Eso no estaba en mi libro de Historia de la Edad Media

Eso no estaba en mi libro de Historia de la Edad Media


Capítulo 1 Sexo, hipocrás y danzas de la muerte

Página 3 de 19

Capítulo 1

Sexo, hipocrás y danzas de la muerte

De tapas en la Edad Media

Uno de los grandes problemas que tienen los estudiosos de nuestro pasado radica en el hecho de encontrar un modelo humano característico para cada uno de los periodos en los que se divide la historia. En lo que se refiere a la Edad Media la existencia de este modelo solo puede considerarse si antes conseguimos distinguir, dentro de la enorme heterogeneidad social, unas pautas comunes que se adapten al rey y al mendigo, al rico y al pobre o al hombre y a la mujer. Ante esta cuestión se debe de tener en cuenta que en el contexto medieval cristiano se tiene la convicción de la pertenencia a un modelo de existencia definido por la religión. También es importante comprender el espacio en el que se enmarca el día a día del individuo, en un momento en el que ya se han dejado atrás las formas socioeconómicas típicas de la Antigüedad Tardía.

Durante la Edad Media la organización territorial de la sociedad se estructura en torno a cuatro células fundamentales: el castillo, la señoría, el pueblo y la parroquia. El número de castillos prolifera en estos siglos, especialmente en aquellos territorios sometidos a una fuerte presión militar, motivo por el cual se produce una auténtica evolución de las técnicas defensivas a partir de la construcción de altos muros de piedra, que sustituirán a las antiguas empalizadas de madera, y otras estancias con funciones claramente castrenses. El castillo medieval cumple diversos objetivos, porque también actuaba como lugar de residencia de la nobleza e incluso como palacios de los propios reyes, especialmente los que se situaban en contextos urbanos.

Muy relacionado con el área de influencia del castillo estaba la señoría, o lo que es lo mismo: el conjunto de tierras y campesinos que dependían de la autoridad del señor. Comprendía los derechos territoriales y jurisdiccionales que el noble ejercía por su capacidad de mando sobre sus vasallos y feudatarios, entendiendo el sistema señorial como un tipo de organización en el que el señor se sitúa al frente de un feudo concedido por un superior en su condición de vasallo.

Castillo de Loarre, en Huesca. Durante la Edad Media la vida de hombres y mujeres se desarrolla en torno a una serie de células, entre ellas el castillo, que se va a convertir en uno de los elementos más significativos de la época.

Dentro de los feudos y señorías encontramos, por otra parte, agrupaciones de campesinos y súbditos que forman los pueblos medievales. Estos sustituyen el antiguo hábitat disperso típico de la Antigüedad hasta convertirse en uno de los elementos más significativos del paisaje medieval, tanto que en esencia han logrado subsistir hasta nuestros días como símbolo y recuerdo lejano de un pasado remoto pero más cercano a nosotros de lo que podemos imaginar. Esta nueva forma de hábitat se explica por la unión de casas de campo en un núcleo concentrado, para cooperar en la defensa mutua de un mundo que ha perdido parte de la seguridad que le ofreció el Estado romano antes de quedar fragmentado a partir del siglo iv, pero también por la atracción de dos elementos esenciales para la vida del campesino: la iglesia parroquial y el cementerio.

Tal y como podemos observar cuando visitamos alguno de estos pueblos actuales que aún desprenden un intenso aroma medieval y que han conservado la fisionomía del pasado (en España tenemos ejemplos verdaderamente sobrecogedores como Besalú en Girona, Albarracín en Teruel, Aínsa en Huesca, Olite en Navarra o Montefrío en Granada, entre otros muchos), las calles eran muy estrechas, lo suficiente como para que pasasen carros y carretas, mientras que los gremios de artesanos conformaban los distintos barrios (o burgos) que formaban el enclave.

La iglesia era el edificio más importante de la localidad, hasta el punto que las formas de vida de sus habitantes estaban marcadas por todo lo que sucedía alrededor de este espacio sagrado. El repicar de sus campanadas marcaba el ritmo de la vida de los feligreses, advertía de un peligro, anunciaba las horas de rezo y convocaba asambleas vecinales. Es el edificio en donde se desarrollan las ceremonias que marcan la vida de los hombres y mujeres de la Edad Media: bautizo, matrimonio y funeral, mientras que por otra parte se encarga de organizar las festividades más destacables del calendario cristiano como Navidad, Semana Santa y los domingos, por ser el día de oración. La iglesia obtenía diversas rentas feudales ya que cobraba el diezmo y recibía muchas donaciones, aunque también desarrollaba una destacable labor social, de asistencia a los pobres, cuidado a los enfermos y la organización de la enseñanza más elemental. Estas funciones fueron asumidas de forma progresiva por lo que la institución parroquial no conseguirá estabilizarse hasta el siglo xiii, cuando ya actúa como una entidad que engloba a un conjunto de fieles puestos bajo la autoridad espiritual de un sacerdote al que se llama cura. En la parroquia, el creyente tiene el derecho de recibir los sacramentos y de convertirse en una parte activa de la comunidad cristiana, por lo que a lo largo de su vida, el aldeano establece un estrecho vínculo con el cura de la iglesia y sus coparroquianos.

Hablamos del pueblo como célula fundamental de organización; la otra es el cementerio. En la Edad Media se producen transformaciones relevantes en lo que se refiere a la relación del ser humano con el mundo de la muerte. Hasta entonces, el hombre y la mujer habían sentido temor y repulsión hacia los cadáveres por lo que a los muertos solo se les rendía culto en las afueras de la ciudad o dentro de la unidad familiar. En Roma los enterramientos eran extramuros y muy habitualmente cerca de los caminos, mientras que en la Edad Media, los vivos trasladaron a sus muertos al interior de los pueblos y ciudades para así fortalecer los vínculos entre unos y otros. El cementerio ocupa una posición central en el espacio urbano y rural, como parte de un proceso de recuperación del culto a los antepasados. Este culto contribuye entre las clases dominantes a la consolidación dinástica de muchas familias reales, algunas de las cuales se esforzarán por levantar necrópolis reales como la de San Isidoro de León y la de San Juan de la Peña en la península ibérica.

San Isidoro de León es uno de los templos románicos más destacados de la Península Ibérica. En su interior encontramos un Panteón ubicado a los pies de la iglesia, con pintura mural románica y capiteles originales, en donde fueron enterrados algunos reyes leoneses.

En cuanto al ser humano, en la Edad Media se consideraba al hombre como una criatura modelada por Dios. Su esencia, su historia e incluso su destino solo podían entenderse a través de los textos sagrados, especialmente el libro del Génesis, primero del Antiguo Testamento, en el que se narra la creación de un hombre al que Dios le confiere dominio sobre la naturaleza, pero esta posición privilegiada se vio seriamente comprometida cuando Adán, instigado por Eva (seducida a su vez por la serpiente) cometió pecado y desobedeció la voluntad de Dios. Desde este momento, en el interior de todos nosotros dos seres van a enfrentarse y a rivalizar entre sí, el ser humano creado a imagen y semejanza de Dios, y el que es expulsado del Paraíso tras cometer el pecado original. Durante la Edad Media, la Cristiandad tendrá en cuenta la doble naturaleza del ser humano, no tan solo la parte negativa como suelen hacernos creer los grandes detractores de este periodo histórico, sino también la parte positiva. En algunos momentos se insiste más en esta última, especialmente a partir del siglo xi, mientras que en otros, sobre todo durante la Alta Edad Media, predomina la más peyorativa, la del pecador dispuesto a sucumbir ante la tentación y a renegar de Dios.

La condena al sufrimiento impuesta por Dios tanto a Adán como a Eva, en la forma de trabajo manual para el hombre y a los dolores del parto para la mujer, se traduce en el desprecio hacia el trabajo físico, insistiendo en el carácter maldito y penitencial del mismo. Esto trae consigo la valoración de una forma de vida entre las clases superiores en la que el sustento se asegura a partir del pago de unas rentas que proceden del trabajo de las clases menos favorecidas, dedicándose los nobles y el clero a otras ocupaciones, para ellos, más valoradas y dignas. La estructura socioeconómica tiende a consolidar estas diferencias, acentuando la sensación que tenemos de la sociedad medieval como un mundo en el que predominan las contraposiciones explícitas, llegando a asumir esquemas como el planteado por el obispo Aldaberon de Laon hacia el 1030 en su Poème au roi Robert en donde se distinguen los tres componentes fundamentales de la sociedad cristiana medieval (planteamiento ausente en la Biblia): oratores, bellatores y laboratores. Los primeros, los pertenecientes a la Iglesia, especialmente los monjes, son los encargados de rezar y de establecer una relación con el mundo divino, lo que les otorga un gran poder espiritual en la Cristiandad. El segundo grupo, el de los bellatores, está formado por nobles, especialmente los combatientes a caballo, que se encargan de proteger con su fuerza a los otros dos órdenes, mientras que el último grupo está representado por los campesinos, los no privilegiados, que alimentan con el producto de su trabajo a las clases privilegiadas.

Durante los siglos iniciales de la Edad Media, el personaje bíblico Job fue un modelo a seguir, por ser un hombre que aceptaba sin ningún tipo de duda la voluntad de Dios, incluso ante las peticiones más extremas.

Durante la Alta Edad Media, en la que como hemos dicho el ser humano puede ser interpretado como víctima de su propia naturaleza pecadora, uno de los modelos bíblicos a seguir será Job, por ser un hombre que acepta la voluntad de Dios y no busca otra justificación además del arbitrio divino. Job es un ser íntegro y temeroso de Dios que a pesar de sus infortunios renuncia a cualquier orgullo y reivindicación. Es por este motivo por el que la iconografía altomedieval presenta a Job humillándose ante la divinidad, roído en sus entrañas o como un leproso, pero siempre manteniendo su lealtad hacia el Creador. Frente a esta concepción ideal del hombre, desde el siglo xiii predomina un tipo de representación diferente, más acorde a los rasgos realistas de las clases privilegiadas y poderosas. En el arte de esta Baja Edad Media, el ser humano aparece bajo la forma de papas, reyes, grandes señores y poderosos burgueses, siempre seguros de sí mismos, mientras que el sufridor es el mismo Dios, Jesús, que se ha sacrificado para salvar a la humanidad.

Los hombres y mujeres medievales también están implicados en una lucha que a menudo no logran entender, la que Satanás, el espíritu maligno, lleva a cabo contra Dios, pero esta lucha no les lleva a interpretar la realidad de una forma maniquea, ya que en la Edad Media se tiene la certeza de que existe un solo Dios, superior en fuerza a los ángeles caídos, por lo que el creyente tan solo se debe preocupar por resistir al pecado y aceptar la gracia a partir de su libre albedrío. Es en esta batalla entre el poder de los ángeles contra el de los demonios en la que se va a decidir el destino del alma, tal y como representa la imagen de san Miguel pesando con la balanza el alma de hombres y mujeres, mientras Satanás espera impaciente a que el platillo se incline sobre el lado desfavorable, al tiempo que San Pedro está dispuesto a actuar sobre el lado positivo.

La necesidad perentoria de encontrar señales que anuncien la propia salvación explica, desde el punto de vista de la antropología cristiana, el nacimiento de la concepción del ser humano como un homo viator, un hombre que está en camino, que siempre está en movimiento hacia la vida y la salvación, o hacia la muerte y la condena. El ser humano durante el Medievo es un peregrino que marcha hacia los lugares sagrados para postrarse ante el poder de una reliquia o un fiel cruzado que se desplaza hasta Tierra Santa para combatir contra los enemigos de la fe y recuperar para la Cristiandad una región en donde Jesús nació, predicó y murió. El camino en la Edad Media puede llevar a la salvación, pero también a la perdición, porque puede alejar al creyente de la estabilidad tan estrechamente asociada a la moralidad, y convertirlo en un ser errante o un vagabundo sin residencia fija, o lo que es lo mismo: una de las peores encarnaciones del ser humano medieval. Otra concepción es la del hombre penitente, ya que la penitencia puede asegurar la propia salvación, aunque para ello no sea necesario (y de hecho no fue tan habitual como se nos ha querido hacer ver) las formas penitenciales extremas, tanto privadas como públicas (como es el caso de los grupos flagelantes que proliferan después de la epidemia de peste del 1348), sino una actividad excepcional para responder a una calamidad o suceso perturbador. En definitiva, el modelo de hombre y mujer de tiempos medievales, está constituido por la unión de dos elementos bien distintos, el alma y el cuerpo.

Durante una parte más o menos extensa de la Alta Edad Media tendió a primar la imagen peyorativa de nuestra parte física, de ese abominable revestimiento del alma que es el cuerpo, en palabras de Gregorio Magno, en el que se materializaban todas nuestras pasiones y debilidades, entre ellas la lujuria, la codicia y, cómo no, la gula. Pero los hombres y las mujeres de la Edad Media no solo se preocuparon por la salvación de sus almas, sino que también quisieron dar consuelo a sus pasiones más mundanas, por eso es importante conocer sus gustos gastronómicos, qué hacían para divertirse o cuál fue su concepción del sexo, y de esta manera tener una visión íntegra, no tan teórica, del hombre y la mujer medieval.

En esta época, más que en otras, las costumbres alimenticias también servían para diferenciar y resaltar el poder de los grupos privilegiados frente al de los más necesitados. Uno de los elementos diferenciadores fue la capacidad que tuvieron los nobles de alimentarse, incluso en épocas de penalidades y hambrunas, con crías de animales que aún estaban en su periodo de lactancia, algo que nunca se le habría ocurrido a un simple campesino obligado a dejar crecer a sus animales para rentabilizar su compra y crianza. En este sentido, en la mesa de los nobles con más recursos no fue infrecuente observar la presencia de lechones o cochinillos, de pequeños corderos sacrificados con veinticinco o treinta días de vida e incluso carne de ternera y otros tipos de animales como cisnes y pavos. Según la historiadora Zoé Oldenbourg en su obra Las Cruzadas:

La carne de ganado no se comía con excepción de la de cerdo y la de corral, pero los nobles, grandes comedores de carne, traían de sus incursiones por el bosque hecatombes de perdices, urogallos, liebres y corzos. El oso, el ciervo y el jabalí muertos se llevaban en triunfo y, en las vigilias de los grandes banquetes, los pájaros pequeños, como codornices y tordos, muertos a centenares, se sacaban de los matorrales y se amontonaban ensangrentados por los suelos de la cocina.

Para las clases que no formaban parte de la élite social, la cría del ganado, especialmente de los bueyes y las vacas, era mucho más rentable si se orientaba a su utilización como animales de tiro, por eso solían recurrir a su carne solo cuando ya no podían ser utilizados en las labores agrarias. La dieta del campesino se basaba, por estos motivos, en el consumo de pan, alguna que otra verdura y, muy esporádicamente, carne.

Durante los siglos medios, las costumbres alimenticias nos informan, al igual que en otras épocas, sobre las características de una sociedad marcada por las diferencias entre los privilegiados y los más necesitados.

En lo que se refiere a las costumbres de la mesa, en la Edad Media no solían utilizarse los platos, ni siquiera en los banquetes que era precisamente el momento más habitual en el que los campesinos podían consumir carne y pescado. Durante el banquete, se cortaban hogazas de pan duro y sobre estos se ponía el producto, consumiendo finalmente el pan remojado en las salsas que acompañaban a la carne. El cuchillo podía ser utilizado en la mesa, pero este no se ponía como parte de la cubertería del banquete sino que cada comensal solía llevarlo consigo. En la mesa, las copas se compartían con los comensales vecinos, mientras que los «platos» principales se servían en grandes fuentes ubicadas en el centro de la mesa. El tenedor no fue utilizado en la Edad Media, por lo menos de forma habitual, e incluso parece que en las pocas ocasiones en las que se tiene constancia histórica de su uso no gozaba de mucha popularidad. De hecho, la primera vez que lo tenemos documentado es en el siglo xi cuando la hija del emperador bizantino Constantino Ducas, Teodora, casada con el dux de Venecia Doménico Selva, asombró a sus vecinos utilizando un extraño artilugio formado por dos púas de oro, con el que un esclavo le daba a probar los bocados que había trinchado con anterioridad. El invento de la dogaresa no le hizo mucha gracia a ciertos sectores de la Iglesia (los menos) ya que san Pedro Damián consideró el tenedor como un instrumento diabólico con el que el maligno pretendió tentar, de extraña forma, a los cristianos y cristianas menos decentes.

El pan fue la base de la dieta mediterránea durante este largo periodo de tiempo, al que se tendría que añadir el vino y la cerveza, aunque también el hipocrás, una de las bebidas y de los placeres más comunes de la época y que se consumió, al menos, hasta finales del siglo xviii. ¿Qué era realmente el hipocrás? Para que nos hagamos una idea, una mezcla de vino y miel, aunque en textos como el de Ruperto de Nola (Libro de Cozina) la receta se describe como un preparado con varios ingredientes como la canela, clavos y jengibre, a lo que se añadía vino (la mitad blanco y la otra tinto) y para darle un sabor dulce se utilizaba azúcar y, si no se podía disponer de él, miel. Una vez mezclados los productos se echaba sobre una olla vidriada y se le daba un hervor para finalmente colarlo por una manga hasta quedar claro. El hipocrás se solía tomar caliente y era muy apreciado por sus valores terapéuticos (especialmente para la gripe y las malas digestiones) y porque era un buen estimulante en los fríos días de invierno. Aunque ya no se consume, en algunos lugares de Europa, y también en Sudamérica, se siguen preparando algunas bebidas en las que la base principal es el vino y algún producto endulzante. Tal es el caso de la sangría en España.

Según nos cuentan las tradiciones, Alfonso X el Sabio habría sido el rey

que popularizó la costumbre de tomar tapas en el siglo xiii.

Según se dice, Alfonso X el Sabio, un monarca castellano muy relacionado con las costumbres gastronómicas de la Edad Media, padeció una grave enfermedad durante el ocaso de su reinado, lo que le obligó a tomar pequeños bocados acompañados por sorbos de vino, siendo tan positivos los resultados que decidió dictar un decreto por el que se recomendaba la muy castiza costumbre de tomar el aperitivo. Desde ese momento en los mesones castellanos no se despachó vino sin acompañarlo con algo de comida, de unas «tapas» cuyo nombre procede de la costumbre de poner sobre la jarra de vino una loncha de jamón o queso, con la que se tapaba la abertura y evitaba la entrada de impurezas e insectos. Otras versiones, aunque con el mismo protagonista, ofrecen una visión diferente para explicar el origen de las tapas. Se dice que Alfonso X realizó un viaje a Cádiz y que cuando pasó por el Ventorrillo del Chato se paró a descansar y a reconfortarse con una buena copa de Jerez. Justo en ese momento se levantó el viento en la bahía gaditana por lo que el mesonero de la venta colocó una loncha de jamón sobre el vaso de vino para que no cayese arena en su interior. El resultado no difiere de la otra versión, porque Alfonso X quedó encantado con la idea. Primero se comió la «tapa», después el vino y decidió repetir pidiendo otra tapa igual. Maravillados, los miembros de la Corte que acompañaban al monarca no lo dudaron y terminaron uniéndose a la fiesta que dio nacimiento a una de nuestras costumbres más arraigadas.

Otro de los aspectos que merece la pena destacar en lo que se refiere a los hábitos de vida de los hombres y mujeres de época medieval es el de la higiene. La visión que tenemos de unos seres alejados de cualquier tipo de hábito higiénico, sumidos en un estado de completa suciedad e inmundicia, debe ser matizada, ya que son cada vez más los historiadores que presuponen una actitud positiva hacia la sana costumbre del baño. Y parte de razón pueden tener, porque los baños públicos florecieron especialmente en el siglo xiii coincidiendo con el resurgir de la ciudad como centro político y económico, aunque estos baños no alcanzaron, ni de lejos, la sofisticación de los que levantaron los romanos o los árabes. En los baños de los reinos cristianos medievales se utilizaban simples tinajas de madera con agua caliente, en donde cabían unas tres personas. Podían encontrarse en las tabernas, ya que las tinas llegaron a ser utilizadas mientras se comía, al igual que se relaciona su presencia con los burdeles porque en muchas ocasiones el cliente optaba por relajarse en su interior antes, o después, de contratar los servicios de las prostitutas. La costumbre del baño también estaba presente en los rituales caballerescos. Antes de su nombramiento los caballeros se daban un baño antes de pasar la noche velando sus armas en un estado de purificación corporal y espiritual. También es muy matizable la actitud de la Iglesia contra el baño. Bien es cierto que durante los primeros siglos, algunos ascetas y eremitas renunciaron a la higiene como una forma de autoflagelación, y por considerarla un lujo innecesario, pero en tiempos posteriores no parece que esta idea fuese general entre los miembros del clero. Lo mismo podemos decir de ciertas costumbres relacionadas con la Edad Media, como la de tomarse el primer baño en el mes de mayo, coincidiendo con la llegada del calor durante la primavera, hasta el punto de que para muchos sería el único que se darían en todo el año (un baño al año, no hace daño).

El baño, al margen de la frecuencia con la que cada uno lo practicase, era familiar. Se tomaba en una bañera llena de agua caliente y se hacía de forma jerárquica. El primero en tomarlo era el padre, seguido del resto de hombres de la casa y a continuación las mujeres, dejando para el final a los niños y los bebes, que se sumergían en un agua nada cristalina. Para desmitificar aún más la creencia de la falta de limpieza en la sociedad medieval, debemos advertir que hasta la higiene bucal era frecuente en este tiempo, en el que se empleaban unos pequeños palillos para la limpieza de los dientes. Los dentífricos estaban elaborados con elementos naturales como romero quemado, almástiga, incienso, carbón en polvo o canela molida, y tras la limpieza se solía enjuagar la boca con vino blanco. Esto no evitaba que muchos hombres y mujeres padeciesen caries y todo tipo de problemas odontológicos, lo que hizo necesaria la presencia del temido «sacamuelas», unos personajes que viajaban de pueblo en pueblo arrancando sin ningún tipo de anestesia las piezas dentales que provocaban molestias hasta dejar vacías las encías. Como curiosidad se dice que mientras se desarrollaba la operación, uno de los acompañantes del sacamuelas tocaba el tambor para evitar que los desgarradores gritos del paciente, unidos a todo tipo de improperios y maldiciones contra el dentista, fuesen escuchados por el resto de la comunidad.

Doce años de penitencia

En muchas ocasiones se ha considerado a la Edad Media como un momento de retroceso y retraimiento cultural, con una Iglesia que imponía un control de la vida cotidiana que afectaba, muy especialmente, a las costumbres sexuales. Aunque pueda parecernos que el sexo tan solo se consideraba como algo pecaminoso, reprobable e incluso peligroso, bien es cierto que en la Edad Media existió una doble visión ya que también se alabó su parte positiva. Así, el cristianismo separaba el sexo en dos categorías: como actos naturales o actos contra natura. La misma Iglesia establece dos términos: dialetio, o amor honesto y comprometido dentro del matrimonio, y la honesta copulatio, como la práctica del sexo con motivos reproductivos. Pero esta doble moral les lleva a conclusiones absurdas como la que consideraba el deseo sexual como una especie de enfermedad e incluso como la mejor herramienta utilizada por el maligno para llevar al ser humano por el camino del pecado. La lectura de los libros sagrados, base de los valores éticos de la sociedad medieval, hace considerar la virginidad como el estado ideal, previo al del pecado original, por lo que la castidad se convierte en un valor de enorme consideración para salvar el alma.

A pesar de todo, la alabanza de la virginidad, incluso como fundamento de tipo doctrinal para explicar la aparición de los grandes mesías y reformadores religiosos no es algo único del cristianismo ya que a lo largo de la historia no han sido pocos los personajes a los que se les ha hecho nacer de una madre virgen para explicar su origen divino.

Si la castidad acercaba al hombre y a la mujer a la salvación, la fornicación (considerada como sexo fuera del matrimonio) les arrojaba hacia la perdición y por eso, para calmar la excitación, se recomendaba al hombre la práctica de sangrías en las venas superficiales de sus muslos, mientras que a la mujer se le proponía la utilización de lavativas de incienso en la vagina. La irracionalidad de algunos sectores de la Iglesia (que por supuesto no eran todos) llevó a asegurar que la realización de actos sexuales no apropiados era la causa del nacimiento de niños con graves defectos físicos. No solo eso, porque las prácticas sexuales consideradas impuras estaban castigadas con una dura penitencia, tal y como observamos en algunas obras como la Item de fornicationes, de Burcardo Worms en donde se dan a conocer los castigos impuestos: la masturbación se pagaba con treinta días de penitencia y si el sexo es interfemoral (eyaculación entre los muslos para evitar el embarazo) la condena subía a los cuarenta días. Hasta aquí las penas eran relativamente llevaderas, pero había otras mucho más estrictas. Si la mujer se ponía encima del hombre la pena era mucho mayor, al llegar a los tres años, nada comparable al sexo anal, ya que si se hacía con frecuencia, tocaba pagar con doce largos años de penitencia; pero todo esto, por supuesto, si el acusado cometía la imprudencia de contárselo al cura de turno durante la confesión.

En cuanto al adulterio, era considerado un delito, pero como solía ocurrir en este tipo de ocasiones, dependía de quien lo provocase. Si era el hombre el que caía ante la tentación se le consideraba débil (casi una víctima por no haber sido capaz de sobreponerse a ella), pero si era la mujer pasaba a convertirse en una adultera, y eso en una época como la Edad Media, en la que el concepto del honor era tan importante, dejaba a la persona marcada de por vida. A pesar de todo, aspectos tales como la bagarranía, las relaciones entre un soltero e incluso un clérigo con una mujer que habita en su hogar, llegó a ser muy habitual en tiempos medievales, siendo una figura similar a la del ama del cura de pueblo.

La doble moral también se percibe cuando hablamos de la prostitución, y en esto no se diferencia en mucho de lo que ocurre en la actualidad, porque a pesar de ser considerada como un grave pecado, acabó siendo aceptada como un mal menor ya que permitía a las mujeres respetables protegerse de la seducción por parte de otros hombres. Las palabras de San Agustín son muy significativas: «Si se expulsa la prostitución de la sociedad, se trastorna todo a causa de las pasiones». Mientras, el Gran Consejo de Venecia se refiere a la prostitución como algo imprescindible para el mundo.

En las ciudades medievales los prostíbulos solían situarse extramuros, y frente a lo que ocurrió en épocas más cercanas a nosotros, las autoridades se preocupaban por mantener unas mínimas condiciones higiénicas y de salud. Por este motivo solían enviar médicos cada semana para tratar a las prostitutas y evitar la propagación de enfermedades, sobre todo de transmisión sexual. Sabemos que algunas ciudades obligaban a las prostitutas a vestir de forma diferenciada o con una especie de distintivo, como una cinta roja sobre la cabeza o con mantillas cortas. En Florencia, por poner un ejemplo, las meretrices llevaban guantes y pequeñas campanas en sus sombreros.

Algunos prostíbulos de la Europa cristiana sobresalieron por sus dimensiones; es el caso del de Valencia, una de las más grandes ciudades de la España del siglo xiv, que contaba con unos 80.000 habitantes y con una gran riqueza fruto de su floreciente comercio y la convivencia de diversas culturas. A principios de este siglo xiv Jaime II ordenó construir un barrio fuera de la ciudad, cerca del puerto, conocido como la Pobla de Bernat de la Villa, en donde se concentraron todos los prostíbulos de Valencia, al igual que un gran número de tabernas, tiendas y hostales. Pronto la fama del barrio empezó a extenderse por toda la península ibérica, e incluso por el Mediterráneo. La Pobla fue uno de los lugares más concurridos de la ciudad, tanto que las más valoradas prostitutas lograron hacerse con una pequeña fortuna. Las casas donde ejercían su oficio eran de un solo piso, y estaban adornadas con flores y farolillos de colores y muchas tenían en su interior un pequeño patio en donde, de vez en cuando, se celebraban fiestas muy «subiditas» de tono.

Según algunos textos de la época, como el del alemán H. Munzer, hombres y mujeres solían pasear hasta altas horas de la noche en un ambiente de relativa tranquilidad porque no era frecuente que alguien se viese importunado por otro. También dice que las tiendas de comestibles estaban abiertas para satisfacer las necesidades de los muchos visitantes del barrio. Uno de los más insignes turistas que llegó a la Pobla, al menos de entre los pocos que dejó constancia de su visita, fue Antoine de Laling, el cronista de Felipe el Hermoso, quien aseguró haberse trasladado hasta el lugar después de cenar con varios caballeros de Valencia. Tras la típica excusa (decidió ir para no quedar en mal lugar ante sus acompañantes) empieza a describir el barrio, que el compara con un pequeño pueblo, rodeado por una muralla y con una sola puerta de acceso para tener un mejor control de los asistentes. Continua diciendo que había tres o cuatro calles repletas de pequeñas casas en donde bellas muchachas deliciosamente ataviadas con trajes de terciopelo y seda ofrecían sus servicios. Para garantizar la seguridad, el consejo de la ciudad decidió levantar una horca justo al lado de la entrada del barrio, para colgar, sin ningún tipo de contemplaciones, a todos los malhechores que osasen interrumpir la tranquilidad de los clientes.

Curiosamente, a pesar de este relativo consentimiento hacia la prostitución, cuando se acercaban las fiestas de Semana Santa, las prostitutas eran encerradas en conventos como el de las Arrepentidas y, con la boca pequeña, se les intentaba convencer para que abandonasen su estilo de vida tan alejado de las buenas costumbres. Evidentemente nada conseguían con todo ello por lo que después de la fiesta las prostitutas recuperaban su rutina. Las condiciones higiénicas y su exposición a las enfermedades de transmisión sexual tenían como consecuencia el descenso de su esperanza de vida, una vida que no resultó nada fácil al verse expuestas a peligros y al rechazo de una sociedad que, no obstante, requirió de sus servicios cuando le interesó.

Aún nos queda un largo camino que recorrer para entender de qué forma los hombres y las mujeres medievales consideraban el sexo. Más comprometida que la prostitución resultaba en la Edad Media la homosexualidad. En contra de lo que pueda parecer las relaciones entre personas de un mismo sexo fueron habituales durante esta larga época e incluso, tal y como reflejan las crónicas de tiempos altomedievales, hubo una cierta tolerancia debido fundamentalmente a la influencia de la cultura islámica que por aquellos tiempos respetaba la homosexualidad. En el caso andalusí no solo no se condenaba sino que incluso se exponía con total naturalidad en las crónicas. Tal es el caso del Al-Mutamid, rey de la taifa de Sevilla en el siglo xi, el cual cayó perdidamente enamorado del poeta Ibn Ammar, al que hizo uno de los hombres más ricos y poderosos de Al Ándalus: «Lo hice mi esclavo, pero la humildad de su mirada me convirtió en su prisionero, de tal modo somos ambos y al mismo tiempo esclavo y señor uno del otro».

Convertido en héroe por sus hechos de guerra, son pocos los que recuerdan a Ricardo Corazón de León por su relación amatoria con el rey Felipe de Francia.

La situación cambió en el siglo xiii cuando se empieza a legislar contra una práctica considerada contraria a la naturaleza y que podía ser castigada incluso con la pena de muerte. En algunos casos especialmente si se daba entre clérigos los «culpables» eran colgados en una jaula y allí quedaban hasta morir por inanición. La literatura de los reinos cristianos empieza a condenar las prácticas homosexuales acusando a los grandes príncipes de ser los responsables de su generalización. Los anales acusan a personajes tan poderosos como Ricardo Corazón de León:

Ricardo, por entonces duque de Aquitania, hijo del rey de Inglaterra, vivía con Felipe, el rey de Francia, quien lo honró tanto y por tanto tiempo que comían todos los días en la misma mesa y del mismo plato y por las noches no los separaban sus camas. Y el rey de Francia lo amaba como a su propia alma.

La consolidación de los poderes eclesiásticos trae consigo el desarrollo de una compleja legislación que abarcaba todos los ámbitos de la vida y supuso una pérdida de libertades para grupos minoritarios, a los que se les excluye de la sociedad. Bien conocido es el episodio de la cruzada contra los cátaros, a los que se acusa de sodomitas y de pecar contra natura. Alfonso X de Castilla en las Siete Partidas se refiere de esta manera a la homosexualidad: Sodomítico dicen al pecado en que caen los homes yaciendo unos con otros contra bondat et costumbre natural. Et porque tal pecado como este nascen muchos males á la tierra do se face, et es cosa que pesa mucho á Dios con ella, et sale ende mala fama non tan solamente á los facedores, mas aun á la tierra do es consentido. Mientras en el Fuero Real se establece: Que home codicia á otro por pecar con él contra natura: mandamos que cualesquier que sean, que tal pecado fagan, que luego fuere sabido que amos á dos sean castrados ente todo el pueblo.

La masturbación era otro de las grandes pecados pues se pensaba que su práctica implicaba la pérdida de la semilla creadora, algo terriblemente peligroso para las comunidades agrarias. En el siglo xiii Ancrene Wisse compara la masturbación (con otro o sin otro) con la lascivia, mientras que en la iglesia se imponen duras penitencias para los que caen en la tentación (treinta días a pan y agua). La masturbación femenina fue más consentida, especialmente porque trató de ser ocultada, incluso en el interior de los conventos. Se ha llegado a decir que para proteger la castidad de las mujeres, en estos siglos se popularizó la utilización del famoso cinturón de castidad, una especie de calzón de hierro que se cerraba con una llave para evitar que las mujeres cayesen en la tentación de la infidelidad y que las doncellas perdiesen la virginidad antes del matrimonio. El cinturón de castidad tendría dos llaves (una la tenía el padre y la otra el cura, por si alguna se extraviaba) pero su utilización impediría a la mujer llevar una vida normal, porque provocaba serias lesiones dermatológicas, infecciones y desde el punto de vista higiénico era muy peligroso. Aun así, ya no existe ningún tipo de duda a la hora de afirmar que este instrumento nunca se utilizó en la Edad Media. Algunos autores opinan que fue en el Renacimiento cuando se empezó a usar, aunque lo cierto es que no existen referencias históricas hasta el siglo xix. Curiosamente, todos los cinturones de castidad que se mostraban en los antiguos museos decimonónicos se retiraron cuando se demostró que eran falsificaciones de ese mismo siglo.

A pesar de que siempre se ha considerado al cinturón de castidad como una herramienta de represión sexual típica de la Edad Media, hoy se sabe que su uso es muy posterior.

No tenemos dudas, en cambio, a la hora de plantearnos la posible existencia de medios para evitar embarazos e infecciones de transmisión sexual, especialmente el preservativo, que en estos tiempos se hacen con lino o intestinos y vejigas de animales, atados con un cordel y podían reutilizarse cuantas veces se considerase oportuno. Finalmente, antes de terminar este apartado, nos introducimos en aguas turbulentas, ya que la existencia del derecho de pernada como una forma institucionalizada por la que los nobles podían tomar a sus siervas el día de su boda, se sigue debatiendo en nuestros días. Bien es cierto que el derecho de pernada no estaba recogido en ningún tipo de código legal, aunque sí parece detectarse como una especie de práctica socialmente admitida entre las tribus de origen germánico. En la península ibérica el origen de la prima nocta lo situamos en la época visigoda, pero esta no pudo extenderse durante mucho tiempo porque ya durante el reinado de Alfonso II se establece en los fueros una ley por la que las siervas quedan fuera de los derechos del señor, mientras que con Alfonso X se impone una multa de quinientos sueldos a quien ose desflorar a una virgen antes del matrimonio.

A pesar de que la prima nocta solo fue un derecho simbólico durante la Edad Media, no se puede negar que el abuso sexual desde la posición de poder de la nobleza sobre las mujeres de las clases no privilegiadas fuese algo común. Este abuso podía darse de forma continuada y en la mayor parte de las ocasiones se optaba por mirar hacia otro lado para no despertar las iras de la nobleza (nos referimos, claro está, a la parte más degenerada de ella). Ante esta situación, la importancia del sacramento del matrimonio contribuyó, en muy buena medida, a minimizar este tipo de situaciones.

La danza de la muerte

Durante los primeros siglos del cristianismo, especialmente en los momentos en los que la nueva religión se encuentra perseguida por Roma y el culto a Jesús se desarrolla en clandestinidad, a veces en el interior de unas catacumbas en los que encontramos elementos iconográficos de origen pagano, la danza será generalmente rechazada por los padres de la Iglesia. La situación cambió en el siglo iv, como habitualmente ocurre en todo lo relacionado con la naturaleza de la religión cristiana, especialmente tras su proclamación como religión oficial de Roma.

Desde entonces la actitud de la Iglesia en lo que se refiere a la danza evoluciona de forma radical, lo que es una muestra más del proceso de sincretismo religioso con la intención de afianzar la influencia y el número de fieles del cristianismo, adoptando una serie de elementos propios de las religiones paganas a las que tan acostumbradas estaban las gentes del decadente Imperio romano. En el interior de las primeras iglesias construidas en este siglo iv se volverá a permitir el baile, e incluso se acepta como una forma de expresión íntima del creyente y por eso se le dedicará una especial atención. San Agustín dice: «Si el creyente no puede expresar con sus palabras lo inefable y nos puede callar ¿por qué no jubilar1 para que su corazón se alegre sin necesidad de palabras y para que la intensidad de su alegría no se encuentre limitada por las sílabas?». A todo ello se le une, como hemos dicho, la imposibilidad de eliminar antiguas tradiciones paganas tan arraigadas en el pueblo, lo que unido al poder de persuasión que tienen las emociones colectivas como la música y la danza hace que la Iglesia utilice estas manifestaciones en beneficio propio.

La pureza de las primeras formas de danza relacionadas con el oficio divino se fue «degenerando» conforme fueron pasando los siglos. Poco a poco, los cánticos bailables y las escenas que emulan los pasajes bíblicos fueron sustituidos por los nuevos movimientos introducidos por los juglares y bailarines profesionales, por lo que un sector de la jerarquía eclesiástica reaccionará condenando este tipo de situaciones como sospechosa de prácticas paganas, y eso en un tiempo en el que las primeras tendencias heréticas empezarán a sacudir la estabilidad del cristianismo hegemónico. Por este motivo se empiezan a tomar las primeras medidas, como la prohibición de que el clero asista a las danzas y cantos indecentes que seguían a la celebración del matrimonio (con el lógico disgusto de una buena parte de religiosos). En el siglo vii, san Eloy, obispo de Noyon, sorprende a propios y extraños prohibiendo la práctica de cualquier tipo de danza (en especial de la saltada de origen romano) por considerarlas indecentes y diabólicas. En una homilía del papa León V del siglo ix se condenan los cantos y las carolas (un círculo de bailarines cogidos de la mano) y ya en el siglo xii el obispo de París, Odón, prohíbe a los clérigos todo tipo de bailes sobre todo en iglesias, cementerios y procesiones.

A pesar de la inflexibilidad de algunas de estas disposiciones y prohibiciones eclesiásticas, poco se pudo hacer para eliminar unas costumbres ancestrales. El mismo Odón de París no pudo ni siquiera impedir la costumbre parisina de la compra del jamón en la fiesta de Pascua para después comerlo en el interior de la catedral y posteriormente celebrarlo con divertidas danzas populares. En España se consolida un nuevo género de música bailable delante de la iglesia practicada por los peregrinos, especialmente los que recorrían el Camino de Santiago, mientras que en otras ocasiones, los clérigos iniciaban las procesiones del Corpus Christi con danzas. Durante esta festividad, en Sevilla se practicaba la danza de los seises, con seis niños bailando alrededor de la custodia. A pesar de estos últimos ejemplos, la danza irá perdiendo progresivamente su carácter sagrado a favor de su práctica como una forma de espectáculo y por divertimento puro, tal y como la entendemos actualmente en el mundo occidental.

En la Edad Media no solo hubo tiempo para el trabajo y la oración, también para disfrutar de una vida que no tuvo que resultar siempre fácil. Durante estos siglos se desarrollaron algunos bailes que dieron lugar a las actuales danzas tradicionales.

Durante la Edad Media, la danza se convierte en un elemento de expresión social, en algunos casos de tipo cohesionador en una sociedad fragmentada y sujeta a terribles desigualdades (no mayores de las que encontramos en otras épocas históricas). Así fue desde el principio, porque incluso entre los pueblos invasores de origen germánico todos desarrollaron algún tipo de expresión festiva de tipo popular como fórmulas rituales, canciones de danza, adivinanzas y una embrionaria lírica social. En la zona francesa, los druidas cantaban acompañados de sus liras y bailaban alrededor de árboles sagrados, mientras que en muchos reinos germánicos se celebraban las danzas de los magos, especialmente el primer día de mayo, por las que un grupo de jóvenes de ambos sexos bailaban en círculo en torno a un palo largo plantado en el suelo, costumbre esta que parece haber quedado fosilizada en una buena cantidad de pueblos localizados a lo largo y ancho de la geografía española. En el área de goda, San Isidoro llama la atención sobre el lujo con el que se celebraban bailes, cánticos y banquetes, en donde destacaba la glotonería y la embriaguez, la afición a la riqueza de vajillas y muebles, la avaricia, la rapacidad y el gusto por el amor y el juego.

Frente al encorsetamiento de las costumbres y al rígido orden impuesto por las clases superiores, durante las ferias y fiestas medievales hombres y mujeres experimentan un tipo de actividad que permite una cierta liberalidad. En las plazas se llevan a cabo espectáculos callejeros (entre ellos varios tipos de danzas), y también abundan los cantores y los mimos. Destaca la fiesta del Carnaval, la más esperada durante la Edad Media, cuyo origen podemos situar en la Antigüedad, y más concretamente en las saturnales romanas. Durante estos días, antes de la obligada abstinencia de la Cuaresma, el consumo de carne estaba autorizado y se celebraban danzas y mascaradas en donde se daba rienda suelta a la imaginación y se adoptaba el papel de bufones, enanos, gigantes, payasos, monstruos, príncipes, obispos y otros que integraban la cultura medieval. Otro momento anotado en el calendario era el de la fiesta del vino, celebrada tras la vendimia, siendo su trascendencia tan importante que, en no pocas ocasiones, se llegaba a paralizar la administración pública para dar paso a unas jornadas donde se comía, se bebía y se bailaban alegres canciones. Un grupo de danzas han logrado sobrevivir al paso del tiempo y han llegado hasta nosotros sin apenas variaciones, tal es el caso de la sardana, la danza prima asturiana y los bailes vascos. De otras, solo nos queda el recuerdo.

Una de estas danzas sería la de la muerte, cuyo origen también podríamos llevar a la Antigüedad, en este caso hasta la Grecia Clásica. Cuando un hombre o una mujer moría, se bailaba junto a su cuerpo para favorecer su paso a la vida del más allá. Con la implantación del cristianismo, y tras el proceso de sincretismo en el siglo iv al que ya hemos aludido, se transforma esta tradición del baile funeral entendido ahora como una forma de celebrar el renacimiento en la vida eterna. La danza de los muertos se convirtió en una forma de comunicación entre vivos y fallecidos, con una serie de movimientos circulares que glorificaban a Dios y permitían al difunto unirse a los ángeles. Se ha llegado a documentar este tipo de bailes en el interior o proximidades de los cementerios. En el siglo xii, un escritor llamado Giraldus Cambrensis deja por escrito en su Itinerarium Cambriae que en los cementerios se realizaban danzas extrañas, en las que hombres y mujeres cantaban y saltaban hasta caer en trance y quedar tendidos sobre el suelo.

Los juglares eran unos artistas ambulantes que a cambio de dinero o comida, ofrecían sus espectáculos callejeros en las plazas públicas, y en ocasiones eran contratados para participar como atracción y entretenimiento en las fiestas y los banquetes de los reyes y nobles.

Otro de los bailes que han quedado en nuestra memoria y que nos evocan, tan solo con su recuerdo, la esencia del mundo medieval, es el relacionado con los juglares, unos cantores, danzarines, poetas, músicos y actores a sueldo, que recorrieron pueblos y ciudades haciendo todo tipo de espectáculos y juglarías. Su gran mérito consiste en hacer del baile algo más subjetivo y personal, favoreciendo la profesionalización tanto de la danza como de la música. En el siglo x se unirán a poetas de las cortes, favoreciendo la simbiosis entre las danzas populares y las señoriales (que ahora mismo veremos) y ya durante la Baja Edad Media evolucionarán hasta la figura del trovador, generalmente noble, que se dedica a la poesía como afición, frente al juglar que lo hace bajo remuneración.

En lo que se refiere a las danzas señoriales aparecen por su intención de destacar y diferenciarse del pueblo. Con esta idea se desarrollan bailes más equilibrados, la danza mensurada, en la que se sigue una medida musical y una poesía que sirve de base. Había danzas de distintos tipos, algunas más animadas, como el trotto, y otras más moderadas, como la estampie, pero siempre con el objetivo de conseguir belleza formal, equilibrio y refinamiento. La señorial es la danza culta, comedida, tan alejada de la que practica el pueblo, el cual se decanta por una serie de bailes con movimientos no sujetos a una norma, espontáneos y que expresan los sentimientos y necesidades de unas comunidades que, a pesar de sus muchas dificultades, trataron de disfrutar de sus vidas cuando las circunstancias se lo permitieron.

Antes de terminar este primer capítulo nos volveremos a introducir en el mundo de la leyenda y las tradiciones populares. Aún en nuestros días, a todo aquel que se mueve sin cesar en su silla o al que espera muy apurado su turno para entrar en un servicio para hacer sus necesidades más perentorias, se le dice que tiene «el baile de san Vito», un dicho que podría tener un origen medieval. Para comprender este curioso «baile» debemos retroceder hasta el reinado de Diocleciano, muy a principios del siglo iv, cuando un joven llamado Vito, de 13 años de edad, murió martirizado por no renegar de su fe. En la Edad Media se solía representar al santo con una caldera al hombro ya que, contaban las tradiciones, Vito habría sido condenado a morir sumergido en un recipiente lleno de aceite hirviendo. Ante el asombro de todos los presentes, cuando el mártir fue depositado en su interior se arremangó la capa y empezó a bailar una especie de rock and roll que logró cautivar a toda la corte imperial, empezando por el propio emperador.

1 Es decir, cantar y bailar.

Ir a la siguiente página

Report Page