Eso no estaba en mi libro de Historia de la Edad Media

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Capítulo 8 La Edad Media. Un mundo mágico

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Capítulo 8

La Edad Media. Un mundo mágico

Cabezas parlantes

La magia es tan antigua como el ser humano. El arte paleolítico no puede entenderse si no tenemos en cuenta su componente espiritual, mientras que en el Antiguo Egipto abundan las fórmulas y los rituales mágicos que son utilizados por sus sacerdotes para protegerse de un medio hostil pero, especialmente, para conseguir el ansiado objetivo de asegurarse la pervivencia de su alma en el mundo del más allá. Estas prácticas se perpetuaron y se extendieron en el espacio y el tiempo, pasando por Grecia y Roma, hasta llegar a la Edad Media ya que, a pesar del triunfo del cristianismo como religión hegemónica en los reinos feudales europeos, las prácticas animistas y los antiguos rituales mágicos estuvieron presentes en la vida diaria de los simples campesinos alejados de la influencia de los grandes centros intelectuales de la época, pero también en algunos sectores de la Iglesia y las clases más acomodadas que se dejaron seducir por todo tipo de conocimientos secretos.

Durante la Alta Edad Media, estas costumbres formaban parte de la vida de los hombres y mujeres del occidente europeo, por lo que la Iglesia no tuvo otro remedio más que asimilarlas a partir de un complejo proceso de sincretismo religioso. En muchas ocasiones la alta jerarquía eclesiástica consideró estas experiencias mágicas como simples supersticiones propias de iletrados por lo que tendremos que esperar a la introducción del saber antiguo a través del mundo árabe —especialmente en España por influencia de la Escuela de Traductores de Toledo— para detectar un sincero interés de las élites intelectuales europeas por el mundo de lo oculto. Y ejemplos no nos faltan.

En la Edad Media el mundo de la magia se interpretó como la relación existente entre lo material y lo que no podemos ver. Este mundo estaba animado por fuerzas espirituales con las que era posible entrar en contacto para, a partir de ellas, poder modificar la realidad. Se debe tener en cuenta, por otra parte, que durante este tiempo el saber era restrictivo. Ciertamente, una buena parte de la población permanecía sumida en la ignorancia, pero esto no implicaba que el ser humano dejase de plantearse las mismas preguntas que nos hemos venido haciendo a lo largo de nuestra historia, por lo menos hasta la actualidad. Ante la imposibilidad de obtener una respuesta satisfactoria para comprender el sentido de lo trascendente y lo que les depararía el futuro, recurrieron, o bien a la divinidad, o bien a la práctica de un conjunto de prácticas basadas en unos poderes ocultos con los que pretendían acceder al conocimiento trascendental y entrar en contacto con el mundo de los espíritus y de las fuerzas desconocidas de la naturaleza.

Obviamente, este tipo de creencias podían provocar un conflicto con las religiones monoteístas para las que la realidad solo podía ser modificada por el único Dios pero, a pesar de todo, hubo grupos que decidieron alejarse de la ortodoxia y sumergirse en un saber ancestral mediante el estudio de unos tratados mágicos de origen musulmán y judío que empiezan a proliferar en Europa a partir del siglo xiii. Todo esto provocó el inicio de un intenso debate que llegó hasta las primeras universidades, y en el que incluso participaron algunos de los más prestigiosos sabios del momento, como Alberto Magno y su discípulo Tomás de Aquino, para el que la magia podía dividirse en dos grandes grupos. En primer lugar estaría la magia natural, compatible con la religión y la búsqueda del conocimiento ya que se fundamentaría en las propiedades o características ocultas de los elementos de la naturaleza. Dentro de este grupo tendríamos la astrología, que fue uno de los sistemas de adivinación más prestigiosos del Medievo. Había otras formas de adivinación dentro de lo que el maestro Tomás de Aquino consideró magia natural, como la aeromancia, o arte de prever el futuro a partir de la forma de las nubes, o la litomancia, por la que cada piedra tendría un significado concreto y una incidencia sobre el individuo consultante. El hombre medieval también se sintió atraído por la oniromancia, o sistema de adivinación a través del significado de los sueños y, cómo no, por la quiromancia, que mostraba el futuro a partir del estudio de las líneas de la mano. El otro grupo era la nigromancia, considerada una forma de magia ritual de carácter diabólico, y por lo tanto perseguida por la Iglesia, basada en la invocación a los espíritus de los muertos para conseguir unos fines concretos.

Durante los tiempos medios encontramos un grupo de pensadores, científicos, monjes e incluso papas que no ocultaron su interés por la asimilación de este tipo de conocimientos, mucho más extendidos de lo que nos podemos imaginar. Uno de los casos más interesantes fue el de Gerbert d’Aurillac, el papa del año mil, considerado por Jacques Bergier como uno de los hombres más misteriosos de la historia (que no es poco decir). Gerbert, más tarde Silvestre II, nació en la región francesa de Auvernia hacia el año 945, en una pequeña localidad llamada Belliac. Su pasión por el mundo de lo oculto empezó a vislumbrarse desde su más tierna infancia ya que siendo solo un niño no dudó en acercarse a un extraño personaje llamado Andrade, un descendiente de los antiguos druidas celtas que habitaba en una lúgubre cueva donde celebraba enigmáticos rituales y sacrificios a dioses ancestrales de la naturaleza. En una de las visitas, el anciano predijo que su joven acompañante tendría un futuro prometedor y que su nombre sería recordado a lo largo del tiempo. No se equivocó.

Gerbert, desafiando la voluntad paterna, empezó a frecuentar la cueva de Andrade para recibir sus primeras lecciones sobre magia celta y el poder de la naturaleza. Un día, mientras deambulaba por los alrededores de la abadía de Aurillac, convertida en aquel tiempo en escuela, unos monjes le observaron fabricar una especie de tubo realizado en madera con el que poder observar las estrellas. Impresionados, los religiosos convencieron a Gerbert para que ingresase en la escuela de la abadía. Allí, durante los siguientes años, fue instruido en el estudio del Trivium y el Cuadrivium, sentando las bases de una formación académica que resultó fundamental para comprender sus logros posteriores. Para lo que otros habría sido una meta, para el futuro papa esto no fue más que el inicio de una vida sorprendente. Gerbert era un joven apasionado, inteligente y con una desmedida ansia de conocimiento por lo que la abadía se le empezó a quedar pequeña y por eso decidió dar un nuevo rumbo a su vida. Si quería aprender mucho más de lo que le podía ofrecer el Trivium y el Cuadrivium, debía recorrer el mundo. Y esto es precisamente lo que hizo.

Con solo 20 años de edad, el joven Gerbert abandonó su vida anterior e inició un largo viaje por España con la única intención de encontrar nuevos maestros con los que seguir aprendiendo. Este interés por profundizar en lo desconocido le llevó hasta Toledo, un lugar donde el saber tradicional convivía con el conocimiento más heterodoxo, el mundo de la magia y la nigromancia enseñada, en muchas ocasiones, en el interior de oscuras y apartadas grutas subterráneas lejos de la vista de las autoridades. Gerbert pudo ser instruido en una de estas cuevas, ya que según Guillermo de Malmesbury durante los dos años que pasó en nuestro país estudió astrología, el significado del vuelo de las aves, las fórmulas mágicas para invocar a los muertos y, en definitiva, toda una serie de conocimientos que no siempre fueron bien vistos por las autoridades eclesiásticas.

La siguiente etapa de su viaje por la España mágica le llevó hasta Córdoba. Gerbert llegó a la ciudad califal con 23 años de edad. Era un joven despierto, inteligente y con un futuro prometedor. Allí conoció a la hija de un sabio andalusí que nada más verlo cayó perdidamente enamorada de él, situación que fue aprovechada por el joven para pedirle que le entregase un antiguo tratado de magia que su padre guardaba con extremado celo. El manuscrito en cuestión era el Abacum y, según la leyenda, entre sus páginas se encontraban conjuros y claves para alterar las leyes de la naturaleza, al igual que explicaciones sobre los secretos del universo a través del significado escondido en los números. Cuando el sabio fue consciente del hurto montó en cólera y salió en persecución del monje para cobrarse justa venganza, pero Gerbert no dudó en utilizar los secretos del tratado en su propio beneficio. Tras leer uno de los conjuros consiguió hacerse invisible y, posteriormente, con la ayuda de unos demonios, pudo emprender el vuelo y surcar los cielos por encima del mar hasta encontrarse lejos de su implacable perseguidor.

Entre el mito y la leyenda, entre la espiritualidad y el esoterismo, la figura de Gerbert de Aurillac, sigue asombrándonos en la actualidad.

Al margen de estas historias fantásticas, lo que si podemos asegurar es que Gerbert trabó una estrecha amistad con un grupo de pensadores de Córdoba. No solo eso, porque también pudo visitar la gran biblioteca, una de las más importantes de Occidente, en donde se llegaron a reunir unos 400.000 volúmenes. También se interesó por diversas sociedades secretas islamistas que le transmitieron nuevos conocimientos relacionados con la astrología.

El periplo español del futuro papa le llevó posteriormente a Cataluña para seguir su formación con los maestros de la Escuela de Vich. En Barcelona tampoco perdió el tiempo. Allí conoció a nuevos sabios musulmanes, y muchos le transmitieron insólitos conocimientos mágicos y místicos, pero especialmente debemos destacar el contacto con el conde Borrell que desde entonces se convirtió en uno de sus principales valedores. En la ciudad condal trabó amistad con un sabio cristiano, Lupito, famoso por defender ideas poco ortodoxas. Identificado en muchas ocasiones con un archidiácono llamado Sunifredo, Lupito contribuyó con sus estudios a la difusión de las matemáticas árabes en los reinos cristianos, incluyendo el sistema numérico indo-arábigo y la utilización del astrolabio. Hay quien dice que Gerbert fue discípulo del tal Lupito y que la influencia de su maestro fue muy poderosa sobre él al transmitirle conocimientos encerrados en El libro secreto de la Creación y técnica de la Naturaleza y La Tabla Esmeralda de Apolonio de Tiana. El interés del sabio por la mitología griega, especialmente por el episodio de Hermes creando estatuas animadas para ayudar a los hombres, le llevó a plantear la construcción de una serie de autómatas para tratar de cambiar el mundo, una idea que transmitió a su pupilo, al igual que el interés por el Camino de Santiago, un lugar en donde el peregrino podría adquirir un gran poder si lograba identificar una serie de mensajes diseminados por la ruta que llevaba hasta la tumba del apóstol.

Fue con el conde Borrell y el obispo Ato con quien se produce un acontecimiento fundamental en la vida del monje, ya que en el 970 viaja a Roma para pedir al papa la restauración de la antigua sede episcopal. Después de escuchar a sus invitados el papa Juan XIII accedió a la petición de la comitiva catalana pero con una única condición: hacerse con los servicios de un Gerbert que logró cautivar al pontífice. Bajo su protección, el monje iniciará una fulgurante carrera alcanzando puestos de responsabilidad, al tiempo que se hizo amigo personal de Otón II y consejero de Otón III, quien finalmente le impulsa hasta el pontificado el 2 de abril de 999.

Antes de su nombramiento como papa, bajo el nombre de Silvestre II, este apasionante personaje, siendo arzobispo de Reims, pidió a un monje italiano de Bobbio que le tradujera un libro, el Astronomicon de Manilio, escrito durante el siglo i d.C., cuyo contenido tenía un marcado carácter astrológico. Sus lecturas nos informan sobre sus inquietudes, pero estas no se las guardó para sí ya que decidió compartirlas con un número cada vez mayor de discípulos que se fueron acercando al sabio atraídos por su prestigio. Uno de sus alumnos más destacados fue Richer de Saint-Rémy, con quien pasó largas temporadas construyendo todo tipo de artilugios tecnológicos como esferas, astrolabios, relojes hidráulicos o instrumentos musicales. También se hizo construir un ábaco con el que lograba dividir y multiplicar con una rapidez que sorprendió a propios y extraños. Entre todos los inventos que se le atribuyen, tenemos una especie de sistema taquigráfico a partir de una escritura abreviada de origen romano y, aunque en esta ocasión nos volvemos a mover en el ámbito de la leyenda, de una asombrosa cabeza de bronce que respondía con un sí o con un no, cuando alguien le preguntaba sobre su futuro.

En Roma se decía que el papa Silvestre había encontrado un gran tesoro cerca del Vaticano y que parte del metal hallado lo habría hecho fundir para construir esta cabeza diabólica, capaz de adivinar el futuro. ¿Simple fantasía? Es lo más probable, pero un compendio biográfico de los papas hasta el siglo xviii, el Liber Pontificialis, recoge esta misma noticia: «Gerbert fabricó una imagen del diablo con objeto de que en todo y por todo le sirviese». En la actualidad, autores como Pablo Villarrubia se preguntan si la leyenda tiene tras de sí un trasfondo histórico. Según este investigador la cabeza parlante sería una especie de fonógrafo, en cuyo interior habría un mecanismo formado por varias láminas dispuestas sobre un cilindro que giraba gracias a un mecanismo similar al utilizado en los relojes, y al hacerlo era capaz de reproducir sonidos muy simples.

Silvestre II no pudo disfrutar durante mucho tiempo de su pontificado porque murió en mayo de 1003. Tras su fallecimiento el cuerpo del papa recibió sepultura en la basílica de San Juan de Letrán. El misterio que en vida envolvió a este individuo fuera de lo común se prolongó en el tiempo ya que, según decían, tras su muerte la tumba del papa emitía un tipo de humedad, o de sudor, cada vez que un nuevo papa estaba a punto de morir. Hoy, la tumba de Silvestre parece haber perdido sus poderes porque tras la muerte de Juan Pablo II no se observó ningún hecho sobrenatural. Aun así, muchos siguen esperando el milagro.

Otro de los personajes interesados por el mundo de la magia fue san Alberto Magno, cuya biografía se enmarca en el siglo xiii, un tiempo de cambio y de expansión cultural que se refleja en la aparición de una nueva serie de individuos que no dudaron en profundizar en estos conocimientos secretos debido a su desmedido afán de sabiduría. Alberto Magno fue uno de los eruditos más influyentes de la Edad Media, famoso por su conocimiento de las Sagradas Escrituras pero también por su interés por todo tipo de disciplinas como la biología, la química o la filosofía. De él se dice que desarrolló estudios de corte geográfico sin parangón en la época, llegando a ofrecer una explicación racional sobre la influencia de la latitud sobre el clima. Junto con Roger Bacon y su gran discípulo, Tomás de Aquino, profundizó en el estudio de la obra de Aristóteles y sobre las causas que operan en la naturaleza. Al ser un hombre devoto del conocimiento, no es de extrañar que durante su vida también tuviese tiempo para experimentar con el mundo de lo heterodoxo y de lo esotérico para darle sentido a los misterios de la vida. Según cuentan antiguas tradiciones, Alberto recuperó el interés del por aquel entonces antiguo papa Silvestre II por la construcción de extrañas cabezas parlantes, realizando un nuevo autómata que por desgracia no habría llegado hasta nosotros ya que su discípulo, el maestro de Aquino, terminaría destruyéndolo por considerarlo una obra del maligno.

En este mismo siglo xiii se desarrolla la vida de Pietro d’Albano, un prestigioso médico y profesor de la Universidad de Padua que trató de dotar de un componente científico y racional al mundo de la magia y la astrología. Según él, la astrología debía tenerse en cuenta a la hora de aplicar un medicamento sobre un enfermo, e incluso las operaciones quirúrgicas deberían plantearse en función de la posición de los astros en un momento concreto. Lógicamente, sus ideas no siempre fueron bien vistas por sus contemporáneos, e incluso la Inquisición se vio obligada a tomar cartas en el asunto. En un primer juicio consiguió ser absuelto de la condena por herejía, pero posteriormente fue acusado por sus coqueteos con la nigromancia, y en esta ocasión nada pudo hacer para evitar su ingreso en una cárcel en donde encontró la muerte en el 1318.

Contemporáneo de Pietro d’Albano fue el catalán Arnau de Vilanova, un médico igualmente interesado en las cualidades ocultas de los elementos. Además de estudiar Medicina y Ciencias Naturales, Arnau de Vilanona destacó por practicar la alquimia, estudiar la Cábala y por construir unos amuletos mágicos que fueron anhelados por muchos de sus seguidores.

Vilanova fue un médico español, probablemente uno de los más importantes del mundo latino medieval, implicado en cuestiones político-religiosas pero también en la magia y la alquimia.

Este interés por lo mágico y lo trascendente provocó que en el siglo xiii, los scriptoria de media Europa se llenasen de todo tipo de textos con temática mágica, ocultista y esotérica, en la mayor parte de las ocasiones procedentes de Oriente (muchos escritos por judíos y por árabes). Uno de estos libros fue el Liber Razielis, cuyo prólogo pudo ser escrito por el rey castellano Alfonso X el Sabio, tal y como asegura Alejandro García Avilés de la Universidad de Murcia al haber identificado referencias a este libro en otras obras escritas, en este caso sin ningún tipo de duda, por el rey, como el Libro de astromagia y el Libro de las formas et de las imágenes. En otras obras como el Lapidario, Alfonso X el Sabio cultivó la magia talismánica, cuyos conjuros estaban ideados para atraer el poder de los cuerpos celestes a través de las imágenes grabadas en una serie de talismanes como anillos o piedras preciosas.

La admiración por la magia llegó a su momento cumbre durante este siglo xiii, pero desde este momento su propagación entre las clases más influyentes de la sociedad, provocó el inicio de una época de rechazo por parte de la Iglesia ya que se empezó a considerar a la magia como un serio rival y como una amenaza por su papel para la salvación de las almas de los fieles. Poco a poco, los campos, villas y aldeas de Occidente se empezaron a llenar de predicadores que empezarán a asociar la magia con prácticas diabólicas. Así, frente a los antiguos frailes, monjes, obispos y papas que habían sentido una inicial fascinación por el mundo de lo oculto, la jerarquía eclesiástica del siglo xiv utilizó la condena a la magia como una nueva forma de realzar su poder temporal. Cada vez más, los tribunales inquisitoriales centrarán su actividad en la persecución de estas prácticas alejadas del dogma.

Estamos llegando al siglo xiv, en el que miles de mujeres serán acusadas (aún no condenadas) de brujería o hechicería. El saber de estas personas y sus actividades relacionadas con la salud, la adivinación o la magia sexual o amorosa, se consideró demoníaco y el origen de los males que, cada vez más, acechaban a la sociedad cristiana.

Escobas voladoras

Durante la Edad Media la relación entre el ser humano y la naturaleza fue muy estrecha. Tal y como asegura san Francisco de Asís en su obra, el hombre era un elemento más de la Creación, al igual que las plantas, los animales, la tierra o el agua. Esta vinculación con el mundo de la naturaleza, de la que tan alejados nos encontramos en el siglo xxi, es aún mayor en estos tiempos debido a la imposición de un nuevo modelo de producción caracterizado por la fijación de miles de familias campesinas a un feudo, entendido como un microcosmos formado por la reserva señorial, las pequeñas parcelas trabajadas por siervos sometidos a la autoridad del privilegiado, las aldeas y los bosques que la rodean y que, en muchas ocasiones, aunque no siempre, actuaban como una especie de barrera infranqueable que separaba al campesino de un mundo desconocido, ajeno y peligroso.

Dijimos en páginas anteriores, que el ser humano tuvo ciertas posibilidades de desplazarse, especialmente desde el momento en el que se produce al auge de las peregrinaciones hacia lugares santos, pero una buena parte de las familias campesinas terminó recluyéndose en un contexto espacial muy restringido, del que apenas pudieron salir durante sus vidas. La aldea, y el bosque que la rodeaba, se convirtieron en un microcosmos en el que se buscaba seguridad frente a los peligros que acechaban en el mundo exterior y por eso estrecharon aún más su dependencia con su entorno. El alejamiento de la cultura y la imposibilidad de acceder a la educación, hizo que hombres y mujeres tratasen de encontrar respuestas para sus necesidades físicas y espirituales recurriendo a una naturaleza que se trató de interpretar a partir de unas experiencias directas que se fueron transmitiendo de generación en generación. En este sentido destacó la existencia de una serie de mujeres emancipadas, generalmente solteras, que acapararon un profundo conocimiento del medio con el fin de utilizarlo, en la mayor parte de las ocasiones, a favor de una colectividad huérfana de cualquier tipo de formación. Estas mujeres, o brujas, como se les quiso llamar, vivían de la elaboración de remedios caseros o ungüentos creados con unas plantas medicinales que ellas conocían mejor que nadie, gracias a una sabiduría heredada tras muchos siglos de contacto directo con la naturaleza circundante.

Lógicamente, en una situación en la que el acceso a cualquier tipo de asistencia médica se antojaba imposible (en la época la práctica de la medicina se circunscribe al monasterio y, especialmente por las distancias, este no siempre es accesible a la familia campesina), la reputación de las brujas en las comunidades locales fue alta, ya que eran las únicas que podían encontrar algún tipo de solución para las enfermedades y molestias más cotidianas. Este prestigio contrastaba con el temor que en ocasiones suscitaban por vivir al margen de todas las convenciones imperantes. Para empezar, se consideraban mujeres independientes cuando la norma obligaba a cada una de ellas a someterse a la autoridad del marido y a depender de este. Es más, la dificultad a la hora de comprender la soltería femenina hizo que estas mujeres se considerasen esposas de Satanás, por lo que las principales acusaciones contra ellas fueron por demonolatría. A pesar de todo, y en contra de lo que pueda creerse, la caza de brujas como fenómeno generalizado de represión hacia personas, especialmente mujeres, no fue un fenómeno habitual (más bien todo lo contrario) durante la Edad Media ya que este proceso alcanzó sus cotas más altas durante los momentos iniciales de la Edad Moderna y, más concretamente, en los reinos de Europa central, de mayoría luterana o calvinista. Los orígenes de esta persecución son, eso sí, muy anteriores.

En el Código de Hammurabi del siglo xviii a.C. y en algunos textos egipcios ya encontramos disposiciones contra determinados tipos de magia. En el Antiguo Testamento se condenan estas prácticas por contradecir los principios de la religión yahvista. En Levítico (19:26) leemos: «No realizaréis adivinación ni magia», mientras que en Éxodo (22:17) el mensaje es más contundente: «Los magos no los dejarás vivir», fórmula recuperada más tarde por Lutero cuando dejó por escrito su frase «Las magas no las dejarás vivir» con la que se inicia la brutal represión contra las brujas en el siglo xvi por parte de los reformistas luteranos.

Las contradicciones presentes en el Antiguo Testamento se reflejan claramente en lo que se refiere al mundo de la magia porque en otros pasajes como en el Primer Libro de Samuel vemos al rey Saúl buscando consejo en una bruja a pesar de que él mismo había prohibido las prácticas adivinatorias. Con la llegada del cristianismo la persecución contra magos, brujas o adivinos se atenúa ya que la Iglesia primitiva considera la brujería como una simple superstición.

Durante el periodo de transición entre el mundo antiguo y el medieval, encontramos prácticas que anticipan lo que más tarde será corriente en los siglos xvi y xvii. Los pueblos germanos, antes de su conversión al cristianismo, ya condenaban a los magos a morir incinerados por realizar encantamientos, pero en el siglo viii, durante la época carolingia, se establece una condena sin paliativos contra los que lleven a cabo persecuciones contra las brujas: «Quien, cegado por el demonio, cree como los paganos que alguien es una bruja y come a personas, y la queme por ello o deja comer su carne por otros, será castigado a pena de muerte» (concilio de Paderborn). Esta parece ser la tendencia durante los siglos centrales de la Edad Media. En este sentido resulta clarificadora la postura del rey húngaro Colomán (1095-1116) que sanciona leyes en donde se asegura que las brujas no existen y, por lo tanto, no es conveniente su persecución.

Tal y como dijimos, a partir del siglo xiv se empieza a configurar una nueva imagen de bruja asociada con el culto al Demonio y la idolatría. El primer proceso por brujería por asociación con el maligno está documentado en Irlanda en los años 1324-1325, pero tendremos que esperar hasta mediados del siglo xv para observar la consolidación de la imagen negativa de la bruja en todo el occidente europeo, especialmente en el norte. Por aquel entonces ya se creía que la bruja, tras su pacto con el diablo, quedaba marcada con una señal que era fácilmente identificable. Mediante este pacto la bruja se comprometía a rendir culto al demonio a cambio, eso sí, de la adquisición de poderes sobrenaturales, entre los que destacaban la capacidad de causar maleficios, de volar e incluso de transformarse en animales salvajes. Esta concepción de la bruja correspondía a las creencias populares ya que, muy habitualmente, la Iglesia consideró estas prácticas como fruto de ilusiones o simples alucinaciones y ensueños inducidos por el maligno.

Grabado del Compendium maleficarum, de Francesco Maria Guazzo, que representa a unos brujos y brujas preparando el banquete del aquelarre.

Las brujas solían reunirse en determinadas fechas en lugares apartados, ocultas por la oscuridad de la noche y lejos de miradas indiscretas, tal vez para intercambiar conocimientos y resucitar prácticas de origen ancestral que en muchas ocasiones se encontraban situadas en las antípodas de la ortodoxia. En estos aquelarres se practicaban ceremonias alejadas de la liturgia cristiana, por eso se consideró que en ellas no era infrecuente observar escenas de promiscuidad sexual, perversiones y actividades repulsivas como el infanticidio y la adoración al diablo, a veces bajo la forma de un macho cabrío. La lucha contra este tipo de magia se inicia a finales de la Edad Media mediante la elaboración de una serie de tratados de demonología y manuales para inquisidores que tendrán gran repercusión en siglos posteriores. Tal es el caso del Malleus Maleficarum, un tratado publicado en 1486 por inquisidores dominicos en el que se da verosimilitud a la imagen de la bruja descrita y se afirma su carácter herético. En este texto se acusaba directamente a las mujeres, al considerarlas más crédulas y propensas a la malignidad. También se las acusaba de ser embusteras por naturaleza y así, poco a poco, se fue creando el estereotipo que hoy conocemos de bruja como una mujer de edad avanzada, acompañada por una escoba y un gato negro, que no dudaba en participar en todo tipo de aquelarres y en rituales demoníacos, entre ellos en sacrificios humanos. A finales del siglo xv, como otras tantas veces a lo largo de nuestra historia, se genera un nuevo grupo, al igual que había sucedido con los judíos, sobre el que se vierten todo tipo de acusaciones y se le convierte en responsable de los males de la sociedad. Las repercusiones resultarán desastrosas.

Libros malditos

Durante los siglos medievales, se produce un imparable desarrollo de la magia, entendida como una nueva forma de comunicación y relación con las fuerzas sobrenaturales, de lo que es un buen ejemplo el desarrollo de unos libros con los que se pretendía invocar a dichas fuerzas a partir del don de la palabra.

Ya en el Antiguo Egipto detectamos el desarrollo de libros y textos funerarios cuyo objetivo es ayudar al espíritu del fallecido a completar su viaje por el más allá, y recopilar una serie de conjuros con los que se pretendía manipular la voluntad de los dioses y revertir los procesos de una naturaleza que nunca lograron comprender. También encontramos textos de naturaleza mágica en el mundo babilónico, igual de importantes que los anteriores porque lograron influir en la religión yahvista, y por añadidura en la de tradición judeocristiana, no siendo extraño encontrar huellas de estas creencias en el arte europeo medieval.

A partir del siglo xii se desarrollan los primeros grimorios, depositarios de un saber milenario, pero cuyo acceso quedó reservado para los más poderosos y a un reducido grupo de iniciados. ¿Cuál era la función de estos libros mágicos? A decir verdad, existían escritos y conjuros para todo tipo de gustos y necesidades. Los había para invocar demonios, ángeles y otros seres de extraña naturaleza. Algunos estaban pensados para curar enfermedades, otros para conseguir el amor de una doncella e incluso para alcanzar un grado de sabiduría más allá de lo humanamente posible. No faltaron, por otra parte, los libros malditos y manuales de magia negra, cuyas palabras se fijaron sobre unos pergaminos elaborados con pieles de pretendidos animales mágicos. No todos los hechizos presentes en estos insólitos libros mágicos tenían como función atraerse el favor de los espíritus, porque otros muchos incluían trucos y añagazas para invocar y atraer al demonio en unos días concretos. Sin lugar a dudas, estos eran los más peligrosos. Nos estamos refiriendo a los libros nigrománticos o libros negros, anhelados por individuos sin escrúpulos porque su posesión suponía la adquisición de un poder prácticamente ilimitado. En las últimas décadas estos escritos malditos se han vuelto a popularizar gracias, entre otras cosas, a la famosa novela del prestigioso autor español Arturo Pérez-Reverte, El club Dumas, publicada en 1993, y posteriormente llevada al cine con el título de La novena puerta de la mano del director Roman Polanski.

Como en la novela, los libros nigrománticos tenían como fin último la invocación de un demonio o espíritu negro. Según el investigador leonés Jesús Callejo, los demonólogos suelen distinguir entre seis tipos distintos de demonios: el primero sería Belcebú —el jefe de todos ellos—, después de él tendríamos a Leonardo —rey de las brujas—, Nieksa —dominador de las aguas—, Gob —generador de terremotos y pestes—, Peralda —señor del huracán y del rayo— y Djinn —amo infernal del fuego—. También encontramos en estos grimorios todo tipo de correspondencias astrológicas, instrucciones para organizar aquelarres o para fabricar poderosos talismanes con los que defenderse de un mundo desconocido y amenazante, mediante el pronunciamiento de unas fórmulas mágicas fruto de la fusión de conocimientos ancestrales de la cultura árabe con elementos del saber popular occidental. Debemos sospechar que algunos de estos grimorios fueron vendidos por sumas astronómicas, por lo que para darles mayor credibilidad y prestigio se atribuyeron a personajes legendarios como el papa León III o al rey Salomón, al que se le atribuye, contra toda lógica, la redacción de Las clavículas de Salomón, mientras que otros se atribuyeron directamente al demonio, como el Grimorium Verum.

Página del Cyprianus. Los grimorios son un tipo de libro de conocimiento mágico, generalmente datado desde mediados de la Baja Edad Media (siglo xiii) hasta el siglo xviii que contienen correspondencias astrológicas, listas de ángeles y demonios, instrucciones para aquelarres, lanzar encantamientos y hechizos, mezclar medicamentos, invocar entidades sobrenaturales y fabricar talismanes

Uno de estos libros malditos, tal vez el más enigmático, fue el Codex Gigas o Biblia del diablo, un bello códice escrito en latín hacia el 1230, el cual destaca por tener unas proporciones colosales. Cuenta la leyenda que el libro fue escrito por un monje benedictino justo antes de ser emparedado por un grave crimen cometido. Incapaz de asumir su triste destino, el monje propuso crear una gran obra donde quedase recogida, junto a la Biblia, todo el conocimiento del mundo, y lo más llamativo de todo: el trabajo lo llevaría a cabo en una sola noche con la ayuda, claro está, del mismísimo Satanás, el cual aceptó la petición pero con la condición de aparecer representado en una de las páginas del libro. En su interior destacan algunas ilustraciones como la de un diablo con gesto socarrón y otra de la Jerusalén Celestial, acompañadas de una serie de textos considerados mágicos y que hacen referencia a ancestrales conocimientos populares.

Otro de los libros mágicos que podemos datar en tiempos medievales es el Picatrix, una obra literaria de origen árabe, escrita por Maslama al-Mayriti, y mandada traducir a mediados del siglo xiii por el rey castellano Alfonso X el Sabio. El Picatrix es un verdadero manual de magia, en el que el autor recopila información de los grandes sabios del mundo antiguo, desde Hermes a Aristóteles, y todo ello con la intención de desarrollar una serie de fórmulas y hechizos mágicos para otorgar poder al que las pronuncie. El original de este tratado de magia talismánica no ha llegado hasta nosotros, si bien su traslación latina logró difundirse por todo Occidente y alcanzar fama hasta el siglo xviii, en el que el triunfo del voraz racionalismo ilustrado condenó al olvido a todos esos escritos que proponían una nueva forma de entender el mundo de lo oculto. Continuando nuestro recorrido por la historia de estos grimorios medievales nos encontramos, en esta ocasión, con el Liber Vaccae, el libro de la vaca o el de las leyes. Atribuido erróneamente a Platón, el Liber Vaccae es uno de los grimorios más antiguos e influyentes, porque sirvió de inspiración a otros textos posteriores y tratados de alquimia. Su origen se sitúa en una obra anterior del siglo ix escrita en árabe por Kitab an-Nawamis, e incluye una serie de normas para crear seres vivientes a partir de fluidos y restos corporales de animales y humanos, además de los correspondientes encantamientos y hechizos.

En este grupo incluimos El pequeño Alberto y El gran Alberto, ambos atribuidos apócrifamente a san Alberto Magno, de amplia difusión popular por incluir indicaciones para curar enfermedades muy comunes como la gota e incluso la peste negra, aunque tampoco escasean los consejos para elaborar amuletos y talismanes con propiedades mágicas. Otro grimorio, el Enquiridión, presuntamente escrito por el papa León ofrece, entre otras muchas cosas, un remedio para aliviar las quemaduras, dando una especial importancia a la forma en la que se deben de pronunciar ciertas palabras: «Fuego, pierde tu calor como Judas perdió su color cuando hubo traicionado a Nuestro Señor en el Huerto de los Olivos».

Más extraño resulta, si cabe, la fórmula empleada en el Libro mágico del papa Honorio para curar ciertas enfermedades respiratorias, cuando aconseja escribir sobre un cristal unas crípticas palabras a las que nadie ha logrado dar una explicación racional: Dis, Biz, On, Dabulh, Cherih. Obviamente, estos grimorios parecían ir en contra de las pautas religiosas imperantes en la época, por lo que muchos de ellos terminaron encabezando las listas de los libros prohibidos y relacionados con todo tipo de maldiciones, hasta dar con las «purificadoras» llamas de la hoguera.

El interés por la posesión de estos libros mágicos parece reflejarse en una antigua leyenda que aún hoy se sigue recordando en la que sin duda es una de las más bellas ciudades españolas. Según los antiguos recuerdos que han logrado sobrevivir al inclemente paso del tiempo, en la desaparecida iglesia salmantina de San Cebrián, existía una cueva cuyo origen se atribuía a Hércules. En el interior de esta gruta, se piensa, Satanás impartía antiguas doctrinas que versaban sobre las ciencias ocultas y el mundo de la magia acompañado de libros de contenido esotérico, y lo hacía a siete alumnos durante siete largos años. Las clases con tan poderoso maestro no eran, ni mucho menos, gratuitas. Los alumnos debían pagar por ellas, así que, por sorteo, se elegía al que debía hacerse cargo de los gastos, pero si no podía, no tendría otro remedio más que quedarse encerrado en la cueva.

Entre todos los alumnos que pasaron por el lugar destacó Enrique de Aragón (1384-1434), el futuro Marqués de Villena, al que por causas de un destino caprichoso le tocó pagar por la formación recibida pero, como imaginará el lector, su gran problema residió en no poder hacer frente a la deuda contraída con el maligno. La situación para el joven marqués pasó a ser desesperada, aun así, en su ánimo, no pasaba la posibilidad de quedarse enterrado en vida en el interior de la cueva de Salamanca, por lo que inventó un plan para poder escapar. Para ello se ocultó en una tinaja tapada de diversos objetos que se habían ido acumulando a lo largo del tiempo. Al ocultarse en ella procuró que estos objetos quedasen tal y como habían estado anteriormente para no ser descubierto. Cuando Satanás regresó y encontró la cueva vacía entró en cólera, cayendo en un estado de profunda depresión y sin darse cuenta que había dejado la puerta abierta.

El joven estuvo oculto toda la noche, envuelto en la oscuridad esperando pacientemente la llegada de los primeros rayos del sol que anunciaron el amanecer y el día en el que podría recuperar su libertad. Al salir, su sombra quedó atrapada en las paredes de la cueva, como un recuerdo imperecedero de lo que allí ocurrió hace cientos de años. La cueva es conocida en la actualidad por su relación con este episodio puramente legendario aunque detrás de sí, puede existir un episodio real, ya que hay quien asegura que en este lugar dio clases de magia algún profesor de la propia universidad salmantina (algo que no debería extrañarnos). Después de ser excavada en los años noventa por un grupo de arqueólogos, ha pasado a ser un lugar de obligada visita para toda persona que visite Salamanca; una experiencia que, seguro, no dejará a nadie indiferente.

Seres elementales de la naturaleza

La mentalidad popular de la Edad Media se origina a partir de la unión de tres culturas distintas, romana, cristiana y germánica, las cuales carecen, en un principio, de elementos comunes, pero que llegan a confluir hasta dar lugar a una expresión intelectual propia. La cultura medieval se genera, por otra parte, gracias a un contacto directo con esta naturaleza que les rodea pero desconocen y en la que el paso del tiempo se mide en función del trabajo de un agricultor que se dedica a las tareas del campo durante las horas de sol, dejando la noche para el mundo de la ensoñación, la leyenda y la fantasía, también para narrar antiguos cuentecillos en los que los protagonistas son unos seres mágicos, de gran belleza y con poderes sobrenaturales que viven alejados de los hombres pero en constante contacto con ellos. El nombre de estos misteriosos personajes, de estos seres elementales de la naturaleza, varía en función del lugar en donde nos encontremos y el lugar que visitemos. Son las hadas, duendes o elfos, aunque en la España de tradición céltica también se les conoce con el nombre de mouros, xanas o meigas.

En el folclore occidental el hada era considerada una criatura fantástica y sutil, protectora de la naturaleza y resultado de un conjunto de creencias en donde se mezclaban todo tipo de tradiciones que hablaban sobre el fabuloso mundo de los elfos, duendes, sirenas y gigantes. Según Chrétien de Troyes, autor del siglo xii, serían seres de gran belleza, poseedoras de enormes riquezas y casi siempre se encontraban vinculadas con densos e impenetrables bosques o con ríos, lagos, fuentes o alguna gruta secreta en donde pudieron esconder enormes tesoros anhelados por los humanos. Según las tradiciones gallegas, estas hadas o mouras, tenían sus hogares en el mundo subterráneo, cerca de los antiguos castros, y allí guardaron sus riquezas. Las hadas también destacaban por sus conocimientos de las plantas, piedras y cualquier otro elemento de la naturaleza, motivo por el cual desarrollaron todo tipo de conjuros para aumentar su riqueza material y encantos. En cuanto al aspecto físico de las hadas, especialmente en el ámbito céltico, no se corresponde con la imagen que tenemos de ellas como seres diminutos y con alas, sino que su apariencia estaría más cercana a la de los elfos, bellas y con los cabellos largos, y en la literatura medieval es común verlas suspirando por el amor de un hombre con el que desean contraer matrimonio y formar una familia. No siempre lo conseguían a pesar de su exuberante belleza, y de la gracia con la que danzaban durante las noches de luna llena o de su dulzura a la hora de tocar instrumentos musicales para encantar a los humanos.

Como otros seres del mundo invisible, las hadas se consideraron una raza a mitad de camino entre los hombres y los ángeles, mucho más antiguas que los seres humanos y según algunas leyendas vivirían en una especie de isla de la eterna juventud en donde no existía la muerte ni la enfermedad. Curiosamente, el escritor James Barrie, en su obra Peter Pan, habría dado fama literaria a este mundo mágico cuando describe el País de Nunca Jamás, la isla en la que los niños perdidos nunca envejecían.

En cuanto al origen de la creencia en la existencia del mundo feérico, por lo menos como lo consideramos en nuestros días, todo parece indicar que se remontaría a la mitología céltica y centroeuropea, cuyo recuerdo aún seguiría vivo en la tradición oral de la Edad Media, tal y como se puede detectar en el ciclo artúrico en personajes como la Dama del Lago, Morgana o el hada Nimue o Viviana. Para Chrétien de Troyes, la Dama del Lago mostraba todas las características de las hadas mitológicas, aunque nunca menciona este nombre, algo que sí hace cuando la relaciona con Viviana. En Inglaterra también tenemos un desarrollo de leyendas celtas (Fairy Folk) como seres semidivinos, cuya vida se desarrolla entre el mundo de los hombres y el de los espíritus, pero no aparecen como seres pequeños con alas de mariposa, sino con aspecto humano, con tez blanca y ojos claros. El conocimiento de estas tradiciones está presente en la obra de Tolkien, al igual que el mítico reino donde habitan, Tir na N’Ong, otra isla de la eterna juventud, que el prolífico autor inglés refleja en su Tierra Media.

En lo que se refiere a la mitología española, la creencia en el mundo de las hadas está presente en diversas regiones y constituye uno más de los muchos elementos que unen culturalmente a diversos pueblos peninsulares. En la mitología asturiana y leonesa reciben el nombre de xanas, unas mujeres de gran belleza, vestidas con túnica y de larga cabellera que pasaban una buena parte de su tiempo peinándose y viendo cómo su imagen se reflejaba en el lago de aguas cristalinas en donde solían vivir. Como su nombre indica las xanas estaban estrechamente relacionadas con las anjanas cántabras, hadas con trenzas adornadas con lazos y finas cintas de seda, ceñidas a la cabeza y resaltadas por hermosas coronas de flores silvestres. La piel de las anjanas era nívea y su mirada serena, mientras que su cuerpo está cubierto por finas y largas túnicas blancas y mantos azules. En sus manos solían llevar una varita mágica con la que golpeaban la tierra, el agua y objetos inanimados para hacer sus encantamientos.

Otro elemento que distingue a las hadas de la mitología española es su carácter bondadoso y apacible (frente a las de tradición europea que en ocasiones dan rienda suelta a sus más bajos instintitos), por eso no es extraño verlas en las antiguas narraciones dando consuelo a los más necesitados, a los más humildes seres de buen corazón, mientras que, al mismo tiempo, utilizan sus magníficos tesoros guardados en sus palacios subterráneos para confundir, tentar y castigar a los más soberbios y codiciosos. Tampoco era infrecuente verlas pasear por las sendas de los bosques que rodeaban las aldeas campesinas, y no dudaban en ayudar a los animales heridos o a los árboles quebrados por el viento o por el rigor de una tormenta. Es más, su bondad llegaba a tal extremo que cuando pasaban por los pueblos de los hombres solían dejar regalos a los que más lo hubiesen merecido. Además de con las xanas, las anjanas están relacionadas con las mouras gallegas, las mariu de la mitología vasca o las goljas de Cataluña, un conjunto de seres con la misma naturaleza pero adaptadas a los entornos culturales de las distintas regiones peninsulares, poniendo de manifiesto la riqueza y generosidad de los tradiciones mitológicas en España.

Otras de las criaturas presentes en el folclore de muchas culturas europeas son los duendes, unos pequeños seres de forma humanoide pero del tamaño de un niño, en muchas ocasiones asociados al mundo feérico de las hadas y otras con demonios. El duende como ser sobrenatural de la cultura popular castellana se contrapone al goblin de otras regiones europeas, como el gobelin francés cuyo nombre procedería de un fantasma que asoló el pueblo de Evreux durante el siglo xii. Tienen, por lo tanto, un carácter maléfico (no tanto en las tradiciones mitológicas españolas ya que aquí se hace hincapié en su naturaleza bromista, jocosa y traviesa). Además de por su escasa altura, estos seres elementales destacan por sus orejas alargadas y terminadas en punta, por su piel verdosa y por su carácter escurridizo y malicioso, por lo que desde la Edad Media se les considera responsables de todo tipo de daños menores, especialmente en el hogar (lo mismo ocurre con los gnomos, los trasgos o el leprechaun irlandés). A pesar de todo, los duendes están comprometidos con el cuidado de la naturaleza y tienen poderes y conocimientos sobrenaturales.

San Patricio con un duende a sus pies.

Por lo que respecta a sus orígenes, la existencia de los duendes parece estar relacionada con antiguas creencias sobre una serie de divinidades ligadas al hogar familiar, tales como los dioses lares o genuis loci en el mundo romano. A esto deberíamos añadir los kobolds de las tradiciones germánicas, o el domovik, una entidad familiar de origen eslavo protector de todos los habitantes del hogar y, por tanto, con una naturaleza positiva. Durante la Edad Media, las comunidades campesinas ucranianas consideraron al domovik como un lejano antepasado familiar, e incluso se narraban cuentos sobre antiguas familias que conseguían domovóis tomando un huevo de gallina para después incubarlo durante nueve días debajo de un ratón. Al cabo de ese tiempo nacía un pequeño ser que actuaba como sirviente en el hogar y además tenía el poder de expulsar los demonios y alejarlos de los niños. Lógicamente, al pequeño duende nunca se le lograba ver pero eso no impedía que se le tratase como a uno más de la familia, tanto que durante las noches se le solían dejar regalos, leche y galletas. Conforme fue avanzando la Edad Media, la naturaleza bonachona del domovik se fue olvidando hasta convertirse en uno más de los seres maléficos que habitaban en la naturaleza.

La creencia en estos pequeños y elementales seres de la naturaleza se extendió por muchos pueblos y villas de la Europa medieval, especialmente en zonas de tradición céltica. Uno de los tipos de duendes más habituales fue el leprechaun, de origen irlandés y, por tanto, muy popular durante las fiestas dedicadas a san Patricio. Según las leyendas folclóricas irlandesas este duende tenía un carácter gruñón e irascible, era barbado y solía vestir de rojo. En Escocia, el duende más popular era el hobglobin, un ser pequeño y peludo que solía introducirse, aprovechando la oscuridad de la noche, en las casas para realizar todo tipo de diabluras mientras la familia dormía plácidamente. No menos interesantes resultan los duendes escandinavos, tradicionalmente relacionados con el solsticio de invierno y, en la actualidad con las fiestas de la Navidad. Conocido con el nombre de tomte en Suecia, tonttu en Finlandia y nisse en Noruega, su apariencia se terminó convirtiendo en la imagen arquetípica del duende de jardín o navideño, con ropajes de brillantes colores, sombreros puntiagudos y larga barba, en muchas ocasiones vestidos a la antigua usanza campesina.

Entre los seres sobrenaturales con peor reputación en las tradiciones de los pueblos de la Europa septentrional (especialmente en Inglaterra, Gales y Alemania) estaban los goblins, unas criaturas grotescas, monstruosas, indolentes, con carácter maléfico y terriblemente codiciosas, ya que siempre se mostraban ávidas de oro y riquezas materiales. Su popularidad fue tal que pasó a estar presente en todo tipo de cuentos y narraciones folclóricas de tradición germánica, las cuales han llegado hasta nuestros días por haber sido recuperados en la literatura épica de carácter fantástico, como las obras de Tolkien o en la saga de Harry Potter.

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