Europa

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IV » Papá

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Papá había experimentado de joven cierta dificultad respiratoria. Habían acudido al hospital. El de la universidad, donde él daba clases aún. El médico había descartado la enfermedad. Era fatiga, dijo, cansancio. Tal vez preocupación. Debería salir de la ciudad, recomendó. Fue poco antes de que empezasen las denuncias y las deportaciones. Mucho antes de que nadie pensase en la vida como algo diferente de ir al trabajo, fumar una pipa por las noches, tomar dulce de higos para merendar, hablar con las vecinas en la penumbra del portal. Antes de que se marchasen al campo. Antes de que abandonasen la ciudad, cuando Heda odió más a papá. La única vez que lo odió.

El campo era un lugar sin palabras. Silencioso. Antes no entendía el silencio, ahora sí. Había hojas muertas. Caminos. Huertos y animales que echaban vaho por la boca. Olores. Pero no había nombres para las cosas. Las calles no tenían. No había nombre para llamar a un temblor momentáneo de la tierra. No había nombre para denominar los diferentes tipos de comida. No se hablaba de los pensamientos, de pensar con dolor, o pensar con alegría. Tal vez la gente no pensara allí. Para el tiempo de descanso entre clases en la escuela no había denominación. Si no pensaban, ¿qué hacían? ¿En qué empleaban el tiempo? Le gustaba más antes. Antes de vender los muebles y la casa. Antes de los animales. Antes de que papá le diera su sombrero al vigilante y de que la madre dejara de hablar. Antes del barro de la montaña. Antes del silencio.

—¿Cuando seas viejo nos iremos de aquí? —le preguntó a papá.

—¿Adónde quieres ir?

—A casa. Quiero volver.

—Ésta es ahora tu casa. ¿Por qué quieres volver?

—Me aburro. El silencio no me deja dormir. No oigo mi cabeza.

—Algún día desearás no oír tu cabeza.

—¿Por qué?

—Es así. Que tu cabeza olvide. Que sirva sólo para colocar el sombrero.

—¿Dónde está tu sombrero?

—Lo vendí.

—No es cierto. ¿Por qué se lo diste al vigilante?

—No lo necesitaba. No iba a tener tiempo de usarlo aquí.

—¿Dónde se va el tiempo?

—Eres muy pequeña para preguntarte por el tiempo.

—Quiero volver.

Volvieron. Muchos años más tarde. Iban a homenajear a papá en la universidad. Ahora Heda vivía allí, en una pensión cerca del campus. Era feliz. Había aprendido nuevos nombres. Nuevos nombres para nuevas cosas. Agrimensura. Política. Medidas, accidentes, cotas.

—La raíz del problema de Europa —decía en casa, cuando volvía el fin de semana cargada de nuevas cosas que contar. Hablando sin parar— es étnica. La raíz del problema de Europa es la decadencia de un sistema.

La madre la miraba con reprobación. Pamuk le tiraba del pelo y le preguntaba por las chicas. Papá sonreía.

En un libro que había leído, había encontrado el nombre de papá. En clase, un profesor lo mencionó. Estaba orgullosa. Muchos estudiantes asistieron al auditorio la mañana de su homenaje. El escenario estaba ocupado por una gran mesa central. El decano de la facultad y el rector de la universidad presidieron el acto. Hablaron de papá. De su juventud. De

La ofensa y

La especulación. A Heda le latía deprisa el corazón. Miraba todo el tiempo hacia atrás, por donde pensaba que aparecería papá. Habría una gran ovación. Todo el mundo se pondría de pie. No escuchaba lo que estaban diciendo el decano ni el rector. Sólo quería ver aparecer a papá. Y después, que todo el mundo la mirara a ella.

Papá tardó en salir. Cuando finalmente lo hizo, algunos estudiantes se habían marchado ya. Se sentó él solo en el centro de la gran mesa que ocupaba el escenario, mientras el decano y el rector retrocedían, y tosió. Tosió bastante rato antes de comenzar. Habló de los años de silencio. De la soledad. Del destierro. Heda esperó oírle hablar de sus libros. Esperó oírle emplear palabras grandes, que no fueran las que siempre empleaba, con las que nombraba el huerto, los tomates, la vaca, las gallinas, las hojas muertas o el otoño. Pero sólo habló del tiempo y de las estaciones. De la paciencia de la Naturaleza. Dijo algo sobre la humanidad, caminando como una bestia con cien piernas; sobre el destierro. Y terminó. Heda había aprendido esa palabra en el colegio,

destierro. Pensó que no era una palabra grande. Que no era una palabra importante. Que era una palabra corriente. Pensó que esa mañana, ella misma podría haber sido la conferenciante. Que papá había hablado de cosas sencillas. Tan sencillas como las que podría haber dicho cualquier persona normal.

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