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Epifanía del Señor

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Ya desde primera hora de la mañana se respiraba en casa un ambiente festivo. Solía oler a galletas de mantequilla desde antes de que se despertaran las niñas y cuando bajaban a la cocina, había un festín de dulces navideños, chuches y figuritas de galleta para desayunar.

El cinco de enero era el día más esperado del año.

Esto se lo debían, en gran medida, a Mamá, que disfrutaba como una niña más y contagiaba su entusiasmo a toda la familia. A menudo, el entusiasmo se convertía en nerviosismo, pero esto era ya parte de la magia que envolvía, con ilusión renovada cada año, la celebración de la venida de los Reyes Magos.

La llegada de los Reyes Magos en la madrugada del cinco al seis de enero y la celebración de la festividad de la Epifanía del Señor ponía el broche de oro a las fiestas de Navidad y marcaba el inevitable final de las vacaciones escolares en los colegios católicos. Las niñas volvían al colegio al día siguiente, salvo en los años en los que la fiesta caía en fin de semana, con el consiguiente retraso del comienzo del curso al lunes.

Al parecer, los Reyes Magos habían sido los que traían los regalos a los niños españoles desde siempre. Sin embargo, a principios del siglo xxi se dio un curioso fenómeno sociológico según el cual —bajo la poderosa influencia del cine y la televisión y propiciado por el desarrollo meteórico de Internet— las familias españolas comenzaron a adoptar la costumbre extranjera de recibir en sus hogares la visita de Papá Noel, que descendía por la chimenea —de los pocos que tenían una, de los demás, se suponía que entraba por la ventana aunque este extremo no estaba confirmado— y dejaba los regalos debajo del árbol en la madrugada del veinticinco de diciembre.

Al principio, pasaba solo por las casas que ponían árbol de Navidad. No eran muchas porque la tradición en este país había sido desde mucho antes poner el belén y, además, en España no se daban las circunstancias meteorológicas apropiadas para que crecieran abetos por lo que estos tenían que ser de plástico. Solía dejar un regalito de pequeño valor o chucherías debajo del árbol, pero todos los niños sabían que el lugar preferente —debajo del belén— estaba reservado a los Reyes Magos, que eran los que traían los regalos de verdad.

Los hogares españoles se fueron llenando de árboles —de plástico, por supuesto— preciosamente decorados. En la mayoría de las casas, se abría algún paquete la mañana de Navidad aunque en muchas aún no tenían muy claro quién traía esos regalos. Poco a poco, algunos, seducidos por las campañas de publicidad de los grandes almacenes; otros —muchos—, convenciéndose a sí mismos de que era mejor recibir los regalos antes porque así los niños tenían más tiempo para jugar —y por consiguiente aburrirse antes de ellos—, fueron dejando entrar en su universo familiar a Papá Noel, casi sin darse cuenta de que recibiendo al rechoncho mensajero, condenaban al destierro del olvido una tradición que había sido española desde que se podía recordar. Incluso en las casas con belén, cada vez se abrían más paquetes el veinticinco de diciembre y menos el seis de enero. Al mismo tiempo, cada vez daba más pereza poner árbol y belén así que las figuritas secundarias, la lavandera, el puente con el río de papel de plata y patos, los pastores, los trozos de corcho, el musgo y el papel continuo azul estrellado que solía hacer de cielo, se fueron quedando en las cajas y ya ni siquiera se subían del trastero o se bajaban del altillo. El Misterio —san José, la Virgen y el Niño—, el ángel y la mula y el buey todavía se ponían. Algunos incluso seguían poniendo ovejas y puede que uno o dos pastores.

Cada vez había en las tiendas adornos para el árbol más bonitos y sofisticados, e incluso regían modas que sometían al árbol a una determinada gama cromática o a este o aquel material para los adornos. Los niños fabricaban figuritas recortables o coloreadas en el cole y sus orgullosos padres las colgaban del árbol con esmero. Poco a poco, los niños empezaron a dirigir sus cartas a Santa en vez de a Sus Majestades, a mirar ansiosos al Polo en lugar de a Oriente y a reconocer en el silencio de la noche el crujido de un trineo en vez de las pisadas de los camellos. Con el paso de los años, los Reyes dejaron de pasar por esas casas, no porque los niños fueran malos y no merecieran sus regalos, sino porque los niños ya no sabían ni a quién habían llevado Sus Majestades los regalos por primera vez.

Sin embargo, un reducto de familias católicas españolas nunca dejó de celebrar los Reyes y sus hijos —como siempre había sido costumbre en España— siguieron esperando con ilusión y recibiendo los regalos en la madrugada del seis de enero. Con el tiempo, esta tradición se convirtió en un símbolo de los católicos españoles a tal punto que podía distinguirse el grado de observancia de una familia simplemente preguntándoles a sus hijos si venían a verle los Reyes o Papá Noel.

Hacía años que el seis de enero era laborable y las vacaciones de Navidad en España acababan —como en el resto del mundo occidental— después de Año Nuevo. Solo los colegios católicos alargaban el periodo de asueto infantil hasta el siete de enero y organizaban cabalgatas como solía hacerse antaño.

Papá y Mamá, como eran profesionales autónomos, siempre se tomaban el día de Reyes libre.

—Mamá, ¿antes todos los niños tenían Reyes? —había preguntado una vez Vera cuando era pequeña.

—Los Reyes siempre visitaban a todos los niños: los que se habían portado bien tenían regalos y los que no, carbón.

—¿Carbón?

—Sí, carbón.

—¿Y siguen trayendo carbón?

—Si eres mala, sí.

Vera reflexionó un instante.

—¿Y por qué no traen carbón a todos los niños que no creen en Dios?

Mamá dejó lo que estaba escribiendo y miró a Vera, pensativa. Giró lentamente la silla hacia donde estaba la niña y abrió los brazos, dejando que esta se colara de perfil entre sus piernas para recibir el abrazo. La besó en una mejilla y, sin soltarla, dijo suavemente:

—Porque los niños que no creen en Dios no son malos, mi vida.

Estiró el cuello para asomarse al rostro de la pequeña y calcular el grado de comprensión. No debió de verlo muy claro porque siguió hablando:

—A lo mejor lo que pasa es que no conocen a Dios. Eso no significa que sean malos. Si ayudan en casa, obedecen, hacen los deberes y se portan bien, Dios lo sabe y permite que tengan regalos, aunque no sean de los Reyes. La fe es un don de Dios. Es un regalo que hay que pedir si a uno le falta y cuidar cuando uno ya lo tiene.

Aquel año, Vera escribió en su carta a los Reyes Magos: «Quiero que este año traigáis fe a todos los niños malos para que el año que viene podáis volver a traerles carbón».

En casa, ya desde Año Nuevo se dejaba sentir la influencia de tan esperada visita en el comportamiento de las niñas: ni un mal tono, ni una rabieta, todo eran manifestaciones de espíritu de servicio. Sin duda era el cinco de enero el día que mejor se portaban de todo el año.

—Deja alguna para Papá —dijo Olivia interceptando la mano de Flavia, que se disponía a coger la última galleta de mantequilla casera, y ofreciéndole a cambio un polvorón—. Son sus favoritas.

No había rastro de Papá en la cocina mientras Mamá y las niñas daban buena cuenta del surtido de dulces navideños dispuesto coquetamente sobre la mesa del desayuno.

—Papá ya ha desayunado —apuntó Mamá devorando su tercer mantecado de chocolate—. Ha tenido que ir al estudio.

—¿Hoy? —clamó al unísono un coro de voces infantiles con un ligero timbre de pánico.

Flavia aprovechó para alcanzar la galleta que le había sido confiscada.

—Está terminando una cosa urgente para tener el día libre mañana —dijo Mamá buscando la comprensión de las niñas con la mirada.

Mohín.

—Estará aquí para la cabalgata —aseguró rotundamente.

Silencio.

—¿Y si no?

—¡Carbón! —exclamó Flavia dando una palmada en el aire rompiendo definitivamente la tensión.

Las cinco rompieron a reír.

Después de desayunar, cada niña elegía el dulce que quería poner por la noche a los Reyes Magos y lo colocaba en un platito con su nombre. Mamá solía comprar una caja de leche de una marca distinta a la habitual: decía que era leche especial para camellos. Por la noche, la servían en unos pequeños tazones a juego con los platos.

Los platos de los Reyes y los tazones para sus camellos los habían hecho Mamá y las niñas hacía años. Mamá trajo un día platos blancos y pintura especial para cerámica y cada una los decoró a su gusto y los rubricó con su nombre para que los Reyes pudieran saber qué dulce le dejaba cada niña. Los diseños iban desde la sencillez cursi de Valentina —que había escrito su nombre en purpurina rosa todo alrededor del plato y dibujado un corazón enorme en el centro orientado como si fuera el punto de la i— hasta la audacia artística de Olivia, que había salpicado el suyo al más puro estilo Pollock y firmado en un borde, como si fuera un cuadro.

El de Papá lo habían decorado entre todas.

El primer año que los usaron, hubo que convencer a Valentina para que desayunara porque quería poner todo a los Reyes con tal de que le trajeran más regalos.

—¿Lo has pedido? —susurró Flavia a Olivia mientras ayudaban a recoger el desayuno.

Las cartas no las ponían hasta por la noche. El documento era sorpresa, aunque previamente solían anotar sus listas de deseos en una aplicación online para que Sus Majestades pudieran venir preparados de Oriente. Aun así, ello no garantizaba la exactitud de lo recibido porque, como las niñas bien sabían, los Reyes podían tener que haber dejado justo ese regalo a otro niño en algún país del camino. O, como sabios que eran, podían haber considerado ese regalo inapropiado. Los Reyes siempre traían lo que era mejor para los niños, lo que no siempre coincidía con lo que los niños pedían.

Olivia se detuvo y miró fijamente a su hermana pequeña, como en una pausa dramática.

—Sí —declaró.

Flavia comenzó a saltar de alegría.

Vera y Valentina dejaron lo que estaban haciendo y dijeron a la vez:

—¿Sí?

—¿El qué? —quiso saber también Mamá.

Olivia asintió divertida.

Valentina empezó a saltar también dando gritos de júbilo.

—No me lo puedo creer —dijo Vera negando con la cabeza y mirando fijamente a su hermana.

Como toda respuesta, Olivia se encogió de hombros como si le estuvieran preguntando una obviedad y dijo, señalando a sus hermanas pequeñas que brincaban de un lado a otro de la cocina:

—¿Qué? Es evidente que necesitamos una mascota.

Vera y Mamá cruzaron una mirada furtiva.

El griterío se calmó un poco y se convirtió en silencio expectante.

—Bueno —resolvió Vera— pues confiemos en que los Reyes siempre traen lo que es mejor.

Y dicho esto, se volvió, buscó la mirada de Mamá y le guiñó un ojo esbozando una sonrisa cómplice.

 

Cada niña pedía como máximo tres regalos: uno a cada Rey. Los Reyes solían traer a cada una lo que había pedido y un par de regalos sorpresa e inesperados que solían ser los mejores. Cada una preparaba su carta con ilusión y máximo secreto unos días antes, aunque todos sabían que alguna (Olivia) se pasaba pensando en los regalos y maquinando el diseño por lo menos desde agosto. Sobre un papel blanco, cada una escribía sus tres regalos, un deseo y un propósito concreto para el año nuevo. Después, decoraban el papel con todo tipo de ornamentos, recortes, caligrafía, dibujos, pegatinas y demás elementos según su imaginación. Los Reyes premiaban la más original con un regalo extra cada año.

Justo antes de acostarse, y en riguroso orden de menor a mayor, las niñas iban pasando al salón y colocaban delante del belén —cada una en el mismo lugar cada año— un zapato, el platito con los dulces, el tazón de leche para los camellos y su carta. Rezaban las tres Avemarías a la Virgen del belén y se iban a la cama. Solían acostarse más temprano que de costumbre, porque tenían que venir los Reyes y —como era de sobra conocido— no te podían pillar despierta; si bien, solía ser una noche de sueños inquietos. Hasta Mamá dormía mal esa noche. O mejor dicho, Mamá era la que peor dormía esa noche.

Jamás se había oído a Mamá hablar de la verdadera identidad de los Reyes Magos. De hecho, llegado el momento, había sido Papá quien se lo había explicado todo a Vera, a solas, un día de Adviento del año que hizo la Primera Comunión.

Debió de ser después de la Inmaculada porque recordaba que ya estaba puesto el belén y que todo Madrid estaba ya decorado con luces y adornos de Navidad. Papá la recogió ese día del cole —lo cual no era nada frecuente en circunstancias normales— y la llevó al centro a dar un paseo. Merendaron chocolate con churros y contemplaron los edificios de Gran Vía iluminados. Había muchísima gente por la calle y Papá la llevaba cogida de la mano. Hacía frío. Papá le habló sobre la responsabilidad de ser la mayor y luego le contó la verdad sobre los Reyes Magos:

Que cuando Jesús nació, unos magos venidos de Oriente —no sabemos cuántos exactamente ni qué tipo de magia hacían, o si eran más bien unos sabios, probablemente astrónomos— vieron su estrella y quisieron adorarle. Probablemente, cuando llegaron Jesús era un poco mayor que como lo ponemos en el belén, aunque sabemos que tenía menos de dos años, que fue lo que calculó Herodes cuando mandó matar a los Santos Inocentes. Le llevaron oro —como a rey—, incienso —como a Dios— y mirra —como a hombre—. Fueron los primeros regalos de Navidad.

Vio Dios Padre, desde el cielo, la ilusión con la que un niño recibía sus regalos y, como Dios es tan generoso, quiso que todos los niños del mundo experimentaran una alegría similar por los siglos de los siglos y encargó a los Reyes que cada vez que se conmemorara la Epifanía, hicieran llegar regalos a todos los niños. A los Reyes les encantó la idea pero eran personas de carne y hueso, seguramente mayores, así que le dijeron a Dios: «¡Así sea! Pero... en el futuro... cuando nosotros muramos y vayamos al cielo: ¿quién se va a encargar de ello? ¿Se quedarán los niños sin regalos?».

Conmovido por la generosidad y buena voluntad de los Reyes, Dios, que siempre sabe más, dispuso que, en adelante y siempre en nombre de los Reyes, se ocuparan de entregar los regalos las personas que Él designara en la Tierra para cuidar a cada niño, porque esas serían las personas que más los querrían y que mejor podían conocer los gustos y necesidades de cada uno.

—¿Sabes quiénes son las personas que más quieren y conocen a los niños en la Tierra? —preguntó Papá agachándose para que su cara quedara a la altura de la de la pequeña Vera.

Ella frunció el ceño y asintió, atando cabos.

Papá se incorporó y siguió hablando, mientras caminaban hacia Cibeles.

Dispuso Dios entonces que esta tradición se transmitiera de generación en generación, de padres a hijos, por los siglos de los siglos, con una única condición: que se mantuviera en secreto. Así, mientras los niños fueran pequeños, la entrega se haría como si de verdad la hicieran los Reyes Magos. Pero cuando los niños fueran suficientemente mayores como para entender esto, los padres les contarían esta historia y a partir de entonces todas las Navidades, como prueba de cariño, los niños comprarían también regalos a sus padres y hermanos pequeños.

—¿Sabes por qué te lo cuento ahora? —preguntó Papá volviendo a detenerse.

Ya estaban en la plaza de Cibeles, justo en el centro del paseo del Prado.

—Porque ya soy mayor —contestó ella con forzada dignidad.

Papá sonrió.

—Eres oficialmente mayor.

Y le explicó que un niño que estaba bien preparado para recibir a Jesús en su primera comunión, también estaba preparado para conocer la verdadera historia de los Reyes Magos.

Dicho esto, rebuscó en uno de sus bolsillos y sacó algo pequeño que Vera no alcanzó a ver en ese momento.

—Dame tu muñeca derecha —dijo poniéndose serio.

La niña le extendió el brazo. Él le cogió la mano suavemente, la giró para que quedara con la palma hacia arriba y agregó en tono ceremonioso:

—Por el poder que, como padre, me ha sido concedido por la honorable tradición de los Reyes Magos de Oriente, yo te nombro oficialmente paje del cortejo real y te impongo el brazalete que, como custodia del secreto, deberás lucir cada año.

Era un cordón de seda rosa con un pequeño abalorio en forma de coronita. Era curioso porque, hasta ese momento, Vera nunca había reparado en esas pulseras y, sin embargo, a partir de entonces, no dejaba de verlas en las muñecas de niños y adolescentes. Las había de diferentes formas y colores. Más tarde comprendió que era un signo para que los mayores pudieran distinguir entre los niños que ya lo sabían y los que no, y así no meter la pata. Solían llevarse hasta la mayoría de edad, o mientras había niños en casa.

—Ahora hay que ser mucho más cuidadosos para que las hermanitas no sepan el secreto antes de tiempo —continuó Papá.—. ¿Cuento contigo?

Vera sonrió sin levantar la vista de su nuevo brazalete y asintió con la cabeza.

—Hay una cosa más.

Vera levantó la vista y lo miró expectante.

—Como prueba de que eres partícipe del secreto y como agradecimiento y premio a tu discreción, este año recibirás un regalo muy especial. Es una sorpresa.

A Vera se le iluminó la cara: le encantaban las sorpresas.

Y, efectivamente, había sido un regalo muy especial. La única vez en su vida que Vera había viajado sola con Papá y Mamá. Sin las hermanas: los tres solos. Fue una escapada fugaz —de apenas un día y medio— pero recordaba con deleite cada minuto que habían pasado en aquel lugar y cómo, al volver, un halo de misterio envolvía todo lo que había sucedido en aquel viaje misterioso del que las hermanas no podían conocer ningún detalle: era un secreto para mayores.

Fue la única vez que Vera habló con Mamá sobre la verdadera historia de los Reyes Magos.

El año que Olivia hizo la Primera Comunión, Papá las llevó a las dos a dar el paseo. Las recogió del colegio y dijo que iban al centro a ver las luces de Navidad. Le guiñó un ojo a Vera por el retrovisor y ella enseguida supo que iban a contarle a Olivia la verdad.

Cuando lo hicieron, Olivia se quedó perpleja. Guardó silencio y miró alternativamente a Papá y a su hermana. Debió de entender en ese momento que Vera ya era partícipe del secreto y, cuando por fin habló, frunció el ceño con cara de extrañeza y dijo:

—¿Lo sabe Mamá?

Papá rompió a reír y le brillaban los ojos de la risa. Vera no se rio porque, por un momento, la pregunta le pareció totalmente lógica. Papá no paraba de reírse y Vera contestó, con tono solemne y muy seria:

—No se lo cuentes, por si acaso.

Después, fueron a elegir los regalos para Mamá y las hermanas y nunca más hablaron del tema. Ni siquiera cuando Olivia recibió su regalo especial sorpresa en la mañana de Reyes de aquel año, ni tampoco unas semanas después, cuando regresó de su misterioso viaje con Papá y Mamá. Un secreto es un secreto.

Valentina, en principio, no tendría por qué haberlo sabido hasta esta Navidad, la primera después de su Comunión. Sin embargo, un día, al salir del colegio, mientras esperaban a Mamá, dijo:

—Rocío Fernández dice que los Reyes Magos no existen. Que son los padres. Y que cuando lo descubres dejas de tener regalos.

A Vera la pilló completamente por sorpresa: era primavera. No quería mentirle pero tampoco quería ser ella quien se lo explicara.

—¿Tú qué crees? —le preguntó.

Valentina se encogió de hombros y respondió:

—Yo creo lo que haya que creer para recibir regalos.

—Pues ya está.

No obstante, cuando llegaron a casa, Vera le contó a Papá el incidente. Debió de hablar con Valentina en algún momento porque cuando Vera volvió a preguntar, Papá contestó:

—Sabe lo que tiene que saber.

—¿Cómo se lo ha tomado?

Papá levantó la ceja como toda respuesta.

—Déjala —dijo al fin—. Todavía tiene tiempo para asimilarlo.

Este había sido el primer año en que las tres habían salido con Papá a comprar regalos y todas las cautelas familiares giraban ya en torno a la pequeña Flavia.

 

—Y si los Reyes lo traen, ¿va a ser solo de Olivia o de todas? —dijo Valentina mientras las niñas subían a vestirse y a arreglar sus habitaciones.

—Será de la familia, digo yo —contestó Olivia.

—¿Dónde va a vivir? —preguntó Flavia.

Olivia se encogió de hombros.

—En el jardín, supongo.

—¿De verdad crees que nos van a traer un perro? —inquirió Vera con un ligero tono de desprecio.

—¿Por qué no? —replicó Olivia—. Todas queremos.

—A lo mejor no es el momento más oportuno.

—¿Por qué no?

Vera reprimió el impulso de volver a contestar. En su lugar, dijo pausadamente:

—Sí. ¿Por qué no?

Y dirigiéndose a su habitación, agregó:

—Saldremos de dudas mañana.

 

El seis de enero, las niñas amanecían bastante más temprano que de costumbre. Costaba mantenerlas en la cama siquiera hasta las ocho. Solían despertarse unas a otras y una vez reunidas todas, iban a despertar a Papá y Mamá.

Era el único día del año en el que a las niñas les estaba permitido entrar en el dormitorio de matrimonio.

Papá y Mamá solían hacerse los dormidos y jugaban a no despertarse pese a los gritos, llamadas de atención y sacudidas de las niñas. A veces también hacían como si una fuerza poderosa e invisible les atrajera magnéticamente a la cama y no les dejara salir, y las niñas tenían que tirarles de los brazos y empujarles para ayudarles a librarse de tal maleficio. O cantar todas juntas un villancico para romper el encantamiento.

Cuando finalmente se levantaban, bajaban todos juntos al salón, cuya puerta permanecía cuidadosamente cerrada. Entonces, en riguroso orden de mayor a menor —a excepción de Mamá, que se negaba a entrar la primera— todos los miembros de la familia iban entrando y lanzándose a sus zapatos al descubrir la montaña de paquetes que les esperaban.

No había un ritual de apertura específico. Cada uno iba abriendo los paquetes a su ritmo. No obstante, existía la norma no escrita de ir enseñando los regalos a medida que se iban desvelando, por lo que a cada apertura le sucedía un grito de emoción que llamaba la atención del resto de la familia. Entonces, todos miraban para descubrir qué había provocado tal alboroto y compartir la alegría. Era también una forma de que las mayores pudieran disfrutar del regocijo que provocaban los regalos que ellas habían elegido solas.

Valentina siempre acababa la primera porque rasgaba todos los envoltorios sin pestañear, con el fin de desvelar el contenido de los paquetes a la mayor brevedad. Luego hostigaba a sus hermanas para que se dieran prisa y, tal era la presión, que a veces Mamá le había tenido que traer el desayuno para que se entretuviera con algo y dejara a los demás terminar de abrir los paquetes en paz. Por suerte para todos, era más lenta comiendo que abriendo regalos.

Desayunaban roscón.

Después de desayunar, se arreglaban y preparaban para ir a misa. De camino, pasaban por un centro de acogida para niños sin hogar. Cada niña elegía uno de los regalos que le habían traído los Reyes y lo entregaba a los niños del centro.

Era curioso observar cómo con los años uno se iba volviendo más egoísta. De pequeña —igual que ahora hacía Flavia— Vera elegía siempre los mejores regalos para dar. No le pesaba deshacerse de aquello que llevaba tanto tiempo esperando porque sabía que había niños que tenían menos suerte y lo necesitaban más. Ahora, lo seguía sabiendo y, sin embargo, tendía a elegir las cosas de menor valor para llevar a los niños.

Olivia, por su parte, seguía desprendiéndose del regalo que más le había gustado. Siempre lo hacía así. Valentina, en cambio, nunca quería deshacerse de nada. Se hartaba de llorar eligiendo el juguete y lloraba abrazada a él durante todo el camino. Ni siquiera conseguían que dejara de llorar cuando llegaban al centro de acogida.

Un año, los Reyes le dejaron una nota en la que le daban a elegir entre llevar un regalo o ir a hacer alguna actividad con aquellos niños.

Valentina eligió lo segundo y, un sábado, Papá la llevó al centro de acogida a pasar la tarde jugando con los pequeños.

Vera recordaba que, al enterarse, se había enfadado muchísimo: acusó a Valentina de ser una materialista y a Papá y Mamá de cometer una injusticia por no obligarla a dejar un regalo.

—No es egoísta si da su tiempo —había contestado Papá intentando hacer que entrara en razón.

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