Fidelity

Fidelity


CAPÍTULO UNO

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CAPÍTULO UNO

Es mejor estar sola que infeliz con alguien.

MARILYN MONROE

Invierno

Lu

Como siempre que tenía una cita con Miguel, él llegaba tarde. Habíamos quedado para comer por el centro, en algún lugar donde no tuviéramos que oír los mismos villancicos una y otra vez. Tanto a él como a mí no nos gustaba el ambiente navideño y elegimos una pequeña pizzería del barrio del Carmen para ponernos al día sobre el último libro que habíamos leído. Una vez a la semana quedábamos para hablar de nuestras cosas, y entre ellas estaba la literatura. Aunque él consideraba que aún no estaba preparada para leer Rayuela, de Julio Cortázar, yo la había leído dos veces, una siguiendo el orden que proponía el autor y otra de principio a fin. Desde luego no fue una lectura fácil, pero soy de las que asumen retos.

También había un pequeño detalle que no quería contarle a Miguel de por qué quería que leyésemos esta novela juntos. Mamá era una apasionada de la literatura hispanoamericana, sobre todo de Gabriel García Márquez, de Mario Vargas Llosa, y cómo no, de Julio Cortázar. Alguna vez me había comentado que André y ella se enamoraron en París leyendo Rayuela, mientras recorrían las calles de la novela.

Me parecía tan romántico que alguien se enamorara al tiempo que lee una novela que hubiera dado cualquier cosa para que esto mismo me sucediera a mí con Miguel. ¡Cómo me gustaría que me llevara a París y se me declarara de una vez por todas! Llevaba enamorada de él desde que tenía diez años y Miguel dieciséis. No cambiaría por nada del mundo la complicidad que compartíamos. Éramos perfectos. Yo solo quería ser su Maga.

El camarero vino por segunda vez a la mesa para tomar nota después de que hubiera estado más de media hora sentada bebiendo solo un vaso de agua. Me miraba con pena, como si mi cita me hubiera dado plantón, aunque yo sabía que Miguel aparecería de un momento a otro. Al final me pedí una Fanta de naranja y una bolsa de patatas fritas porque tenía bastante hambre. Eran casi las tres de la tarde y no había tomado nada desde que me había levantado.

Miré varias veces el móvil por si no me funcionaba bien el tono de llamada y comprobé que no tenía ningún mensaje. Hasta saqué mi libreta para apuntar todo lo que pensaba de él para que no se me olvidara cuando lo tuviera delante. Estaba segura de que una vez que apareciera no recordaría nada y me quedaría escuchando todos los proyectos que tenía en mente. No sé cómo lo hacía, pero su voz poseía un efecto hipnotizador sobre mí. Podía pasarme horas y horas escuchándolo sin cansarme.

Apunté que era un desconsiderado, y hasta escribí un pequeño discurso que tendría que oír sí o sí.

Si era sincera, tenía que dar la imagen de ser una pringada total, porque después de casi una hora esperando ya no sabía qué hacer ni qué cara ponerle al camarero cada vez que miraba en mi dirección.

Así que cuando lo vi aparecer por la puerta pegué un bote en la silla. Creo que el camarero advirtió que mi cita había llegado al fin. Solo me faltó aplaudir y que un cartel de neón pusiera: BIENVENIDO.

Cientos de mariposas revolotearon en mi estómago. Lucía una sonrisa de medio lado y dejaba entrever sus dientes perfectos. Guardé la libreta en el bolso y dejé para otro momento más oportuno la reprimenda. Me hubiera gustado levantarme y acercarme al camarero para decirle: «Toma, chúpate esa, no me han dejado plantada. No soy una pringada». Sin embargo, me quedé sentada y esperé a que Miguel se acercara a darme dos besos. Rocé con mis labios la comisura de los suyos. Nunca me había atrevido a llegar tan lejos con él, aunque después de una hora de plantón me lo merecía. Él me agarró de una mano para que me levantara, me dio un abrazo fuerte y me susurró al oído:

—Siento llegar tan tarde, pero te aseguro que hoy es por un buen motivo. Tengo algo que contarte.

Cerré los ojos y olí su aroma. En ese momento creía que el corazón se me iba a salir por la boca. No había nada como estar perdida entre sus brazos. No obstante, me hice la ofendida y me aparté pegándole un empujón suave. Aún no me había dicho nada de mi nuevo look. Me había teñido el pelo de rubio, tal y como le gustaban a él las chicas, y me había puesto el camafeo que me regaló el día de mi cumpleaños. Lo había pegado a una cinta negra de terciopelo y le había cosido una puntilla de color rosa. Me encantaba hacer ese tipo de joyas.

—Espero que hoy no te haya secuestrado un extraterrestre. No, ¡ya sé! —exclamé poniéndome melodramática—. Te has encontrado con Scarlett Johansson por la calle y te ha invitado a tomar unas tapas y por eso me has dejado tirada una hora. —Era su actriz favorita, aunque yo creo que no era precisamente por sus dotes interpretativas, más bien le gustaba por sus dos buenas razones delanteras—. ¿Verdad que es eso? Porque si no es eso, ya no cuela.

—Venga, no te enfades. Cuando te cuente lo que he decidido vas a flipar tú también. —Me guiñó un ojo.

El camarero nos trajo la carta para que fuésemos pidiendo. Yo le indiqué que quería una lasaña vegetal y otra Fanta de naranja, y Miguel pidió una jarra de cerveza bien grande y una pizza puttanesca.

—Estoy esperando que me cuentes qué has decidido.

Miguel me cogió de las manos y se tomó unos segundos para soltarme su gran noticia. Solo deseaba que él no notara cómo me temblaban.

—Me voy a vivir a Madrid.

Abrí los ojos como platos. Creo que mi sonrisa se quedó congelada. Esperé a que siguiera contándome. ¿Esa era la decisión con la que tenía que flipar? Sí, desde luego había flipado, pero no como se suponía que tenía que hacerlo.

—Mi primera exposición ha tenido tanto éxito que ya estoy preparando la segunda.

Tragué saliva. No entendía por qué quería irse a Madrid si siempre había trabajado en el taller que tenía su madre en Benicalap. Intuí que había algo más que no me estaba contando, aunque no sabía de qué se trataba.

—¿No dices nada? —me preguntó mostrándome una gran sonrisa.

—Supongo que es una buena noticia.

Era una respuesta de lo más estúpida, y lo sabía, aunque no se me ocurría nada mejor que decirle. Yo era de las que pensaban en frases ingeniosas pasados unos minutos, pero no podía rebobinar y decir algo ocurrente al cabo de un rato. Quizá con el tiempo consiguiera ser algo más graciosa.

—Esto es lo que siempre he deseado. —Sus ojos tenían un brillo especial—. Muy pronto mis fotografías serán expuestas en Nueva York, París, Londres y Berlín. He conocido a una artista muy bien relacionada con el centro Pompidou.

Pegué un grito tan exagerado que la pareja que estaba tomando el postre a nuestro lado se me quedó mirando.

—¡Eso es maravilloso! Vas a exponer en París.

—Sabía que te ibas a alegrar.

—¡Vas a exponer en París! —exclamé de nuevo.

Me hubiera gustado decirle entonces que me llevara con él a París, que allí viviríamos nuestra historia de amor, como en Rayuela. Era como un sueño hecho realidad.

—Sí, Laura dice que le encanta mi estilo y cómo mezclo dos artes tan diferentes como la pintura y la fotografía.

—¿Y Laura es esa artista que está tan relacionada con el centro Pompidou?

Él asintió y me besó las manos. Yo me quedé prendada de su mirada. Se lo veía tan contento que tuve el impulso de levantarme y volver a abrazarlo. Sin embargo, el camarero trajo en ese momento las bebidas y la comida e interrumpió nuestro momento mágico. Miguel me soltó las manos y cogió la jarra para beber un gran trago de cerveza.

—Estoy deseando que os conozcáis. Le he hablado a Laura tanto de ti que ella dice que ya eres como esa hermana que nunca tuvo. Al principio estaba un poco celosa porque pensaba que éramos algo más que amigos. ¡Ya ves qué disparate! No sé por qué creía que éramos novios.

El corazón, de repente, dejó de latirme y sentí que la sangre se me había helado en las venas. Se me quedó seca la boca.

—Sí, menuda tontería —me obligué a decir.

Bajé la vista al plato humeante y metí el tenedor en la lasaña.

—Nos vamos a vivir juntos.

De pronto se me quitaron las ganas de comer.

¿De qué diablos estaba hablando ahora? Y lo peor de todo, ¿quién era esa Laura? ¿Por qué no me había hablado hasta ahora de ella? Se suponía que nos lo contábamos todo. Además, habíamos quedado para hablar de Rayuela, de nosotros. No entendía nada de lo que me decía.

—¿Cómo que os vais a vivir juntos?

—Sí, nos vamos a vivir a Madrid.

—Pero ¿vivir juntos de vivir juntos?

—Sí, como una pareja.

—¡Estás de coña, ¿verdad?! Pero si apenas la conoces.

Miguel le dio otro trago a la cerveza. Yo no dejaba de mirarlo. De pronto me sentía traicionada por él. Siempre nos lo habíamos contado todo y de un tiempo a esta parte parecía que tenía una vida en la que no había cabida para mí.

—Sé que ahora Laura es lo que necesito. No sé, aporta tranquilidad a mi vida.

—¿Y qué dicen tu madre y Eva de todo esto?

—Aún no se lo hemos dicho. De hecho, solo la han visto una vez porque ella vive en Madrid. —Volvió a cogerme de las manos—. Y esto no va a cambiar nada entre tú y yo. Vendré todas las semanas, o siempre que me sea posible. Te prometo que encontraremos unas horas para nosotros.

Miguel siguió hablando y yo fui asintiendo con la cabeza como si estuviera escuchándolo. Jugué con la comida del plato, aunque tenía el estómago tan cerrado que no me entraba nada.

—Lu, ¿qué me dices?

Levanté la cabeza y sonreí.

—Sí, claro que está muy buena, pero esta mañana me he levantado con el estómago un poco revuelto. Creo que le voy a pedir al camarero que me lo ponga para llevar a casa y esta noche la tomaré para cenar. Ya sabes que André es un inepto en la cocina.

—No has escuchado nada de lo último que te he dicho, ¿verdad?

Le di un trago a la Fanta antes de responderle. Definitivamente estaba quedando como una idiota.

—¿No me habías preguntado si me gustaba la lasaña?

—Lo sabía, no has escuchado nada de lo último que te he dicho. —Me mostró su mejor sonrisa—. Te comentaba si te apetecería participar en mi nueva exposición. Quiero que seas el eje central y que todo gire en torno a ti.

—¡Eeeh… sí, ya sabes que puedes contar conmigo! —Me bebí lo que quedaba en el vaso—. Si no te importa, me voy a ir a casa. Ya quedaremos otro día y me lo comentas con más calma.

—¿Estás bien?

—Sí, de verdad. Solo es una indigestión por todo el turrón que he comido estos días. Ya sabes lo golosa que soy. Anoche me comí una caja de bombones antes de acostarme.

—Si quieres te llevo en coche y anulo mi cita con Laura. Había quedado con ella dentro de media hora para que me ayudara a empaquetar mis cosas.

—No hace falta. No te preocupes por mí. —Me levanté y me colgué el bolso del hombro.

Lo único que necesitaba en ese momento era salir del restaurante y respirar algo de aire fresco. Miguel no dejó que pagara mi comida y me despedí de él con dos besos fríos en las mejillas, tan helados como aquella tarde de invierno.

Mientras caminaba hacia la parada del bus pensaba en que nada había salido como yo creía. Me había dado cuenta una vez más de que las personas a las que quería no siempre iban a estar a mi lado. Primero se fue mamá para no volver nunca más. Y ahora él echaba a volar junto a una novia de la que nunca me había hablado. ¡Menuda tontería pensar en que Miguel y yo teníamos futuro como pareja! ¡Qué pava era! Acababa de cumplir los dieciséis y ya creía que sabía lo suficiente de la vida como para pensar que Miguel se quedaría conmigo para siempre.

Mamá era de las que decían que todo en esta vida pasaba por algo, que cuando una persona se iba otras llegaban. Pero ahora no podía pensar en alguien mejor que Miguel. Yo siempre creí que él sería mi destino. No cabía otra posibilidad. Y la vida se empeñaba todos los días en sorprenderme con algo nuevo.

Miré al cielo, quizá con la esperanza de encontrar un letrero luminoso que me dijera: «No te preocupes, enseguida vas a encontrar a alguien». Sin embargo, yo no quería encontrar a ese alguien, yo quería que ese alguien fuera Miguel.

Al menos de todo aquello saqué una cosa en claro. Me juré que jamás, nunca más en la vida, volvería a cometer la estupidez de teñirme el pelo o hacer cualquier otra tontería para gustarle a un chico. En cuanto llegara a casa mi pelo volvería a ser negro. Ante todo iba a ser fiel a mí misma.

Tan pronto como el autobús llegó me senté al lado de la ventana. Saqué de mi bolso Rayuela para releer una y otra vez el capítulo que me emocionaba tanto. Se titulaba «El beso» y resumía todo lo que me había imaginado hacer con los labios de Miguel.

En la siguiente parada, un chico que llevaba una boina se sentó a mi lado. Lo miré disimuladamente. Sujetaba con una mano una novela y estaba enfrascado en la lectura tanto como yo. Me di cuenta de que era El mago de Oz, y por la cubierta pensé que tenía que ser una versión muy antigua.

Sentí de pronto que estaba hambrienta, apenas había comido, y recordé que llevaba un paquete de galletas en el bolso. De repente noté que una mano cogía dos galletas. Lo miré de reojo. Él seguía atento a su lectura. ¡No me lo podía creer! ¡Tenía un morro que se lo pisaba! ¡Ni siquiera me había pedido permiso! Y no sé por qué, pero no me apetecía discutir con él. Ya había tenido suficiente con Miguel. Aquello se convirtió en un juego por ver quién comía más galletas que el otro. El autobús hizo tres paradas más antes de que el chico se levantara y guardara la novela en su bandolera.

—Bonito camafeo —dijo.

—Gracias. —No pretendía ser seca al dar una respuesta tan escueta, pero en ese instante solo quería que el mundo se olvidara de mí.

Entonces me ofreció lo que quedaba del paquete:

—¿Las quieres?

—Por supuesto. —Y se las quité de la mano sin mirarlo a la cara.

No obstante, él me pegó un buen repaso antes de que la puerta se abriera.

—¡Qué caradura! —exclamé.

Una vez que se bajó me di cuenta de que mi paquete de galletas seguía sin abrir y que me había comido todas las suyas. Ya era una casualidad que le gustaran las mismas que a mí. Lo peor de todo era que durante unos minutos habíamos estado tan cerca, incluso nos habíamos rozado con el hombro, pero no tenía ni idea de qué aspecto tenía. Ni siquiera me había atrevido a mirarlo a la cara.

Ya en la calle se aproximó a una chica que no dejaba de mirar hacia donde yo estaba. Él seguía de espaldas y se acercó a darle un beso en los labios. No podía verle la cara a la chica porque llevaba un sombrero. Ella le hizo «la cobra» y parecía estar bastante enfadada. Golpeé el cristal para disculparme, incluso me levanté de mi asiento para que me hiciera caso. Quería que supiera que no tenía intención de comerme sus galletas, que yo tenía las mías, pero el autobús arrancó y quedé por segunda vez en un día como la mayor imbécil del mundo. Solo esperaba que mi estupidez, como otras muchas cosas, se curara con el paso del tiempo.

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