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Los nuevos marianistas españoles » 1. María

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1. María

El historiador, escritor y filósofo José Menéndez, premio Príncipe de Asturias de las Letras, premio Cervantes, y muy firme candidato al Premio Nobel, se quedó un rato de más sentado en su habitación, porque de repente se había sentido con ganas de estar así, quieto y solo.

Dentro de una hora y media tenía que dar una conferencia en el Instituto de Filosofía de la Cátedra Bergson.

Estaba hospedado en un maravilloso hotel del centro de París.

Le gustaba tanto la habitación que hubiera permanecido allí lo que le quedaba de vida.

La conferencia la iba a impartir en español y habría traducción simultánea al francés. Él había pedido dar la conferencia en alemán, que era la lengua que, además del español, dominaba perfectamente. Pero los franceses no quisieron.

Se lo dijo la directora de la Cátedra Bergson, una mujer de unos cincuenta años, vestida de azul, muy atractiva, de melena rubia, especialista en Kant, qué ironía.

El tema de su conferencia era «Historia de María». Sí, todos estaban expectantes ante semejante título.

Probablemente pensaron que solo pretendía epatar, pensaron que el doctor Menéndez elegía la ironía literaria en vez del rigor de la filosofía, aunque era en el campo de la filosofía donde había obtenido sus mayores éxitos.

Menéndez pertenecía, en ese sentido, a la estirpe de un Sartre. Pero no, no había intención provocadora, es que tuvo una visión; un día, hacía no mucho, soñó una extraña teoría.

Le pareció que la realidad era una piedra.

Es decir, pensó que el universo son piedras y rocas.

Pensó que la Historia no había superado a las piedras. Que lo que llamábamos Realidad solo era un punto de vista individual, o una alucinación colectiva. Pensó que no existía la Historia. Pensó que solo existía una roca, a la que llamó María.

Después de la conferencia, hubo una cena organizada por la Cátedra Bergson.

Fue una cena austera, compuesta de paté, ensalada, embutidos y un filete de carne con patatas.

La Cátedra Bergson no debía de tener mucho presupuesto.

Un chico joven, pero de gran prestigio ya entre los profesionales parisinos de la filosofía, llamado Paul, le espetó sin ningún miramiento: «Querido maestro, le voy a decir algo incómodo, pero alguien se lo tiene que decir: su conferencia ha sido un desastre, un caos lleno de vaguedades, de hermetismo casual, usted mismo se daba cuenta de que su discurso era lamentable, lleno de afirmaciones cercanas al surrealismo más trasnochado, parecía usted un depredador de imágenes literarias, un loco delirante. ¿Qué le ha pasado? Ya no parece usted el autor de Acercamiento a la conspiración: Hegel y la energía ideal».

En ese momento, la directora de la Cátedra Bergson, que se llamaba Margarita, intentó interrumpir, pero Menéndez le rogó que no lo hiciera y que dejara terminar a Paul lo que estaba diciendo.

Paul dijo que ya no tenía nada más que decir, pidió perdón por sus palabras intempestivas, pero añadió que estas palabras venían de la sinceridad y de la admiración que le profesaba.

Todos —seis o siete comensales, profesionales de la filosofía⁠— quedaron en silencio. Se suponía que Menéndez tenía que decir algo, pero este quedó como paralizado.

Acabaron la cena como pudieron.

Se pusieron a hablar de política y de fútbol, pero todo fue en vano.

Menéndez estaba mudo.

Era insoportable su silencio.

De hecho, ese silencio acortó la cena e impidió la copa de después. Todos querían irse, y los comensales se fueron retirando con excusas.

Margarita lo acompañó hasta su hotel. Era una noche de enero heladora y empezaban a caer unos pequeños copos de nieve sobre París. Margarita intentaba por todos los medios ser amable y simpática. Margarita le acompañó hasta la recepción del hotel. Nadie había conseguido que, desde las palabras de Paul, Menéndez dijera algo, lo que fuese.

Margarita deseó en ese momento no ser la directora de la Cátedra Bergson, y eso que había luchado por ese puesto durante mucho tiempo, con enorme trabajo y tenacidad.

Por fin, Menéndez, a modo de despedida, en el centro del hall del hotel, miró secamente a Margarita y dijo una frase: «Voy a encontrarme con María», y se alejó por el vestíbulo, camino del ascensor.

Margarita se dio la vuelta y salió a la calle, no sin antes mirar a la cara de la recepcionista, una mujer de rostro solemne, claro, sereno, majestuoso.

Cogió un taxi y se fue a casa de Paul. Hicieron el amor hasta las tantas.

Unos días después se enteraron por la prensa de que Menéndez había vendido todas sus propiedades, renunciaba a su cátedra y se marchaba a Calcuta, de misionero.

La noticia recorrió el mundo.

La figura de Menéndez se engrandeció con ese acto de solidaridad global, que mitificó su obra. Se dijo que su última etapa mística le había conducido a la superación de la desesperación de los grandes pensadores.

Se habló de la derrota definitiva del nihilismo de Nietzsche, de Cioran, de Sartre, de Heidegger, de Wittgenstein. Se obvió la nacionalidad española de quien había acometido esa empresa titánica de devolver al pensamiento universal la confianza de la alegría.

Dos años después, la Cátedra Bergson organizó un pequeño homenaje a la obra filosófica y a la persona de Menéndez. Por supuesto, este había desaparecido de la escena intelectual europea.

Se le había visto mendigar en las calles de Calcuta con una estampita de Teresa de Calcuta en la mano derecha.

El homenaje consistía en unas jornadas en donde se leerían ponencias y comunicaciones sobre Menéndez y su entorno intelectual, todo lo cual se publicaría posteriormente en un libro financiado por el Instituto Cervantes y por la Cátedra Bergson.

Margarita, en su calidad de directora de las jornadas, recibió un estupendo trabajo de cincuenta folios de una joven española, licenciada en Filosofía.

Su trabajo abordaba el análisis de las últimas teorías —⁠cercanas al misticismo⁠— de Menéndez, y venía avalado por Raúl Espronceda, catedrático de Epistemología de la Universidad Complutense. Espronceda, que tenía la rara suerte de llamarse como el poeta romántico español, era amigo de Margarita.

Rápidamente, la Cátedra Bergson cursó invitación a la joven filósofa española para que acudiera a París e interviniera en las jornadas en calidad de ponente.

Su intervención fue brillante.

Era una mujer joven, muy hermosa, muy rubia, de sonrisa radiante, pero a la vez con un tono melancólico en sus ojos.

A Paul le pareció que tenía un parecido insólito con la cantante popular mexicana Paulina Rubio, de quien era fan en secreto, pues no estaba bien visto que un filósofo y profesor de Filosofía como él tuviera gustos de esa clase, tan frívolos o impresentables, o insustanciales.

Pero Paul veía en la joven filósofa española la mirada y la cara de Paulina Rubio, e incluso oía la voz de Paulina Rubio.

Además, hacía poco que había asistido —⁠en secreto⁠— a una gala de Paulina Rubio en París. El parecido de la filósofa española con Paulina Rubio tuvo el efecto de un terremoto emocional en el corazón de Paul.

Se deshizo en galanterías, se ofreció a enseñarle París, la invitó a cenar, la llevó a los museos, le puso por las nubes la ponencia sobre Menéndez, se ofreció a conseguirle alguna beca de investigación en la Sorbona, a ayudarla en la consolidación de su currículo académico.

Llegó incluso a hacerse el interesante: le relató que él fue una de las pocas personas que vio a Menéndez por última vez, que estaba en aquella cena, antes de su desaparición.

Pero finalmente, aunque alargó su estancia en más de tres o cuatro días de lo previsto, la filósofa española, especialista en la última época de Menéndez, se volvió a Madrid.

Paul se desesperó y decidió ir a buscarla y decirle que la quería.

Un fragmento de la letra de una canción de Paulina Rubio acudía constantemente a su pensamiento: «La noche empieza y con ella mi camino», y esas palabras le daban ánimo, valor tal vez, porque sentía un amor insoportable.

Claro que esas palabras, «la noche empieza y con ella mi camino», sonaban en su cerebro con la voz de Paulina Rubio, a quien él adoraba.

Llamó a Margarita, desde el aeropuerto de Orly, para decirle que dentro de unos minutos volaba para Madrid.

Margarita, sorprendida y malhumorada, le preguntó que qué iba a hacer allí.

Paul le contestó literalmente: «Voy a encontrarme con María», y arrojó su móvil a una papelera que estaba llena de botellas de agua vacías y restos de comida envasada, de esos envases de plástico duro que venden en todos los aeropuertos de la tierra y que atestiguan de manera universal que el reino de la basura se acerca.

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