Fiat

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Segundo domingo de Adviento

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—No necesariamente —replicó Mamá—. Lo que está mal no es tener novios. Imagínate que tienes que elegir un vestido único y para toda la vida, por ejemplo, un vestido de novia.

Mamá se aseguró de que había captado la atención de Vera antes de continuar.

—Seguramente irás con algunas ideas preconcebidas. Sabes lo que te favorece porque ya has tenido vestidos antes. No tan importantes, por supuesto, pero te han servido para saber lo que te gusta y lo que no te gusta y para definir tu estilo. Seguramente también tendrás algunas ideas sobre tejidos o cortes. Esto probablemente no lo sepas por propia experiencia, pero habrás visto a otras que lo llevaban y te ha gustado: quieres algo así para ti y lo incorporas a tu traje ideal de fantasía. Cuando llega la hora, vas a la tienda y te pruebas. Y entonces sucede que, a veces, alguna de las cosas que habías imaginado no te quedan bien. O que el modelo que te gusta no es de tu talla y no hay más porque cada vestido es único. O que tengas en la cabeza uno que viste en una revista y no encuentres nada parecido porque era de hace varias temporadas y aquello ya no se lleva. Pero a veces, también puede pasar, que le des la oportunidad a probarte vestidos que en la mano ni fu ni fa y sin embargo te queden bien. O que te pruebes algo que nunca habías imaginado pero que de repente ha llamado tu atención y encima resulta que te queda bien. O no. Pero lo sabes porque te los has probado y ya no es una fantasía sino que la realidad va poco a poco tomando forma. Fíjate que aunque has perdido mil horas en contemplarte en el espejo e imaginarte entrando en la iglesia con ellos, no has comprado ninguno. Ni siquiera has pagado la señal para reservarlo.

Vera empezó a comprender por dónde iba la parábola.

—Es posible que el primer o segundo día te vayas a casa decepcionada e incluso que pienses que no hay un vestido para ti y que tu boda va a ser un desastre. Pero a la mañana siguiente volverás a salir y te volverás a probar vestidos en otras tiendas. Y verás uno que te guste, ¡que te encante! Pero la amiga que ha ido contigo te dice con mucho cariño que te queda un poco justo de atrás. No está mal del todo, ya sabes, pero te hace unas arruguitas en la espalda que no debería hacer. ¡Pero si es maravilloso! ¿A quién le importan unas arruguitas en la espalda? En el fondo te encanta y te mueres de ganas de encontrar ya un vestido. Te lo vas a pensar. No lo has comprado ni has dejado señal ninguna. Solo hay un vestido: es o no es. No tiene sentido dejar señal si aún te lo estás pensando. A la mañana siguiente te levantas decidida. ¡Es el vestido perfecto! Vas a la tienda con el dinero y toda tu ilusión y... ¡Zas! Se lo han vendido a otra. ¿Qué? ¡Vaya sinvergüenza! ¡Pero si estuve aquí ayer y dije que volvería hoy! Te llevas un disgusto morrocotudo. Ahora sí que te vas a casa llorando: no hay vestido para ti porque ese era tu vestido y no vas a encontrar otro que te guste tanto.

Mamá hizo una pausa para conferir dramatismo a la escena antes de continuar.

—Pero a la mañana siguiente te levantarás, volverás a salir y te volverás a probar vestidos en otras tiendas. Y puede que un día, camino del trabajo —un camino que has hecho mil veces— de repente repares en una tiendecilla de novias. Puede que sea nueva o que siempre hubiera estado ahí, quién sabe, pero hasta ahora no la habías visto. O puede que vayas a un sitio nuevo y en el camino, totalmente desconocido, de repente veas una tiendecilla de novias. En cualquiera de las dos entrarás, y apenas tienen uno o dos vestidos pero te pruebas uno y... Sabes que ese es tu vestido. Y entonces te das cuenta de que todos los que te habías probado hasta ahora no le llegaban a este ni al dobladillo. Lógicamente, igual hay que hacerle algunos retoques: estaba en una percha y ahora vais a entrar en la iglesia como uno solo. Pero no hay duda de que este es tu vestido.

Vera sonrió instintivamente. Las parábolas de Mamá siempre tenían final feliz. Y moraleja.

—Menos mal que no pagaste señal por aquel que te gustaba tanto, ¿verdad? La habrías perdido. O que no lo compraste: lo habrías perdido todo. Incluso la posibilidad de comprar este. Sin embargo, gracias a esas pequeñas decepciones puedes ahora estar convencida de que este sí es tu vestido y no albergar dudas.

Y, a modo de conclusión, añadió:

—Por supuesto, también están las afortunadas que encuentran su vestido a la primera, pero suelen ser las menos.

Vera hizo un gesto para indicar que había comprendido y finalmente confesó:

—Estoy preocupada por Menci.

—¿Por ese chico con el que sale? —aventuró certeramente Mamá.

Vera asintió.

—Está completamente loca por él —explicó. Y adoptando una expresión de resignación, añadió—: Creo que no se va a reservar.

—¿Has hablado con ella?

—No me quiere escuchar. Cree que estoy en contra de que tenga novio.

—¿Y lo estás? —quiso saber Mamá.

Vera lo negó categóricamente.

—Me parece bien que tenga novio —explicó— pero no me parece bien que cambie su forma de pensar por el hecho de tener novio. Ahora cree que es incompatible.

Mamá se encogió de hombros y replicó:

—El que no vive como piensa, acaba pensando como vive. —Y añadió—: Pero tú todavía puedes hacer mucho por ella, ¿no crees? No tires la toalla por mucho que te diga: si está confundida, te necesita más que nunca.

Vera asintió, un poco más animada. En boca de Mamá todo sonaba siempre muy factible. Mamá le sonrió y le acarició el pelo con ternura justo cuando las hermanas empezaron a reclamar a Vera para que bajara a poner el belén.

—No vayas a dejar esto así —advirtió Mamá señalando el montón de ropa sobre la cama.

—¡Que nooo! —contestó ella poniendo los ojos en blanco y dejándose caer sobre la cama con los brazos en cruz mientras su madre salía de la habitación.

 

El belén estaba casi terminado cuando Mamá volvió de misa.

Un tablero de dos metros colocado sobre un par de borriquetas y cubierto con una tela color arena había servido de base para que la pequeña ciudad de Belén se materializara en medio del salón. No se veían ya belenes tan grandes como el de casa. La mayoría de la gente se limitaba a poner el misterio, uno o dos pastores y, como mucho, los Reyes Magos.

Pero en el belén de casa se contemplaban todas las escenas del relato de la Navidad, además de otros tantos personajes y animales que ayudaban a crear ambiente de cotidianidad en la pequeña recreación de Belén: un campesino guiando un carro tirado por bueyes, una hilandera, un viejo atendiendo un puesto de frutas y hortalizas, un hombre en un tejar, un pavo, un gato, un perro, cabras, ovejas y vacas se extendían a lo largo del suelo de serrín y las montañas de corcho salpicadas de palmeras, olivos y arbustos de musgo.

El portal no era una cueva como solía ser el de la mayoría de la gente, sino que era el establo de una casa de dos plantas que Papá había construido cuando las niñas eran pequeñas con una caja de zapatos forrada con terrones de azúcar moreno que hacían las veces de sillares de piedra. Era de lo más auténtico.

Vera recordaba una época, cuando era muy pequeña, en la que a Papá le dio por hacer maquetas y colocarlas en el belén de tal modo que el palacio de Herodes era interpretado por Santa Maria del Fiore de Florencia y un trozo de la muralla de Ávila representaba sin complejos la Puerta de Damasco, pero con los años se le pasó este afán tan anacrónico y ya hacía mucho que no las ponía. Gracias a Dios nunca le dio por poner la Villa Saboya de Le Corbusier.

Ahora optaba por elementos más realistas: un mecanismo hacía que el agua circulara por el riachuelo, la fuente y el pozo, y un juego de luces se apagaba y encendía gradualmente para simular el paso del día y la noche. Bombillas especiales en las hogueras hacían que pareciera que, al caer la noche, se encendía fuego de verdad e incienso en un quemador de arcilla con forma de chimenea aportaba una dosis de realismo al horno del tejar.

Muy atrás habían quedado ya los años en los que aún ponían figuritas de plástico y ya todos los personajes eran figuras de arcilla con vestidos de tela encolada hechas a mano por artesanos de Murcia.

Otra peculiaridad que aportaba realismo al belén de casa, quizá la que más, era que era dinámico; esto es, que a lo largo del periodo navideño, las escenas se iban sucediendo según los días de acuerdo al relato evangélico. Así, antes del día veinticuatro, la Virgen y San José vagaban por el pueblo en busca de un sitio en la posada. El veinticuatro por la mañana ya se les podía ver acomodados en el establo y a partir de la medianoche, por fin, con El Niño en el pesebre. Entonces, aparecía el ángel en la cueva de los pastores. El veinticinco por la mañana, ya habían llegado algunos pastores al portal y el ángel estaba ya donde la Sagrada Familia. Para el uno de enero, la Sagrada Familia volvía a montar en la mula para dirigirse al templo a la ceremonia de la presentación. Entonces, el patriarca llevaba una jaula hecha con alfileres de costura con dos tórtolas hechas con miga de pan para la ofrenda, como mandaba la tradición. Después regresaban del templo y se instalaban en el balcón de la casa. Aproximadamente el tres de enero por la tarde, un paje aparecía en Oriente para reconocer el terreno. El día cuatro por la mañana ya podía verse uno de los camellos, por la tarde otro camello y el cinco de enero ya estaban los tres camellos con sus respectivos Reyes y pajes en escena camino de la casa en la que esperaba el Niño junto a sus padres. El seis por la mañana lo adoraban y le ofrecían regalos. Al día siguiente, marchaban de vuelta por otro camino y, a los pocos días, la familia volvía a montarse en burro para huir a Egipto.

El responsable de tal dinamismo era, evidentemente, Papá.

Un clásico de Navidad en casa era bajar al salón y ver a Papá usando el bastón de San José para borrar las huellas en serrín de aquello que había movido. Entonces, o luego, preguntaba a las niñas: «¿Habéis visto lo que ha pasado hoy en el belén?», y ellas tenían que adivinar qué figurita había cambiado de posición con respecto a la escena anterior. Esta era una de las imágenes de su infancia que Vera guardaba con más cariño, aunque seguían jugando a esto cada Navidad. A Papá le encantaba retar a las niñas. Era muy inteligente y perspicaz.

Resultaba muy fácil estar con él. Basaba su capacidad de conectar con la gente en una extraordinaria memoria que le permitía recordar detalles exactos de cada conversación y sorprenderles con un seguimiento brillante de cualquier asunto. Esto, unido a un interés genuino por las preocupaciones de los demás, hacía que familia y amigos lo tuvieran como referente y acudieran a él cuando necesitaban orientación o consejo, porque sabían que era un hombre cabal y juicioso. Él se mostraba siempre amable y atento con ellos y procuraba el bienestar de todos incluso anteponiéndolo al propio.

Con Vera compartía intereses. La pintura, por ejemplo. Los dos disfrutaban de esta afición y a ambos se les daba razonablemente bien. Cuando era pequeña, Papá le hacía dibujos en papel para que ella los coloreara. Tenía libros de colorear, con dibujos de imprenta, pero a ella le encantaba que se los pintara Papá y a él le deleitaba hacerlo. Gracias a Dios, Vera había heredado de él su talento para el dibujo, para la visión espacial y para el baile, porque, sí, a Papá le encantaba bailar y además se le daba muy bien. Esto era algo de lo que también mucha gente se sorprendía, porque cuando le conocían, nadie imaginaba que Papá, con ese porte tan serio y tan elegante, fuera tan buen bailarín. Pero sí que lo era.

Y no era tan serio. De hecho, una vez superada su timidez inicial, era muy divertido e ingenioso y tenía un gran sentido del humor.

Es verdad que todas las hijas piensan que su padre es el mejor pero Papá, verdaderamente, lo era.

 

—¿No has salido? —se sorprendió Mamá al ver que Vera seguía vistiendo la ropa de estar en casa con la que la dejó a media tarde.

Vera confirmó que no mientras acercaba una oveja a Papá. Ya casi estaba.

—¿Y eso? —insistió extrañada.

Mamá tenía razón para asombrarse, porque que Vera no saliera una tarde de domingo sin motivo aparente era, cuanto menos, raro.

No menos extraño era que Mencía no hubiera dado señales de vida en toda la tarde. Le afligía un poco este detalle, pero estaba resuelta a no ceder a la tentación de hacer como si nada hubiera pasado a menos que Mencía le ofreciera una disculpa convincente. No es que fuera rencorosa, pero consideraba un deber de caridad enseñar a Mencía a asumir las consecuencias de sus actos cuando estos constituían una ofensa. O tal vez su orgullo herido le impedía dar su brazo a torcer.

—Había plan de belén —contestó Vera encogiéndose de hombros.

No había motivos para alarmar a Mamá por algo tan insignificante. Las dos amigas discutían y se reconciliaban con periodicidad adolescente.

—Hemos merendado churros —confesó Flavia.

—Vaya tela —dijo ella con fingido reproche.

Era la clásica respuesta de Mamá cuando se perdía algún plan del que le hubiera gustado participar. A Mamá le encantaban los churros.

—A ver si ahora no vais a tener hueco para la cena —añadió—. Hay perritos.

—Sí, sí, sí, sí —corearon al unísono las niñas entusiasmadas.

Los perritos calientes triunfaban en casa. Era muy típico de los domingos.

 

Mamá avisó para cenar justo cuando la última oveja —la que se rascaba— era colocada en el belén.

Hasta después de la cena, Vera resistió la tentación de comprobar las notificaciones del móvil. En el fondo, le daba un poco de miedo mirar y que no hubiera nada. Gracias a Dios, la bolita roja disipó de inmediato sus temores.

 

Mencía: ¿Estás cabreada?

Vera: Puede.

Mencía: Tengo un bombazo: ¿Tregua?

Vera: Ok.

Mencía: Jacobo estuvo aquí. Discutió con B: tremenda bronca. Él se fue y ella lloró. Creo que está muy pillada.

Vera: OMG! ¿Por qué discutían?

Mencía: Ni idea.

Vera: ¿Estabas con ellas?

Mencía: Con Jaime. Pero B se acercó luego. Preguntó por ti.

Vera: ?

Mencía: Quería disculparse.

Vera: ???

Mencía: Ayer llevaba unas copas y se pasó un poco contigo.

Vera: No me digas...

Mencía: Venga, tía, se siente fatal.

 

Pasaron unos instantes en los que ninguna de las dos parecía saber cómo continuar la conversación.

Escribiendo... Nada. Escribiendo... Otra vez nada. Escribiendo...

 

Mencía: Te he echado de menos. No es lo mismo sin ti. ¿Paz?

 

Y, sin mediación de más palabras, se sellaron los términos del tratado de paz que acabó con una exaltación de la amistad traducida en profusión de emoticonos.

 

Vera ya estaba metida en la cama cuando Mamá tocó a la puerta entornada y se asomó.

—¿Has hecho el examen? —preguntó.

—Sí.

—¿Has rezado?

—Sí.

—El día, ¿bien?

—Empezó regular pero se ha ido arreglando al final.

—Me alegro —declaró Mamá—. Que descanses, entonces.

—Gracias —respondió Vera—. ¿Te he dicho que eres preciosa? —añadió, zalamera.

Ella sonrió con ternura.

—Buenas noches, mi vida —añadió mientras cerraba la puerta tras ella.

Vera esperó a escuchar los pasos de Mamá en la escalera para sacar el viejo iPad 2 de debajo de la almohada. Ya estaba cargada la batería.

Ojeó el documento completo sin detenerse a leerlo en detalle. No estaba segura de cuál era la naturaleza de aquel escrito. Parecía un diario personal pero estaba demasiado novelado para ser espontáneo. Volvió al principio del documento y releyó los primeros párrafos. Algo llamó su atención y la invitó a seguir leyendo. Enseguida sintió un escalofrío y se sorprendió con todos los sentidos alerta. Tenía la extraña sensación de estar adentrándose en territorio peligroso pero no tuvo la fortaleza de vencer su curiosidad.

El texto estaba redactado en primera persona aunque tenía una estructura peculiar para ser un diario. Dedicaba las primeras páginas a presentar los personajes que intervenían en la historia, cómo se habían conocido y en qué punto se encontraban sus vidas al inicio de la narración. El resto, aunque sí parecía respetar un orden cronológico, no aparecía fechado por días como era propio en los diarios sino que se dividía como por episodios y aparecía salpicado de flashbacks. Otra peculiaridad era que el narrador se refería al texto como historia e interpelaba al lector. Además, tenía título, y esto tampoco era algo propio de un diario. De algún modo, parecía haber sido escrito más para ser leído que para ser tenido como íntimo. Sin embargo, los acontecimientos se narraban en presente, como si el texto se fuera redactando conforme sucedían los hechos y no de forma premeditada. Había numerosas referencias a personas, marcas y lugares reales que le conferían un carácter extraordinariamente veraz. Además, el uso constante de palabrotas y la ausencia de una estructura lógica lo hacían asemejarse más a un documento personal que a un producto editorial.

Vera se sintió confundida. ¿Qué era aquel texto?

Aunque no estaba firmado, Vera había asumido instintivamente que había salido de las teclas de Mamá. Destilaba su estilo —fresco, mordaz, con un lenguaje cercano pero culto y esa particular alternancia de frases largas y cortas tan típica de ella— pero era imposible que Mamá hubiera escrito aquello. Ella nunca escribía en primera persona. Nunca. Y mucho menos utilizaba palabrotas. Pero Vera reconoció en aquel texto mucho más que el estilo de Mamá.

Contuvo un instante el aliento y reanudó la lectura pese al insistente susurro de su conciencia que le advertía de que estaba a punto de cometer una imprudencia de la que podía arrepentirse.

 

Vera despertó a la mañana siguiente con la incómoda sensación de haber tenido un mal sueño pero, mientras se arreglaba para ir al colegio, los fragmentos de lo leído la noche anterior fueron asomando a su memoria sacudiéndose el halo de fantasía y ganando poco a poco el inevitable peso de la realidad.

La hipótesis más razonable era al mismo tiempo la más absurda: ¿Mamá había escrito aquel diario? Era impensable. La posibilidad de que Mamá tuviera un pasado salvaje era casi tan remota como que hubiera sido capaz de guardarlo en secreto durante tanto tiempo. Mamá. No es que hubiera pensado mucho en cómo habría sido ella de joven pero ni en el peor escenario se la imaginaba emborrachándose en discotecas y besándose con desconocidos. No le pegaba nada. Intentó traer a su memoria toda la información biográfica que poseía sobre su madre pero no hizo más que aumentar su preocupación al poner al descubierto una evidente laguna en sus años de juventud, con una espeluznante coincidencia entre los pocos aspectos que de verdad conocía y los detalles que se describían en el diario.

Como tía Laura.

Tía Laura era la única amiga que Mamá conservaba de sus años de universidad. O al menos, la única a la que las niñas conocían. Habían compartido piso en Sevilla y, aunque se veían muy poco ya, Mamá le tenía un gran cariño y la seguía considerando su mejor amiga.

Pensar en tía Laura desempolvó un recuerdo enterrado hacía varios veranos. Vera no recordaba por qué ni cómo habían llegado a la casa que tía Laura tenía en Marbella. O puede que fuera en La Manga. Flavia todavía no había nacido. Los mayores habían cenado en la terraza y las niñas jugaban con los gatos. Se sirvieron unas copas. Se encendieron cigarrillos. Alguien se cambió de sitio para no respirar el humo ajeno. Tía Laura estaba sentada al lado de Mamá. Encendió otro cigarro y exhaló el humo. Mamá se abanicó con la mano para disipar el olor a tabaco.

—¡Ah, no! —exclamó de repente tía Laura—. ¡A ti sí que no te lo consiento!

Todo el mundo miró sin entender.

—Si este pobre se quiere cambiar para no asfixiarse, de acuerdo, pero tú… Tú, que has fumado como una chimenea, ahora me vas a venir a apartar el humo a mí. ¡No, tú no!

Los mayores estallaron en risas. La pequeña Vera se acercó a la mesa y se apretujó entre las piernas de tía Laura. Ella la abrazó y le acarició el pelo.

—Tía Laura, ¿Mamá fumaba? —le preguntó.

—¿Qué si fumaba? —repitió ella—. Tu madre era una chimenea, pequeña.

Vera arrugó la nariz y miró a Mamá con desconfianza.

—Si tú supieras, pequeña —agregó tía Laura—, yo sé cosas de tu madre que ni te imaginas.

—Laurita —advirtió Mamá.

—Tranquila, Mamá —se retractó tía Laura guiñándole un ojo y dedicándole una de sus maravillosas sonrisas—, mis labios están sellados.

Vera no recordaba más de aquella noche. Ni de aquel verano. Hacía mucho que no veía a tía Laura. Ni siquiera se hubiera acordado de ella si no hubiera aparecido en escena como una de las protagonistas de aquel extraño diario. Suponiendo que fuera un diario. Sintió la repentina necesidad de indagar en el presunto pasado oscuro de Mamá. Necesitaría una buena excusa si no quería que la perspicacia de su madre arruinara su carrera como Sherlock Holmes.

Por suerte, aquella tarde le proporcionó una oportunidad inesperada.

 

Las niñas estaban sentadas alrededor de la mesa de la cocina. En la clase de Valentina habían organizado el mes de las profesiones y hablaban de ello con Mamá mientras preparaba la cena.

—La semana pasada el padre de Mariola se conectó desde un país lejísimo y nos enseñó la cabina del avión por dentro. Y ¿sabes que el padre de Nora fue Campeón del Mundo? Nos puso un montón de fotos de cuando España ganó el Mundial.

—Pues, hija, yo no sé qué voy a contar. Mi vida no es tan emocionante —confesó Mamá.

—¿Por qué no se lo habrán pedido a Papá? —lanzó Vera.

—Pues porque resulta que Mamá es una escritora importante, ¿sabes? —recogió Olivia. Y cogiendo a Valentina por los hombros, le dijo muy seria—: Valentina, tienes que ser consciente de que tu madre es igual de importante o más que los demás padres de tu clase, ¿entiendes? No dejes que nadie te convenza de lo contrario. Total, ¿qué son un par de copas al lado de un puñado de libros? —dramatizó.

—Mamá, ¿y tú por qué escribes? —preguntó Valentina.

—Pues porque creo que es lo que el Señor quiere de mí.

—¿Que escribas? —inquirió Valentina con un gesto de extrañeza.

—Que le rinda los talentos.

—Aquí dice que inauguraste un género literario con tu primera obra —dijo Olivia que, de rodillas sobre uno de los taburetes de la cocina deslizaba sus dedos rápidamente por la pantalla de la encimera que solían utilizar para hacer la compra.

—«El fenómeno editorial que revolucionó la literatura cristiana» —recitó con tono de cuña publicitaria Papá, que justo cruzaba la puerta de la cocina en ese momento.

—¡Papá!

La cocina se revolucionó en un instante al tiempo que las niñas se abalanzaban sobre su padre abrazándolo y cubriéndolo de besos como si no lo hubieran visto en años. Vera contempló la escena pero se quedó en el taburete al lado de Mamá.

—¿Hablarás de eso mañana? —dijo sin levantar la cabeza en una especie de susurro casi inaudible entre el griterío de las niñas, que intentaban contarle a Papá los principales logros del día todas a la vez.

Mamá la miró extrañada, como preguntándose si se dirigía a ella.

—Supongo que sí. En principio la charla es sobre mi profesión pero es difícil hablar sobre ser escritor sin hablar de vocación.

—¿Puedo ir?

—Pues, es en horario escolar pero ya sabes que todas las clases de primaria se retransmiten en la web para los padres que quieran verlas. Pediré a secretaría que te hagan llegar unas claves y podrás verla en diferido desde tu tableta escolar, ¿te parece?

—¿Qué hay que ver? —Papá había conseguido zafarse de las niñas y atravesar la cocina. Besó a Mamá en la mejilla y le rodeó la cintura con un brazo mientras estiraba el otro para enganchar entre los dedos la nariz de su primogénita.

—Vera quiere asistir a mi charla para la clase de Valentina mañana —dijo Mamá encogiéndose de hombros.

Papá miró a su hija mayor y fue a decir algo, pero no lo hizo porque antes de que le diera tiempo a articular palabra la chica ya se había marchado. En su defecto, Papá y Mamá intercambiaron una mirada con signo de interrogación.

—¡Equipo minúscula, a poner la mesa! —zanjó Mamá antes de que las hermanas percibieran el asombro de los padres.

Vera regresó para la cena y actuó con naturalidad. Participó en la conversación familiar como de costumbre y, aunque podía notar cómo Papá y Mamá cruzaban miradas furtivas sobre ella, ninguno de los dos dijo nada y la velada discurrió con total normalidad.

Las mayores tenían permiso para permanecer en el salón un rato más. Cuando las pequeñas se retiraron, Mamá se excusó y se fue a su despacho a preparar la intervención del día siguiente y a terminar su columna de Vogue que, como era habitual, había dejado para última hora.

Olivia y Vera jugaban con sus smartphones en red a no se sabe qué pasatiempo que hacía que no pudieran aguantar la risa, alternativamente, cada una desde un extremo del sofá.

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