Fiat

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Epifanía del Señor

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Y debía de ser verdad porque, desde aquel año, Valentina iba un sábado al mes a pasar tiempo con los niños del centro de acogida. Incluso, a veces, ahorraba dinero de su paga y les llevaba chucherías. A lo mejor Papá tenía razón y a cada una Dios le pedía distintas cosas.

Después de entregar los regalos en el centro de acogida, iban a misa.

Aunque a todos les encantaba salir a comer fuera, solían comer en casa ese día y pasar la tarde estrenando los regalos. A última hora de la tarde, solían jugar todos juntos a algún juego familiar que les hubieran traído. Era divertido ver cómo Papá y Mamá —a los que jamás habían visto discutir— se picaban en el juego para intentar ganar. Los dos odiaban perder y jugaban dándolo todo, ajenos al hecho de que si el juego era de habilidad, era evidente que iba a ganar el equipo minúscula y si era más de tipo intelectual —de preguntas, palabras o memoria— se impondría el equipo mayúscula liderado por Mamá.

 

—¿Tú sabes algo? —inquirió Olivia.

—¿De qué? —respondió Vera.

Las niñas habían pasado la mañana reubicando el mobiliario de la habitación, haciendo sitio por si los Reyes traían el espejo interactivo que había pedido Vera. Era una chulada de última generación: una pantalla de retina de cuerpo entero que memorizaba toda la ropa de tu vestidor y sugería el outfit más adecuado en función del estado de ánimo y de las características antropomórficas del usuario. La pantalla reflejaba al usuario ya vestido e incorporaba control de voz para pasar al siguiente conjunto en caso de que la primera sugerencia no fuera aceptada. La última versión incluía también una variedad de peinados y función social para comprobar si alguien en tu entorno iba a llevar la misma prenda ese día, pero Vera había especificado en su carta que se conformaba con la versión anterior que resultaba más económica.

—De si nos van a traer el perro —continuó Olivia.

—No.

—¿No lo sabes o no nos van a traer el perro?

—No sé si nos van a traer el perro —confirmó Vera.

—Pero sabes algo —insistió su hermana.

—¿De qué?

—De lo que sea que nos van a traer mañana, ¿por qué estás tan misteriosa?

Vera vaciló un instante antes de contestar.

Se oyó a Mamá llamar a las niñas desde abajo: hora de irse.

—No sé nada de mañana. De verdad —sentenció.

Y agachó la mirada mientras se ponía el abrigo para que Olivia no pudiera notar que estaba mintiendo.

 

Era extraño no salir de casa con Papá. Hacía rato que había avisado de que ya había terminado en el estudio pero habían quedado en verse directamente en la cabalgata para evitarle un viaje. Se había llevado el mini-Fiat de Mamá así que ellas podían usar el taxi.

Después de la odisea de buscar aparcamiento, consiguieron dejar el coche y buscar un hueco entre la multitud que esperaba ansiosa el paso de la cabalgata de Sus Majestades los Reyes Magos de Oriente. Había muchísima gente, tanta, que entre la bulla ya no se sentía ni el frío. Mamá empezó a marearse un poco. Tenía fobia a las aglomeraciones.

—Necesitamos espacio vital —dijo Olivia colocándose delante de ella para conseguir un poco más de espacio para ella.

—Mamá, no veo —protestó Flavia.

—Ya lo sé, mi vida, ahora en cuanto venga Papá te coge en brazos, ¿vale?

La masa se recolocó y consiguieron un poco más de espacio, aunque cada vez estaban más atrás.

—Mamá, que no veo —insistió Flavia.

—Ya, mi vida, en cuanto venga Papá te coge.

—Cógeme tú —lloriqueó.

—Mamá no te puede coger —intervino Vera—. Ven, agárrate a mi cuello. —Y la aupó todo lo que pudo para que pudiera asomarse entre el mar de cabezas.

—¡No veo nada! Eres muy pequeña. ¿Y Papá? —lloriqueó Flavia.

—Aquí.

Y la voz de Papá llegó a sus oídos como la melodía de un superhéroe en una película antigua.

—¡Papá! —gritaron todas las niñas a la vez rodeándolo con brazos y piernas.

—No os encontraba.

—Es que sin ti, somos todas muy pequeñas —razonó Flavia.

—Ven aquí. —Y se la subió a hombros.

Empezaron a llegar ecos de la cabalgata. Papá rodeó la cintura de Mamá con el brazo y le susurró:

—¿Qué tal?

Le sonrió.

—Deseando que llegaras.

—Pues ya estoy aquí.

Y se besaron en los labios, como sosteniendo el beso, con muchísima ternura.

Vera se percató de una chica que había observado toda la escena. Sonreía con ternura. Debió atisbar que Vera la estaba observando porque se volvió y, por una fracción de segundo, cruzaron las miradas. No era una mirada de curiosidad, era más bien una mirada... como de nostalgia. Vera tuvo la sensación, inexplicable y fugaz, de que era una persona que se sentía muy sola. La encomendó en secreto y allí, mientras veía pasar las carrozas con sus camellos, sus pajes y sus beduinos, en medio de una lluvia de caramelos y de algarabía infantil, se abstrajo del alboroto y dio gracias a Dios por haber tenido como madre a Mamá, con su pasado, su presente y su futuro, porque, de alguna manera, gracias a ello había sido capaz de construir una familia que cualquiera hubiera deseado para sí. Incluida ella. Y eso sí que era un buen regalo de Reyes.

—¿Estás bien, Peque?

La mano de Papá le secó una lágrima con suavidad.

Vera le sonrió y lo abrazó. Escondió la cara entre el abrigo de Papá y la piernecita de Flavia y lloró. De alegría y de pena. De culpa y de perdón.

Papá le acarició el pelo y le besó la frente.

Ella levantó la vista y lo miró.

—Os quiero mucho, Papá.

Él la volvió a besar y le susurró al oído:

—Díselo a Mamá.

Ella se despegó de él y miró a Mamá. Ella tenía la mirada fija en las carrozas y se retorcía las manos, nerviosa. Las contemplaba extasiada, con la boca congelada en su sonrisa, tan cálida y tan auténtica. Parecía una niña, tan pequeña y tan vulnerable.

Vera la abrazó por la cintura, apoyó la cara en su hombro y le dijo al oído:

—Sigues siendo preciosa.

Mamá le puso la mano sobre la otra mejilla e inclinó la cabeza para apoyarla sobre la de su hija. Tenía los ojos cerrados y sonreía.

—¿Por qué llora Vera? —preguntó Flavia desde arriba.

Papá soltó una de sus manos del tobillo de Flavia y le acarició la espalda a su hija mayor.

—Porque no sabe coger caramelos —resolvió Papá.

—¡Flavia, mira, ahí viene Gaspar! —señaló Olivia.

—¡Gaspar! ¡Gaspaaaaaar! ¡Aquí! ¡Aquiiiiiií!

 

Era noche cerrada cuando la familia llegó a casa después de la cabalgata. Venían todos con los cachetes rojos por el frío. Hacía un frío exagerado. Por suerte, Papá había programado la calefacción desde el móvil y la casa estaba calentita. Era una sensación agradable volver a casa.

Dejaron los abrigos en el armario de la entrada y se dispusieron a merendar el tradicional roscón de Reyes.

Mamá siempre compraba el roscón en la misma pastelería. Solía traer sorpresas de los estrenos infantiles más exitosos del año o relacionadas con la Navidad. Guardaban todas las figuritas en un estante de la cocina aunque lo cierto era que nadie se acordaba de ellas el resto del año.

—¡Equipo mayúscula pone la mesa! ¡Equipo minúscula quita la mesa! —gritó Mamá mientras Papá sacaba el roscón de la caja.

Vera y Valentina se apresuraron a disponer la mesa grande del comedor, la que usaban los días de fiesta. Papá puso el roscón en el centro y se sentaron todos alrededor de la mesa. Se palpaba el nerviosismo en el ambiente.

—Valentina, mi vida, siéntate bien.

Siempre se subía a la silla de rodillas cuando estaba nerviosa.

Papá empezó a partir el roscón y le ofreció el primer trozo a Vera.

—¡A ver qué sorpresas hay este año! —dijo mientras le alcanzaba el plato con una sonrisa un poco sospechosa.

Cuando todo el mundo estuvo servido, Papá pronunció la bendición y empezaron a comer.

Vera detectó la sorpresa enseguida. Era como un papelito no muy bien envuelto en papel de aluminio y como forzado dentro del roscón. Como si lo hubieran metido a la fuerza después de poner la nata. Se extrañó.

—Un poco cutre esto, ¿no? —dijo mostrando el hallazgo.

—¿Qué es, qué es, qué es? —urgieron las niñas.

—No sé. Es como... un papel.

Las hermanas se rieron a carcajadas de su mala suerte. Vera retiró el envoltorio y desplegó el papelito. Lo leyó, hizo una mueca y miró a Mamá.

—Mamá —dijo en tono acusador volteando el papelito hacia ella como prueba irrefutable del delito—. Es tu letra.

Las hermanas se miraron confundidas.

Mamá se encogió de hombros con gesto de fingida sorpresa y falsa inocencia.

—¿Qué pone? —se limitó a decir con descaro.

—Pregúntale a Papá.

—Nooo —se exasperó Olivia llevándose las manos a la cabeza—. Que qué pone el mensaje.

Vera le acercó el papel con aire de superioridad.

—A ver, lista, pone: «Pregúntale a Papá».

Olivia se quedó tan perpleja que no le importó no tener razón esta vez.

—¡Está claro! —gritó Valentina poniéndose de rodillas en la silla y revolucionándose por momentos—. ¡Eso es que Papá tiene la sorpresa!

Lo dijo como si fuera algo tan evidente que lo absurdo fuera preguntarse cómo había llegado al roscón un mensaje manuscrito de Mamá o cuán sospechoso era que Papá tuviera la sorpresa del roscón. Papá comenzó a reírse, como si acabara de entender lo que estaba pasando. Miraba alternativamente a Mamá y a las niñas con cara de guasa sin parar de reírse. Las niñas miraban a Papá, totalmente confundidas.

A Vera le entró risa nerviosa.

—¿Es en serio? —increpó a Papá.

Papá se puso serio de repente.

—Claro que es en serio. ¿Lo quieres saber o no?

Una algarabía de síes con la i muy alargada inundó el comedor.

—Ok. Atiende. —Papá se puso de pie y carraspeó ceremonioso—. Permaneced atentas y concentradas. ¿Estáis sentadas?

—¡Siiiií!

—¡Cuéntalo ya!

A Papá no le pegaba nada contar historias así. Esto era algo totalmente propio de Mamá. El misterio, la intriga, la sorpresa, el suspense, el espectáculo, esconder un mensaje en el roscón... Eran huellas que delataban a Mamá incluso mucho más que su propia caligrafía. Era evidente que había orquestado todo el montaje y, sin embargo, le cedía el protagonismo a Papá, que parecía estar a punto de dar una noticia. Siempre era Mamá la que daba las noticias. ¿Por qué habría de hacerlo Papá esta vez?

Vera se sentía confundida.

No obstante, en cuanto Papá empezó a hablar, Vera comprendió por qué Mamá le había cedido el papel de narrador esta vez: porque no era el narrador sino el protagonista. Porque no había sido Mamá, sino Papá, el que había estado sentado esa mañana en su despacho, terminando de revisar unos planos, cuando sonó el teléfono.

Una voz desconocida preguntó por él. Asintió.

La voz quiso confirmar si era el padre de Vera.

Se asustó un poco: no había empezado el colegio, ¿en qué lío se habría metido?

Asintió por segunda vez. La voz se presentó.

Vera empezó a ponerse nerviosa.

Con todo el lío pre-Reyes, había olvidado por completo contarles eso. Notó que se le aceleraba el pulso y se le encogía el estómago. No se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración, los ojos como platos fijos en la boca de Papá.

Y, entonces, Papá lo dijo.

¡Lo dijo!

Vera saltó de la silla y se lanzó a su cuello, encogiendo las piernas para rodearle por la cintura y sujetarse a él. Las niñas chillaban histéricas. Mamá y Olivia hacían efectos especiales de sonido y gritaban vítores.

Nueva York. Todo el verano. American Ballet.

Todavía tenía que digerirlo.

—Esto supera con creces París, ¿eh, Peque? —le susurró Mamá mientras la abrazaba.

Vera le devolvió el abrazo con todas sus fuerzas.

Mamá...

No quería soltarla.

Terminaron la merienda fantaseando con los detalles imaginarios del plan: cómo sería la escuela, los profesores, las compañeras, la residencia... A nadie le importó ya el pequeño camello de plástico que esperaba ser encontrado en algún otro pedazo del roscón. Después de comer, fueron todos juntos delante del belén para dar gracias al Niño Jesús por tan maravillosa noticia.

 

Todavía reinaba el silencio cuando Vera se despertó. No se oía rastro de las niñas y fuera aún era de noche. Miró la hora. Aún era temprano. Se revolvió en la cama para acomodarse en otra postura. No tenía nada de sueño pero esperaría a que alguna de sus hermanas viniera a buscarla para salir de la cama. Como hacían Mamá y Papá. Seguro que Mamá ya estaba despierta.

Se sonrió en la oscuridad de su dormitorio: hoy iba a ser un día inolvidable.

El salón fue invadido a las 8:03 de la mañana del seis de enero.

—¡El reloj que quería!

—¡Toma! ¡Las Hunter rojas!

—A ver, a ver... ¿qué hay por ahí?

—¡Unas gafas de sol! ¿A ver? Pruébatelas ¡Son súper tú!

El ruido del papel de regalo apenas se oía por encima de las voces entusiasmadas de las niñas. Los regalos siempre los envolvía Papá. Mamá odiaba envolver y, además, no se le daba nada bien. Enseguida se notaba cuando había sido ella.

—¿Y eso tan grande qué es?

—A ver... Ábrelo.

—¡El espejo! ¡La última versión! ¡Toma ya!

Papá y Mamá sonreían divertidos por el espectáculo. De cuando en cuando, se miraban y Papá le guiñaba un ojo.

—¿A ver, Valentina, y ese sobre tan chulo que es?

Valentina cogió de su zapato un sobre grande dorado, muy señorial, sellado con lacre.

—De los Reyes para Valentina —leyó en voz alta.

Rasgó el sobre por detrás y extrajo el contenido. Era un cartapacio del tamaño del sobre. En la portada, manuscrito con pluma de tinta en tipografía clásica y en mayúsculas, se leían las palabras top secret. En su interior, Sus Majestades los Reyes Magos advertían a Valentina del carácter confidencial de la misiva, la prevenían para que no leyera en voz alta ni comentara el contenido con sus hermanas y la informaban de que este año había sido merecedora de un regalo muy especial: un fin de semana sorpresa con Papá y Mamá en un lugar secreto.

A juzgar por la expresión de su rostro, Valentina no salía de su asombro pero, efectivamente, obedeció y volvió a guardar el cartapacio en el sobre sin revelar los detalles.

A Vera no le hizo falta que su hermana lo leyera para saber lo que decía aquella carta. A Olivia tampoco. Ellas mismas, habían sido receptoras de esa misma misiva unos años antes: el año que hicieron la primera comunión y se convirtieron en custodias del secreto de los Reyes Magos. Ahora Valentina también lo sabía. Lo que no sabía era que, un sábado próximo —seguramente a principios de febrero— Papá y Mamá la despertarían súper temprano, la llevarían al aeropuerto y los tres subirían juntos a un avión con destino a una ciudad de la que probablemente no habría oído hablar jamás pero que ya nunca olvidaría.

Aterrizarían en torno a mediodía en Colonia, Alemania. Cogerían un taxi y llegarían a un hotel del centro de la ciudad. Almorzarían salchichas en algún puesto ambulante y pasearían hasta la catedral. En la plaza, Mamá y Papá explicarían a Valentina el motivo de aquel destino, de aquel viaje que, en realidad, era una peregrinación.

Valentina entraría en la catedral, perpleja. Se asombraría de la altura del edificio, de cómo entraba la luz por las vidrieras y avanzaría de la mano de Mamá —con una mezcla de emoción y miedo en el estómago— por la nave central hasta llegar al altar mayor donde los tres se arrodillarían y rezarían juntos a los pies de las reliquias de los Reyes Magos.

El domingo irían a misa a la catedral, pasearían por la ciudad y, al caer la noche, volverían al aeropuerto para coger el avión de vuelta a casa.

Valentina volvería como si acabase de cruzar la puerta del armario que conduce a Narnia, sintiéndose la protagonista de un cuento que, al llegar a casa apenas cuarenta y ocho horas después, parecería un sueño. Respondería con evasivas a las preguntas de las hermanas, guardaría en su corazón todos los detalles de aquel fin de semana pasado a solas con sus padres y jamás revelaría a nadie el destino de aquel viaje, fugaz y mágico, al lugar donde se guardan las reliquias de los Reyes Magos. Obviamente, habría comprendido que sus hermanas mayores lo sabrían pero... un secreto es un secreto.

 

Las voces histéricas de las niñas trajeron a Vera de vuelta a la mañana del seis de enero. Algo había llamado su atención. Ya solo quedaba un paquete. Era una caja cerrada con un gran lazo atado con el típico nudo doble de Mamá y sellada con una tarjeta que advertía: «Paquete especial».

—¡Yo lo quiero abrir!

—Pone para toda la familia.

—Estaba al lado de mi zapato.

—¡Anda ya! Estaba en el medio

—Que lo abra Papá.

Papá cogió el paquete con expresión burlona. Miró de reojo a Mamá con divertida desconfianza. Ella se encogió de hombros con gesto infantil. Las niñas se arrodillaron alrededor de Papá y le urgieron para que deshiciera el nudo.

Vera no quería apartar la vista de su cara ni un solo segundo. No le quitaba ojo. Se sorprendió disfrutando de saberse conocedora del secreto. De un secreto que, esta vez, Papá no sabía. Quería atesorar aquel instante. Observar la expresión genuina de su cara al descubrir el contenido de la caja. Ese instante en el que —sin saberse observado— su rostro mostraría, con absoluta sinceridad, su reacción.

Papá terminó de quitar el lazo y sujetó la tapa con las dos manos sin levantarla todavía. Miró a las niñas con picardía y aguantó el suspense un par de segundos. Las niñas le gritaron histéricas para que terminara de abrirla.

Papá levantó las cejas entre risas y finalmente levantó la tapa y la apartó a un lado para que no impidiera ver el contenido.

—¿Qué es? ¿Qué es?

Las niñas no podían ver el interior de la caja desde su posición dado que esta era prácticamente plana. Igual tampoco lo habrían entendido.

Pero Papá lo había entendido perfectamente.

Las risas de broma se diluyeron dando paso a una expresión de asombro que, sin solución de continuidad, de inmediato y a la vez, le iluminó la cara, le hizo brillar los ojos y le congeló la boca en una sonrisa llena de plenitud. Se podía identificar perfectamente el instante en el que el cerebro de Papá había procesado lo que veían sus ojos.

Vera no podría precisar, sin embargo, cuanto duró aquel instante.

Sin deshacer la sonrisa, Papá cerró los ojos un instante antes de levantar la vista buscando a Mamá. La miró, en el colmo del estupor.

—¿Qué es? ¿Qué es, Papá? ¡Papá!

Él metió la mano en la caja, cogió lo que había dentro —un aparato con pantalla plana de nueve pulgadas— y lo levantó, sin apartar la vista de la imagen. Entonces, le dio la vuelta y lo mostró para que las niñas pudieran verlo.

Hubo un silencio precioso, interrumpido solo por el rítmico latido que emitía la imagen de la pantalla.

De repente, Flavia se levantó con los brazos en jarras y dijo:

—¿Y va a ser mayúscula o minúscula?

Todos rompieron a reír al unísono y cundió la alegría.

 

Gabriel nació a las 3:33 del veintiocho de agosto de 2030, festividad de San Agustín.

 

Fiat se terminó de escribir

el veintitrés de noviembre de 2014,

Solemnidad de Cristo Rey.

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