Final Cut

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Segunda parte: Fuego » 41

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LE HABÍA DICHO TODO lo que deseaba saber. No había querido responder a muchas preguntas, por lo que el hombre vestido de negro que se hacía llamar Chill había tenido que ayudarlo un poco. Había mirado las fotos que Ingo guardaba en su ordenador, lo había interrogado sobre ellas. Después había guardado el ordenador en su gran bolsa negra.

Ahora Ingo, convulsionado por temblores y bañado en sudor, estaba sentado enfrente de él. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas.

—¿Por qué? —preguntó Ingo haciendo un esfuerzo.

El hombre se dio la vuelta.

—¿Por qué? ¿Es que todavía no has comprendido nada? ¿Acaso no sabes quién soy?

Ingo M. negó con la cabeza.

—¿No recuerdas el internado? ¿Al niño de doce años con el que veías películas de ninjas? «Para combatir la oscuridad, tenemos que convertirnos en parte de la noche». —El hombre abrió la bolsa negra y extrajo un objeto que Ingo no pudo identificar—. ¿Recuerdas los vídeos que utilizabas como cebo para procurarte esclavos sexuales? ¿Recuerdas lo que hacías con esos chicos? ¿Recuerdas la lavandería, en la que me pegaste hasta dejarme inconsciente? «Hazlo otra vez y sabrás de verdad lo que es bueno», eso me dijiste cuando te denuncié al director. «Lo de hoy te parecerá el paraíso en comparación con lo que voy a hacerte si te vas otra vez de la lengua». Pero el director no emprendió acciones contra ti. Porque te necesitaba.

Los ojos de Ingo reflejaban asombro, miedo y el esfuerzo de su memoria, que finalmente fue capaz de recuperar el recuerdo.

Vladimir. El chaval que vivía con su hermana en el internado porque los padres habían muerto en un accidente. Había llamado su atención. Había visto una película con él. Había

jugado con él.

—¿Eres tú? ¿Vladimir? ¡Es imposible! ¡Estás muerto! ¡Te ahogaste en el lago!

¡Estás muerto! —gritaba mientras el hombre que se hacía llamar Chill levantaba el objeto para que Ingo pudiera verlo.

Era un quemador Bunsen. Vladimir lo colocó debajo de la silla en la que estaba amordazado Ingo.

—¡Estás muertoooooooooo! —gritaba Ingo en un tono de voz rayano en la histeria. Recordó entonces cómo había golpeado a Vladimir, cómo se había sentado a horcajadas sobre él, cómo le había escupido y amenazado: «Más te valdría no haberme conocido». Y el mocoso había replicado: «Para ti, sin embargo, habría sido aún mejor».

Poco después se había quitado la vida. Las palabras del director: «Parece que Vladimir se ha suicidado. Hemos encontrado su chaqueta en la orilla del lago. Su bicicleta también estaba allí. Tenemos que contar con lo peor».

—¿

Yo estoy muerto? —El hombre de negro acercó su cara a Ingo. Su nariz estaba a un dedo de distancia de la barbilla ensangrentada de su víctima—. No, yo no estoy muerto. Pero algo

en mí está muerto. Y fuiste

el que lo mataste. Y no solo en mí, en muchos otros. —Señaló el ordenador que asomaba por la cremallera de la bolsa negra. Luego se acuclilló y abrió el gas del quemador—. Soy tu juez y tu ejecutor. Porque aquello que tú mataste en mí va a matarte a ti. —Encendió con un mechero la llama del quemador—. Yo no estoy muerto —dijo el hombre que era Vladimir y se erguía como un ángel vengador sobre Ingo, el cual sentía un insoportable calor ascendiendo por sus piernas y nalgas—. Yo

soy la muerte.

La voz resonó como una profecía apocalíptica en las paredes del sótano. Ingo M. chillaba y pataleaba, escupía sangre y espuma por la boca y las esposas le desgarraban la carne cuando intentaba arrancar del suelo el armazón de la silla para escapar del fuego. Pero la silla no se movió y las llamas ascendieron por su cuerpo. El olor a carne quemada inundó la sala, los gritos se superponían al crepitar del fuego. Durante unos instantes, Ingo M. pudo ver a la negra figura mirándolo impasible en el umbral de la puerta.

—¡Maldito cerdo! —gritó Ingo M. mientras el rugiente fuego le asestaba latigazos de dolor en el abdomen—. No eres mejor que yo. Eres peor.

¡Mucho peor!

—Creaste un mundo enfermo —dijo Vladimir, que contemplaba la escena apoyado en el marco de la puerta con los brazos cruzados y las gafas de acero mate sobre su nariz—. Y como todos los hombres que crean un mundo así, crees que ese mundo te perdona

a ti.

En lugar de una respuesta, Ingo emitió un gutural gemido cuando las llamas devoraron sus muslos y su abdomen. Nubes oleosas ascendían en una densa columna hacia el techo húmedo del sótano, cubierto de liquen y moho.

—¡Mátame! —gritó—. ¡Por favor! ¡Haz que pare!

—¿Matarte? —Vladimir apartó el quemador de debajo de la silla empujándolo con el pie derecho. El martirio de los peores dolores cesó. Pero la carne de Ingo seguía ardiendo. Ingo alzó la vista. La inminencia del desmayo había desaparecido de su mirada.

Vladimir se erguía frente a él, amenazador como un vampiro que se levanta de su tumba. Se llevó una mano a la espalda, sacó algo de una funda sujeta al torso y lo sostuvo en la mano. La afilada hoja centelleó a la amarillenta luz del fuego y a la cruda y chillona luz blanquecina de la lámpara del techo. Era un sable corto japonés de samurái. Un

wakizashi.

Alzó la espada y la colocó en el cuello de Ingo, el cual, aterrorizado, pero con un asomo de gratitud y alivio en la mirada, cerró los ojos confiando en recibir una muerte más rápida y menos espantosa.

Sin embargo, en lugar del feo sonido del acero clavándose en la carne, Ingo oyó un clic. Las esposas de sus muñecas. Su mano derecha estaba libre. Podía mover el antebrazo. Era todo lo que podía hacer, pero le permitía agarrar objetos en un determinado radio. Se estaba preguntando aturdido por qué había hecho eso su verdugo cuando el primer y único objeto que iba a poder agarrar con la mano derecha cayó con un ruido sordo sobre la pequeña mesa de madera que estaba junto a la silla.

El

wakizashi no lo había tocado. Su hoja, aún temblorosa por la violencia de la estocada, estaba clavada en la mesa de madera.

—Haraquiri —dijo Vladimir, el cual miró la espada y después a Ingo M.—. El haraquiri no es un privilegio exclusivo de los samuráis.

Diciendo esto, empujó de nuevo el quemador bajo la silla, se echó la bolsa negra al hombro y se encaminó hacia la puerta perseguido por los estridentes gritos de su víctima, de la que él mismo había sido víctima en el pasado.

Vladimir cerró la pesada puerta del sótano del búnker de un golpe.

Abandonó el búnker por el tétrico pasillo que desembocaba en la escalera y subió a la superficie. Los gritos de Ingo M. eran primero escandalosos, luego comenzaron a apagarse lentamente, hasta que, en algún momento, dejaron de oírse por completo.

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