Fiat

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Segundo domingo de Adviento

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—¿Entonces lo pondremos hoy? —dijo Flavia sentada en el borde la cama.

—Supongo —contestó Vera distraída mientras revolvía la parte baja del armario destinada al calzado.

—¡Mamá! ¿Dónde están las katiuskas de Flavia? —gritó Vera.

Ante la ausencia de respuesta se asomó al pasillo e insistió.

—¡Mamáaaa!

Su hermana pequeña la miraba desde la cama arrugando la naricilla y balanceando los pies descalzos con impaciencia. Vera puso los ojos en blanco y suspiró con resignación.

—Llegaremos tarde a misa.

 

Valentina y Flavia compartían una habitación bastante espaciosa. Olivia y Vera se habían independizado el año pasado, cuando Vera cumplió quince, pasando de compartir habitación a tener cada una su propio cuarto.

Había además una habitación de juegos y deberes —que previsiblemente sería la habitación de una de las pequeñas cuando tuvieran edad de independizarse también—, dos baños y el dormitorio de matrimonio que incluía su propio baño y un enorme vestidor.

En la planta de abajo estaba el salón con dos amplias zonas diferenciadas: la zona de estar —con tres sofás en forma de C en torno a una mesa de centro— y la zona de comedor —con una mesa extensible de ocho comensales que podía duplicar su tamaño—. Abajo también estaba la cocina —que contaba con una isla central que hacía las veces de office o mesa de desayuno—, el despacho —que disponía de una pared entera de cristal con vistas al jardín, el escritorio de Mamá, una librería que ocupaba toda la pared con todas sus cosas y una mesa de dibujo enorme que Papá usaba a veces si se traía trabajo a casa, aunque solía trabajar en su despacho en el estudio, que estaba en el centro de Madrid—, el cuarto de Polly y otros dos baños.

Lo que hubiera sido el sótano había sido acondicionado como sala de proyecciones y bodega. Era tan espacioso como el salón y disponía de cómodos sofás, cañón retroproyector con pantalla gigante, sistema de sonido envolvente y consolas con todo tipo de juegos de deporte, baile y karaoke, además de una minicocina con barra americana, fregadero, frigorífico para bebidas, grifo de cerveza, vinoteca y una máquina estilo vintage para hacer palomitas. Contaba además con una insonorización especial que lo hacía el espacio ideal para las celebraciones de todo tipo que tenían lugar en la casa. Las niñas habían celebrado ahí casi todos sus cumpleaños. Y otras mil cosas, porque a Mamá le encantaba organizar fiestas y había encontrado en Vera una digna heredera.

El garaje y un cuarto que usaban como trastero completaban la planta sótano.

 

Fuera diluviaba. Era el primer día de lluvia de la temporada. Estaba siendo un otoño bastante seco pero el domingo había amanecido con viento y el cielo encapotado, y en aquel momento la tormenta descargaba toda su virulencia sobre el norte de Madrid.

Un par de horas antes, durante el desayuno, Mamá se había asomado a la ventana de la cocina mientras vigilaba que las galletas que había en el horno no se tostaran demasiado y, al ver el cielo tan negro, había recordado la intercesión meteorológica del Beato.

Durante el año que pasaron celebrando la misa al aire libre, antes de tener siquiera el barracón, no llovió ni un solo domingo. Entonces, solo se celebraba misa de doce. Fue un año bastante lluvioso e, inevitablemente, algunos domingos amaneció lloviendo. Algunos incluso se pasó lloviendo toda la mañana. Sin embargo, llegada la hora de la misa, cesaba la lluvia y el cielo se abría sobre la dehesa vieja de San Sebastián de los Reyes para que la celebración pudiera discurrir sin problemas. Eso sí, nadie libraba a los feligreses del barro en las suelas.

Mamá lo contó en una de sus columnas, se corrió la voz y el Beato adquirió fama de buen intercesor en cuestiones meteorológicas, a tal punto que venía gente de todos los rincones de Madrid e incluso de otras ciudades a pedirle a don Manuel que intercediera para que hiciera bueno el día de la boda, de un partido importante, otras competiciones deportivas, conciertos, procesiones, desfiles y hasta de manifestaciones.

Don José María tuvo que poner un segundo cajón de velas y hasta un tercero para poder acoger todas las ofrendas. Pusieron también una urna donde la gente depositaba notas indicando la fecha y la intención que encomendaban.

Una de las Marías de los Sagrarios[3] llevaba un exhaustivo control del parte meteorológico y se encargaba de comprobar cada uno de los días encomendados para registrar los favores concedidos. Era impresionante ver las inflexiones meteorológicas que se habían dado en numerosas ocasiones, con días soleados en pleno frente o tormentas que descargaban a pocos kilómetros dejando el cielo despejado sobre el lugar del evento en cuestión.

Así, Mamá estuvo rememorando anécdotas meteorológicas de antaño en el Beato mientras su audiencia daba buena cuenta de las galletas de mantequilla recién horneadas. Los domingos siempre disfrutaban de un desayuno especial en familia: las niñas —una cada semana, sucesivamente— elegían el menú y se les permitía desayunar en pijama. Hoy, Valentina había elegido galletas de mantequilla. Mamá había perdido la noción del tiempo de tertulia, como de costumbre, y por eso habían empezado a vestirse tarde y ahora iban con el tiempo justo.

Mamá siempre llegaba tarde. Tenía una inclinación natural al caos aunque se notaba que hacía esfuerzos por corregirlo. De hecho, había puesto especial empeño en no transmitir esa debilidad a sus hijas y lo había conseguido con tal éxito que a veces se exasperaban, sobre todo las mayores, porque siempre tenían que esperarla. Ella siempre tenía una excusa. Cuando acudían a Papá en busca de mediación, solía sonreír con ternura y encogerse de hombros:

—Es el precio a pagar. Si Mamá fuera perfecta no nos habría tocado a nosotros.

A cambio, la verdad es que Mamá era genial.

Era una persona muy animada, positiva y alegre, de estas que cuando llegan a un sitio llenan la habitación y cuando se van dejan una especie de vacío. Siempre tenía una sonrisa en los labios y su alegría era contagiosa. A ella le gustaba hacer reír a los demás —aunque no que se rieran de ella— y disfrutaba teniendo bromas privadas con cada una de las niñas a las que se refería como chistes locales. Normalmente era una palabra o expresión que recordaba algo con lo que se habían divertido en un momento dado y que resultaba del todo absurdo para todos los que no habían participado del chiste original. Nunca aclaraba la broma a los demás aunque, seguramente, tampoco la habrían entendido porque los chistes locales eran gracias de un solo uso que se podían evocar pero resultaban imposibles de reproducir. A las niñas les encantaba tener chistes locales con Mamá. Se sentían especiales.

También compartía muchos con Papá. El más recurrente era el del olivo. Cada vez que pasaban por un olivar, inevitablemente, uno de los dos señalaba los árboles y, como si fuera la primera vez que veía uno, gritaba: «¡Un olivo!». Y los dos estallaban en carcajadas.

Las niñas nunca habían entendido esa broma, y no porque fueran niñas porque a veces la habían hecho delante de mayores y ellos tampoco parecían entenderla. Nadie salvo ellos le encontraba sentido.

Era muy sociable y habladora y tenía un don natural para convertirse en el centro de todas las conversaciones. Su inteligencia y extraordinaria memoria le facilitaban encontrar siempre algo interesante que decir o una anécdota curiosa que referir, cualquiera que fuera el tema del que se estaba hablando —aunque Vera sospechaba que a veces eran anécdotas de otras personas de las que ella se apropiaba oportunamente—. Por sorprendente que pudiera resultarle a algunos, también se le daba muy bien escuchar. Puede parecer que cualquiera es capaz de escuchar, pero hace falta un talento natural para hacerlo bien. Mamá se interesaba de verdad por lo que le estabas contando. Hacía preguntas para comprender el alcance de la situación, analizaba las opciones, se involucraba, lo sentía como propio y, lo mejor, no lo olvidaba a los diez minutos, como la mayoría de la gente. Siempre encontraba la palabra adecuada y, si no conseguía hacerte sentir mejor con palabras, ella sabía exactamente qué hacer para animarte y compraba tu helado preferido, te llevaba de compras a tu tienda favorita o de paseo a un lugar especial de la ciudad hasta que se te olvidaba el problema y recuperabas la sonrisa.

Siempre tenía palabras de aliento y apoyo para tus proyectos e ilusiones. No ponía límites a sus sueños y animaba a los demás a soñar en grande porque estaba convencida de que con ganas, esfuerzo e ilusión podías llegar a ser cualquier cosa que te propusieras. Incluso a santa.

Era muy querida entre su familia y amigos aunque esto no tenía ningún mérito porque lo cierto es que era muy fácil quererla.

Una vez, hacía varios años, tenía Vera que describir a su familia para un trabajo de Literatura señalando tres rasgos positivos y tres negativos de cada uno de sus miembros. No había sido capaz de encontrarle un solo defecto a su madre cuando le dijo a Papá:

—Papá: ¿Mamá es perfecta?

A Papá le dio la risa.

—Solo Dios es perfecto.

—¿Y qué defectos tiene? —insistió la pequeña Vera.

—No lo sé. Tú, ¿cuáles le ves? —contestó Papá.

—Yo no le veo. ¿Tú?

—Yo tampoco.

—Pues entonces es perfecta —confirmó la niña.

—O nosotros ciegos —apuntó el padre.

Vera concluyó aquel día que Mamá era perfecta y, pese a que últimamente tenían algunos roces propios de la eterna batalla entre madre e hija adolescente, nunca había dejado de verla así ni de querer parecerse a ella.

Era preciosa aunque a menudo le sobraban unos kilillos porque era muy golosa y odiaba el deporte. Cada dos por tres empezaba una nueva dieta, aunque generalmente su impaciencia le impedía llegar al final y en cuanto empezaba a notar los primeros resultados encontraba una excusa para dejarla. En eso sí que era un poco desastre.

 

Mamá apareció por fin en la puerta del dormitorio de las pequeñas.

—¡Por fin! ¿Dónde estabas? —reclamó Vera.

—Haciéndole la trenza a tu hermana —se excusó ella.

—¿Sabes dónde están las katiuskas de Flavia? Las rojas.

Mamá hizo un gesto como de haber sido sorprendida en un renuncio. Vera arqueó la ceja y resopló.

—Lo sabía.

—Bueno ¿qué más da? No le iban a caber de todos modos. Ponle las del cole y listo, ¿no?

Vera no tuvo más remedio que ceder. No había considerado ese punto. Reparó entonces en que Mamá todavía llevaba el jersey viejo xxl que se había puesto encima del pijama para desayunar, aunque debajo llevaba ahora unos vaqueros.

—¿Vas a ir así? —preguntó Vera extrañada.

—Me voy a quedar en casa. Iréis vosotras con Papá y yo iré esta tarde a misa de ocho.

—¿No vienes? —Flavia le echó los brazos y Mamá la cogió y la besó.

—¿Por qué? ¿Qué pasa? ¿Quieres que me quede y vaya contigo esta tarde? —interrogó Vera.

—No, no, tranquila. Venga, corre que vais tarde y hoy no podréis decirle a don José María que ha sido culpa mía.

—Bueno... —dijo Vera sarcásticamente saliendo por la puerta.

Mamá le guiñó un ojo.

Papá y las hermanas estaban ya en el recibidor poniéndose los abrigos y pertrechándose con paraguas y gorros impermeables. Mamá les ayudó a vestirse y les despidió en la puerta. Antes de salir, Papá le rodeó la cintura y la besó cariñosamente en la mejilla.

—¿Estarás bien?

Mamá asintió en silencio. Estaba un poco pálida.

—Estaré aquí antes de que te des cuenta. Te quiero.

Vera supo de forma intuitiva que no debía preguntar.

Y corrieron hacia el coche bajo una cortina de agua, pisando los charcos y salpicando las alfombrillas y los asientos al montarse.

 

Vera se percató de que don José María había notado la ausencia de Mamá desde el canto de entrada. Siempre recorría el aforo con la mirada y frunció ligeramente el ceño cuando cruzó la mirada con Papá. Era poco habitual que Mamá no estuviera en misa con el resto de la familia.

Ella también extrañaba estar en misa sin Mamá. Se le hacía raro no escucharla rezar. Mamá siempre rezaba alto y claro. Pronunciaba las oraciones con convicción y entonándolas, no como si fueran mantras monótonos que todo el mundo recitaba al unísono, sino con la entonación normal que le hubiera dado a esas mismas palabras si las estuviera utilizando en una conversación normal. A Vera siempre le había llamado la atención porque en el tono monocorde de la oración común, el ritmo de Mamá, con lo que le quedaba de acento andaluz, era el único que sobresalía, dando la curiosa sensación de que su descompás era, de hecho, el más sincronizado de todos. No conocía a nadie más que entonara las oraciones así. Ni siquiera Papá.

 

Cuando volvieron de misa, Mamá ya estaba recuperada. Volvía a tener color en las mejillas y ya estaba perfectamente arreglada, peinada y maquillada, como siempre. Tenía la comida casi preparada y la mesa puesta.

Hoy venía don Benjamín. Hacía un montón que no lo veían, desde que lo habían hecho párroco ya solo venía en ocasiones especiales. Cuando esto ocurría, siempre había comida de niños, en plan huevos con patatas, hamburguesas o croquetas porque eran sus platos preferidos y Mamá lo sabía. Venían también los primos. Hoy le tocaba encender la vela a Olivia y a ella le encantaba tener público.

—¿Me da tiempo a bajar a por las cosas del belén antes de comer? —preguntó Vera asomándose a la cocina—. Mis hermanas están histéricas.

Mamá consultó el reloj de la pantalla de la nevera.

—Creo que sí. Habéis vuelto temprano —contestó Mamá.

—¡Porque no estabas tú! —replicó Vera entre risas burlonas.

—¡Pero no empecéis hasta que se vayan las visitas! —gritó Mamá mientras Vera salía de la cocina y bajaba la escalera hacia el trastero.

Claro. Esperarían a que se fuera la visita para sumir el salón en el caos temporal que suponía el montaje del belén, pero quería al menos localizar las cajas de figuritas porque no tenía ni idea de dónde habían acabado después de la transformación que había sufrido el trastero. Averiguaría dónde habían quedado colocadas las cajas y, más tarde, cuando se marcharan los primos, las subiría al salón con la ayuda de Papá. No había prisa. Tenían toda la tarde. No pensaba salir hoy. De hecho, no había vuelto a saber nada de Mencía desde que se fue de la fiesta, así que tenía toda la tarde.

Vera encendió la luz de la habitación trastero y le pareció adentrarse en un lugar desconocido. El verano pasado habían comprado dos juegos de maletas nuevos para el viaje familiar a Nueva York. Cuando, a la vuelta, Mamá fue a guardar las maletas en el trastero, se dio cuenta de que no había sitio para nada más y se agobió tanto que decidió poner orden ahí abajo de una vez por todas. Lo hizo a su manera: contratando una organizadora profesional. La verdad es que era tal la cantidad de trastos —unos útiles, otros no tanto— acumulados durante los últimos diez años, que Mamá no habría sabido ni por dónde empezar, así que vino una chica majísima que en menos de una semana reorganizó y optimizó el espacio, aconsejó qué tirar y qué conservar —salieron más de diez bolsas de cosas para dar y otras tantas para tirar— distribuyó las cosas en cajas y las cajas en repisas, lo etiquetó todo y aún se las ingenió de manera que quedara sitio disponible para seguir metiendo cosas en el futuro.

Papá la bautizó como Mary Poppins.

Y, la verdad, es que parecía arte de magia cómo había multiplicado el espacio y recogido todo de tal manera que la habitación se presentaba como un espacio ordenado y funcional y no como «la leonera de la familia Diógenes» que solía parecer, según Mamá. Vera paseó entre las estanterías leyendo las etiquetas escritas con una cuidada caligrafía. Le costó unos minutos descifrar el código de colores según el cual las cosas que se utilizaban poco o nada lucían etiqueta azul. Dedujo que el belén se encontraría en dicha categoría.

Distinguió no pocas pegatinas azules en la parte superior de uno de los muebles y alcanzó la escalera plegable para subir a comprobarlas. En efecto: las cajas «Belén I», «Belén II» y «Adornos Navidad» se hallaban allí arriba. Necesitaría a Papá para bajarlas. Había también un par de bolsas de corchos y una caja más pequeña. Alargó el brazo para alcanzarla y levantó ligeramente la tapa para ver el contenido. No reconoció nada pero no parecían cosas de Navidad. Giró suavemente la caja hacia sí para leer la etiqueta: «Del trastero de Sanse (Mamá)».

Increíble. Mamá todavía conservaba cosas que habían estado —ya no en la casa— sino en el trastero de su piso de soltera. Eso sí que era Diógenes. ¿Qué podía haber allí que hubiera sobrevivido a una mudanza, quince años y, en última instancia, al ángel exterminador de Mary Poppins? Sintió curiosidad.

Con sumo cuidado, sacó la caja de su sitio y la apoyó en el peldaño superior de la escalera mientras se bajaba. La cogió otra vez desde abajo y se sentó en el suelo para examinar su contenido. Había un conjunto heterogéneo de cosas de papel que parecían haber sido recolectadas de diferentes lugares: posavasos, folletos, entradas, mapas, invitaciones de bodas, tarjetas de felicitación y hasta esos pequeños sobres en los que Vera reconoció la caligrafía de la abuela Tere. Vacíos, por supuesto. En el fondo, había una especie de funda que simulaba un sobre de los que tienen el interior de papel de burbujas. Tenía algo dentro aunque pesaba mucho para ser una tableta. Vera sacó de su interior un iPad 2. Aquello sí que era una reliquia.

Vera le habló, pero no se encendió. Lo inspeccionó con curiosidad. Quién sabe cómo se encenderían antes estas cosas. Pulsó un botón que encontró en lo que le pareció la parte superior del aparato e inmediatamente la pantalla se encendió en blanco. Se sobresaltó sin querer. No dejaba de ser sorprendente que se hubiera encendido después de tanto tiempo, aunque no duraría mucho más: 2 % de batería.

En lugar de reconocimiento dactilar o escáner de retina, pedía un número pin. Qué antigüedad. Vera probó con la fecha de nacimiento de Mamá y el dispositivo se inició. Mamá era siempre tan predecible.

Sin tocar nada, se abrió automáticamente por la aplicación de notas. Debió de ser la última que estuvo abierta. Había un texto escrito. Vera lo deslizó hasta el principio y empezó a leer.

La pantalla se fundió en negro sin previo aviso. Vera siguió mirándola fijamente durante unos segundos. Quería leer más.

—¡Vera, los primos! —oyó gritar a su hermana por el hueco de la escalera.

—¡Voy! —contestó.

Inspeccionó el interior de la caja en busca de algo que pareciera un cargador. Encontró un enchufe del que salía un cable largo que acababa en una pieza que encajaba en la única ranura del aparato. Eso debía de ser. Se lo guardó en un bolsillo y dio gracias por la tecnología inalámbrica. Devolvió la caja a su posición, disimuló el iPad entre el jersey y su cuerpo y subió rápidamente a su cuarto antes de bajar a saludar a la familia y a don Benjamín, que también acababa de llegar.

 

—¿Vas a Diversia? Te llevo en coche —ofreció Jacobo a Vera una vez finalizada la comida y la ceremonia de encendido de la corona.

—No voy a salir hoy —replicó ella.

Jacobo se extrañó.

—¿Y eso? —dijo.

—Tengo que poner el belén.

—Ya. Y cuidar a tus hermanas. No cuela.

Jacobo sabía de sobra que en realidad el belén lo montaba Papá. Las niñas solo desplegaban el ejército de figuritas por el salón y se las iban entregando conforme las solicitaba, como si de una mesa de operaciones se tratara.

Vera puso los ojos en blanco y chasqueó la lengua.

—No me hablo con Mencía —claudicó al fin ella.

—¿Y eso desde cuándo? —quiso saber su primo.

—Desde la fiesta de tu querida B.

Jacobo miró a su alrededor instintivamente y bajó el tono de voz para preguntar:

—¿Cómo estuvo? ¿Qué te pareció?

Todos los recuerdos de la noche anterior aparecieron de golpe en la memoria de Vera. Jacobo la miraba expectante.

—No fue lo que esperaba —resumió Vera.

—Bah, ya habrá otras mejores. Dicen que la que lo va a petar en fin de año es Mencía, ¿no? —dijo él poniéndose la chaqueta.

—Eso parece. ¿Irás?

—Supongo. ¿Tú?

—Yo estaré en París —respondió ella levantando los brazos en gesto de bailarina.

—¡Es verdad! —repuso cogiéndole la cara con ambas manos y besándola en la frente—. Enhorabuena, otra vez. Eres la mejor.

Jacobo se despidió del resto de la familia y se dirigió a la puerta para marcharse. Vera lo acompañó. Estaba a punto de salir cuando llamó su atención:

—Oye, Jacobo.

—Dime.

—¿Tú conoces a un tal Lucas Estrada?

Jacobo levantó la ceja al más puro estilo de Papá pero no abrió la boca.

—¿Qué? —se desesperó Vera—. No me mires así. Es... —titubeó— es solo que lo conocí anoche. Ya está.

Jacobo devolvió la ceja a su posición natural y la miró con ternura antes de bajar la voz para advertirle:

—Es un gallo con espolones. Ten cuidado.

Vera se quedó apoyada en el quicio de la puerta mientras el coche de su primo maniobraba para salir y se perdía calle abajo.

Don Benjamín, tío Juan y Papá seguían charlando en el salón: no tenían pinta de irse todavía. Se oía a las hermanas en el cuarto de juegos. Vera buscó a Mamá. La encontró en el despacho. Estaba sentada en la butaca grande con los pies en el escabel y tenía a Flavia acomodada en su regazo. Sujetaba un ebook.

—¿Qué hacéis? —preguntó Vera casi por instinto.

—Leemos Harry —contestó la niña—. Cuando acabe vamos a ver la peli —añadió.

A Mamá le encantaba la saga de Harry Potter. Había intentado contagiar esta pasión a cada una de sus hijas, pero había encontrado en Flavia su mayor fan.

En realidad, se los había empezado a leer a Valentina pero —para desgracia de Mamá— resultó que a Valentina no le gustaban mucho las historias de fantasía y prefería las basadas en hechos reales. Cuando fueron de viaje familiar a Fátima quedó muy impresionada con la historia de los tres pastorcillos y Mamá y Papá le compraron un libro sobre ello. Y luego uno sobre Bernadette y desde entonces ya solo quería leer historias fascinantes que le hubieran pasado a niños de verdad.

Flavia, por su parte, estaba todavía en la etapa de Las Crónicas de Narnia pero, como las pequeñas compartían habitación, resultó que la benjamina estaba más interesada en las peripecias de los alumnos de Hogwarts que en las aventuras de los Pevensie al otro lado del armario[4], así que Mamá liberó a Valentina y enfocó todos sus esfuerzos de adoctrinamiento en Flavia. Solían leer por las noches pero si el ansia era mucha hacían horas extra los domingos después de comer.

—¿Cuál es? —preguntó refiriéndose al libro con un gesto.

—La Cámara Secreta —contestó Mamá indicando con los dedos que era el segundo volumen de la heptalogía.

Vera suspiró. En su momento le habían entretenido las historias de los niños magos pero no entendía cómo podían seguir interesando a su madre que, a su edad, conservaba un grado de entusiasmo que rayaba en el fanatismo.

—Búscame cuando acabes, ¿vale?

 

Mamá apareció en la habitación de Vera al cabo de un rato. Ella estaba analizando su armario para preseleccionar los conjuntos que llevaría a París. Mamá apartó algunas de las prendas que estaban esparcidas sobre el edredón y se sentó en la cama. Intercambiaron impresiones sobre la primera criba durante unos minutos.

—Oye Mamá —arrancó Vera cuando consideró suficientemente roto el hielo—. Cuando conoces a un chico, ¿cómo sabes si es o no el hombre de tu vida?

—No lo sabes —contestó Mamá—. Para eso está el noviazgo. Para conocerse y averiguar si los dos buscáis lo mismo.

—¿Y qué pasa si te enamoras de alguien y ese alguien no es el que tiene que ser?

—Es parte de la vida: a veces nos gustan chicos que luego nos dejan de gustar, o nos gustan y nosotras no les gustamos a ellos o les gustamos a los que a nosotras no nos gustan. De todo eso vamos aprendiendo y nos vamos preparando para que cuando llegue el que tiene que ser sepamos reconocerlo.

—Pero a mí me parece que tener muchos novios está mal —objetó Vera.

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