Eso no estaba en mi libro de Historia de la Edad Media

Eso no estaba en mi libro de Historia de la Edad Media


Capítulo 2 En el nombre de dios: la génesis del monacato

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Capítulo 2

En el nombre de dios:

la génesis del monacato

Vida en lo alto de una columna

La caída del Imperio romano occidental trae consigo el inicio de un periodo caracterizado por la dispersión de fuerzas políticas y culturales, pero en medio de este proceso, y obligada a superar enormes dificultades, la Iglesia consiguió erigirse como la nueva fuerza unitaria y cohesionadora de los reinos surgidos por la unión de elementos romanos y germanos. En estos momentos de transición entre el mundo antiguo y el medieval, la Iglesia adquirió una estructura de gobierno de tipo oligárquico, piramidal, mientras que por otra parte se adapta a las formas administrativas del imperio, lo que ayuda a explicar la supremacía del obispo de Roma dentro de la jerarquía eclesiástica. En Occidente, los obispos se terminaron convirtiendo en los únicos intermediarios entre la población indígena y los nuevos conquistadores germanos, y en este sentido es significativa la labor del papa León I deteniendo a Atila o la de san Agustín defendiendo la ciudad de Hipona.

En la carta que envía Gelasio al emperador Anastasio en 494 se establecen los fundamentos de la tesis medieval de los dos poderes: el de los monarcas, por una parte, y el de los papas, por otra, que quedan en un plano superior debido a su carácter sagrado. Más tarde, el pontificado de Gregorio Magno (considerado el primer papa eminentemente medieval) entre 590 y 604, sirve para reforzar el poder de la Iglesia al destacar sobre una Italia desgarrada por la guerra, el hambre y la presencia bizantina y lombarda. Ante esta situación, Gregorio consigue reorganizar la administración de una ciudad, Roma, que había sido abandonada a su suerte. Destaca su esfuerzo por agrupar los dominios que la sede de San Pedro había recibido en años anteriores en una franja de tierra comprendida entre Terracina y Orvieto, considerada patrimonium petri, sobre la que más tarde se erigirán los Estados Pontificios.

El catolicismo logró imponerse en todo el territorio que anteriormente había formado parte del Imperio romano de Occidente, sin embargo su imposición no significó la erradicación de las creencias ancestrales que pervivieron en amplias capas sociales, tanto que las huellas de este paganismo culto se perpetúan en ciertos sectores de la casta dirigente así como en el pueblo. San Agustín en De catechizandis rudibus denuncia las principales supersticiones y las costumbres paganas mientras que en todo Occidente se desarrolla una rica hagiografía, en la que la vida y los hábitos de los santos se convierten en modelos a seguir entre los fieles. A todo esto le debemos unir el bajo nivel cultural de una buena parte del clero rural, por lo que autores como Gregorio Magno (Liber regulae pastoralis) o Isidoro de Sevilla (De officiis ecclesiasticis) trataron de establecer el perfil del pastor de almas, sentando las bases de lo que debería ser la regla a seguir por parte del clero secular.

En la implantación del cristianismo como soporte ideológico y elemento cohesionador de la sociedad medieval tiene una especial relevancia el mundo monacal. Después de la muerte de los apóstoles y los que habían convivido con el Mesías durante su predicación pública, el fervor de los creyentes empezó a declinar, especialmente cuando el cristianismo se abrió a pueblos extranjeros con arraigadas costumbres paganas. La austeridad de la Iglesia se fue relajando y por eso muchos creyentes que aún vivían el fervor apostólico abandonaron las ciudades y se establecieron en lugares apartados para practicar las reglas que ellos consideraban propias de los apóstoles. Estos nuevos monjes no solo buscaban a Dios a partir de la oración y la soledad, también eran hombres que anhelaban la paz y la tranquilidad en un mundo cada vez más hostil, anárquico y fragmentado.

San Antón Abad fue un monje cristiano, fundador del movimiento eremítico. Su biografía la conocemos por la obra de san Atanasio, en donde se presenta la figura de un hombre que crece en santidad y que se convierte en modelo de piedad cristiana.

Oriente es la pionera del monacato cristiano al encontrar modelos tanto en el medio judío (caso de los esenios) como en el helenístico (conventículos neoplatónicos o pitagóricos). Desde el siglo iii se desarrollan los dos tipos principales de monjes: los que aspiran al aislamiento total de la persona como eremitas o anacoretas, y los que propugnan la vida en común. En esta zona destacó la figura arquetípica de san Antonio Abad (260-356), quien se retiró a la Tebaida para adoptar una forma de vida que se convertirá en modelo de la literatura hagiográfica medieval, y san Pacomio (286-346) que defiende la práctica de la castidad, la obediencia y la pobreza, mientras que san Basilio, ya en el siglo iv, es el padre de los monasterios orientales por su intento de recuperar la vida apostólica en las comunidades religiosas. En la zona oriental destaca, por otra parte, el curioso caso de los estilitas, unos monjes cristianos que a partir del siglo v adoptan la extraña costumbre de practicar la oración y la penitencia sobre una plataforma colocada en la cima de una columna en donde algunos de ellos van a permanecer muchos años, e incluso hasta su muerte, movidos por su deseo de llegar hasta Dios en tan insólitas circunstancias.

El estilismo como forma de monacato particular fue practicado especialmente en las cercanías de Antioquía y en Siria, y gozó de gran aceptación hasta el siglo vii, aunque en la Iglesia griega se mantiene hasta el cisma de 1050, mientras que entre los rusos perdura hasta el siglo xv. Aunque su institución se atribuye al monje anacoreta Simón el Estilita, no es complicado documentar la existencia previa de personas que optaban por abandonar la vida en común y subirse a lo alto de una columna para alejarse de la perniciosa influencia de las pasiones materiales. Se piensa incluso que el estilismo cristiano está relacionado con las prácticas rituales de los sacerdotes de la diosa siria Atargaris en Hierápolis. Sin embargo en el caso cristiano esta práctica se considera de carácter penitencial, algo muy habitual durante los primeros siglos del cristianismo. Lógicamente, el estilismo se tuvo que considerar en un primer momento como una simple extravagancia (las críticas más despiadadas llegaron desde la jerarquía eclesiástica) aunque con el paso de los años el número de estilitas sirios fue en aumento, a pesar de que las fuentes solo nos hayan permitido recordar el nombre de los más famosos, entre ellos Simón el Grande o Estilita, prototipo de los monjes que optaron por este peculiar tipo de existencia.

Hacia el año 475, comenzó a construirse un edificio conmemorativo dedicado a Simón el Estilita. Esta construcción llegó a ser verdaderamente monumental: incluía el martyrium en torno a la columna de Simón, con forma de octógono, y cuatro naves o basílicas que partían de cuatro de sus lados, además de edificaciones anexas con funciones monacales.

Simón nació hacia el año 390 en Sisan, Cilicia, y desde muy pronto se hizo evidente su ferviente y desbocada pasión religiosa. Vivió su infancia como un simple pastor, pero cuando cumplió los 15 años ingresó en un monasterio donde, dicen sus biógrafos, logró aprender de memoria los 150 salmos de la Biblia, los cuales recitaba cada semana (21 al día). También se le considera el inventor del cilicio, un accesorio utilizado deliberadamente para provocar dolor y como medio de mortificación corporal con el que combatir las tentaciones e identificarse con Jesucristo por los padecimientos que sufrió durante la Pasión. No le costará mucho trabajo al lector imaginar los motivos por los que sus hastiados hermanos de retiro espiritual decidieron expulsarlo de la comunidad, y así evitar el rigor absoluto y el extremo celo con el que pretendía estimular su fe. Inmediatamente Simón decidió marchar al desierto para vivir en una cisterna seca (o en una cueva) y poder seguir practicando la penitencia, pero debido a las continuas interrupciones de los peregrinos que viajaban hasta el desierto para visitarle y pedirle consejo, el santo tomó una drástica decisión. En primer lugar pidió que le construyeran una columna de tres metros de altura cerca de Alepo, en Siria, con la intención de subirse a ella, retomar su vida contemplativa y huir de la tentación de los que le rodeaban. No contento con ello, especialmente por las molestias de todos aquellos que se empeñaban en visitarlo, ordenó elevar la altura de la columna hasta los siete metros y, por último, a diecisiete. Al fin, satisfecho, se subió a ella para pasar sus últimos 37 años de vida.

Regula monachorum

A diferencia de la zona oriental, en el occidente europeo no existía una fuerte base monástica en el momento en el que se produce el triunfo del cristianismo. En este caso asistimos a una consolidación como consecuencia de la dispersión de núcleos monásticos a partir de unos focos concretos que abogan por un sistema de vida en común. Entre todas las corrientes monásticas dos terminaron imponiéndose, la céltica y la benedictina.

Irlanda nunca fue ocupada por los romanos por lo que su evangelización, relacionada con el bretón Patricio en el siglo v, es tardía y a través de los grandes centros monásticos surgidos en el seno de grupos familiares extensos. Estos primeros monasterios estaban formados por un conjunto desordenado de pequeñas cabañas, en donde la vida de los monjes estaba marcada por el ascetismo y el trabajo manual. Tras su consolidación en el medio insular, el monacato irlandés llevó a cabo una intensa labor evangelizadora tanto en las islas británicas como en el continente, destacando el trabajo de san Columbano con quien se produce una progresiva celtización de la Iglesia que tratará de ser contrarrestada por Roma con los monjes benedictinos. La actividad misionera de Columbano, en lo que él llama por vez primera toda Europa o totius Europae, se traduce en la fundación de numerosos monasterios en Francia, Suiza e Italia (Bobbio en 590), desde donde se difunde la regla céltica, en la que se enfatiza la importancia de la confesión privada y confidencial seguida por la penitencia para los arrepentidos por sus pecados. Los numerosos viajes que llevó a cabo este misionero por todo el continente fueron reconocidos por el papa Juan Pablo II que hizo de san Columbano el patrón de los motociclistas.

Detrás de la orden benedictina tenemos a San Benito de Nursia (480-549), del que no conocemos prácticamente nada, tan solo las noticias recogidas por Gregorio Magno en sus Diálogos. Con su Regula monacharum pretendió establecer una serie de monasterios autosuficientes, en los que el monje, sometido a la autoridad del abad, experimentaría las ventajas de una vida en común. Los monasterios se organizaban en torno a una iglesia de planta basilical y el claustro, siendo este uno de los elementos comunes que unen a los monasterios occidentales desde este lejano siglo vi. En su Regula, san Benito se sitúa lejos del rigorismo de los centros monacales celtas y orientales, ya que él aboga por la sobriedad y la discreción, incluso el enclaustramiento del monje lo considera relativo porque no exige de él un total alejamiento de la sociedad, aunque las relaciones con el exterior deberían de quedar restringidas. La jornada del monje estaba estructurada y dividida en diversas ocupaciones: el oficio divino, la meditación, la lectura y el trabajo manual e intelectual, siempre teniendo en cuenta una de las máximas del benedictismo: la ociosidad es enemiga del alma. En estos monasterios concebidos como «ciudades de Dios» los monjes se entregaban al trabajo y la oración, alejados de un mundo que consideran oscuro y bárbaro, y de las «ciudades de los hombres» (villas, pueblos y aldeas) en donde proliferaba el pecado y la vanidad.

La vida de los monjes se centraba en la observancia religiosa, al estar sometidos a un riguroso horario y a una estricta rutina que comenzaba antes del amanecer, con maitines, cuando el monje abandonaba su dormitorio y alumbrado con la tenue luz de una vela se dirigía a la iglesia para celebrar el primer oficio de la jornada, envueltos en el silencio más absoluto y en una oscuridad tal que favorecía la vivencia de experiencias místicas y el acercamiento con la divinidad. Después les era permitido volver a sus camas para descansar unas horas hasta la celebración del nuevo oficio, justo al alba, tras lo cual disfrutaban de un desayuno frugal y se disponían a cumplir con sus obligaciones. Era bastante frecuente la reunión diaria de los hermanos en la sala capitular del monasterio, situada en uno de los lados del claustro, y allí debatían sobre los asuntos internos de la congregación y las noticias de su entorno que podían afectar a la vida y disciplina del monasterio. La mayor parte del día la dedicaban a la meditación y la oración, incluso durante el tiempo de la comida, cuando uno de los monjes relataba algún pasaje de la Biblia, mientras el resto de sus hermanos comían en riguroso silencio. Pero el monje medieval no solo oraba, también trabajaba, de forma manual o intelectual, por lo que el resto del día se dedicaba a trabajar la tierra, o en actividades básicas para el funcionamiento del monasterio y, muy frecuentemente, en la biblioteca copiando manuscritos en el scriptorium.

San Benito es considerado el iniciador de la vida monástica en Occidente por ser el fundador de la orden de los benedictinos cuyo fin era establecer unos monasterios basados en la autarquía. Estos centros de oración estaban organizados en torno a la iglesia de planta basilical y el claustro. San Benito de Nursia escribió una regla para sus monjes que fue inspiración para muchas de las otras comunidades religiosas.

Después de la elaboración de la regla benedictina, Carlomagno ordenó su cumplimiento en todos los monasterios del imperio, contribuyendo de forma decisiva a su extensión. Durante la época carolingia se consolida, por otra parte, la estructura del recinto siguiendo un esquema que podemos identificar en el plano del monasterio suizo de Saint Gallen, conservado en la biografía de san Martín, y que más tarde será adoptado por los monasterios cluniacenses.

En el 910, Guillermo, duque de Aquitania, fundó el monasterio de Cluny en Borgoña, cedido a los benedictinos no sin antes otorgarles extensos privilegios. Al ser conscientes de la forma en que la regla se había ido erosionando con el paso del tiempo, los monjes decidieron reformarla y otorgar más importancia al oficio divino y a la oración, frente al trabajo manual e intelectual y a la asunción de un estilo de vida más místico y austero. Este régimen de vida condujo a la creación de un nuevo espacio arquitectónico y a la aplicación de un estilo que se amolda perfectamente a sus necesidades: el románico.

Como dijimos, el conjunto arquitectónico estaba articulado en torno al claustro, un espacio cargado de simbolismo y utilizado por los monjes para relajarse, meditar y realizar sus plegarias. En el centro del claustro había un jardín con una fuente que evocaba al Paraíso, y a su alrededor una galería cubierta desde la que se accedía a las estancias más importantes del monasterio, como la sala capitular, el refectorio y por supuesto la iglesia. En el segundo piso estaban los dormitorios de los monjes, unas pequeñas y austeras habitaciones desprovistas de cualquier elemento ornamental considerado ostentoso. El claustro es también un espacio para la otra vida, ya que en muchas ocasiones sirvió como lugar de inhumación.

En el complejo monacal había otras estancias dedicadas a la actividad económica, cuyas características dependían de la importancia y riqueza del centro. Algunos monasterios acogían a un gran número de monjes y disponían de extensos latifundios trabajados por pequeños campesinos, lo que hizo necesario la presencia de almacenes, bodegas, establos, despensas e incluso estancias para los trabajos administrativos. También destacaba el conjunto arquitectónico dedicado a la vida cultural, especialmente la biblioteca en cuyo seno se cobijaba el saber de la época, al igual que el scriptorium y la escuela de los novicios. El scriptorium era el lugar donde se escribían los libros, se copiaban manuscritos o se hacían las traducciones. Era, por lo tanto, un espacio en donde los monjes pasaban una buena parte de su tiempo dedicado al trabajo intelectual y por eso se ubicaba en una zona recogida y bien ambientada. Los scriptoria contaban con todo tipo de pupitres, atriles y estanterías, dotados de cálamos, tintas, pergaminos y cualquier tipo de utensilio necesario para la escritura y la pintura de las miniaturas.

Entre las distintas estancias en las que se dividía el monasterio medieval destacaba el scriptorium.

Otra de las partes importantes del monasterio era la huerta, utilizada y tratada con sumo cuidado porque de ella sacaban los productos necesarios para garantizar una dieta equilibrada. Algunas huertas eran sumamente pequeñas pero las de los grandes centros solían contar con todo tipo de instalaciones como norias, fuentes y canales, e incluso pequeñas ermitas que servían de retiro espiritual para los monjes.

Por último, aunque el monasterio se solía ubicar en lugares apartados e incluso inhóspitos, el contacto con el mundo exterior llevó a la construcción de nuevas dependencias como la hospedería para dar cobijo a los peregrinos, los hospitales o lazaretos en donde se cuidaba a los pobres, enfermos y desheredados. Entre las ordenanzas de san Benito, las más insistentes eran las que apremiaban al monje a ejercer la caridad con sus semejantes, especialmente con los enfermos pobres, y en más ocasiones de lo que se ha querido admitir esta labor fue llevada a cabo con una tremenda humanidad. Como complemento a los hospitales y enfermerías se crearon boticas, y para suministrarles los productos necesarios para la elaboración de sus remedios jardines en donde se plantaban todo tipo de plantas aromáticas y medicinales. Aunque más tardía, podemos destacar una prestigiosa botica fundada en el monasterio de Santo Domingo de Silos en el año 1705, cuya fama fue reconocida en toda la región de Burgos, conservándose en la actualidad como un museo en donde podemos visualizar lo que realmente tuvo que ser una botica monacal.

Los monasterios cluniacenses se fueron progresivamente alejando de las formas ascéticas propias de los primeros momentos, hasta el punto de que sus abades aspiraron a lo bello, al esplendor y la pureza de las formas externas para exaltar la relevancia de la liturgia y honrar a Dios. Este poder y la opulencia de los monjes de Cluny ponía en serio peligro la máxima benedictina de ora et labora, y así, durante el siglo xi se producen algunos intentos de restaurar los principios propuestos por San Benito. En 1098 el monje Roberto de Molesmes se establece en un monasterio situado en el bosque de Citeaux. Allí, el fundador y sus fervorosos acompañantes vivieron en pequeños edificios de madera y rodeados de una naturaleza hostil, pero la generosidad de Eudes I de Borgoña y sus primos los vizcondes de Beaune, que ceden a la comunidad las tierras aledañas al monasterio, permitió la construcción de una humilde iglesia. Uno de los acompañantes de Roberto de Molesmes, Esteban Harding se convirtió en el redactor de su estatuto, la Charta caritatis, en la que se establece la igualdad entre los monasterios que conforman la orden y la estricta observancia de la regla de san Benito. En la orden se prohibió todo tipo de lujo por lo que las nuevas abadías se construyeron con líneas muy austeras y siguiendo las pautas que impone el gótico en Francia y posteriormente en buena parte de la Cristiandad. La austeridad se refleja, como no podía ser de otro modo, en la vida del monje; en su forma de vestir, de alimentarse y de comportarse, y por eso frente a la magnificencia que alcanzó Cluny, los cistercienses van a dar al trabajo manual una gran importancia.

Frente al centralismo de Cluny, el Císter aboga por ofrecer una mayor autonomía a los centros monásticos, aunque en dependencia de la abadía madre, mientras que al mismo tiempo se fomenta un espíritu de caridad mutua común a todas las abadías. En cada una de ellas, el abad era elegido por todos los miembros de la comunidad, y estaba obligado a acudir al capítulo general anual celebrado en Citeaux.

No podemos terminar sin hacer referencia al gran impulsor de la orden: Bernardo de Claraval, el gran mentor de la cristiandad europea durante el siglo xii. Su trabajo al frente de esta comunidad, cuyo porvenir era sombrío cuando llega en 1112, permitió que a su muerte, en 1154, la orden contase con 350 casas repartidas por todo el continente. En los años siguientes el crecimiento fue igual de importante, y esto permitió a la orden cubrir todos los rincones de la Cristiandad, desde las islas británicas hasta Tierra Santa. Uno de los lugares en donde el Císter dejó una impronta imborrable fue la península ibérica, con un gran número de monasterios cistercienses que, en algunos casos, han logrado sobrevivir hasta nuestros días.

Los santos mártires de San Pedro de la Cardeña

En España, los monasterios son testimonio de nuestra historia religiosa y político-militar tanto en la Edad Media como en épocas precedentes y posteriores. Su presencia en la Península está relacionada con la aparición de simples edificaciones habitadas por eremitas que más tarde evolucionaron hasta dar lugar a pequeños monasterios durante los siglos vi y vii. En un libro de estas dimensiones se antoja imposible llevar a cabo un estudio pormenorizado de todos estos enclaves que aún hoy permiten al visitante iniciar un auténtico viaje hacia el pasado, sumergirse en una cultura y en una forma de pensar radicalmente opuesta a la nuestra, en donde la historia se entremezcla con la leyenda.

Uno de estos lugares en el que podremos comprender lo que realmente fue la Edad Media, es el monasterio de San Pedro de la Cardeña situado cerca de Burgos, una ciudad cuyo pasado se encuentra ligado a la figura del Cid y a los avatares que sufre durante la Edad Media. Visitar la ciudad de Burgos nos permitirá emprender una emocionante travesía a lo largo de la historia y adentrarnos en un pasado distante en el que seremos testigos del nacimiento de Castilla. En esta bella y acogedora ciudad podremos pasear por elegantes calles y disfrutar de sublimes paseos, donde el recuerdo de un tiempo pasado brota con generosidad en cada una de sus pintorescas esquinas. Desde allí podremos desplazarnos hasta este monasterio que, según las fuentes, pudo ser fundado a principios del siglo x, aunque no falten los que lleven su datación al siglo v basándose en los datos proporcionados por los cronistas de la orden de san Benito.

La región de Cardeña, al igual que todo el territorio castellano, estaba expuesta a frecuentes incursiones musulmanas en el siglo x por ser un lugar de frontera. Por aquel entonces el califato de Córdoba vivía su momento de esplendor, mientras que los reinos cristianos se desangraban como consecuencia de las luchas internas. Abd al-Rahman III supo aprovechar estas discordias para invadir repetidas veces las tierras castellanas, obteniendo fáciles victorias. Dispuestos a repetir una y otra vez el mismo error, y a pesar de las continuas derrotas frente a los andalusíes, los reyes cristianos continuaron luchando entre sí. De esta manera, cuando Ordoño III de León se preparaba para marchar contra el conde Fernán González, un nuevo ejército musulmán lanzó un ataque sobre tierras de León y Castilla, por lo que el conde castellano y el rey leonés se apresuraron a firmar la paz, pero en un momento en el que ya nada se podía hacer para evitar la catástrofe. Gálib, gobernador de Medinaceli penetró con un numeroso ejército por tierras castellanas y avanzó casi sin oposición hasta San Esteban de Gormaz cuya fortaleza fue arrasada, al igual que las tierras situadas entre Clunia y Burgos.

El claustro de San Pedro de la Cardeña, un enclave

repleto de historia y de misterios.

Muy cerca de Burgos se encontraba el monasterio de San Pedro de la Cardeña, que en ese momento vivía un momento de esplendor debido a las frecuentes donaciones realizadas por monarcas y fieles. Sus muros cobijaban a doscientos monjes que pasaban sus días rezando, estudiando y trabajando bajo la atenta mirada de Esteban, el abad del cenobio. Según una inscripción del siglo xiii, el 6 de agosto de un año que no podemos precisar con seguridad (posiblemente el 934), el día de los santos mártires Justo y Pastor, llegó un ejército andalusí a San Pedro de la Cardeña y después de saquear el monasterio se consumó la tragedia. Uno tras otro, los doscientos monjes fueron asesinados por la soldadesca musulmana sin mostrar ningún tipo de compasión.

Según las crónicas de Alfonso el Sabio, tras el baño de sangre sus cuerpos fueron enterrados en el claustro, llamado desde entonces de los mártires. Mientras, Gálib envió un mensaje a Córdoba en el que anunciaba el importante triunfo sobre los cristianos, provocando el lógico regocijo del califa, especialmente cuando observó, unas semanas después, la llegada de un enorme convoy cargado con un botín en donde destacaban todo tipo de cruces, cálices y campanas.

Durante los años siguientes el monasterio palideció, sumiéndose en un profundo sueño del que tardó mucho en despertar. El recuerdo de San Pedro de la Cardeña y de sus doscientos mártires estuvo a punto de borrarse y perderse entre las arenas de la historia, pero tal y como apunta la Crónica general y el martirologio de Cardeña el renacer del monasterio llegó de la mano del conde castellano García Fernández. Estas mismas fuentes insisten en informarnos de un hecho milagroso, ya que tras la restauración de San Pedro de la Cardeña, todos los 6 de agosto, cuando se producía el aniversario del martirio, la tierra del claustro donde fueron enterrados los monjes se teñía de un color rojizo parecido al de la sangre. Lo más curioso de todo es que este prodigioso milagro se habría producido hasta finales del siglo xiv, siendo un fenómeno que contribuyó, como cabe imaginar, a la consolidación y al nuevo florecimiento de un centro que tuvo un gran apogeo en el siglo xi gracias al prestigio de su scriptorium. Mucho más tarde se produjo un hecho que hizo resucitar la leyenda. Corría el año de 1674 y el nuevo claustro de estilo herreriano acababa de ser edificado. El día 6 de agosto volvió a obrarse el milagro. Los monjes observaron estupefactos cómo la tierra volvía a teñirse de rojo. Fue tal el impacto que el arzobispo Enrique de Peralta se personó en el lugar y encargó un estudio, en el que participaron todo tipo de teólogos y médicos.

La fama de San Pedro de la Cardeña no solo se la debemos a estos doscientos mártires benedictinos. Durante el abadiato de san Sisebuto, entre el 1050 y el 1086, se produjo el célebre episodio del Cid, quien tras su destierro habría dejado a su esposa doña Jimena y a sus tres hijas al cuidado de los monjes de la Cardeña. A pesar de que este hecho se menciona en el Cantar del mío Cid y en tradiciones posteriores, no ha podido ser corroborado documentalmente, aunque tampoco podemos negar su existencia. No hay dudas, en cambio, a la hora de afirmar que fue en el monasterio donde los cuerpos del Cid y su familia encontraron su lugar de reposo tras la muerte del líder militar a principios del siglo xii.

En 1102, el cuerpo sin vida del Cid fue trasladado desde Valencia al cenobio cardeniense, y allí permaneció embalsamado durante los siguientes años. Fue entonces cuando se generan una serie de leyendas que en conjunto tratan de vincular la figura del Cid con el monasterio de Cardeña. La leyenda de Cardeña tomó forma escrita en diversas crónicas de finales del siglo xiii, como la Crónica de veinte reyes, mientras que ya en el siglo xiv se fomenta el culto a las reliquias cidianas. Según la Estoria de Cardeña, el Cid permaneció expuesto al público, sentado en un taburete de marfil, durante varios años. Allí seguía cuando su mujer, doña Jimena, encontró la muerte hacia el 1116, por lo que fue enterrada en una tumba situada bajo los pies del héroe castellano. Cuenta la leyenda que varios años después de la muerte del Cid, un judío se internó sigilosamente en el cenobio, dispuesto —no sabemos muy bien los motivos— a tirar de la barba al Campeador. Cuando estaba a punto de completar su fechoría quedó horrorizado al observar como la mano derecha del héroe se deslizaba hacia su espada y comenzaba a extraerla de la vaina. Obviamente, el judío puso los pies en polvorosa, y al ser testigo de tan espectacular milagro se convirtió al cristianismo. El guerrero de Vivar había logrado salvar su honor incluso después de su muerte, pero no pudo hacer frente al inexorable paso del tiempo que ya empezaba a hacer mella en su embalsamado cuerpo. De esta manera, se decidió dar sepultura al Cid junto a su amada Jimena, y allí quedaron sus restos mortales hasta su traslado final a la catedral de Burgos. Como hemos podido comprobar, San Pedro de la Cardeña es uno de los enclaves más apasionantes de nuestra geografía, un lugar en donde la historia palpita de forma intensa, pero no es el único que podemos disfrutar en esta sobria y orgullosa tierra que encierra en su interior la esencia de Castilla. Burgos, al igual que el resto de España, cuenta con un enorme conjunto de recintos monásticos que forman un rico patrimonio histórico, artístico y cultural.

En nuestro país, los primeros monasterios surgieron en el siglo iv y se caracterizan por levantarse en parajes no muy frecuentados, en íntimo contacto con una naturaleza de la que hoy nos hemos alejado. En muchas ocasiones estaban situados muy cerca de los lugares de enterramiento de mártires locales que despertaban una profunda devoción. No era infrecuente la ocupación de pequeñas cuevas, utilizadas como lugar de alojamiento y de meditación, tal y como podemos observar en el monasterio de Suso, en donde se conservan las grutas en las que habitaron el santo Aemilianus y sus discípulos. Este pequeño cenobio, ubicado en un enclave cargado de historia, forma parte del conjunto monumental de dos monasterios: el de Suso, situado en lo alto, y el que se encuentra más abajo, el monasterio de San Millán de la Cogolla de Yuso, con gran importancia por ser el lugar en donde un monje escribió las glosas emilianenses en lengua romance, y porque aquí habitó el primer literato de nombre conocido en lengua castellana: Gonzalo de Berceo.

Con la llegada de los visigodos a la zona, un anacoreta llamado Aemilianus (o Millán), hijo de un humilde pastor de Berceo, decidió retirarse a una pequeña cueva situada en lo alto de la montaña para vivir como un humilde ermitaño hasta la avanzada edad de 101 años. Después de su muerte fue enterrado en una tumba excavada en la roca y, desde entonces, su lugar de reposo se convirtió en un centro de peregrinación que atrajo a miles de fieles y visitantes, debido a la fama que gana el santo cuando Braulio, obispo de Zaragoza, escribe su biografía en latín hacia el 635. Poco a poco, el número de monjes que decidieron retirarse del mundo y vivir en soledad, en el lugar en donde se conservaban las reliquias de Millán, fue aumentando. A principios del siglo vi se ocuparon nuevas oquedades del terreno, convertidas ahora en habitaciones y oratorios de los nuevos monjes eremitas, pero tendremos que esperar a principios del siglo vii, en el que se pasa a una forma de vida cenobítica, para observar la gran ampliación del monasterio de Suso, con dos grandes compartimentos abovedados sustentados por muros y arcos visigodos.

Como en Suso, la costumbre de los monjes de vivir en soledad, alejados del mundo, fue transformándose en toda España en un nuevo tipo de vida en comunidad, en unos cenobios en donde se mantienen las prácticas ascéticas. En el siglo vii los monasterios hispano-visigodos empiezan a proliferar en todo el territorio. En ellos se distinguían dos espacios, la claustra, un cerramiento exterior que aislaba y protegía el edificio, y el domus, o conjunto de espacios que forman el monasterio, entre ellos el domus domorum, la iglesia, y el domus maior, que es el pabellón donde los monjes tienen sus dormitorios. En el domus había otras dependencias fundamentales para garantizar las necesidades básicas de la vida en común: la cilla, la enfermería, la celda de castigo, el noviciado y otras muchas, entre ellas la sala de conferencia, que con el paso del tiempo pasará a llamarse sala capitular.

Los monasterios de Yuso y Suso en San Millán de la Cogolla son unos edificios relacionados con la leyenda de San Emiliano, un joven pastor que se hace ermitaño. Cuando en 574 muere a la edad de 101 años, su cuerpo fue enterrado en una cueva, y alrededor de ella se va formando el primer monasterio, el de San Millán de Suso.

Otro monasterio de fundación temprana fue Santo Toribio de Liébana, cuyo origen parece remontarse al siglo vi, cuando Toribio, obispo de Palencia, decidió retirarse junto a algunos seguidores para establecer una comunidad cuya vida se rigiese por la regla benedictina. En el siglo viii, tras la invasión musulmana de la península ibérica el cuerpo de otro obispo, Toribio de Astorga, fue trasladado hasta el monasterio junto con algunas reliquias que procedían de Tierra Santa, entre ellas el Lignum crucis, el fragmento más grande de la cruz de Cristo que hoy conservamos (siempre según la Iglesia católica), lo que le convirtió en un importantísimo centro de peregrinación. También en el siglo viii, el monje Beato de Liébana escribió e ilustró sus libros, como sus influyentes Comentarios del Apocalipsis.

Coincidiendo con el avance del proceso de reconquista de los reinos cristianos, a partir del siglo x vemos aparecer nuevos monasterios en espacios de repoblación, lugares que hasta este momento habían quedado parcialmente abandonados en la cuenca del Duero y en el Bierzo, en León. Cuando llegaron a las nuevas tierras, recientemente arrebatadas a los musulmanes, los monjes aprovecharon las antiguas iglesias y las transformaron en nuevas dependencias monacales. No fueron pocos, por otra parte, los edificios de nueva planta que se levantaron y que con el tiempo pasarán a convertirse en algunos de los monasterios más prestigiosos y poderosos de la España medieval.

En lo que respecta a la difusión de Cluny tenemos que esperar al reinado de Sancho III de Navarra, que a principios del siglo xi establece relaciones con el abad cluniancense Odilón y posteriormente pone al monasterio de San Juan de la Peña, del que más tarde hablaremos, en la órbita de la orden en 1028. A partir de este momento la influencia de Cluny se extiende por los reinos cristianos peninsulares, especialmente durante el reinado de Alfonso VI, con quien la relación deja de ser únicamente cultural para desarrollar fuertes vínculos económicos. El monasterio de Sahagún en León, del que dependen cerca de cien cenobios, pasa a convertirse en el mayor propagador de la observancia cluniacense. Su prestigio y fortaleza fue tal que durante los siglos xi y xii puede ser considerado como el gran centro cultural de la España cristiana. La llegada del Císter a la península ibérica es posterior, a partir del siglo xii durante el reinado de Alfonso VII, siendo el primer enclave cisterciense el monasterio de Santa María la Real de Fitero, fundado en 1140, al que le siguen Santa María de Sobrado y el monasterio de Poblet, patrocinado por Ramón Berenguer IV. Los monasterios femeninos experimentan un destacable auge, y en este sentido se debe destacar el de Santa María de la Caridad y el de las Huelgas Reales en Burgos.

Ya en el siglo xiii, coincidiendo con la etapa en la que las ciudades europeas empiezan a recuperar el protagonismo que habían tenido en épocas anteriores, se constata la aparición de nuevos tipos de monasterios vinculados a las órdenes mendicantes (dominicos y franciscanos) que surgen como consecuencia de las nuevas tendencias espirituales de la Iglesia, aunque también por la relajación de las normas y el comportamiento de las anteriores órdenes, especialmente del Císter. Estos conventos se suelen levantar cerca de las ciudades, e incluso dentro de ellas. También en los caminos más frecuentados (especialmente el de Santiago) y siempre para ofrecer asistencia y caridad a los viajeros. La estructura de los complejos monacales no se distinguirá de los anteriores, pero con las órdenes mendicantes se introducen algunas novedades como el cuidado de la acústica del edificio. La iglesia, por otra parte, se solía dividir en dos partes; una destinada al vulgo y la otra para la clausura de los monjes. En contraste con las del Císter, las cabeceras de las iglesias tienen un número reducido de capillas ya que se va superando la costumbre de la misa diaria obligatoria para todos los monjes del cenobio. En el Capítulo general, San Francisco de Asís se expresa con estas palabras: «En los lugares donde moran los frailes se ha de celebrar una sola misa diaria… más si en algún lugar hubiere muchos sacerdotes, con amor de caridad el uno esté contento oyendo la misa del otro». Fueron estas órdenes mendicantes las que dos siglos después tendrán una enorme influencia por su apoyo a la colonización y la difusión del cristianismo por el Nuevo Mundo, tal es el caso del prestigioso monasterio de Santa María de Guadalupe.

Según nos cuentan las antiguas leyendas, en el siglo xiii un pastor de Cáceres, que más tarde recibirá el nombre de Gil Cordero, encontró una talla de la Virgen María en el río Guadalupe. La imagen, eso es al menos lo que se empeñaba en narrar la leyenda, habría sido esculpida por san Lucas (como otras vírgenes negras a las que hoy se les sigue rindiendo culto) y después, tras su muerte producida en Acaya, el santo fue enterrado con ella. La efigie de la Virgen le acompañó, de igual forma, cuando sus restos mortales fueron trasladados a la ciudad de Constantinopla en el siglo iv, hasta que en el 590 el papa Gregorio Magno decidió trasladarla hasta Roma y, una vez allí, la utilizó para frenar las catastróficas consecuencias de una epidemia que solo pudo ser eliminada cuando Gregorio solicitó protección a la madre de Cristo por medio de esta imagen que fue llevada en procesión por las calles de la Ciudad Eterna, mientras aparecía un ángel sobre un castillo (en verdad, el antiguo mausoleo de Adriano) que a partir de ese momento se conoció con el nombre de Sant’Angelo. No acabó aquí el particular peregrinaje de la imagen sagrada, porque poco después el propio Gregorio le ofreció a San Isidoro la imagen de la Virgen para que se la llevase a su hermano Leandro, arzobispo de Sevilla. El viaje de Isidoro no resultó tan tranquilo como en un principio se imaginó, porque a mitad de camino se desató una fuerte tormenta que amenazó la supervivencia de los miembros de la expedición aunque, de nuevo gracias a la protección de la talla, Isidoro pudo llegar sano y salvo a Sevilla para ofrecer la imagen a su hermano Leandro. En el 714, varios religiosos de la bella ciudad del Guadalquivir decidieron huir hacia el norte de la Península, llevándose consigo esta imagen y otras muchas reliquias de santos. Algunas llegaron hasta el norte de España, lo que dio lugar a la proliferación de todo tipo de tradiciones que hablan sobre la existencia de tesoros perdidos, algunos de carácter sagrado, a los que seguiremos la pista. En lo que respecta a la imagen, fue escondida unas semanas después cerca del río Guadalupe y allí permaneció hasta ser encontrada por el pastor cacereño.

En el lugar del hallazgo se construyó una pequeña ermita, alrededor de la cual se fueron asentando los primeros pobladores de una localidad cuya fama empezó a propagarse por todos los rincones de la península ibérica, especialmente por la construcción del Real Monasterio de Santa María de Guadalupe, nuestro gran centro de peregrinación solo por detrás del de Santiago de Compostela. Esta popularidad se incrementó y tomó carácter internacional al convertirse la Virgen de Guadalupe en la patrona de todas las tierras de habla hispana, por lo que puede ser considerada como otro de los muchos elementos que unen culturalmente a distintos pueblos hermanos de ambos lados del océano Atlántico.

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