Final Cut

Final Cut


Segunda parte: Fuego » 42

Página 82 de 109

4

2

«¿QUIZÁS ALGO DE SU PASADO? No, seguro que algo de su pasado».

Las palabras de MacDeath se repetían en la mente de Clara mientras recorría el pasillo en dirección a su despacho.

El Sin Nombre había matado ya a catorce mujeres, si no a más. ¿Y qué hacía ella? Examinar su pasado. Pero tal vez su pasado los condujera al asesino.

Y el pasado significaba para Clara, casi siempre, su hermana Claudia. Que estaba muerta. Posiblemente por su culpa.

Los padres de Clara siempre llamaban a Claudia «el mejor de los accidentes», porque no contaban con tener otro hijo. Clara tenía diez años cuando Claudia llegó al mundo. Y acompañar a su hermana pequeña en su crecimiento, compartir con ella su descubrimiento del mundo, significó para Clara volver a vivir su primera infancia.

Y entonces ya adivinaba lo que más adelante se convirtió en certeza: que esa primera infancia iba a ser para ella la mejor parle de su vida.

¡Qué idílica y contemplativa vida llevaban en el pueblecito a las afueras de Bremen al que las circunstancias llevaron a sus padres! La puerta de la terraza de su pequeña casa estaba todo el verano abierta; era viernes, se había acabado la escuela, limonada y helados en la nevera, las bicicletas en el garaje y el sol brillando en el cielo. El sábado hicieron una barbacoa y los vecinos y sus hijos pasaron a visitarlos. Los niños de la casa de enfrente se llevaron sus conejos, que brincaban por el jardín curioseándolo todo. Otros vecinos llevaron cobayas, y dos se escaparon. El gato del vecino mató a una y se armó un gran alboroto.

No había teléfonos móviles, ni foros de Internet, ni redes informáticas, ni segmentación de los niños por marcas de ropa o accesorios; sí, en cambio, inmensos prados verdes, bosques sombríos y misteriosos y puestas de sol en la brillante neblina de la tarde, en la que revoloteaban las mariposas y los mosquitos. El final de los días era tan emocionante como el comienzo del día siguiente. Pescar en el lago prohibido, donde presuntamente vivía el espíritu del viejo labrador que cien años antes se había ahogado allí. Jugar al escondite en la granja de los caballos, que pertenecía a los Lüders, los ricos del pueblo. Acariciar al perezoso gato gordo que dormitaba noche y día delante del granero. Montar al viejo y bonachón Klepper, que soportaba con paciencia los juegos de los niños y vivía pacíficamente en el establo de los Lüders, llamar al portón de la residencia de las monjas en el hospital cercano, y a las casas del vecindario, para huir después alborotadamente de vecinos enfadados pero bondadosos por las callejuelas bañadas por el sol.

Cerca de la granja había una pradera en la que pacían las vacas. Todas las tardes, el viejo Lüders metía a las reses en el establo con las palabras, casi ininteligibles para ellos,

vaca jei. Claudia imitaba casi a la perfección al viejo granjero pese a la tesitura de su voz. Clara nunca olvidaría a Claudia, a los cinco años, corriendo por la valla mientras pronunciaba las palabras

vaca jei y al rebaño de vacas trotando trabajosamente y resoplando tras ella. El viejo Lüders no sabía si enfadarse o reírse, pero al final se decidió por lo último.

«No puedes pitorrearte así de las vacas», la había reprendido entonces Clara en su papel de hermana mayor. Y Claudia la había mirado asombrada, como si lo que hacía fuera lo más natural del mundo.

«¿Por qué?», había preguntado.

Los niños tenían una manera especial de preguntar por qué. Con curiosidad, pero también con una pizca de indignación y enfado porque el mundo imponga miles de limitaciones a su despreocupada vida.

Cuanto más reflexionaba Clara sobre todo aquello, tanto más percibía y valoraba la infinita franqueza y la auténtica curiosidad con las que los niños descubrían el mundo, la alegría con la que construían castillos en el parque de arena, o cómo lloraban cuando el mundo los entristecía; una tristeza que los cínicos adultos ya no podían sentir.

«A quien los dioses favorecen muere joven», solía decir el viejo Lüders.

Clara se secó las lágrimas y entró en su despacho.

Ir a la siguiente página

Report Page