Eso no estaba en mi libro de Historia de la Edad Media

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Capítulo 9 Las trovadoras de Dios

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Capítulo 9

Las trovadoras de Dios

La mujer en el Medievo

La situación de la mujer durante los siglos medievales ha sido difícil de determinar, especialmente si tratamos de entender la problemática desde una perspectiva amplia, alejada de los prejuicios que siempre han acompañado a este periodo histórico. Esto es así porque, a día de hoy, sigue resultando muy complicado, si no imposible, entender si hubo retroceso o evolución de la situación social de la mujer si lo comparamos con épocas precedentes, especialmente porque durante este largo periodo de tiempo las costumbres sociales, culturales y religiosas experimentaron importantes variaciones.

En la Edad Media hay dos elementos que definen la posición de las mujeres. El primero es la influencia de la Iglesia en todos los ámbitos de la vida, incluido los referidos a la moral, y el segundo es la existencia de un sistema social muy rígido, de tipo estamental, en el que la vida del individuo viene marcada por el nacimiento, y en donde las diferencias de clase son evidentes. A partir de estos presupuestos entendemos la doble imagen con la que se interpreta la naturaleza femenina desde un punto de vista ideológico. La primera es la que la relaciona con Eva, creada a partir de la costilla de Adán, y por lo tanto dependiente del hombre, pero cuya debilidad frente al pecado propició la expulsión del Paraíso. La segunda imagen es la de María, madre de Cristo, una mujer sublime que representa la virginidad, la abnegación y la pureza espiritual. Ambas visiones, a pesar de parecer contradictorias, son un claro reflejo de un planteamiento ideológico superior: la idealización frente al realismo.

Uno de los escasos medios que tenemos para tratar de entender el día a día de la mujer en la época y su manera de desenvolverse en la sociedad es el estudio de la literatura medieval. En ella predomina una visión ideal de su vida, de sus costumbres, dentro de lo que denominamos como el amor cortés, por el que se le presupone una serie de cualidades: la mujer debe ser casta, honrada, trabajadora, hermosa y prudente, aunque también culta y divertida. Los relatos literarios y el estudio de las representaciones artísticas nos informan, de igual forma, sobre el ideal de su aspecto físico. En este sentido parece que nos encontramos con una supervivencia del modelo clásico, con figuras femeninas que muestran vientres ligeramente abultados y generosos pechos, como símbolo de su fertilidad, también observamos una predilección por las formas curvilíneas y redondeadas como signo de pertenencia a una clase social privilegiada. Esta misma tendencia se observa en el gusto por la piel clara, no oscurecida como la de las campesinas expuestas al sol, los cabellos rubios, rizados y bien cuidados.

Este patrón no es aplicable para todas las mujeres ya que la imagen transmitida parte de autores religiosos que ofrecen una visión irreal y relacionada con la mujer noble, con claras diferencias con las de origen humilde y las monjas. La mujer de la nobleza es la única en donde se puede detectar un aumento de su peso social, de su educación y privilegios. Por encima de todo, la gran dama de la nobleza destacaba por su relativa libertad, especialmente cuando sus maridos se encontraban fuera del feudo (también cuando enviudaban), ya que actuaban con gran independencia, gestionando los asuntos domésticos (especialmente la educación de sus hijos), administraban las tierras señoriales, por lo que se le presuponía importantes dotes administrativas, e incluso era la encargada de la defensa del castillo cuando faltaba el marido (algo impensable en épocas anteriores ya que el protagonismo lo asumía otro varón del núcleo familiar). Esto es algo que puede extrañar, la relación de la mujer con el mundo de la guerra, no obstante está perfectamente documentada la presencia de figuras femeninas durante las cruzadas y otros episodios bélicos relevantes (tal es el caso de la reina Leonor en Aquitania y, por supuesto, de Juana de Arco al servicio del rey de Francia en su guerra contra Inglaterra). A pesar del poder que podían llegar a alcanzar durante sus vidas, las mujeres de la nobleza solían ser utilizadas como moneda de cambio para arreglar uniones matrimoniales mediante las que se sellaban pactos políticos o estratégicos. Por otra parte, su intervención en la política era residual, cuando no inexistente, y tampoco podían disfrutar de su dote porque pertenecía a su marido, padre o hijo.

Mujeres nobles durante la Baja Edad Media. A pesar de que la mujer siguió estando sometida a la autoridad del hombre, durante estos siglos destacaron algunos personajes femeninos cuyos logros no han sido valorados hasta la actualidad.

La situación de la mujer burguesa no difería en mucho de la anterior, aún más cuando el patriciado urbano empezó a monopolizar el poder de las ciudades a partir del siglo xii. Muy diferente era, en cambio, el escenario en el que se encontraba la mujer trabajadora, entre ellas la campesina. A pesar de no verse obligadas a supervisar grandes señoríos sus responsabilidades no eran menores ya que de su trabajo dependía la supervivencia de la unidad familiar. Normalmente, después de contraer matrimonio debían de realizar las mismas tareas que sus maridos, tanto en el campo como en los oficios urbanos, sin descuidar la gestión de los asuntos domésticos, por lo que el disfrute de un mínimo de tiempo libre era inviable para ellas. En el caso de la campesina medieval era la encargada de cocinar, de la limpieza del hogar, la educación de los hijos, pero también debía de trabajar en el huerto y cuidar del ganado.

El tercer gran grupo está formado por las mujeres que se retiraban para vivir en un convento o en un gran monasterio. Allí, alguna de ellas, lograron alcanzar una especial relevancia dentro de la sociedad medieval, como responsables de la formación de un número destacable de niñas y niños de diversa procedencia, y por convertirse en influyentes escritoras cuya obra, en muchos casos, ha logrado sobrevivir y llegar a nuestros días. Es precisamente la educación uno de los elementos fundamentales a tener en cuenta para entender la evolución del papel de la mujer durante la Edad Media. Es necesario recordar que, desde los inicios de esta época predominó la creencia que insistía en la inferioridad de la hembra frente al varón, y así continuó siendo durante mucho tiempo, pero frente a esta concepción, durante los siglos centrales del Medievo se desarrolla una nueva doctrina que termina alabando la naturaleza femenina, coincidiendo en el tiempo con la época en la que se potencia el culto a la Virgen y se impone el ideal caballeresco en el ámbito aristocrático. Un tercer momento, se produce a partir del siglo xiv cuando los nuevos valores impuestos por la emergente cultura burguesa alimentan el renacer de la misoginia al popularizar una serie de narraciones, cantadas por los juglares en días de fiesta, en los que frecuentemente se solía ridiculizar y condenar a la mujer, presentándola como dominadora de sus marido, manipuladora, bruja, codiciosa y vengativa.

Esta imagen negativa, predominante en los siglos finales de la Edad Media (frente a la relativa tolerancia en este y otros aspectos de la vida de los siglos anteriores) llevó a considerar a la mujer medieval como un ser sumido en el más absoluto analfabetismo, una realidad que hoy, afortunadamente, está siendo matizada merced al desarrollo de nuevos estudios históricos. Respecto a su educación, a partir del siglo xiii observamos un número cada vez mayor de obras didácticas destinadas a su formación, más práctica que teórica, porque se insistía en la adquisición de destrezas necesarias para el estamento al que pertenecía, especialmente si nos referimos a las clases privilegiadas. Entre estas destrezas se insistía en saber cantar, tocar instrumentos, jugar al ajedrez para entretener al esposo, pero también, y más importante, saber escribir y leer, lo que supone un evidente adelanto respecto a tiempos precedentes. No todos aplaudieron la iniciativa de formar a la mujer, en especial los más reaccionarios, ya que interpretaron su educación como un peligro para el mantenimiento de los principios morales de la época, pero en términos generales, incluso dentro de la propia Iglesia, se insistió en la conveniencia de formar a las mujeres en la lectura y la escritura para que, entre otras cosas, pudieran tener acceso a las Sagradas Escrituras. Esta controversia ni siquiera se planteó para las futuras monjas, cuyo camino hacia el saber y la erudición se encontraba mucho más expedito. No ocurrió lo mismo con las mujeres de las clases inferiores, cuyo acceso a la formación era mucho más limitado (aunque casi de la misma forma que los varones de su misma clase social). En el mejor de los casos las niñas humildes podían acceder a pequeñas escuelas situadas, predominantemente, en áreas urbanas, donde adquirían un tipo de conocimiento ni tan siquiera rudimentario.

En cuanto a los centros de educación no es cierta la imagen que hemos tenido del convento como lugar exclusivo en donde los hombres y mujeres de la Edad Media recibían instrucción. Por supuesto, fue uno de los más importantes, pero no el único ya que había otros como las casas señoriales, las escuelas elementales y los talleres artesanales donde se aprendía un oficio. El proceso de enseñanza en los conventos femeninos es difícil de establecer; uno de los factores a tener en cuenta es el tamaño del convento, pero también debemos distinguir las diferencias existentes entre los siglos centrales de la Edad Media (xi-xiii) y los que conforman la Baja Edad Media (xiv-xv), en los que la calidad de la enseñanza parece retroceder de forma sensible, tal y como se refleja en el menor nivel cultural de las propias monjas. Desde el punto de vista del contenido, las niñas aprendían normas elementales de convivencia, buenas costumbres, algunas canciones, costura, lectura y escritura, y en los conventos más importantes conceptos básicos de latín e incluso una lengua extranjera. En las casas señoriales, al servicio de las damas, las mujeres recibían una formación más práctica que en el convento, como aprender a servir en una casa de la aristocracia. Llama la atención la severidad con que, según las fuentes, eran tratadas las muchachas jóvenes de origen aristocrático, al ser sometidas a una fuerte presión para que asumiesen el rol asignado. Además del convento y la casa señorial, algunas niñas podían recibir formación en pequeñas escuelas elementales situadas cerca de núcleos urbanos y ciertas zonas rurales, en donde se les enseñaba a rezar, a leer y rudimentos de gramática latina. Lógicamente es impensable la existencia de mujeres estudiantes en las escuelas catedralicias o en las primeras universidades, pero se debe destacar la presencia de algunas maestras (magistra scholarum) que no solo sabían latín, sino que también eran capaces de enseñarlo en este tipo de escuelas.

Los centros descritos hasta ahora solo podían ser utilizados por un grupo reducido y privilegiado de mujeres, porque la gran mayoría, pertenecientes a las familias campesinas y obreras, se debían de contentar con aprender el oficio paterno en los talleres urbanos o los rudimentos básicos para convertirse en sirvientas. En el campo la situación, si cabe, era peor ya que, en este caso, las mujeres carecían de cualquier tipo de educación. A lo sumo aprendían normas básicas de comportamiento y oraciones elementales de la mano de los curas más comprometidos con la educación de sus parroquianos, a pesar de que en muchas ocasiones no tuviesen ningún tipo de medios e incluso su formación era claramente insuficiente. Casi todas las mujeres, al igual que los hombres, en el medio rural eran analfabetas, pero bien es cierto que hubo una rama del saber en el que se insistió para que las mujeres tuviesen conocimientos mínimos: la relacionada con la salud, ya que de ellas dependía la elaboración de remedios básicos para tratar las enfermedades comunes.

A partir del siglo xii el matrimonio de carácter sacramental

desplazó al de tradición germánica, de carácter más civil.

Las beguinas

La génesis del monacato femenino se remonta a los mismos orígenes del cristianismo, cuando surgen cenobios al amparo de prestigiosos religiosos como san Pacomio o san Antonio Abad, que pusieron algunos de sus monasterios bajo la dirección de las primeras abadesas. San Basilio, patriarca del monacato oriental, llegó a fundar varios monasterios femeninos en la región de Capadocia, y algunos de ellos llegaron a albergar la nada desdeñable cantidad de doscientas monjas. En el siglo iv, una monja de origen hispano, Melania la Anciana, fundó un monasterio cerca del Santuario de la Ascensión, en Jerusalén, donde convivieron cincuenta vírgenes consagradas, en un importante centro que contaba con una hospedería en la que podían reposar los enfermos y peregrinos que marchaban hacia Tierra Santa para visitar los lugares en donde predicó Cristo. Allí, Melania entró en contacto con Egeria, la gran monja viajera llegada desde Hispania, cuyos desplazamientos fueron recogidos en su Itinerarium ad Loca Sancta, un libro con una destacable difusión en el que se narraba de forma amena y minuciosa las circunstancias de sus viajes.

En territorio peninsular se desarrollan una gran cantidad de monasterios durante los siglos vi y vii, mientras que en la Alta Edad Media empiezan a proliferar los monasterios dúplices, en los que conviven monjes y monjas, siendo su origen las casas familiares en las que toda una unidad familiar tomaba la decisión de apartarse del mundo e iniciar una vida en clausura y retiro espiritual.

No debe de extrañarnos la constatación, cada vez mayor, de todo tipo de excesos que se van a empezar a detectar en muchos de estos lugares, por lo que la Iglesia decidió intervenir, regulando la distribución de los espacios con el objetivo de luchar contra la tentación, por eso se estableció que los dormitorios de las comunidades mixtas debían estar alejados los unos de los otros. A pesar de estas disposiciones, la llamada de la naturaleza resultó demasiado intensa como para evitar los encuentros entre los hombres y las mujeres, por lo que en el siglo xii estos monasterios dúplices fueron finalmente suprimidos. La mayor parte de las comunidades se regían por la orden de san Benito, predominando las de la orden del Císter, aunque desde el siglo xiii, con el triunfo de las órdenes mendicantes, empieza a proliferar un nuevo tipo de conventos cercanos a las ciudades. En el caso de las mujeres predominan las clarisas, cuyas monjas consagran su vida a la clausura pero compartiendo el edificio de la iglesia con el mundo exterior.

Durante la Edad Media un grupo de mujeres decidió apartarse del mundo tal y como estaba concebido para desarrollar una labor que no habrían podido llevar a cabo en otras circunstancias.

Un caso curioso, aunque menos conocido, dentro de las formas de consagración femenina durante el Medievo es el de las reclusas (entre ellas las beguinas), una forma de vida que adquiere gran popularidad en el siglo ix cuando un número cada vez mayor de estas comunidades empezaron a situarse cerca de una ciudad, un monasterio, un hospital o un cementerio para consagrar su vida al servicio de los más necesitados. A diferencia de las anteriores, la vida de las reclusas no estaba sometida a una regla universal, y sus votos de castidad y obediencia no tenían un carácter indefinido. Tampoco se veían sometidas al voto de pobreza, por eso no extrañó verlas administrando enormes propiedades territoriales. Su vida no revestía las características extremas que en muchas ocasiones se les ha otorgado en la imaginación popular, ya que en sus comunidades, las reclusas habitaban en pequeñas pero acogedoras casas con dos habitaciones, varias ventanas, dos o tres, pero siempre con una que miraba hacia la iglesia y otra desde la que atendían a las que se acercaban hasta ellas para pedir consejo y asesoramiento espiritual. Es más, en muchas ocasiones, la reclusa podía disfrutar de las comodidades de un pequeño jardín, de la compañía de un animal doméstico e incluso de una sirvienta.

La expansión de este tipo de existencia prolifera en el siglo xiii, sobre todo en el norte de Europa, en diversas regiones de Alemania, Países Bajos y Francia, aunque su difusión se dejará notar posteriormente en el sur, tanto en España como en Italia. Algunos de estos movimientos religiosos femeninos llegaron a obtener autorización de la Santa Sede. Tal es el caso del papa Honorio III (1216-1227) cuyas normas para la vida en común conforman la base de la organización de las beguinas.

Su origen es algo anterior. En el siglo xii un grupo de mujeres decidió congregarse en comunidades (sobre todo en Flandes y Países Bajos) para compartir su deseo de servir a Dios y a los que más lo necesitaban pero, eso sí, al margen de las estructuras impuestas por la alta jerarquía eclesiástica. Según la catedrática de Historia Medieval, Milagros Rivera, el caso de las beguinas supone una nueva forma de vida inventada por mujeres para las mujeres. Según la profesora, estas beguinas quisieron ser espirituales pero no monjas, además anhelaron poder llevar una vida de oración y de trabajo en común, pero sin verse obligadas a recluirse en un monasterio. Lógicamente, quisieron ser cristianas, nunca herejes, aunque no pidieron al papado que confirmara su forma de vida.

Como hemos dicho, las beguinas no estaban obligadas a pronunciar votos, tan solo debían ser consecuentes con su voluntad de vivir bajo los principios éticos del cristianismo primigenio, al menos como ellas lo entendían. En sus comunidades, construyeron nuevas casas en forma de hilera, en muchas ocasiones cerca de los hospitales, a donde acudían para cuidar de los enfermos y los más necesitados. Los «barrios» habitados por beguinas estaban vallados y sus puertas permanecían cerradas para minimizar el contacto con el exterior, en especial con los hombres, ya que el único varón al que le estaba permitido el acceso era el sacerdote, responsable de oficiar la misa y confesar a las hermanas. Cada beguinaje estaba dirigido por una supervisora, una «grande dama» elegida de forma más o menos democrática entre las mujeres que integraban la comunidad. Este modelo no tardó en extenderse ya que ofrecía a las mujeres la posibilidad de desarrollar una actividad para las que se sentían llamadas sin estar sometidas a las rígidas normas y convencionalismos impuestos, injustamente, contra las mujeres.

Como suele ocurrir, el auge del movimiento sirvió de prólogo y como paso previo a su condena ya que la influencia y el poder que llegaron a adquirir hizo saltar las alarmas por el carácter revolucionario de algunas de sus pretensiones. Desde ese momento las beguinas empezaron a sufrir una despiadada persecución, tanto que llegaron a ser acusadas de herejía. La beguina mística más famosa fue Hadewych de Amberes, autora en el siglo xiii de varias obras poéticas y en prosa que tuvieron una cierta difusión por Europa. Según la prolífica historiadora Sandra Ferrer el conocimiento del latín, de la retórica y el arte epistolar indican que Hadewych tuvo que pertenecer a la nobleza, pues solo un número reducido de damas privilegiadas podían acceder a la cultura. Su obra también demuestra un elevado conocimiento del pensamiento religioso católico. En sus más de sesenta poemas, ensalzó el amor místico de Dios e incorpora el lenguaje trovadoresco de la época, plasmando la intensidad y emoción de su amor hacia Dios:

En el tiempo de mi juventud,

cuando por primera vez probé sus armas,

el amor me hizo admirar gran festín de promesas,

su bondad, su saber, su fuerza, su riqueza.

En Alemania destacó, por otra parte, la figura de Matilde de Magdeburgo, autora de La luz que fluye de la divinidad, en la que se ponen por escrito las visiones y experiencias místicas que sufre la monja desde su infancia. En su obra, Matilde funde de forma magistral la poesía con la narrativa, y utiliza figuras alegóricas para relatar su relación mística con Dios. Su obra fue duramente criticada por haber sido escrita en una lengua vulgar, el alemán, pero especialmente por sus alusiones a la decadencia del Imperio y la Iglesia. Así, acusada por un número cada vez mayor de enemigos, Matilde buscó refugio en el convento de Helfta, en donde pasó los últimos años de su vida, inspirando con sus escritos a otras importantes beguinas.

Peor suerte tuvo Margarita Porete, quien dejo para la posteridad El espejo de las Almas Simples, una obra repleta de simbolismo y misticismo. Margarita había nacido a mediados del siglo xiii, y desde muy joven se sintió llamada a dedicar su vida a Dios, escribiendo sobre su amor totalmente desinteresado hacia la divinidad; se introdujo, de esta manera, en una corriente, la de las místicas medievales, que nos ha dejado grandes nombres, como Hildegarda de Bingen, cuya obra se traduce en un intento de establecer un diálogo directo con Dios a partir de la exaltación de las emociones. Margarita Porete expresó estos sentimientos en El espejo de las Almas Simples, en donde abundan las reflexiones espirituales y en la necesidad de dejarlo todo, pero sin la esperanza de alcanzar avances significativos en su camino de perfección.

Las palabras de Margarita la llevaron primero a la excomunión, y después a la hoguera. ¿Los motivos? Resultan difíciles de establecer porque durante esta época la Iglesia acogió de muy buen grado la obra de las místicas defensoras de la relación directa con Dios. Consciente de no estar cometiendo ningún acto contrario a la ortodoxia, Margarita rechazó una y otra vez las oportunidades que se le dieron para retractarse de sus palabras, por lo que finalmente fue entregada al brazo secular de la Inquisición en 1310, quien la condenó a morir en la hoguera. De nada sirvieron las airadas protestas de un gran número de clérigos, posiblemente por encontrarnos ante un juicio político por el que el dominico Guillermo de París, confesor del rey Felipe el Hermoso, trató de congraciarse con el papa tras el desastroso proceso contra los templarios.

Mujeres estelares en la Edad Media

Algunas autoras como Hildegarda de Bingen, Beatriz de Nazareth o las beguinas que vimos en páginas anteriores han recibido el apelativo de trovadoras de Dios, tal vez porque estos siglos centrales de la Edad Media son los de mayor esplendor de la poesía trovadoresca, la cual aparece en ambientes aristocráticos del mediodía francés con una serie de músicos y poetas que compusieron sus piezas generalmente en el idioma occitano. Los trovadores surgieron en un ambiente cortesano, y su ideal de vida se basaba en una serie de principios como la generosidad, la delicadeza de las formas y en una concepción trascendental del amor perfecto hacia la mujer, algo que influyó de manera decisiva en estas místicas que expresaron en su obra el amor místico, pero en esta ocasión hacia Dios. Tanto en Hildegarda como en las beguinas estos rasgos se perciben con total nitidez; en sus escritos utilizaron un lenguaje literario muy delicado con el que expresaban su total disposición y el deseo de alcanzar el amor perfecto con respecto a la divinidad, lo que nos permite considerarlas como trovadoras de Dios, un apelativo que, por cierto, nunca fue utilizado por ellas. Frente a los doctores escolásticos, estas autoras lograron fundir el simbolismo del amor cortés con la expresión metafísica del amor místico mientras que, por otra parte, se decantan por la utilización de lenguas populares, por lo que alguna se ha venido considerando como precursora en la utilización literaria del flamenco, el alemán y ciertos dialectos franceses.

Muchas de las beguinas de las que ya ni siquiera recordamos el nombre terminaron siendo consejeras, maestras y asesoras de obispos y autores místicos que frecuentemente sistematizaron las experiencias que estas trovadoras de Dios les transmitían mediante confesión. Uno de los casos conocidos es la relación entre el cardenal Jacques de Vitry (1170-1240) y su inspiradora, María de Oignies (1177-1213), otra beguina mística nacida en el seno de una familia noble y desposada con tan solo 14 años con Jean de Nivelle. Este matrimonio, por lo que parece bien avenido, terminó de común acuerdo debido a la llamada hacia la vida contemplativa de esta mujer que, a partir de ese momento, se consagró a la castidad y la caridad, ejerciendo una labor espiritual en una leprosería. Al trasladarse en 1207 a la comunidad beguina de Oignies, su fama de santidad se extendió rápidamente, por lo que muchos viajaron hasta este lugar, a veces desde muy lejos, con la única intención de conocerla. Uno de los que se desplazó hasta Oignies, en el norte de Francia, fue Jacques de Vitry, quien escribió Vita Mariae Oigniacensis tras la temprana muerte de su querida asesora. Entre los casos curiosos que envuelven a esta singular beguina se encuentran los estigmas que recibió en el año 1212, uno antes que su muerte, y cuando aún faltaban doce años para que los experimentase San Francisco de Asís, siendo por tanto el primer caso constatado de este extraño y difícilmente explicable fenómeno religioso.

Otro caso en el que la influencia de las beguinas se demuestra decisiva es el del místico Meister Eckhart, quien se nutrió de las experiencias de un grupo de reclusas.

En la Edad Media, resulta baladí recordarlo de nuevo, la mujer siguió encontrándose en una situación de inferioridad con respecto al hombre, aunque en nuestros libros de historia se recuerdan algunos nombres que suponen honrosas excepciones. Muchas destacaron por ser influyentes reinas, monjas e incluso amantes reales, pero muy pocas veces se las menciona por haber destacado como científicas o escritoras de reconocido prestigio. A pesar de todo, estos siglos fueron testigos de la aparición de una serie de mujeres excepcionales que lograron vencer todas las barreras que les impuso el mundo en el que tuvieron que vivir. Es así como, con un esfuerzo mucho mayor que el llevado a cabo por los hombres, lograron sobreponerse a las circunstancias y dejarnos un legado imborrable que a día de hoy nos sigue causando asombro. Entre ellas podemos citar a mujeres que brillaron con luz propia en el campo de la medicina como Trótula de Ruggero, maestra de Salerno, nacida en pleno siglo xi y famosa porque ejerció con gran dedicación su trabajo como doctora, atendiendo a mujeres y niños en su ciudad natal hasta conseguir que se le reconociese la dignidad de académica.

Otra rama que nos ha dejado el recuerdo de mujeres estelares es la construcción, y es que durante los siglos xi al xiii algunos hombres de ciencia y de la Iglesia, al contrario de lo que sucederá en el siglo xiv, no se mostraron hostiles ante la posibilidad de promoción de las mujeres. El gran problema para ellas consistía en la imposibilidad de acceder a las escuelas catedralicias y posteriormente universitarias, pero muchas lograron aprender este arte colaborando con maestros constructores en sus domicilios o en algunas cortes reales y centros nobiliarios. Un ejemplo fue Eloisa, sobrina del canónigo de Notre Dame de París, Fulberto, que llegó a recibir clases de Pedro Abelardo, el gran maestro del siglo xii.

Es precisamente en estos tiempos cuando observamos un cierto protagonismo de la mujer en el campo de las artes. Resulta significativa la aparición, en el libro de los oficios de la ciudad de París, de varios trabajos relacionados con la mujer, entre ellos, la construcción. Hoy sabemos que muchas participaron en la elaboración de las grandes catedrales góticas, al frente de diversos talleres y al mando de cuadrillas de trabajadores, cuya labor fue fundamental para llevar a buen puerto la realización de estos colosales proyectos arquitectónicos. La maestra de obras más antigua que tenemos documentada es Grunnilda, cuyo nombre aparece en los registros de Norwich en 1256, justo en el momento en el que se estaba levantando una de las catedrales góticas más imponentes de Inglaterra.

Uno de los casos más extraordinarios fue el de la maestra Sabina von Steinbach, cuya participación en la construcción de la catedral de Estrasburgo fue determinante durante la época en la que se levantó la nave central y las portadas del crucero. A Sabina se le atribuye la realización de las esculturas del pórtico de Estrasburgo, talladas con una delicadeza formidable, entre ellas las que representan a la Sinagoga y la Iglesia, y también varias piezas en la columna llamada de Los Ángeles. Se cree que tras abandonar su trabajo en Estrasburgo marchó a París, en donde podría haber participado en la realización de algunas esculturas de Notre Dame, como la que representa a la Iglesia y otra en donde se observa a una mujer sujetando herramientas típicas de los constructores medievales.

A pesar de la importancia de todas estas mujeres de las que hemos estado hablando en páginas precedentes, ninguna de ellas alcanzó la fama de la que nos atrevemos a considerar como uno de los personajes más relevantes, enigmáticos y apasionantes de estos siglos medios. Nos referimos a Hildegarda de Bingen, compositora, mística, poetisa y reformadora, una mujer que se llegó a considerar como una enviada de Dios para transmitir, mediante su palabra, la auténtica naturaleza del amor divino. Como mística, Hidelgarda, tuvo la capacidad de predecir el futuro a partir de unas visiones místicas que, solo ella, experimentaba en estado de vigilia. Tan grande fue su fama que en vida fue admirada y respetada por reyes y papas, nobles, caballeros y doctos frailes.

Este ilustre personaje nació en Bermersheim, una bella localidad alemana situada en el valle del Rin, durante el verano del año 1098. Al ser la menor de los diez hijos de la familia formada por el caballero Hildeberto de Bermersheim y su mujer Matilde de Merxheim-Nahet, fue considerada como un diezmo para Dios y por eso fue consagrada desde el mismo momento de su nacimiento a la vida religiosa. Muy pronto fue entregada a la condesa Judith de Spanheim, quien se encargaría de su primera educación instruyéndole en el rezo del salterio, en la lectura del latín y en el canto gregoriano. Sus primeros años los pasó junto a su maestra en el castillo de Spanheim, pero cuando cumplió los 14 años se enclaustró, junto a Judith, en el monasterio de Disibodenberg. En 1136, después de la muerte de su antigua maestra, Hildegarda fue elegida abadesa de manera unánime por las hermanas del monasterio, mientras que unos años más tarde, en 1141 decide escribir sobre las visiones que había experimentado desde su más tierna infancia. Según su biógrafo, el monje Teodorico de Echternach, estas experiencias habrían empezado cuando la monja tenía 3 años. Según relató Hildegarda, pudo observar una luz tan intensa que su alma tembló. Estos hechos continuaron durante toda su juventud, casi siempre sin entrar en éxtasis, y durante la experiencia observaba imágenes, colores y formas acompañadas de una voz que hablaba para dar sentido a lo que veía y en algunas ocasiones una extraña música cuyo origen desconocía. En 1141, a la edad de 42 años sufrió una de las visiones más intensas y una llamada para dejar por escrito sus experiencias en el que será su primer libro, el Scivias o Conoce los caminos de Dios.

A pesar de la sinceridad de sus revelaciones, Hildegarda tuvo serias dudas a la hora de hacer públicas sus visiones, por lo que recurrió y pidió consejo a uno de los hombres más prominentes de la época, Bernardo de Claraval. En una carta enviada en 1146 le explicaba de esta manera una de sus visiones:

Padre, estoy perturbada por una visión sentida por medio de una revelación divina y que no he visto con mis ojos carnales, sino en mi espíritu. Desdichada, y aun más desdichada en mi condición de mujer, desde mi infancia he visto grandes maravillas que mi lengua no sabe expresar, pero que el espíritu de Dios me ha enseñado que debo creer… Por medio de esta experiencia, que tocó mi corazón y mi alma como una llama abrasadora, me fueron mostradas cosas profundísimas… Por favor, dame tu opinión sobre estas cosas, porque soy ignorante y sin experiencia en las cosas materiales y solamente se me ha instruido interiormente en mí espíritu. De ahí mi habla vacilante.

La respuesta de Claraval no se hizo esperar, y en ella animaba a Hildegarda a reconocer ese don como una gracia y a responder con humildad. Al mismo tiempo el papa Eugenio III se expresó a favor de la monja y no dudó en animarla para continuar escribiendo sobre sus visiones, favoreciendo el inicio de una excelsa actividad literaria y epistolar con muchas personalidades de la época como Bernardo de Claraval, Federico I Barbarroja, Enrique II de Inglaterra o Leonor de Aquitania.

Monasterio de Santa Hildegarda.

Antes de terminar su obra Scivias, tuvo una nueva visión por la que se le apremiaba a abandonar la comodidad de su monasterio y marchar hacia un lugar inhóspito, «donde nada era placentero», para fundar un nuevo monasterio en la colina de San Ruperto, cerca de Bingen, pero la oposición de Kuno, abad del monasterio de Disibodenberg, que por aquel entonces seguía siendo mixto, causó gran aflicción a la monja. La situación fue tan complicada que obligó a intervenir al arzobispo de Maguncia, quien finalmente dio autorización para la salida de las monjas y la creación del nuevo centro monástico. A partir de este momento su carrera literaria se aceleró. Un año después del traslado terminó su Scivias y al mismo tiempo empezó a redactar dos nuevos libros, uno sobre ciencias naturales (Physica) y otro sobre medicina (Causa et cure), en donde expresa una gran cantidad de conocimientos sobre el funcionamiento del cuerpo humano (mucho más de lo que era normal en aquella época). También inició la colección de cantos Symphonia armonie celestium revelationum para atender las necesidades litúrgicas de la comunidad, en donde la abadesa entiende la música como un medio fundamental para comunicarse con Dios y una forma de alegrar el espíritu a partir de la recuperación de la armonía perdida. Su Sinfonía de la armonía resultó tan innovadora que muchos musicólogos actuales han valorado la obra considerándola como predecesora de estilos musicales actuales, entre ellos el New Age.

Hacia el 1163 inició la que sería una de sus grandes obras, el Liber divinorum operum, pero mientras tanto aún tuvo tiempo de fundar un nuevo monasterio en Eibingen. Durante su vida también tuvo la ocasión de ganarse el favor de algunos de los personajes más destacados de la época como Federico I Barbarroja, cuyo aprecio llevó al emperador a otorgar un edicto de protección perpetua al monasterio de San Ruperto. Su predicación llegó a ser controvertida ya que no dudó en censurar la corrupción eclesiástica mientras que, por otra parte, cargó contra la herejía cátara, a la que condenó y propuso combatir, pero solo mediante la predicación y la educación del clero. Hasta 1171 protagonizó diversos viajes por Maguncia, Tréveris, Metz, Colonia y la región de Suabia. La tranquilidad y el prestigio que había tenido durante toda su vida se vieron seriamente comprometidos durante sus últimos años, ya que en su vejez se vio obligada a hacer frente a su peor experiencia: un conflicto surgido cuando la abadesa decidió dar cristiana sepultura en el cementerio de su comunidad a un noble excomulgado. El alto clero alemán, al desconocer que este hombre se había reconciliado con la Iglesia poco antes de su muerte, cargó contra la abadesa y la acusó de ponerse en contra de su religión, pero Hildegarda se negó a cumplir la orden de exhumar el cadáver y alejarlo de la tierra consagrada. Las amenazas no tardaron en sucederse, poniendo en una situación comprometida a la anciana pero aguerrida abadesa, aunque unos meses después, a principios del 1179, el arzobispo levantó los castigos al conocer los detalles en los que se habría producido el entierro, y no contento con ello se deshizo en toda clase de elogios y alabanzas hacia este magnífica mujer que, finalmente, murió el 17 de septiembre de 1179.

Escultura que representa a Santa Hildegarda en Eibingen (Alemania). La obra incorpora bellamente los símbolos con que se la identifica: cruz pectoral, pluma, y libro.

En la biografía de Hildegarda también hay espacio para el misterio. No nos referimos a las extrañas visiones místicas que padeció desde su infancia sino a la invención de una lengua artificial concebida como un medio de comunicación universal, por encima del resto de lenguas de su tiempo. Esto también la convierte en una innovadora porque esta lengua ignota, como se la conoció, fue la primera artificial de la historia (al menos que conozcamos). El alfabeto con el que se transmitían mensajes secretos estaba formado por letras desconocidas, mientras que su vocabulario (posiblemente revelado en alguna de sus visiones) constaba solo de sustantivos y adjetivos. Hoy en día no conocemos mucho sobre este tipo de comunicación, por lo que se hace necesario un concienzudo estudio filológico, aunque en sus escritos Hildegarda aseguró que estas palabras encerraban en sí la esencia de las cosas, un conocimiento puro y trascendental que era el utilizado por los ángeles y que estaba formado por un listado de poco más de mil palabras. Estas palabras llegaron a ser utilizadas por su creadora, en más de una ocasión, para expresar la voz de muchas mujeres silenciadas durante esta larga etapa en la que se terminarán asentando los principios sobre los que se sustenta la identidad de los pueblos europeos, y en la que el papel de algunas mujeres resultó determinante.

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