Eso no estaba en mi libro de Historia de la Edad Media

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Capítulo 10 Cruzados

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Capítulo 10

Cruzados

Tiempo de cruzada y de reliquias

Las cruzadas se pueden interpretar como un conjunto de campañas militares organizadas por el papado y los grandes reyes de la Europa occidental cuyo objetivo inicial fue restablecer el control cristiano sobre Tierra Santa. Durante cerca de doscientos años, entre 1095 y 1291, los cruzados actuaron contra los considerados enemigos de la Cristiandad, no solo musulmanes, ya que también se actuó sobre los eslavos paganos, judíos, ortodoxos y contra diversos movimientos heréticos o reformistas como los cátaros o los husitas.

Por lo que se refiere a su naturaleza no resulta fácil comprender las causas por las que miles de europeos de todo tipo y condición decidieron ponerse en movimiento en pos de un objetivo tan arriesgado. Más complicado resulta, si cabe, comprender las motivaciones de los simples campesinos que formaron parte de la cruzada popular o de los pobres, ya que su participación solo puede responder a estímulos ideológicos. En este sentido, nos encontramos en una Europa con un destacable aumento demográfico, sujeta a nuevos marcos señoriales y con la mayor parte de la población sometida al poder de las clases privilegiadas, también a una fuerte presión psicológica y por la tanto predispuesta a llevar a cabo respuestas radicales ante sus problemas más acuciantes. De esta forma, la actuación de estos campesinos no se distingue en mucho de la de otros grupos mucho más cercanos a nosotros en el tiempo que, ante una situación crítica, terminaron optando por medidas extremas cuyas consecuencias, en la mayor parte de las ocasiones, resultaron dramáticas.

A partir del siglo xi se produce en Europa un fortalecimiento de los principales reinos cristianos, entre ellos Inglaterra, Francia, el Sacro Imperio Romano-Germánico y los reinos hispánicos de la península ibérica, que durante mucho tiempo apenas habían logrado sobrevivir ante el irrefrenable empuje de los conquistadores andalusíes. Todos ellos se vieron, por fin, con las fuerzas suficientes para iniciar una empresa fundamental para la consolidación de la Cristiandad: la conquista de los Santos Lugares. Hasta este momento, los más devotos cristianos, obsesionados por expiar sus pecados, habían podido peregrinar hasta Tierra Santa con una relativa facilidad, pero la aparición de los turcos en el área palestina hizo cambiar drásticamente la situación. Desde entonces las peregrinaciones se vieron seriamente dificultadas, especialmente cuando empezaron a llegar hasta los oídos de los europeos espeluznantes noticias sobre las matanzas y calamidades que sufrieron los peregrinos en sus viajes hasta Jerusalén.

El papa Urbano II es conocido por su predicación de la Primera Cruzada (1094-1099) para la recuperación de Tierra Santa.

Fue bajo este contexto cuando se inició una nueva guerra de religión, cuyas consecuencias perduraron en el tiempo hasta generar una desconfianza mutua y una fractura difícilmente reparable entre ambas orillas del Mediterráneo. Con esta idea en su cabeza, el papa Urbano II preparó un gran concilio en la ciudad de Clermont entre los días 18 y 27 de noviembre del año 1095. Allí pronunció un encendido discurso en el que llamó a todos los cristianos a tomar las armas en el nombre de Dios para luchar contra el poderoso infiel.

Después del discurso del papa en Clermont, el entusiasmo por formar parte de la cruzada se extendió por toda la Cristiandad, especialmente entre los no privilegiados al verse arrastrados por las prédicas de unos eremitas iluminados, dando lugar a lo que se conocerá como la Cruzada Popular o la de los pobres, un movimiento espontáneo a cuyo frente se pusieron los mismos predicadores seguidos por un abigarrado conjunto de campesinos, trabajadores urbanos, desempleados, bandoleros y segundones de la nobleza. A la cabeza de la primera oleada se situó Pedro el Ermitaño, quien dirigió a todos sus fieles hasta llegar a Colonia en la Pascua del año 1096. Una vez allí se dividieron en dos grupos, uno estaba encabezado por Gualterio Sans Avoir y el otro por el mismo Pedro. Poco a poco esta muchedumbre desorganizada y heterogénea avanzó siguiendo el curso del río Danubio, provocando más de un problema en las localidades por donde pasaban. El recurso al saqueo pasó a ser habitual (sobre todo cuando no era nada lo que podían echarse a la boca), por lo que pronto empezaron a surgir roces y enfrentamientos con las autoridades locales. Los cruzados de Pedro el Ermitaño asaltaron y tomaron Semlin, en Hungría, provocando una auténtica matanza, mientras que en el interior del Imperio bizantino incendiaron Belgrado, provocando las iras de Alejo Comneno, tanto que el emperador, para evitar su presencia en Constantinopla, hizo todo lo posible para que los cruzados pasasen el estrecho y se instalasen en el golfo de Nicomedia. Una vez allí se puso de manifiesto la incapacidad de Pedro el Ermitaño ya que expuso a unos hombres que no tenían formación, medios ni experiencia ante un enemigo totalmente preparado y curtido en mil batallas. En Nicea los cruzados fueron emboscados y aniquilados sin ningún tipo de compasión. Se calcula que pudieron morir unos 40.000 hombres, mujeres y niños, mientras que las bajas de los turcos seljúcidas fueron insignificantes.

La segunda ola del movimiento no llegó tan lejos. Tras la marcha del Ermitaño se formó otro contingente que finalmente se puso en marcha bajo las órdenes de Gottschalk, Volkmar y Emich de Leisingen, pero su extremismo y su inclemente persecución contra los judíos, a pesar de la prohibición expresa de los obispos, que intentaron protegerlos provocó la reacción del rey húngaro Colomán. Siendo consciente de la violencia ejercida contra las comunidades judías de Colonia, Espira, Worms, Metz, Maguncia, Praga o Ratisbona, el rey decidió ser expeditivo y terminó aniquilando a los cruzados.

La Primera Cruzada propiamente dicha no fue tan caótica como las populares que acabamos de ver. En un principio se estableció como punto de reunión la ciudad de Constantinopla. Hasta allí fueron llegando progresivamente distintos cuerpos de ejércitos entre mayo del 1095 y octubre del año siguiente, provocando la preocupación del emperador Alejo Comneno, al entender que ante sí tenía un ejército perfectamente adiestrado para la guerra, mucho más de la ayuda que había solicitado en un principio, por lo que para evitar futuros problemas exigió a los líderes de la Cruzada de los Caballeros, como habitualmente se la conoce, un juramento de fidelidad. En octubre de 1097, después de abandonar el Imperio bizantino y tras una serie de victorias militares contra los turcos, los cruzados se plantaron ante las puertas de Antioquía. Lamentablemente (para los cristianos) las rivalidades y la desconfianza empezaron a socavar el ánimo y la disciplina de los soldados. El legado pontificio, Ademaro de Monteil, pese a su reconocimiento moral como jefe de la expedición poco podía hacer para imponer su voluntad. De esta forma, algunos líderes cristianos no disimularon su interés por actuar por su propia cuenta, como Balduino de Bolonia o Tancredo. A pesar de todo, la ciudad de Antioquía fue conquistada después de un largo y duro asedio, abriendo las puertas a la conquista de Jerusalén.

Las cruzadas fueron una serie de campañas militares impulsadas por el papa, con el objetivo de restablecer el control apostólico romano sobre Tierra Santa.

El siete de junio del 1099, la avanzadilla de la cruzada de los caballeros se plantaba frente a la anhelada Jerusalén. El viaje fue largo, y se habían tenido que librar muchas batallas antes de llegar hasta la ciudad sagrada, pero ahora ya nada de eso importaba. Muchos cruzados no pudieron ocultar su emoción por lo que tenían casi al alcance de su mano; y es que Jerusalén siempre había ocupado un lugar central en la mentalidad de los cristianos durante la Edad Media y, en estos momentos, después de tantos esfuerzos, estaban a punto de arrebatársela a los que ellos consideraban infieles. Para la guarnición fatimí de la ciudad la situación se antojaba complicada. Ante ellos empezaban a tomar posiciones unos 12.000 hombres armados (entre ellos unos 1000 caballeros) más un número indeterminado de no combatientes. A pesar de todo, el gobernador Iftikhar-ad-Dawla llevaba tiempo preparando la defensa ante la inminente llegada del ejército conquistador. Una de las primeras actuaciones fue expulsar de Jerusalén a la población cristiana que vivía entre sus murallas. Con la intención de impedir un asedio largo por parte de los cruzados, los fatimíes cegaron los pozos de los alrededores e hicieron desaparecer los rebaños y las cosechas almacenadas, al tiempo que ellos mismos se aprovisionaban de víveres y agua.

Por parte cristiana no todo pintaba de color de rosa. El número de efectivos no era suficiente para completar el asedio de la ciudad, tampoco contaban con armas de asedio y, peor aún, se esperaba la llegada de un contingente importante desde Egipto en auxilio de los fatimíes. Para colmo de males las disputas entre los líderes cruzados eran frecuentes, más aun debido a la ausencia de Ademaro, del que ya hablamos, un hombre equilibrado y flexible que actuó como jefe moral de esta Primera Cruzada. Una vez establecido el cerco, los cristianos se vieron incapaces de evitar las incursiones de los musulmanes para hostigar a los sitiadores. Este no fue el principal problema, ya que el árido verano de Judea hizo estragos entre los cristianos, obligados a sobrevivir sin apenas recursos hídricos con unas temperaturas que solían superar los cuarenta grados. Ante esta situación se planteó una primera intentona, pero la falta de máquinas de asalto hizo inevitable la derrota.

El viernes 8 de julio de 1099 se organizó una procesión encabezada por sacerdotes y obispos acompañados de reliquias sagradas. Durante el recorrido en torno a la ciudad se fueron cantando salmos y oraciones con las que pedían a Dios la pronta liberación de la ciudad. Mientras esto ocurría, en lo más alto de las murallas de Jerusalén los fatimíes organizaron otra procesión, esta burlesca, para mofarse de los cristianos, provocando su lógico disgusto. Las súplicas de los cruzados parece que encontraron respuesta, porque en este mismo momento llegó desde Génova un grupo de soldados cargados de pertrechos y los elementos necesarios para la construcción de las tan deseadas máquinas de asedio, por lo que para la noche de 13 al 14 de julio todo estaba preparado para el ataque final.

Después de unas horas de feroz combate, la tarde del día 15 de julio el gobernador Iftikhar, refugiado en la torre de David, ofrecía la ciudad a cambio de salvar su vida y la de los miembros de su guardia personal. El resto de los habitantes de Jerusalén no tuvo tanta suerte. Después de tres días de recuerdo infame, y con las manos aún manchadas de sangre, los cruzados ofrecieron la corona y el título de rey de Jerusalén a Balduino, hermano de Godofredo de Bouillon. Según las tradiciones cristianas medievales, los europeos no solo habían logrado recuperar una amplia franja de tierra situada entre Siria y Egipto, sino que también se hicieron con algunas de las reliquias más preciadas y buscadas como la Vera Cruz, la Sábana Santa o la Lanza del Destino. En este episodio tuvieron un especial protagonismo los templarios, unos caballeros que bajo el pretexto de vigilar el territorio hostil que separaba el puerto de Jaffa de Jerusalén, van a protagonizar uno de los episodios más extraños y enigmáticos de ese largo periodo de tiempo conocido como la Edad Media.

Los orígenes de la orden están indudablemente relacionados con la conquista de Jerusalén. Desde el principio, el nuevo rey fue consciente de la necesidad de contar con hombres de armas para defender a los nuevos peregrinos que, después de tantos años, volvían a visitar Tierra Santa. La ocasión no la dejó escapar Hugo de Payns, al que Balduino II ofreció el privilegio de encabezar una nueva orden compuesta por un puñado más o menos reducido de individuos a los que, sorprendentemente, ofreció la mezquita de Al-Aqsa como su nueva base de operaciones, una decisión al menos extraña si tenemos en cuenta la poca importancia que esta orden tenía por aquellos años, al estar compuesta por solo nueve guerreros, o tal vez algunos más, que además no pertenecían, ni de lejos, a la alta nobleza guerrera llegada desde Europa.

Al margen de las controversias surgidas entre los historiadores que se han ocupado del estudio de la orden, no podemos obviar el halo de misterio que envuelve la aparición del Temple en Jerusalén. Sería absurdo pensar que el único motivo por el que Balduino II les ofreció tal privilegio fue la necesidad de contar con un reducido grupo de hombres para defender un reino rodeado por tantos enemigos, que esperaban ansiosos el momento de cobrarse justa venganza. Si realmente estos primeros caballeros templarios pretendieron en algún momento participar en la búsqueda de las grandes reliquias de su religión, no pudieron encontrar ningún emplazamiento mejor para iniciar sus investigaciones que la Colina del Templo. Además, debemos tener en cuenta que este fue el momento en el que se produce en las iglesias, monasterios, catedrales y palacios europeos una frenética comercialización de reliquias, cuya posesión ofrecía importantes ventajas económicas como consecuencia de la continua afluencia de peregrinos que visitaban los lugares en donde se alojaban, y que según ellos funcionaban como auténticos talismanes protectores, con efectos positivos sobre la salud e incluso porque otorgaban poder a los que entraban en contacto con ellas. Los caballeros templarios no fueron ajenos a esta realidad y, por eso, es lógico que participasen de ella. ¿Qué es lo que realmente buscaron en sus nuevas posesiones?

Balduino II de Jerusalén cede el Templo de Salomón

a Hugo de Payens y a Godofredo de Saint-Omer.

En general, aunque diferenciando los elementos puramente legendarios y esotéricos, los historiadores han tratado de relacionar a estos monjes-guerreros con la búsqueda de algunas de las reliquias más codiciadas de todos los tiempos. Una de las más importantes para ellos fue la Vera Cruz, por ser el objeto en donde fue crucificado Jesucristo y por ser el símbolo de los cruzados y del resto de la Cristiandad. Esta fue encontrada, al menos eso cuenta la leyenda, en el siglo iv por la emperatriz Elena, madre de Constantino, después de ordenar derribar los templos paganos de la ciudad de Jerusalén para comprobar que la cruz seguía conservándose debajo de ellos en perfecto estado de conservación; aunque, mucho nos tememos, esta nunca pudo ser la misma en donde el nazareno sufrió tan terrible castigo.

Para conmemorar el hallazgo, Elena mandó construir en el 335 la famosa basílica de la Vera Cruz en el mismo lugar en donde había sido encontrada, y allí permaneció, largo tiempo, hasta la conquista sasánida del 610 después de Cristo. Los bizantinos no podían tolerar tal humillación y por eso el emperador Heraclio llevó a cabo un último intento por recuperar la reliquia, derrotando a sus odiados enemigos persas, para volver a tomar posesión de la misma en el 629. Pero no por muchos años, porque poco después, en el 638, los árabes se hicieron definitivamente con el poder de la zona privando a los cristianos de su anhelado objeto de culto.

Un sempiterno silencio rodeó a la que por su naturaleza debía ser la más influyente reliquia de la Cristiandad, hasta que en el 1009 un sultán de corte radical llamado Al-Hakim decidió arrasar la basílica de la Vera Cruz hasta sus cimientos. Desde este momento se le perdió la pista; lo más probable es que fuera pasto de las llamas, aunque según cuenta la leyenda fueron los templarios los que finalmente recuperaron la reliquia después de la conquista de Jerusalén en el 1099, para pasar a convertirse en un poderoso talismán que pusieron al frente de sus huestes en sus numerosas guerras contra el islam. A pesar de todo, nada pudieron hacer para conservar por mucho tiempo la Vera Cruz. En el 1187, en la batalla de los Cuernos de Hattin, los templarios sufrieron una apabullante derrota frente a los musulmanes, y por si eso fuera poco, terminaron perdiendo su reliquia para nunca más volver a saber de ella. Muchos dicen que en los momentos finales de la batalla, uno de los hombres del Temple, que mantenía la cabeza fría en medio de aquella matanza, logró enterrarla en la arena para evitar la vergüenza de verla en manos de sus enemigos, y allí seguiría desafiando al paso del tiempo y esperando a todos aquellos soñadores que anhelaron su hallazgo. Otra de las reliquias relacionada con la orden fue el Santo Sudario, considerado el lienzo que cubrió el cuerpo de Jesús en el sepulcro y cuya imagen quedó impresa, milagrosamente, en el mismo momento en el que se produjo la resurrección. Nuevamente fueron los templarios los que, según muchos, la encontraron en Tierra Santa, y desde allí la llevaron hasta Constantinopla, Acre y Chipre, antes de llegar a su ubicación definitiva en la actual catedral de Turín.

Después de la conquista de Tierra Santa tras la Primera Cruzada, Godofredo de Bouillon fue elegido para gobernar Jerusalén, pero debido a su modestia rechazó el título de rey por el de Advocatus Sancti Sepulchri, aunque tras su pronta muerte su hermano, Balduino, pasó a convertirse en rey de Jerusalén, una ciudad que se convirtió en el centro de los territorios ocupados por los cristianos tras su victoria sobre los musulmanes. A primera vista, los resultados de esta Primera Cruzada fueron espectaculares ya que, al menos en apariencia, se había recuperado una amplia franja de tierra desde las costas de Cilicia hasta prácticamente Egipto y el golfo de Akaba. El gran problema es que al hacer efectivo el dominio territorial sobre esta estrecha franja litoral siempre quedaba abierta la posibilidad de recibir un ataque desde el interior, por lo que se decidió crear un espectacular conjunto de fortalezas, los kraks, casi inexpugnables, para mantener a raya a sus enemigos. El otro gran problema de los cristianos fue la escasez de efectivos militares, por lo que desde bien pronto se optó por la creación de órdenes militares como la de los Hospitalarios de San Juan y la de los Caballeros del Templo, pero a pesar de su relevancia a la hora de mantener la seguridad en los territorios conquistados se hizo necesario el apoyo constante desde Occidente si se quería seguir conservando lo que tanto había costado recuperar.

Una de las causas que explican la supervivencia de los cruzados en tierras de Palestina es la fragmentación de los poderes islámicos desde el siglo xi. Desde este momento, la imposición de tendencias centrípetas y unificadoras en el islam supondrá un auténtico peligro para los cristianos al dejar al descubierto su fragilidad. El triunfo del emirato de Mosul supone la pérdida del condado de Edesa en 1146, un duro golpe para los cruzados. Ante lo complicado de la situación, desde Occidente se hace un nuevo llamamiento a la cruzada, pero en esta ocasión la respuesta fue distinta. Frente al fervor religioso que había surgido en noviembre de 1095, ahora la respuesta viene de los grandes reyes europeos: Luis VII de Francia y Conrado III de Alemania, quienes se ponen al frente de dos grandes ejércitos que repitieron la ruta del Danubio hasta llegar a Palestina, pero cayendo en los mismos errores que habían cometido los hombres de la Primera Cruzada cuando saquearon y destruyeron muchas de las localidades por las que pasaron hasta llegar a su destino. La decisión de atacar Damasco demostró el desconocimiento de la política real de la región, y además supuso la completa destrucción del ejército cruzado. El fracaso de la Segunda Cruzada hizo aumentar las tensiones con Bizancio y, al mismo tiempo, promueve la unidad de los musulmanes. Mientras los cristianos aún seguían lamiéndose las heridas, Saladino pondrá toda su empeño para unir bajo su mandato Siria y Egipto, tras lo cual se lanzó sobre los territorios cristianos para infligir una gran derrota a los cruzados en la batalla de los cuernos de Hattin y recuperar la ciudad de Jerusalén en 1187. Tras la pérdida de la Ciudad Santa se vuelve a predicar la cruzada en Europa, no sin repercusiones, ya que en esta ocasión se consigue el apoyo de tres grandes monarcas: Ricardo Corazón de León, Felipe Augusto y Federico Barbarroja pero su intención de recuperar para la Cristiandad los territorios perdidos no pudo llevarse a cabo. El rey francés, enfrentado con el de Inglaterra, no tardó en volver a su reino, mientras que Federico Barbarroja murió accidentalmente mientras atravesaba un río en Anatolia, sumiendo en el caos a su ejército. Fue el rey inglés, Ricardo Corazón de León, el único que ganó cierta fama en Tierra Santa pero sin lograr recuperar Jerusalén.

La batalla de los Cuernos de Hattin tras la cual, cuentan

las leyendas, pudo desaparecer la auténtica Vera Cruz.

La crisis del movimiento cruzado se detecta con toda su crudeza con la organización de la Cuarta Cruzada por parte del papa Inocencio III, pero en este caso se trata de una cruzada de cristianos contra cristianos al ir dirigida contra Constantinopla. Desde el principio se vio que las cosas no iban a resultar como se esperaba. Ya nadie confiaba en la victoria del papa de Roma, por eso los reyes callaban y los nobles miraban para otro lado. Es más, algunos que deberían haber tenido un cierto protagonismo en la cruzada, como las ciudades italianas, se vieron amenazadas con perder sus privilegios en los puertos de Oriente como consecuencia de su participación en una empresa con tan incierto resultado. Tras salvar mil y un inconvenientes los cruzados asaltaron finalmente Constantinopla en el 1204, a lo que le siguió una terrible matanza que provocó la separación, ya definitiva, de Occidente y del Imperio bizantino. Durante el siglo xiii hubo otras cruzadas, todas igual de insignificantes, hasta que en el 1291 se produce la caída de San Juan de Acre, que ha sido interpretada como el final de este tiempo de cruzada, entendido el fenómeno como un reflejo de las profundas transformaciones que sufre Europa entre los siglos xi y xiii.

No todas las cruzadas estuvieron protagonizadas por poderosos reyes, grandes príncipes, nobles y hombres de armas. Ya hablamos de la Cruzada Popular de Pedro el Ermitaño, cuyo intento de conquistar Jerusalén terminó en tragedia, pero esta no fue la única de las denominadas cruzadas populares. Según las fuentes medievales, después de la Cuarta Cruzada se organizaron nuevos ejércitos cruzados compuestos por gente humilde, e incluso por simples niños y adolescentes que, según estas mismas fuentes, que parecen mezclar acontecimientos reales y otros ficticios, habrían partido hacia Tierra Santa con la intención de recuperar los Santos Lugares y de convertir a los musulmanes al cristianismo.

Cuentan diversas tradiciones que hacia el 1212 un joven llamado Stephen de Cloyes tuvo una serie de visiones y decidió marchar por pueblos de media Francia invitando a los niños a seguirle en una temeraria cruzada. Así, unos 20.000 jóvenes decidieron dejarlo todo y seguir a este chico que una y otra vez aseguraba haber recibido el mensaje por parte de Dios de liberar Palestina contando solo con niños. Casi sin armas, sin mapas y sin ningún tipo de formación estos muchachos, sin ningún tipo de experiencia en el campo de batalla, iniciaron su marcha hacia el sur, pero la inclemencia del camino provocó que la mitad de ellos desertase, mientras que otros muchos terminaron muriendo de hambre. Se dice que de los 20.000 niños que formaban esta cruzada, solo llegaron a Niza, en el sur de Francia, unos 2000. Allí les esperaban dos mercaderes sin escrúpulos que les ofrecieron unos barcos, muy mal pertrechados, para iniciar viaje hasta Tierra Santa, sin saber que estaban cayendo en una trampa. Dos de los barcos naufragaron cerca de la isla de Cerdeña, llevando hasta el fondo del mar a varios cientos de jóvenes, mientras que los cinco barcos restantes llegaron hasta el puerto de Alejandría, en donde los niños fueron vendidos como esclavos.

Igual de controvertida es la historia de otro joven pastor, Nicolás de Colonia, que como Stephen de Cloyes sorprendió a todos al presentarse como un elegido por Dios para guiar a miles de niños hasta Jerusalén. Nuevamente, los caminos de media Europa se empezaron a llenar con miles de chicos que marchaban sin rumbo fijo y con sus esperanzas puestas en su visionario líder. Como había ocurrido con la anterior cruzada, muchos murieron de hambre, otros de cansancio y muchos más por enfermedad. Afortunadamente, después de cruzar los Alpes e internarse por territorio italiano un obispo con sentido común les salió al paso y les convenció de la inutilidad de su propósito, por lo que los escasos supervivientes decidieron dar media vuelta y volver a sus hogares. Fueron muy pocos los que pudieron llegar finalmente hasta Alemania para contar su extraña aventura y unos relatos que, según se dice, pudieron dar lugar a una leyenda que pusieron por escrito los hermanos Grimm en un cuento llamado «El flautista de Hamelín».

El cuento empieza en un pequeño pueblecito alemán situado en Brunswick, muy cerca de Hanover. La vida en Hamelín parecía tranquila pero un año la localidad fue víctima de una terrible plaga de ratas que hundió a sus habitantes en la desesperación, al comprobar cómo proliferaban las enfermedades y se destruían los cultivos. Como venido del cielo, un día apareció en el pueblo un extranjero que propuso un remedio para todos los males que asolaban la ciudad. Tras acordar el precio por sus servicios con las autoridades locales (mil florines) se encargó de hacer desaparecer a todas las ratas llevándolas hasta el río, donde finalmente se ahogaron tras escuchar la melodía mágica entonada con una flauta. Después de realizar su trabajo, las autoridades de Hamelín decidieron no pagar el precio estipulado al flautista y este, como represalia, embrujó a los niños del pueblo con el sonido de su instrumento. Tras encantar a los jóvenes, el extranjero hizo que unos 130 le siguiesen hasta el interior de una profunda cueva para no ser vistos nunca más. En la actualidad se sigue debatiendo sobre la posibilidad de que esta antigua narración esté sustentada en unos hechos históricos cuyo recuerdo se ha desdibujado con el paso de los siglos. Puede ser que el episodio haga referencia a la expansión hacia el este de los habitantes germanos durante la Baja Edad Media, aunque también se ha apuntado a la posibilidad de que el cuento sea un recuerdo de un terrible accidente que ocurrió en la localidad en una fecha indeterminada, por el cual muchos de sus habitantes murieron ahogados (posiblemente por el desbordamiento del río Weser) o enterrados por un deslizamiento de tierra. Entre todas las hipótesis la más extendida es la que hace alusión a la Cruzada de los Niños, ya que el flautista de Hamelín representaría al joven Nicolás, que embaucó a los niños para llevarles hasta la muerte en un lugar lejano.

Como suele ocurrir, detrás de los cuentos populares se suele esconder el recuerdo de unos hechos históricos desdibujados por el paso del tiempo.

Non nobis, Domine, non nobis.

Sed Nomini Tuo Da Gloriam

Según cuentan las tradiciones, en los momentos iniciales de su existencia, los hombres del Temple vivían prácticamente en la ruina, mendigando limosnas para poder sobrevivir, ya que ni siquiera tenían dinero suficiente para costearse el uniforme reglamentario de la orden. Todo esto cambió después del viaje por Europa de Hugo de Payns para ganar adeptos a la causa templaria, como el del prestigioso Bernardo de Claraval, cuyo apoyo fue determinante para el éxito de los nuevos monjes-guerreros. Del día a la mañana los templarios se convirtieron en una poderosa organización, independientes de cualquier poder terrenal, sujetos únicamente a la autoridad del papa.

Sus bienes y sus privilegios se multiplicaron de una forma asombrosa, casi inexplicable, teniendo en cuenta sus humildes orígenes, tanto que despertaron la envidia y la codicia de unos gobernantes europeos que se vieron superados por las inimaginables riquezas que los monjes conservaban en sus encomiendas. ¿De dónde procedía todo ese oro? Indudablemente los templarios eran unos excelentes administradores y su pericia les llevó a desarrollar un auténtico embrión del sistema financiero que se consolidó en Europa unos siglos más tarde. Pero todo esto se antoja insuficiente para explicar esa enorme fortuna.

Puerto de la Rochelle, lugar en donde se encontraba el principal puerto templario en el Atlántico y desde el cual, dicen las leyendas, pudo salir el gran tesoro de los templarios.

De lo que sí podemos estar seguros es que esta riqueza, cuyo origen aún no ha sido totalmente esclarecido, empujó a un rey francés y a su compinche, el papa Clemente, a proyectar una endemoniada maniobra para terminar con los templarios. Las razones que llevaron a Felipe IV a planificar aquella maquiavélica maniobra contra los integrantes de la orden han sido analizadas desde distintos puntos de vista en numerosos ensayos a lo largo de los últimos años. En términos generales, todos suelen coincidir en la delicada situación económica por la que atravesaba el Reino de Francia, y en las intenciones del avaro rey por hacerse con las riquezas que él mismo había visto en la sede de la orden en París durante una anterior visita. En este contexto, Felipe IV comenzó a tramar un plan en el año 1305, aprovechando el aumento de las críticas contra los monjes-guerreros después de la pérdida de sus territorios en Tierra Santa. De su antigua fama poco quedaba, ahora se les empezó a considerar como unos oscuros seres, codiciosos, borrachos y malolientes, pero a partir de este año surgieron rumores mucho más peligrosos, difundidos por el rey francés y sus acólitos, que empezaron a propagar la creencia de que los caballeros templarios eran herejes, adoradores de ídolos, sodomitas y blasfemos.

Con todo a su favor, Felipe IV y sus perversos consejeros —Nogaret y Plaisans— se dedicaron a reunir pruebas incriminatorias y, cuando lo tuvieron todo listo, asestaron un golpe mortal a los templarios para hacerlos desaparecer de la historia. El proceso que siguió a esta infame actuación enturbió aun más la concepción que a día de hoy tenemos de los integrantes de la orden. Según palabras de Sánchez Dragó en su maravilloso Gárgoris y Habidis:

Entre los chismes esparcidos por el rey de Francia, la mala leche de su santidad y la hipocresía filantrópica de las sociedades secretas contemporáneas, ya no sabemos si fueron maricones, borrachos, comecuras, lechuguinos de comunión diaria, tragasantos o caballeretes que gustaban de empolvarse la nariz.

El caso es que el día 13 de octubre del año 1307, de infausto recuerdo, cientos de oficiales del rey francés abrieron un misterioso sobre con unas instrucciones muy precisas. Todos los miembros de la Orden deberían ser capturados y sus bienes confiscados. Las detenciones deberían iniciarse en la imponente torre del Temple de París, lugar en donde se alojaba el que fue último gran maestre de los templarios, Jacques de Moley.

En lo que se refiere a la península ibérica, tenemos constatada la presencia de monjes-guerreros para contribuir en el esfuerzo bélico que los reinos cristianos estaban llevando a cabo contra los musulmanes. En España y Portugal la presencia de los caballeros templarios es muy temprana. En 1128, tan solo ocho años después de la fundación de la orden, doña Teresa, reina de Portugal, cedía el castillo de Soure, en Braga, al eminente caballero templario Raimundo Bernardo. Tres años después, era el conde de Barcelona, Ramón Berenguer III, el que sorprendía a sus súbditos ingresando en la orden poco antes de fallecer, tras haber cedido el castillo de Granyena situado en la actual provincia de Lérida. En 1132 el turno es para otro conde, Armengol IV de Urgel, quien cede a los caballeros de la orden templaria la imponente fortaleza de Barberá, caracterizada por encontrarse en la primera línea del frente contra los musulmanes, por lo que resulta evidente el interés que tiene el conde de involucrar a estos prestigiosos guerreros en la defensa de unas tierras que hasta ese momento habían sido escenario de numerosas refriegas entre cristianos y musulmanes.

Más sorprendente resultó, si cabe, la elaboración del testamento del rey aragonés Alfonso I el Batallador, que en 1131 declaraba su voluntad de dejar todas sus posesiones en manos de las órdenes militares del Santo Sepulcro, el Temple y el Hospital. Lógicamente el testamento del rey aragonés no fue visto con buenos ojos, ya que su cumplimiento implicaba la disgregación de un reino cuyo territorio aún se encontraba amenazado por la presión que los musulmanes seguían ejerciendo desde el sur, por lo que, a su muerte en 1134, se decidió no hacer efectivo el testamento. Los nobles navarros eligieron como nuevo monarca a García Ramírez, mientras que los aragoneses se decantaron por el hermano del Batallador, Ramiro el Monje, quien no vio otra salida más que abandonar su vida de retiro espiritual y tomar las riendas de un reino que amenazaba con desaparecer. A pesar de todo, el problema del testamento de Alfonso I siguió latente durante los siguientes años, hasta que al final encontró solución con el conde de Barcelona, Ramón Berenguer IV (casado con Petronila, hija de Ramiro el Monje), cuando logra un acuerdo con los caballeros templarios por el que estos renunciaban al cumplimiento del testamento a cambio de la cesión de numerosas propiedades tanto en Aragón como en Cataluña, entre las que destacaron las de Monzón, Barberá y Remolins, además del derecho a incorporar la quinta parte de los territorios conquistados a los musulmanes tras aquellas campañas en las que hubiesen tomado parte. Comienza entonces un periodo de esplendor de la orden templaria que se refleja en su participación en la toma de Lérida, Fraga y el asedio y rendición de Miravet, en 1153.

La Fortaleza de Calatrava es de grandes dimensiones y fue construida por los caballeros calatravos en los años 1213 a 1217, empleando como mano de obra a buena parte de prisioneros tomados tras la batalla de las Navas de Tolosa. Una vez erigida, se convirtió en sede de la Orden y en una de las más importantes fortalezas de Castilla.

Mientras todo esto ocurre en Aragón y en el condado de Barcelona, en Castilla la situación era mucho más compleja. La primera noticia sobre una donación a la orden se remonta a 1146, cuando Alfonso VII entrega la localidad de Villaseca al maestre Pedro de la Roera, pero el episodio que marca el futuro de la orden en Castilla se produce a partir de 1149 cuando el rey les ofrece a los monjes guerreros la posesión de la fortaleza de Calatrava, a mitad de camino entre Toledo y Córdoba, para que la defendiesen ante las incursiones cada vez más violentas que llevan a cabo los almohades en esta región de gran importancia estratégica. La llegada de los templarios a Calatrava fue recibida con alivio, ya que su fama de grandes guerreros capaces de hacer frente al infortunio y a las situaciones más adversas les precedía. Pero, contra todo pronóstico, los templarios decidieron en el año 1157 renunciar a la defensa de la plaza alegando falta de medios ante un enemigo mucho más poderoso. El descrédito para el Temple fue aun mayor porque inmediatamente la orden de Calatrava se ofreció para cumplir este cometido, algo que hizo a la perfección, ya que los calatravos lograron resistir una y otra vez los envites de los guerreros norteafricanos y mantener la plaza hasta la derrota final del ejército almohade en la batalla de las Navas de Tolosa en 1212.

Si la expansión de la orden del Temple es discreta en Castilla, no sucede lo mismo en el Reino de León, en donde Fernando II les ofrece la plaza de Coria en 1168 para fortalecer su defensa frente a los musulmanes. Por estos mismos años, el rey dona otros castillos al Temple, entre ellos los de Santibáñez de Mazcoras o Esparragal, mientras que bajo el reinado de su hijo, Alfonso IX, surgen nuevas encomiendas en tierras leonesas. En Portugal, la orden templaria quedó bien asentada ya que participó de forma muy activa en el proceso de Reconquista, obteniendo de Alfonso Henriques en 1145 el castillo de Longroiva por su ayuda en la toma de Santarém y dos años después, en 1147, el castillo de Cera, próximo a Tomar, que se convierte en su sede regional.

Durante la segunda mitad del siglo xii la situación de la orden del Temple en Aragón experimenta un cierto deterioro. El nuevo rey, Alfonso II, no se mostró tan dispuesto como su padre Ramón Berenguer IV a ceder a los caballeros la quinta parte de las tierras conquistadas. Es más, después de la ocupación de nuevos territorios en lo que hoy es la provincia de Teruel, Alfonso II no dudó en ofrecer nuevas tierras y fortalezas a las órdenes de Calatrava y Montegaudio, dejando de lado los intereses del Temple, muy probablemente como consecuencia de la desconfianza real por el extraordinario poder que estaba asumiendo la orden hasta llegar a convertirse en un reino dentro del propio reino. A pesar de esta actitud contraria a los intereses de los monjes guerreros, Alfonso II no pudo impedir (ya casi al final de sus días) la fusión de la orden de Montegaudio con la del Temple, debido a la mala situación por la que pasaba la primera. Esta dinámica continúa durante el reinado de Pedro II pero con la llegada de Jaime I la posición de los monjes-guerreros se consolida al recuperar el prestigio y la influencia perdida durante las décadas precedentes. El fortalecimiento de la orden en la Corona de Aragón comenzó a fraguarse cuando en 1209 la reina María de Montpellier ordenaba por su testamento que su hijo Jaime (futuro Conquistador) fuese cuidado e instruido por los hombres del Temple hasta que tuviese la edad suficiente para tomar las riendas del reino. Tras quedar huérfano Jaime pasó tres años en Monzón impregnándose con las enseñanzas e ideales de los templarios, dejándole una profunda huella que tardará mucho tiempo en borrarse.

Mientras, en Castilla, el prestigio de los templarios fue recuperándose tímidamente durante el reinado de Alfonso VIII, bajo cuyo mandato aumentan el número de encomiendas y posesiones, sobre todo a partir del 1183, pero será su participación en la épica batalla de las Navas de Tolosa, en julio de 1212 (sin lugar a dudas la más influyente de la Edad Media en tierras hispanas), el acontecimiento que les terminará encumbrando al tener un papel protagonista en la gran victoria que conseguirán los ejércitos cristianos en su lucha contra el peligro almohade, que amenazaba con extender su dominio sobre la práctica totalidad de la península ibérica. Aunque no conocemos el número exacto de caballeros que lucharon en la batalla, sí que podemos asegurar que mostraron una enorme valentía en la conocida «carga de los tres reyes». Tras la victoria cristiana, asistimos al momento de mayor esplendor de los templarios en Castilla y en el resto de territorios hispanos, Portugal incluida, ya que en 1217 el maestre provincial Pedro Alvítiz al mando de un auténtico ejército templario compuesto por al menos quinientos caballeros y un gran número de peones, consigue la victoria en la batalla de Alcocer do Sal. Por su parte, en Aragón, el rey Jaime I completaba la conquista de Mallorca en 1229 con el apoyo de los monjes-guerreros, recompensándoles con nuevas tierras y fortalezas. Algo similar ocurre tras la toma de Burriana en 1233 y Valencia en 1238. Por estas mismas fechas, en Castilla Fernando III conseguía la reunificación con León, tras la cual emprende nuevas campañas contra el territorio andalusí que le llevaron a la conquista de Córdoba, antigua capital califal, en 1236 y de Sevilla en 1248. El periodo de expansión continuó durante los reinados de Alfonso X y Sancho IV, quienes seguirán contando con el apoyo de una orden del Temple cuyo esfuerzo se vio recompensado con la adquisición de nuevas tierras y fortalezas como la de Fregenal de la Sierra, Jerez de los Caballeros y Burguillos del Cerro.

Castillo de Jerez de la Frontera, donado en 1238 por Alfonso IX a los templarios.

En la segunda mitad del siglo xiii el poder de los templarios parecía ya incontestable. Tanto en España como en el resto de Europa disfrutaban de enormes privilegios reales, mientras que la excelente administración de sus territorios les permitió amasar enormes fortunas. Desgraciadamente para sus intereses, el futuro no se presentaba nada halagüeño ya que la paralización de las conquistas en la península ibérica les impidió adquirir nuevas riquezas patrimoniales, mientras que en Tierra Santa la suerte les era cada vez más adversa (pérdida de San Juan de Acre en 1291). Como vimos, el rey francés Felipe IV, acuciado por una grave crisis económica, ponía en marcha en 1307 un despiadado plan para terminar con la orden del Temple, al acusarles, injustamente, de terribles pecados contra la fe cristiana. Su fin estaba cercano.

En lo que respecta a España, el único monarca que decidió plegarse ante la voluntad del rey francés fue Luis Hutin de Navarra, pero en Aragón y especialmente en Castilla, las cosas no resultaron tal y como había previsto el pérfido Felipe IV. En la Corona de Aragón, Jaime II envió una misiva al francés en la que le advertía que no iba a actuar contra los caballeros. Es más, en la carta le recordaba los impagables servicios que los caballeros del Temple habían realizado en defensa de toda la Cristiandad. Desgraciadamente para los intereses de los monjes-guerreros, el rey francés logró convencer al pontífice Clemente V y este terminó emitiendo una bula por la que se ordenaba a todos los reyes cristianos la detención de los templarios. Finalmente, Jaime II, presionado tanto por el papa como por el rey de Francia, terminó decretando la captura de los templarios y la toma de alguna de las fortalezas en donde se habían cobijado como Peñíscola o Burriana y, poco después, Miravet, Monzón y Cantavieja. En 1312, después de un largo suplicio en el que llegaron a sufrir un trato inhumano y vejatorio, pudieron al fin disfrutar de la absolución por parte del concilio de Tarragona, por la que son declarados inocentes de todos los cargos. Muchas de sus posesiones pasaron a manos de la orden de San Juan del Hospital.

Mientras, en Castilla, Fernando IV decidió ignorar de forma humillante al francés, e incluso cuando Clemente V le apremió para que se sometiese al dictado de la bula, el sobrio rey castellano no dudó en desafiar al pontífice dejando a los caballeros templarios con una total libertad de movimientos; incluso llegó a un acuerdo con el maestre provincial Rodrigo Yáñez para que pudiesen ceder de forma ventajosa las posesiones del Temple en Castilla. El 27 de abril de 1310, los últimos caballeros templarios del Reino de Castilla fueron convocados en Medina del Campo para someterse a un interrogatorio pero, siempre bajo la protección del rey, fueron liberados pocos días más tarde sin un solo rasguño en el cuerpo. Finalmente, mediante concilio celebrado en Salamanca, los caballeros templarios quedaron libres de toda condena y sus bienes pasaron temporalmente a la Corona. En Portugal, como en Castilla, los caballeros recibieron el apoyo del rey Diniz I, quien permitió a sus antiguos aliados templarios que permaneciesen en su territorio, aunque aceptando nuevos cambios, ya que desde entonces pasaron a formar parte de la nueva orden de Cristo.

Ruta por la Iberia templaria

Tanto en España como en Portugal disponemos de una gran cantidad de castillos e iglesias cuya construcción, habitualmente, ha sido atribuida a los templarios. El gran problema radica en la proliferación de ensayos, artículos y todo tipo de publicaciones de corte pseudohistórico que han contribuido a aumentar la confusión sobre la identidad templaria de muchos edificios que, en origen, nada tuvieron que ver con la orden de los monjes-guerreros. En el siglo xix el estudio de la orden del Temple experimentó un destacado auge, aunque este interés por parte de los historiadores no siempre se tradujo en una mejor comprensión de la auténtica naturaleza de la orden ya que, en muchas ocasiones, continuó la incertidumbre a la hora de interpretar los hechos históricos que con ellos se relacionan. Uno de los errores más frecuentes surgió en este mismo siglo xix, cuando diversos historiadores y teóricos del arte como el arquitecto francés Viollet-le-Duc, señalaron que los templarios habían utilizado para construir sus iglesias plantas de tipo circular o poligonal, por lo que, desde este momento, todos los interesados en el estudio de la orden llegaron a la conclusión de que cualquier edificio construido durante los siglos xii y xiii con estas características, debería de tener un origen templario. Según le-Duc en su Dictionnarie raisonné de l’ Arquitecture Française:

Los edificios circulares conocidos como capillas de los templarios son reminiscencias del Santo Sepulcro… la orden de los templarios, especialmente dedicada a la defensa y conservación de los Santos Lugares, elevaba en cada encomienda una capilla que debía ser la representación de la rotonda de Jerusalén.

En esta misma línea se expresaba el arqueólogo Albert Lenoire, cuando vincula los edificios de planta central como los de Segovia, Laon y Metz con los caballeros templarios, mientras que, unos años antes, el inspector de Monumentos Históricos, Prosper Mérimée aseguraba que los miembros de la orden daban a sus iglesias una forma redonda en recuerdo de la iglesia del Santo Sepulcro. Desde ese momento, especialmente debido al enorme prestigio de estos personajes que presentaron los primeros estudios sobre los edificios templarios, se empezó a extender la idea que consideraba la existencia de una planta circular o poligonal como sinónimo de una obra templaria aunque, en realidad, hoy sabemos que son muy pocas las edificaciones llevadas a cabo por la orden siguiendo este modelo.

En lo que se refiere a la península ibérica, podemos iniciar este recorrido histórico por nuestra geografía templaria en tierras de Aragón. Allí podremos deleitarnos con el castillo de Monzón, en Huesca, famoso por ser el lugar en donde un joven Jaime I fue educado antes de tener la edad suficiente para asumir el trono. El castillo de Monzón fue, igualmente, uno de los últimos enclaves defendidos heroicamente por los templarios antes de la desaparición de la orden. Muy cerca de allí tenemos las iglesias de los pueblos de Ontiñena y Ballobar, mientras que ya en Teruel la presencia del Temple es generosa, destacando las fortalezas de Castellote, Cantavieja (una de las más notables encomiendas de la comarca del Maestrazgo) y la Iglesuela del Cid, por donde antes había pasado el héroe castellano.

En la Comunidad Valenciana la presencia del Temple es también generosa. Destaca el castillo de Peñíscola, construido entre los años 1294 y 1307 sobre los restos de una antigua alcazaba andalusí. Otro de los castillos que se conservan en buen estado de conservación es el de Xivert, una fortificación islámica del siglo xi que fue posteriormente reformada por los templarios en 1234 después de la conquista de la plaza, añadiendo nuevos elementos como grandes torres circulares, una iglesia y el aljibe. La presencia del Temple en Castellón se completa con dos nuevos castillos, los de Pulpis, ocupado por Alfonso II y otorgado en 1190 a la orden, y el de Aras del Maestre, en un deficiente estado de conservación pero famoso por ser la primera plaza del Reino de Valencia en caer en manos del rey Jaime I. En Murcia la presencia templaria es menor ya que la región es conquistada en fechas más avanzadas, pero a pesar de ello debemos destacar la plaza de Caravaca que pasa a dominio castellano mediante el tratado de Alcaraz en 1243 para convertirse en un estratégico enclave fronterizo frente Al Ándalus, por lo que en 1264 es otorgada a los caballeros templarios y así va a continuar hasta 1312, cuando es reemplazada por la orden de Santiago.

Tras la restauración del castillo de Miravet, especialmente las paredes del patio de armas, el enclave perdió parte de su encanto, al introducir elementos modernos y enmascarar la estructura interna.

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