Europa

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IV » El silencio

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Se despierta sobresaltada, llamando a la madre. Está sudando. Ha soñado uno de esos sueños de los que no puede hablar.

—Shhh —dice Pamuk al otro lado del biombo—. Silencio.

Antes no entendía el silencio. Ahora sí. Ella tiene mucho que callar. A veces se pregunta si la gente, cuando no habla, calla algo. Como ella. Si una persona silenciosa es lo mismo que una persona culpable. Como ella. Hubo un tiempo, cuando la vida era la vida, en que las palabras eran criaturas pujantes. Arrebatadas. Con vida propia en su garganta. Atropellándose por salir. Se recuerda a sí misma hablando, contando cosas sin parar. Ella misma como una gran boca sin dientes siempre abierta, generosa. Sólo lengua y paladar y saliva, el jugo de la vida. Las palabras como saltos de agua trepidantes, bañando las riveras de una cueva en donde el mundo crepitaba y reverberaba con un eco fastuoso.

Pamuk se está vistiendo para ir a trabajar. Es tarde. Heda aparta el biombo desde la cama. Lo ve poniéndose el jersey.

—No ha sonado tu despertador.

—No me hace falta ningún despertador —dice él.

Ya no tiene cara de niño. Se ha hecho mayor. Algo mayor que ella incluso. Su voz es un hilo desabrido.

—Sigue durmiendo —le dice.

Heda se incorpora en la cama. Alcanza la bata. Se levanta.

—Quiero llegar temprano a la fábrica. Tengo mucho que hacer hoy.

—Haces mal en ir a trabajar. —La mira tan duramente que parece la madre—. A veces me pregunto si has olvidado quién eres.

A veces, ella se lo pregunta también.

—Alguien tiene que ganar dinero —dice—. Hay que comer.

—Comer no es lo más importante, mujer.

Pamuk casi lo escupe. Termina de abrocharse los zapatos y se pone la guerrera. Lleva prendido en ella el alfiler de Ibbet. Lo lleva a todas partes.

—¿No vas a volver a casa hoy?

—Volveré tarde —dice Pamuk—. Díselo a madre. No os preocupéis por mí.

Pamuk es una de sus preocupaciones más pequeñas. El silencio ha podido con ellas.

Vuelve a empujar el biombo para vestirse. Hace frío. Le late deprisa el corazón.

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