embargo. Nada, pues uno de sus atacantes pareció reconocerla. Fue algo insólito, como si otra vez el mundo se detuviera merced a algún oscuro designio. La señaló a los demás. Les mostró el colibrí que colgaba de su cuello.

—Huitzilin —se escucharon voces.

—Huitzilincíhuatl —dijo uno de ellos, que parecía el de mayor rango.

—Meshicayotl —pareció reconocer que también decían.

Fortuna se sorprendió. Y pareció asustarse más de aquel nombre que de los cuchillos y macanas que le vendrían encima.

Los mexicanos parecían dialogar entre ellos, sin saber qué hacer. Algunos se alzaron de hombros y, en lugar de acometerla con furia, fueron en persecución de otros de sus enemigos. A uno de ellos lo tundieron a flechazos en el agua, mientras intentaba nadar para ponerse a salvo. Así, uno a uno, los fueron matando.

Martín López le gritó a la muchacha:

—Ponte a cubierto, mujer —antes de que una andanada de tiros de arcabuz hiciera temblar el universo entero. Unos ánades huyeron volando, despavoridos. Pájaros más pequeños, tórtolas y gorriones grises, hicieron lo mismo, en actitud asustada. Los adversarios fueron heridos o muertos en el acto. El lugar de los carrizales se volvió el de los gritos de dolor, el de la pólvora, el de la sangre. Los ballesteros hicieron valer sus armas y dieron muerte a más mexicanos. Los demás se replegaron. Sólo así pudieron acercarse a la nao. El carpintero fue el primero en saltar a su cubierta. No tuvo ojos más que para ver lo que quería ver. Encontró a la muchacha acurrucada y alerta, dispuesta a usar su espada y sus dagas.

—Fortuna —exclamó, antes de abrazarla.

Fue la única superviviente del bergantín. Hulano de la Portilla y sus hombres yacían muertos, las entrañas de fuera sobre los tablones del barco o flotando inmóviles y pálidos en las aguas. Sólo Pero Barba respiraba, pero lo hacía dificultosamente, y murió a las pocas horas, en medio de temblores, un hombro y una pierna tasajeados y una hemorragia que no pudieron detenerle.

 

* * *

 

Fortuna se entregó a diversas cavilaciones. No quiso saber de barcos y se quedó en tierra, como alelada, entregada a sus dudas. Sus cuitas eran mayores, lo mismo que sus fatigas. Ahí se repuso de la escaramuza, pues quedó de tal manera agotada, cual si con inusitado vigor su cuerpo se hubiera entregado al fragor de mil batallas. Quienes la vieron reconocieron en ella el aspecto de un fantasma o de un condenado. Hubo quien le pronosticó males lunares. Quien se acercaba a ella, con la maña de confortarla para luego buscar el beneficio de sus quereres, se volvía a sus reales con la cara cruzada por una cachetada, con el eco de un insulto de justo tamaño o con la amenaza de contar con una linda daga metida donde se hallaba el ombligo. Sólo Martín López tenía el privilegio de acercarse. Fue un enamorado solícito y le llevó agua fresca, comida y una manta para la noche. Aun así, lo alejaba. Quería estar sola. La muchacha se ausentó de la vida del campamento, con sus hombres disputándose las indias con quienes acostarse, con la queja de los heridos y con los malos olores de los soldados y sus atuendos de muchos ayeres. Se le vio caminar por el cercano bosque. Se entregó a su alma, que estaba como pasmada y no entendía nada. Se vio en tierras ajenas y lo mismo lo consideró un error que un milagro. Creyó escuchar un relincho lejano y se le escapó decir: “¡Cuervo!”, para luego murmurar otro nombre, el de Meshicayotl.

De sus oídos no se alejaba ese nombre, ni el que le habían proferido allá, entre los bergantines emboscados, aquel de Huitzilincíhuatl, esa voz que detuvo a los mexicanos y que la había salvado de una muerte atroz y segura.

A su regreso de aquel lance, se paseó por entre los tascalas y preguntó en voz alta por el significado de tal palabra. Ninguno pareció hacerle caso, hasta que se encontró con uno, algo tasajeado por la guerra, de pies enormes y agrietados, con un ojo como ido y una piochita que lo hacía lucir sucio y ruin, quien con algo de pereza, algo somnoliento, se ofreció a ayudarla.

—Huitzilincíhuatl o algo así —repitió la bella, en actitud nerviosa y apresurada.

El indio, no bien la escuchó, abandonó su flojera y prestó atención a la mujer, a su rostro, a su cuerpo. Lo hizo con actitud ladina. Sus ojos brillaron, en actitud coqueta. Se sonrió como un hombre más ante la hembra. La observó de pies a cabeza y llamó la atención de sus compañeros.

—Huitzilincíhuatl —les hacía notar—. Huitzilincíhuatl.

Los tascalas comenzaron a acercarse, para verla. Lo hacían con curiosidad, con algo de burla y algo de deseo, como si contemplaran a lo lejos, escondidos detrás de unos maizales, a una mujer desnuda en un río.

Fortuna se hallaba incómoda. Se sintió ajena a todo aquello, lejos de sus reales y de su gente. Retrocedió un poco. Imaginaba lo peor, que debía defender su honra a cuchilladas o tal vez a mordidas y a puñetazos. Se llevó la mano a la empuñadura de su arma, por si acaso.

El tascala tradujo de su lengua a la suya:

—Mujer colibrí.

Fortuna no dejó de sorprenderse. Tomó el pájaro disecado que llevaba al cuello y lo acarició con ternura, aunque también con cierta aprensión. Los tascalas no dejaban de mirarla. Sonreían, como poseedores de alguna verdad desconocida a la muchacha. Ella se sintió aún con sus armas, pero como despojada de sus ropas. El cuchillo estaba listo, también sus uñas. Su traductor explicó:

—Eres la mujer protegida.

Volvió a traducir, pero ahora a su gente. Todos asintieron. La veían con deleite y asombro. Aun así, permanecieron cautos aunque curiosos, a distancia.

—La mujer del colibrí —agregó.

Se le quedó mirando como quien contempla un milagro:

—Ese colibrí es mejor que mil escudos... —dijo.

Fortuna se alejó como quien huye de la peste. Los tascalas le gritaron cosas que no entendió ni quiso escuchar. Se ausentó del campamento para entregarse a sus dudas. Deambulaba como perdida del juicio. Ahí, en los límites de los campos dorados de maíz y del sombrío bosque, se entregó varias veces a la sonrisa y al llanto de saberse viva, recordó a su madre y a su abuela, y se supo huérfana y sin embargo abrigada antaño por todo el cariño del mundo. Volvió a reír y a llorar, y otra vez a reír y a llorar, desconsolada.

Quiso decir alguna astucia de las acostumbradas por Rosario la Vieja, alguna de sus palabras de sabiduría, alguna de sus maneras de tener la frente en alto para enfrentar al mundo, y se encontró con el silencio y con algo que sin dudarlo era el transcurrir del tiempo, el olvido que nos aparta de lo que alguna vez fuimos.

Eso la entristeció. Más aún, cuando intentó recordar sus rostros, sus manos, alguna de sus prendas, y se topó con una imagen brumosa, desteñida. Intuyó que la conquista de aquel territorio la había tenido ocupada y ausente, si no de sí misma, de una parte que consideraba importante: la de cierta esencia que ahora parecía estar en un lugar ajeno y de resonancias remotas. No había tenido ojos más que para vivir la aventura, la guerra, para que se hablara de ella como de un buen soldado, para que no se dudara de su valor. Un lance peligroso, y ahí estaba. La primera línea de combate, ahí se le veía. Voluntarios para los bergantines, ella se apuntaba. El propio Gonzalo Herrero se encontraba difuso, como una memoria lejana. Arrastrada por el trajín de las armas, se daba cuenta de que no había tenido tiempo ni de llorarlo. Se preguntaba, incluso, si reconocería el lugar de su tumba. Se preguntaba si en verdad estuvo casada, si no se trataba de una confusión producto de la fatiga.

De pronto, recordó: “De haber sabido cómo, hubiera vivido mejor mi vida”.

Era Rosario la Vieja quien lo había dicho. De más joven, a Fortuna le extrañó haber escuchado esa confesión, acompañada de un suspiro de melancolía, porque su abuela había tenido una existencia parecida a la de un milagro. Sentada en sus piernas, acurrucada en su pecho, le contaba sus andanzas por el orbe, un orbe que incluía acariciar a un tigre dormido, ser arrebatada a la fuerza por los piratas, alfombras mágicas, idiomas insólitos de arena y sabiduría, y la jovencita que entonces era la escuchaba como quien contempla el lance de un mago o el nacimiento de una vaquilla.

La extrañó. A ella y a su madre, que pertenecían a la misma estirpe de mujeres que son como un manantial y como una tormenta, les hubiera querido contar de las maravillas e infortunios de su propia vida, y de su marido muerto, y de las imponentes mezquitas y los corrales llenos de calaveras, y de Bernal, a quien apodaban “el Galán” o “el Guapo”, y de Martín López con su timidez y sus bergantines, y del Cuervo y cómo lo cabalgó para enfrentar a los indios, y de Meshicayotl y sus músculos, y de cómo se había hecho tal herida, tal cicatriz, aquélla, en la pierna, y aquella otra, en el hombro, y de ese día, a mitad de la tarde, entre los carrizales de la laguna, cuando salvó la vida porque el mundo se detuvo.

Huitzilincíhuatl. “La mujer colibrí”, se dijo. Fue un momento de pasmo debido a una certeza y una incertidumbre. Porque lo que tuvo que haber sido: ella atravesada del cuerpo a golpes de cuchillo, ella pálida e inerte como los muertos, porque ella misma sería un muerto, no sucedió.

Recordó al tascala, el de la piochita: “Ese colibrí es mejor que mil escudos”.

No había que darle muchas vueltas al asunto. Aunque no entendía nada, lo comprendía todo. De ahí su risa y su llanto, y sus dudas y certezas. Se llevó la mano al cuello y volvió a acariciar al colibrí.

—Meshicayotl —dijo, con el asombro de un sabio ante una estrella.

Su corazón volvió a agitarse, lo mismo que la sensación de incomodidad en el vientre. Tuvo miedo, y al mismo tiempo un anhelo de dicha. Era como un ansia de ser, por fin, ella misma. Como si le encontrara nombre a su alma, y no era el que ella pensaba. Como si, de pronto, hubiera llegado a buen puerto, uno que estaba muy lejos, pero que no buscaba.

Se tranquilizó. Al hacerlo, en rápido torrente, acudieron las voces de su madre y de su abuela. Voces llenas de ternura y de consejos. Voces salidas del corazón y de su experiencia de andar por los caminos del orbe. “Vivir es una especie de locura de la muerte”, escuchó sus palabras. “Tu camino es incierto porque es lo más cierto que hay”, escuchó su sabiduría. No estaban los libros ahí sino la vida. Oyó de palabras que eran como mimos, para protegerla, y de regaños para enderezarla, pues le servirían algún día. Contempló la entereza de su abuela, el rostro surcado de arrugas, la actitud amable, cuando la aconsejaba: “Vive tu vida, porque es la única que tienes”.

Se vio, de pronto, como guarecida por esa herencia de cariños. Supo su lugar en el mundo. Si se encontraba de tal modo, maravillada y sufriente, en tierras allende el mar, entre el peligro de los mexicanos, era por su herencia de mujer de paso firme, ese mandato de vida que le habían dado. El orbe era un lugar de juego, de riesgos, de encantamiento, a juzgar por lo que Rosario la vieja le había inculcado, así que ahí estaba ella, afiliada a sus deseos de encontrar gloria y fama, inclinada a la aventura, y si se podía, al sueño del oro y del amor.

—Meshicayotl —volvió a decir—. Martín López —también dijo.

No bien los hubo nombrado, sintió una especie de pasmo en el bajo vientre, un bochorno en las mejillas, en sus pechos y en la cintura para abajo, una sensación incómoda de algo conocido y sin embargo extraño.

Tuvo una noción curiosa de sí misma. Se sintió más mujer, más plena, y no supo por qué; pero le gustaba. Se tocó las caderas, porque le parecieron más anchas, como si no fueran las suyas. Sus pezones se irguieron, como con el frío o con una caricia. Incluso le dolieron al simple contacto de la ropa mientras caminaba. Se detuvo. Miró hacia las copas de los árboles como en busca de una explicación. Le dio hambre. Quiso llorar y no había motivo. Entonces, un súbito calorcillo empezó a invadirla. Y sintió un dolor agudo, como un retortijón. Se pensó mal del estómago y buscó un lugar propicio donde hacer sus necesidades. De pronto, otro dolor. “Los calambres”, se le ocurrió.

Se sorprendió, si bien por un lado gratamente y por el otro con molestia, pues aquello de los calambres le había parecido siempre un fastidio.

El calorcillo continuó, pero aún más en su sexo, como si algo tibio la inundara. Sintió otro dolor y un escurrimiento. Se levantó la falda.

—Joder —dijo.

Su calzón estaba lleno de sangre. Se dio cuenta de que menstruaba.

 

* * *

 

Era mujer. La mujer del colibrí. Era guerrera y tal vez su paso sería vertiginoso sobre la tierra, pero sería un río que no encuentra su cauce, un resplandor del bosque cuando se incendia, una mirada puesta en algo que sólo ella vería.

Se le notó con un rubor distinto, que la mejoraba. No se podía hablar tan sólo de belleza sino de la intrepidez de la piel y de las acciones con que estaba hecha. Su paso se aligeró, como el del viento en las planicies coronadas de magueyes. Sus cuchillos y sus espadas eran como sus ojos: luminosos y refulgentes. Regaló su cota de malla a un tascala, el mismo del ojo como ido y los pies enormes y agrietados, y aunque su gente la tachó de loca, ella tenía sus razones, tan poderosas como un águila en picada o una enorme piedra en su sitio. Su vida, si sólo era una, la pondría al servicio de la vida. La vida es lo que es, se dijo, y no había de otra.

Martín López, que la contempló, sintió renovado el amor, pero también la preocupación de perderla. La detuvo con el cortés brío de los caballeros y balbuceó unas palabras.

—La muerte ronda y no me perdonaría nunca si te toca —parece que dijo.

Ella lo miró como un rey a su vasallo.

—Si salgo de este lance, lo que has querido lo tendrás —le confió la bella, en un tono altivo que no dejaba de sonar enigmático aunque prometedor.

El corazón le dio un vuelco al carpintero, quien sintió la tierra desmoronarse a sus pies.

Ella lo dejó boquiabierto y mudo, se acomodó la espada y los puñales, se ajustó el listón que le hacía la cola de caballo, y se encaminó a uno de los bergantines. Era el de Jerónimo Ruiz de la Mota, primo del obispo de Valencia, preceptor del emperador. Tras servir por un par de días en labores de ataque y vigilancia, se avituallaba en los muelles y se le calafateaba donde hacía agua.

Su capitán, como tenía plata, contaba bajo sus órdenes con los mejores soldados. Los arcabuceros más rápidos para cargar su arma y disparar, ahí estaban. Los de la ballesta más certera, también. Sus remeros eran los de más amplias espaldas. Cuando Fortuna pidió permiso para abordar, como era bella y traía de cuerpo lo suyo, no halló objeción alguna. Recibió un silbido de admiración de unos cuantos, una murmuración procaz de algún osado y un piropo elegante del mismísimo Jerónimo Ruiz de la Mota, que era instruido y sabía de versos sabiondos y galanos.

El día era soleado y oloroso a cieno. Se escuchaban tronidos que parecían augurar tormenta, pero la ausencia de nubes recalcaba la realidad de la guerra: eran disparos de arcabuz en alguna batalla.

El sitio se afianzaba. De palmo en palmo, de muerte en muerte, de casa en casa, de talabardón en talabardón, de muchas fatigas y mucha sangre, el asedio era lento pero constante. Se ganaba un terreno que ya no volvía a perderse y el sitio de las escaramuzas se reducía. Ya no se luchaba en las calzadas sino entre las calles y templos de la urbe de ensueño. Ahí se apuñalaban pechos, se partían las cabezas con las macanas, se flechaba al enemigo y se despojaban mutuamente de sus avíos guerreros, ahora un escudo ricamente emplumado, ahora una espada valenciana dignamente enjoyada.

La nao de Fortuna se dirigió al mercado de Tlatelulco, lugar de antiguos trueques y comercio de floras y faunas de maravilla, convertido de pronto en desesperado bastión de los mexicanos. El bergantín hizo tierra junto a una muralla derribada y desembarcó su carga de hombres y de víveres. A lo lejos les llegaba una algarabía de voces, cual si en lugar de guerra se tratara de una fiesta. La curiosidad se despertó, al igual que la inquietud por ver de qué se trataba aquel ruido que se le figuró tan emparentado a los carnavales.

Los soldados que recibieron el bastimento, gente del muy temido Pedro de Alvarado, con su alborotada caballera rubia y su conocida violencia de arrebatos y ademanes, los pusieron al tanto, si bien a medias.

Tan sólo dijeron:

—El segundo duelo de la tarde...

Pidieron permiso y les fue concedido, porque el propio Jerónimo Ruiz de la Mota se sentía curioso y quería indagar por cuenta propia qué pasaba; así que él, junto con un grupo de su tripulación que le servía de escolta, hizo el camino entre escombros y ruinas de luchas y quemazones y otros horrores no tan pasados, a fin de dar con el paradero de aquel misterio.

Fortuna caminó al parejo, si bien asombrada de tanta desdicha. Ahí donde se levantaba la alegría de las muchedumbres en día de mercado, ahora se hallaban la desolación y el desamparo. Había muertos que no habían sido levantados, cadáveres de una decena de indios, regados por aquí y por allá, hinchados y corruptos, sujetos de manera vil a la intemperie y a la indiferencia. Se respiraba un tufo parecido a la desdicha de la noche más oscura y a la muerte más vil. Se llevó la mano al colibrí, como algo no pensado, algo puramente instintivo, porque sintió la necesidad de hallarse protegida, como si la vida se fuera a acabar pronto para todos, incluida ella misma, o el cielo estuviera a punto de desmoronarse.

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