Eso no estaba en mi libro de Historia de la Edad Media

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Capítulo 3 La espada contra el alfanje. Batallas milagrosas en la edad media

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Capítulo 3

La espada contra el alfanje.

Batallas milagrosas en la edad media

Puente Milvio

En el año 305, después de veinte largos años de gobierno, abdicaba el emperador romano Diocleciano, un gesto que revelaba el irreversible fracaso del sistema de gobierno de la tetrarquía. Tras su renuncia al trono, los distintos administradores provinciales comenzaron a disputarse el control de un imperio en franca decadencia, lo que hizo aumentar la situación de inestabilidad que se trató de reestablecer mediante la elección de un líder militar de cierto prestigio, Constantino, que además tenía derechos dinásticos por ser el heredero del emperador occidental Constancio Cloro.

Tras la muerte de Constancio el 25 de julio de 306, las legiones romanas del norte proclamaron augusto a Constantino en la ciudad de Eboracum (la actual York), mientras que en Roma se autoproclamó emperador Majencio. Entre ambos líderes se estableció una pésima relación que al final llevó al enfrentamiento directo en el 312, en la decisiva batalla del puente Milvio, durante la cual se produjo, según nos cuentan las tradiciones, un hecho milagroso que logró cambiar el curso de los acontecimientos y, por lo tanto, el destino de todo un imperio.

La lucha entre Constantino y Majencio no fue, simplemente, uno más de los muchos enfrentamientos entre dos facciones políticas romanas, sino un auténtico choque entre dos concepciones religiosas antagónicas: la antigua religión pagana en clara decadencia y la emergente religión cristiana, que a punto estaba de convertirse en hegemónica en el Imperio romano. Tras la muerte del augusto Galerio, Constantino vio la oportunidad de cumplir un sueño por el que había suspirado los últimos años: unir de nuevo el imperio y poner fin a la caótica situación que vivía Roma como consecuencia del ineficaz sistema impuesto por Diocleciano. En el 312 Constantino inició una imparable marcha sobre la capital imperial, cayendo todo el norte de Italia sin apenas resistencia, hasta situar su campamento en Prima Porta, muy cerca de Roma. Mientras tanto, Majencio, que recibió el apoyo del patriciado romano, de la guardia pretoriana y los sacerdotes de las divinidades tradicionales, se dejó aconsejar por los augurios de los oráculos sibilinos, y situó su campamento frente al puente Milvio.

Cuenta la leyenda que la noche del 27 de octubre, Constantino vio la señal de una cruz en el cielo, mientras que una extraña voz que hablaba en griego le susurró unas proféticas palabras: «Con este signo vencerás». Tras la visión ordenó delinear este símbolo sobre los escudos de sus soldados para llevarlos hasta la victoria. De esta forma, la cruz, que durante el largo periodo de tiempo que dura la Edad Media se va a enseñorear sobre todos los reinos cristianos de Europa, terminó convirtiéndose en el principal símbolo de la nueva religión. El día 28, a pesar de las advertencias de sus generales, el futuro emperador ordenó a sus tropas tomar posiciones frente al campamento de Majencio. Nada parecía indicar que Constantino pudiese conseguir la victoria ya que sus fuerzas eran muy inferiores (unos 40.000 hombres frente a los 100.000 de su oponente). Seguro de sí mismo, Majencio mandó a su potente caballería cargar sobre la infantería enemiga para de esta forma romper sus líneas y asegurarse una rápida victoria, pero los hombres de Constantino observaron que los caballos no tenían ningún tipo de protección, por lo que no tuvieron ningún tipo de dificultad a la hora de abatirlos y después rematar a sus jinetes. El terror no tardó en apoderarse de los soldados de Majencio, por lo que emprendieron una desordenada retirada hacia el puente Milvio con la intención de escapar del baño de sangre que se estaba produciendo en el campo de batalla, pero en su precipitación terminaron aplastándose los unos a los otros, mientras que otros muchos murieron ahogados o abatidos por las espadas de los hombres de Constantino. Tras la batalla, el cuerpo sin vida del nefasto estratega Majencio fue encontrado en el Tíber, un río con sus aguas teñidas con la sangre de muchos romanos que, a lo largo de los siglos, habían luchado y muerto por la supervivencia de una civilización milenaria. Inmediatamente, los vencedores procedieron a decapitar a Majencio para después entrar triunfantes en Roma, acompañados con su cabeza como símbolo de la victoria.

La utilización de la cruz como símbolo más característico del cristianismo está relacionado con la visión celestial que tuvo el emperador Constantino durante la batalla de Puente Milvio.

Aunque la batalla no se produjo durante la Edad Media, las consecuencias fueron decisivas para comprender la historia de Europa durante los siguientes siglos, ya que constituye un punto de inflexión en la historia del cristianismo. Tras alzarse al poder, el emperador tomó medidas de regeneración política a partir de un proceso de centralización de la administración mientras que, por otra parte, reorganizó el ejército y reformó el sistema fiscal para aumentar la recaudación del Estado. En lo que se refiere a la política religiosa, trató de adaptarse a la nueva realidad en la que predominaba el auge de las tendencias sincréticas y la decadencia del paganismo tradicional romano, y todo ello frente al imparable auge del cristianismo, que se convierte en una religión con ambiciones universales, lo que explica el establecimiento de la total libertad de cultos para sus súbditos que establece con el edicto de Milán del 313 (solo un año después del «milagro» de puente Milvio) y su posterior conversión, casi en su lecho de muerte, con el objetivo de crear un espíritu de unidad en torno al cristianismo.

La muerte de Constantino marca el principio del fin de lo que antaño fue el todopoderoso Imperio romano. Las querellas religiosas, la ineficacia del pesado aparato administrativo, la inestabilidad política y la presión de los pueblos bárbaros sobre unas fronteras prácticamente desguarnecidas, a lo que se le une la división entre las partes occidental y oriental del imperio, desembocará en el destronamiento del último emperador del imperio occidental, fenómeno este que marca el inicio de la Edad Media.

Después de la batalla del puente Milvio, historiadores cristianos como Eusebio de Cesarea atribuyeron a la intervención divina la victoria de Constantino, pero esta no fue la única vez que la divinidad decidió intervenir para ayudar a los que luchaban por la supervivencia y el triunfo de la cruz sobre sus enemigos. Durante la Edad Media, no fueron pocas las ocasiones en las que volvió a obrarse el milagro. Algunas de estas batallas tuvieron como escenario las tierras de Hispania, y hasta allí viajaremos a continuación.

La batalla de Covadonga

Las grandes batallas de tiempos medievales, en las que casi siempre destaca la figura de un rey que intenta obtener prestigio y la categoría de héroe, estaban cargadas de un enorme componente ideológico y religioso, especialmente en lugares como la península ibérica, donde el conflicto entre el cristianismo y el islam se prolongó durante casi ochocientos años. En este contexto, no era extraña la creencia en la intervención de la divinidad; tanto el Dios cristiano como Alá se convirtieron en árbitros que entregaban la victoria a los más justos y por eso, para ganarse su favor, los ejércitos acudían a la batalla portando como estandartes todo tipo de objetos sagrados y reliquias. En España, una de estas primeras actuaciones milagrosas se produce en la batalla de Covadonga, pocos años después de la conquista árabe del 711.

A lo largo del tiempo, la invasión musulmana de la península ibérica ha venido considerándose como un elemento perturbador que vino a interrumpir el proceso de desarrollo histórico en la línea de los demás países del antiguo Imperio romano de Occidente. De esta manera, la conquista del 711 provocó una interrupción de los primeros intentos por crear un Estado unificado que se estaban dando en el siglo vii, al dar lugar a la aparición de una serie de núcleos aislados en las zonas más septentrionales de la península ibérica que fueron los que, con el paso de los años, se van a ir incorporando a lo que tradicionalmente conocemos con el nombre de Reconquista. La invasión también provocó en los distintos reinos cristianos peninsulares un reforzamiento del papel aglutinador del catolicismo (en oposición a la religión de los invasores) y, por otra parte, un aumento del carácter belicoso que tendrá continuidad a finales del siglo xv (acabada la Reconquista) con el proceso de conquista y colonización del Nuevo Mundo.

La rápida conquista que llevan a cabo Tarik y Muza después de la batalla de Guadalete del 711, solo fue posible si tenemos en cuenta la indiferencia, incluso complicidad, de la mayor parte de la población hispanovisigoda. Muchos se apresuraron a firmar pactos con los invasores para no perder sus privilegios económicos, pero otros eligieron el camino del exilio y dirigieron sus pasos hacia el norte, especialmente a Asturias, en donde los recién llegados visigodos se habrían unido a la población indígena que hasta ese momento había permanecido relativamente aislada y ajena (no tanto como en un principio pudiese parecer) al dominio romano y visigodo.

En lo que respecta a la batalla de Covadonga, el indiscutible protagonista de la gesta fue don Pelayo, al que podemos considerar como el primer rey de Asturias, y al que la historia ha querido convertir en el personaje con el que se consolida el concepto de nación desde un punto de vista mítico, tal y como ocurre con Arturo en Inglaterra o con Beowulf en Alemania. La historicidad de don Pelayo está fuera de toda duda pero es muy poco lo que sabemos de él. En las Crónicas alfonsinas se le considera hijo del duque Favila, mientras que otras tradiciones le sitúan luchando junto a su rey Rodrigo en la batalla de Guadalete acontecida en el fatídico año de 711. En la actualidad, la tesis que habla sobre el origen astur del personaje tiene muchos seguidores aunque, en verdad, no existe nada que podamos afirmar con rotundidad, por lo que el debate sigue abierto. A pesar de todo, las fuentes insisten en el origen visigodo de Pelayo, por lo que, desde este punto de vista, su participación en la batalla de Guadalete pudo ser posible.

Según cuentan las fuentes, especialmente la Crónica Albedense y la Rotense escritas en el siglo ix, Pelayo era un noble visigodo hijo del duque Favila. El duque, debido a las intrigas y desavenencias que existían entre la nobleza goda fue asesinado por el rey Witiza, posiblemente por un problema de faldas. Pelayo había pasado su infancia en la ciudad de Toledo, en donde entabló una estrecha relación con Rodrigo (futuro rey de los visigodos), pero tras el asesinato de Favila, el joven Pelayo marchó al exilio y pasó el tiempo deambulando por las tierras septentrionales de la península ibérica, dando muestras de todas las cualidades que en su día tanto alabaron sus biógrafos. Dicen que Pelayo era inquieto, trabajador y avisado, que era un hombre cuerdo, justo, bello y religioso. Tanto es así que en los momentos finales del reinado de Witiza, peregrinó por Tierra Santa antes de volver a España y ponerse al servicio de su antiguo amigo.

Pelayo pronto empezó a destacar entre los nobles que apoyaron al nuevo rey, don Rodrigo, ya que ocupó un cargo importante en la corte visigoda: conde de los espatarios (guardia personal del monarca). Como tal luchó junto a Rodrigo en la renombrada batalla de Guadalete, por lo que vivió, en primera persona, los acontecimientos que a la postre resultaron definitivos para comprender la desaparición del joven e inestable estado visigodo. Tras el desastre que supuso para los visigodos la aplastante derrota a manos de los musulmanes, Pelayo volvió a Toledo, y fue allí donde el arzobispo Urbano, viéndolo todo perdido, pidió al conde que salvase las reliquias y los objetos de poder más importantes que en aquellos días se encontraban en la ciudad. El siguiente episodio es conocido por todos; Pelayo huyó hacia el norte, hacia tierras asturianas para convertirse en el rey del primer reino cristiano de la Península tras la invasión musulmana del 711. Los textos cronísticos del siglo ix aluden a una alianza entre el elemento visigodo y los astures locales que permitió a Pelayo hacerse con el poder, mientras que la unión con el duque Pedro de Cantabria significó el nacimiento de este núcleo de resistencia cristiano, el reino de Asturias, frente a la dominación musulmana.

Hacia el 718 tenemos a un bereber llamado Munuza gobernando en el norte peninsular, pero muy pronto su autoridad se vio desafiada por un grupo de dirigentes astures, encabezados por Pelayo, que desde Cangas de Onís decidieron rebelarse y dejar de pagar impuestos. La actitud desafiante de Pelayo y sus hombres fue contestada con algunas acciones de castigo, pero la incapacidad de Munuza para sofocar la rebelión le llevó a pedir refuerzos a Córdoba, desde donde llegó un contingente al mando de Alqama formado, probablemente, por unos 1500 efectivos (aunque las crónicas cristianas llevan esta cantidad, muy exageradamente, hasta los 187.000). En cuanto a las fuerzas de Pelayo no parece que pudieran superar los 300 hombres, por lo que debido a su inferioridad numérica, el héroe cristiano se retiró hacia un angosto valle de los Picos de Europa, cuyo fondo cerraba el monte Auseva, con el objetivo de acorralar al ejército atacante en un espacio en donde no pudiese maniobrar. Así llegamos al 722, año en el que se produce la batalla que para muchos marca el inicio del proceso de la Reconquista.

Según las leyendas, el enclave elegido por Pelayo para presentar batalla a las fuerzas musulmanas de ocupación era mágico, ya que desde antiguo Covadonga se relacionaba con la presencia de lo sobrenatural y con el culto a la Virgen. El origen de este tipo de creencias es, en cambio, muy anterior ya que en época precristiana la cueva estaba asociada al culto de divinidades femeninas de la naturaleza, de ahí la facilidad de vincularlo posteriormente con la Virgen tal y como ocurrió en otros muchos lugares de España, en donde antiguas creencias paganas terminarán siendo adaptadas a través de un característico proceso de sincretismo religioso.

El 28 de mayo de 722 se inicia la batalla después de que los musulmanes enviasen al traidor Oppas (hermano de Witiza, que había permitido la entrada del ejército de Tariq en 711) a dialogar con los astures, pero este fue rechazado por Pelayo, que le habría recriminado su falta de fe y su traición a la Cristiandad. Ante esta situación, los musulmanes iniciaron el ataque y lanzaron una lluvia de flechas sobre los hombres del caudillo asturiano que no tuvieron otro remedio más que retroceder y buscar cobijo en la cueva. Afortunadamente (si hacemos caso a las crónicas), esta situación tan crítica pudo ser solventada por parte de los cristianos gracias a la intervención de la Virgen:

Alqama mandó entonces comenzar el combate, y los soldados tomaron las armas. Se levantaron los fundíbulos, se prepararon las hondas, brillaron las espadas, se encresparon las lanzas e incesantemente lanzaron saetas. Pero al punto se mostraron las magnificencias del Señor: las piedras que salían de los fundíbulos y llegaban a la casa de la Virgen Santa María, que estaba dentro de la cueva, se volvían contra los que las disparaban y mataban a los caldeos (Crónica Albelda, 881).

Al margen de este tipo de creencias, debemos suponer que durante la contienda un grupo de guerreros astures logró hacerse fuerte en algunas de las pequeñas cimas que jalonaban el lugar, por lo que cuando los musulmanes iniciaron el asalto a la cueva, estos cayeron de improviso sobre ellos provocando el desconcierto entre el contingente de Alqama, que nada pudo hacer para imponer su destacable superioridad numérica. Sin poder maniobrar, los hombres del contingente musulmán terminaron esperando, uno a uno, su turno para ser ensartados por la espada de un soldado astur, hasta que le tocó el turno a Alqama, el cual no pudo sobrevivir a la completa derrota de su ejército. Tras la muerte de su general, los supervivientes iniciaron una desordenada retirada en dirección a Liébana, pero su huida se hizo aún más dramática por causa de un desprendimiento de tierras que, según la leyenda, fue provocado, nuevamente, por la intervención divina.

Durante la Edad Media no fueron pocas las ocasiones en las que, según las crónicas, la presencia de lo sobrenatural resultó determinante para conseguir sonadas victorias militares. Una de estas batallas se produjo en Covadonga y tuvo como protagonista a Pelayo.

Al verlo todo perdido, el gobernador Munuza decidió escapar de Gijón por miedo a la sublevación de la nobleza local, pero la tragedia estaba a punto de completarse porque los astures lograron darle caza y matarlo en Olalles, un lugar que no ha podido ser identificado. Desde entonces, la batalla de Covadonga pasó a considerarse como la primera victoria de un contingente cristiano contra las fuerzas andalusíes, lo que habría permitido el nacimiento del reino independiente de Asturias y, mucho después, de otros núcleos cuya unión daría lugar a la posterior formación del Reino de España. Es por este motivo por lo que no debe de extrañarnos el famoso dicho de que «Asturias es España y lo demás tierra conquistada».

Las dificultades por las que pasaba Al Ándalus fueron aprovechadas por el yerno de Pelayo, Alfonso I (739-757), para efectuar una serie de campañas hacia el sur e incorporar el territorio gallego al emergente reino asturiano, el cual alcanza su plena definición con Alfonso II (791-842), al dotarse de una estructura estatal más compacta y unas fronteras más definidas. Con este rey se impone el fuero juzgo como ley del reino y se adopta la ortodoxia religiosa a través de Beato de Liébana, frente a la herejía adopcionista defendida por Elipando, arzobispo de Toledo. Desde el punto de vista ideológico se desarrolla el neogoticismo, que establece los derechos de los reyes asturianos al considerarse herederos de los monarcas visigodos. Durante este convulso periodo de tiempo, en el que vemos nacer los primeros núcleos de resistencia cristianos, se producen nuevos enfrentamientos con las tropas andalusíes, algunos totalmente identificados, y otros puramente legendarios como es el caso de la batalla de Clavijo que se habría producido durante el reinado de Ramiro I (842-850).

Según cuentan las tradiciones, el rey asturiano se negó a pagar el tributo de las cien doncellas al emir cordobés, y la respuesta árabe no se hizo esperar. Tras asolar las tierras asturianas, el ejército musulmán capitaneado por Abderramán II marchó hacia Albelda en donde se enfrentó al pequeño contingente astur, que nada pudo hacer por evitar la derrota. Ante esta situación tan complicada los cristianos se vieron obligados a hacerse fuertes en el monte Laturce, llamado también de Clavijo, en donde volvió a obrarse el milagro. Según la crónica del arzobispo Rodrigo Jiménez de Rada, escrita a mediados del siglo xiii, Ramiro I tuvo un sueño en el que aparecía el apóstol Santiago asegurando su presencia en la batalla al frente de las huestes cristianas. Al día siguiente el rey marchó al frente de su ejército contra las tropas de Abderramán II (al parecer acompañado por el apóstol que montaba en un precioso corcel blanco) para conseguir una victoria en la que fue una de las batallas más recordadas de la Reconquista, a pesar, eso sí, de ser una batalla legendaria que no puede ser planteada por ningún historiador serio. Los estudios arqueológicos han permitido, en cambio, corroborar historiográficamente la existencia de otra batalla en Albelda, esta durante el reinado de Ordoño I hacia el 860, que habría servido de inspiración para dar forma a la leyenda.

Fue con Alfonso III (866-909) cuando se produce el momento de máximo esplendor de la monarquía asturiana al aprovechar la debilidad del emirato cordobés y avanzar su frontera hasta la línea del Duero. Esta expansión se paraliza durante el reinado de sus sucesores, en los que el reino asturiano está a punto de fragmentarse y ponerse a la sombra del que a partir de ese momento tomará especial protagonismo en el proceso de reconquista. Nos referimos a Castilla, cuyos orígenes son muy oscuros, aunque parece claro su nacimiento como consecuencia de un proceso de repoblación en el que participaron grandes monasterios y grupos de campesinos de procedencia diversa. Los condes castellanos, al principio nombrados por los reyes de Asturias, dotaron al territorio de una compleja estructura defensiva por su condición fronteriza, con una autonomía tal que a principios del siglo xi actúan ya de forma casi independiente. Mientras todo esto ocurre en lo que fue el prestigioso Reino de Asturias, en las zonas más orientales el origen de los núcleos de resistencia cristianos está más relacionado con la presencia de los francos. En esta ocasión vuelven a producirse nuevos enfrentamientos cuyo recuerdo ha llegado hasta nosotros en forma de leyenda.

La Chanson de Roland

En zonas orientales del norte peninsular el dominio musulmán fue más efectivo durante los primeros momentos de la conquista. En Navarra, a pesar de las presiones de musulmanes y francos, los vascones de Pamplona lograron mantener su independencia, pero para ello se vieron obligados a pagar tributos e incluso a mantener guarniciones en su territorio.

El interés de los francos por fortalecer su posición en el sur de los Pirineos explica la expedición de Carlomagno para crear un territorio intermedio o marca defensiva, siendo en este contexto cuando se produce la batalla de Roncesvalles, recordada en forma legendaria gracias a la Chanson de Roland. En 778 los navarros consiguieron derrotar al rey franco con la ayuda de los musulmanes, mientras que en 799 terminan con el último valí del linaje muladí zaragozano de los Beni Qasi, pero esta vez contando con el apoyo de Carlomagno, por lo que a partir de este momento el incipiente Reino de Navarra entró en la órbita de los francos. Algo parecido ocurre con el condado de Aragón, un minúsculo enclave pirenaico que después de librarse de la presencia musulmana, entrará en dependencia con sus vecinos del norte. En lo que respecta a los territorios más orientales, el descontento por la ocupación musulmana fue aprovechado por los carolingios para iniciar la conquista del territorio (Gerona en 785 y Barcelona en 801) formando entre el Llobregat y los Pirineos la llamada Marca de España o Marca Hispánica, integrada por un variopinto conjunto de condados entre los que destacó Barcelona.

En cuanto a la batalla de Roncesvalles, la intervención de Carlomagno en los asuntos peninsulares se empieza a gestar después de sellar una alianza con los opositores al emir andalusí Abd al-Rahman I. En la pascua del 778 se ponía en movimiento un gran ejército que se había ido concentrando en una pequeña localidad del centro de Francia, Chasseneuil. A finales de mayo, las tropas carolingias ya se encontraban frente a Zaragoza y cuando la caída de la ciudad parecía inminente se produjo un hecho que hizo cambiar los acontecimientos. El gobernador de Zaragoza, Hussayn Al-Ansarí, que en un principio se encontraba entre los conjurados contra el gobierno de Abd al-Rahman decidió, en el último momento, cambiar de bando, y cerró las puertas a los francos. Ante el peligro que suponía el inicio de un largo e incierto asedio en una zona en donde no contaba con ningún tipo de bases seguras, Carlomagno decidió dar media vuelta y volverse para Francia, no sin antes arrasar la ciudad de Pamplona y destruir sus murallas para, de esta forma, evitar futuros ataques desde el sur.

El trato al que había sido sometido este enclave soliviantó los ánimos de los vascones, por eso cuando el 15 de agosto de 778 el ejército franco estaba cruzando las montañas por el camino que iba desde Roncesvalles al puerto de la Ibañeta, un contingente de vascones cayó sobre su retaguardia, dispuestos a cobrarse justa venganza por las ofensas recibidas en Pamplona. Situados en zonas elevadas y con un mejor conocimiento del terreno, los vascones causaron estragos entre los francos, quienes poco pudieron hacer para defenderse de unos atacantes que empezaron a utilizar sus armas ligeras con una efectividad mortífera hasta que, con la caída de la noche decidieron retirarse y buscar cobijo en lo alto de la montaña. Según la Vida de Carlomagno o Vita Karoli Magni, escrita hacia el 830 por el cronista y biógrafo Eginhardo, los mejores caballeros de Carlomagno, entre ellos un tal Rodlando, murieron en la batalla.

Es muy poco más lo que conocemos sobre esta batalla, que a partir de este momento pasará a ser cantada por juglares de toda Europa. Ellos fueron los encargados de transmitir oralmente los recuerdos de un pasado cada vez más lejano en donde lo real se mezclaba con lo mítico. Pasado el tiempo, en la primera mitad del siglo xii, la leyenda de Roncesvalles tomó forma escrita en el manuscrito Chanson de Roland, conservado en la actualidad en la biblioteca Bodleiana de la Universidad de Oxford. El poema consta de 4002 versos decasílabos con rima asonante y tiene marcados rasgos lingüísticos anglonormandos, por lo que se cree que el autor fue un poeta culto del sur de Inglaterra.

La Chanson de Roland es un cantar de gesta que narra en forma legendaria los hechos acontecidos en la batalla de Roncesvalles, pero de forma muy distinta a lo que en verdad sucedió en el siglo viii. Frente a lo que nos dice la historia, el cantar afirma que el rey carolingio había conquistado toda España en tan solo siete años excepto la ciudad de Zaragoza, una ciudad que estaba gobernada por un rey musulmán de nombre Marsil. Al verse rodeado, el rey envió una embajada a Carlomagno para ofrecerle todo tipo de tesoros y riquezas si se alejaba de la ciudad. Indeciso, Carlomagno se dejó asesorar por su sobrino Roldán, quien le propuso escoger a Ganelón, perfecto traidor, como emisario encargado de concretar las condiciones del tratado. No le tuvo que hacer mucha gracia al tal Ganelón (un personaje ficticio que aparece como padrastro de Roldán) su elección para cumplir este indigno cometido, por lo que cuando se vio frente al rey Marsil le convenció de la necesidad de asesinar a Roldán. El plan se inició con un intento de engañar a Carlomagno enviándole ricos presentes y la promesa del bautismo de Marsil en un plazo máximo de un año, por lo que el rey carolingio decidió regresar con su ejército a Francia dejando en la retaguardia a sus mejores hombres, unos 20.000 caballeros, entre ellos Roldán, el conde Oliveros y el arzobispo Turpín. Craso error.

Mientras, el traicionero rey Marsil no había perdido el tiempo, ya que formó un increíble ejército compuesto por 400.000 hombres perfectamente adiestrados para la guerra, cuyo objetivo era caer sobre las tropas de Roldán en Roncesvalles. El día de la batalla (recordamos que nos seguimos moviendo en el ámbito de la leyenda), el intrépido Olivares fue consciente del peligro en el que se encontraba su ejército, totalmente rodeado por fuerzas hostiles y sin ninguna posibilidad de romper el cerco, por eso pidió a Roldán que hiciese sonar el olifante, un instrumento tallado sobre el cuerno de un elefante para poner sobre aviso a Carlomagno, pero Roldán se negó por considerarlo un acto de cobardía. De forma temeraria decidió hacer frente al poderoso enemigo. Los francos lucharon con valentía y honor, provocando la muerte de miles de guerreros musulmanes, pero su inferioridad numérica hacía imposible la victoria y por eso, cuando ya todo estaba perdido, Roldán ordenó hacer sonar el olifante, antes de perder la vida junto a doce pares de Francia.

La Canción de Rolando es un poema épico de varios cientos de versos, escrito a finales del siglo xi en francés antiguo, atribuido a un monje normando, Turoldo, y en el que se narra los hechos, totalmente modificados, acontecidos durante la batalla de Roncesvalles.

Cuando Carlomagno llegó al campo de batalla pudo comprobar que todos los hombres de su retaguardia habían caído defendiendo al valeroso e imprudente Roldán. A lo lejos, aún se observaba el rastro del ejército de Marsil dirigiéndose hacia Zaragoza y es en este instante cuando se produce la intervención de Dios para que el rey franco pudiese ver saciada su sed de venganza. Después de mirar al cielo, Carlomagno pidió que se detuviese el sol y de esta forma tener más tiempo para dar caza al ejército musulmán, el cual fue interceptado mientras atravesaba el Ebro. Antes de encontrar la muerte, Marsil pudo retirarse de la batalla gravemente herido y buscar cobijo en Zaragoza, con tanta suerte que ese mismo día llegó desde la lejana y exótica Babilonia un ejército capitaneado por el emir Baligán, enviado para socorrer a los musulmanes peninsulares. La esperanza volvía a renacer en el bando islámico ya que ambos dirigentes unieron sus fuerzas y se dispusieron a acabar con el rey Carlomagno. Había llegado el momento de la verdad; la batalla definitiva estaba a punto de comenzar.

El choque entre ambas fuerzas fue, según la leyenda, estremecedor. Durante horas los soldados de uno y otro bando lucharon con determinación al ser conscientes de que en esta ocasión no habría esperanza para el que fuese derrotado. Cuando el ánimo de los francos empezó a decaer, al pensar que nunca podrían derrotar a un enemigo tan numeroso, se produjo el singular combate entre el rey Carlomagno y Baligán, quien cayó muerto tras un certero mandoble del rey franco (según el cantar de gesta después de sentirse animado por la visión del ángel Gabriel). La muerte de su líder provocó el pánico entre los musulmanes, que ya nada pudieron hacer para evitar la conquista de Zaragoza. La historia de Carlomagno y el valeroso Roldán fue repetidas veces narrada en los pueblos y villas de media Europa e incluso sabemos que durante la Edad Media llegó a ser habitual bautizar a los niños con los nombres de estos héroes cuyo recuerdo ha llegado hasta nuestros días.

La carga de los tres reyes

Después de la génesis de los reinos cristianos peninsulares, el periodo comprendido entre el siglo xi y principios del xiii se va a caracterizar por el imparable avance de los núcleos de resistencia septentrionales como consecuencia de la desaparición del califato de Córdoba y la posterior fragmentación de la España musulmana en numerosos reinos de taifas.

En la frontera occidental, después de la muerte del rey Sancho III de Navarra se produce un choque entre el primer rey de Castilla, Fernando I, y su cuñado, el rey de León Bermudo III, quien encuentra la muerte en la batalla de Tamarón de 1037. Fortalecido en su poder, especialmente por la unión de Castilla y León, Fernando I inicia un proceso de expansión militar que le lleva a adueñarse de muchos territorios hasta ese momento en manos de Navarra, mientras que en la frontera sur logró derrotar a los reyes de las taifas de Badajoz, Zaragoza y Toledo, llevando la frontera hasta el Tajo en su sector central, mientras que por otra parte impone tributos anuales, o parias, a varias taifas como las de Toledo o Zaragoza. Los aciertos de Fernando I en el campo de batalla, al igual que su enorme esfuerzo por engrandecer Castilla, se vieron fatalmente contrarrestados al dividir el reino entre sus hijos (inspirándose en el derecho navarro y feudal), lo que provocó el inicio de un tiempo de disputas y conflictos civiles que solo se cerraron cuando Alfonso VI consigue unificar la herencia de su padre.

Después de jurar en Santa Gadea de Burgos, ante Rodrigo Díaz de Vivar y otros nobles, no haber tomado parte en la muerte de su hermano Sancho (episodio este muy controvertido y sujeto a debate historiográfico), Alfonso VI fue coronado rey y desde ese momento emprendió la lucha contra los musulmanes. Uno de sus grandes éxitos fue la conquista de la ciudad de Toledo en 1085, al tiempo que inicia la repoblación de antiguas ciudades como Ávila, Segovia o Salamanca, lo que le lleva a afianzar la línea del Tajo como frontera del reino, reforzada por la toma de enclaves con una gran importancia estratégica como Madrid, Coria, Guadalajara o Talavera. Este imparable avance cristiano llevó a las taifas de Badajoz, Sevilla y Granada a pedir ayuda militar a los almorávides del Norte de África, que no tardaron en responder con el envío de un potente ejército a la Península con el que lograron derrotar a Alfonso VI en la batalla de Sagrajas en 1086, y posteriormente en Consuegra (1097) y Uclés (1098). Antes de morir, Alfonso VI decidió ceder a Enrique de Borgoña y a su hija Teresa el territorio del condado de Portugal en plena propiedad y con poder de legarlo a sus herederos, con lo que se sientan las bases para la formación de un nuevo reino independiente del resto de territorios hispánicos. Entre todos los errores protagonizados por este rey, la escisión de Portugal será uno de los que más trascendencia tuvo en el futuro ya que desde este momento el reino luso quedó desvinculado del de Castilla y, por lo tanto, al margen de la unificación de los reinos peninsulares en siglos posteriores, con la excepción del periodo en el que Portugal se une a la monarquía hispánica ya en tiempos de Felipe II.

Frente a esta decisión desafortunada, Alfonso VI intenta por otra parte la unificación con Aragón a partir del matrimonio de su hija Urraca con Alfonso I el Batallador, pero la incompatibilidad de caracteres hizo imposible esta primera tentativa. No obstante, llaman la atención los primeros pasos para avanzar en el camino de la unificación entre los dos grandes reinos cristianos peninsulares, un proceso que no podrá madurar hasta mucho tiempo más tarde.

Tras la muerte de Alfonso VI se produce el inicio de una etapa de cierto equilibrio territorial que perdura hasta el inicio del reinado de Alfonso VII, coronado como «emperador de España» en 1135. Con él se prosigue la política de reconquista, organizando diversas expediciones como la que culmina con la toma de Almería en 1147, pero tras su muerte Castilla vuelve a experimentar un periodo de decadencia debido a las luchas entre facciones nobiliarias y a la larga minoridad de Alfonso VIII, durante cuyo reinado se produce la que podemos considerar como la batalla más importante en la historia de la Edad Media española.

Uno de los momentos decisivos y a su vez punto de inflexión dentro de esta larga lucha que enfrentó a los reinos cristianos del norte contra los musulmanes del sur, se produjo en las Navas de Tolosa, cuyos antecedentes más directos los podemos situar en la trágica derrota que sufrieron los castellanos en la batalla de Alarcos de 1195. La situación fue tan grave que incluso llegó a peligrar la frontera del Tajo, especialmente cuando unos años más tarde el califa almohade ordenó el reclutamiento de un gran ejército para atacar y derrotar a los reinos del norte. Para complicar aún más las cosas, los cristianos parecen decididos a desangrarse los unos a los otros, al estar envueltos en múltiples conflictos internos, por lo que el rey de Castilla, Alfonso VIII, tomó la decisión de convencer al papa Inocencio III para que proclamase una nueva cruzada.

Corría el año de 1212 y en Toledo asombraba la enorme cantidad de cruzados procedentes de Italia, Francia y el norte de Europa que fueron llegando hasta la ciudad para unirse a la guerra contra los musulmanes. Los cruzados extranjeros observaron con asombro la extraña convivencia entre gentes de tres culturas y religiones distintas, algo que nunca podían haberse imaginado en sus lejanos reinos. El 20 de junio de 1212, un ejército formado por cerca de 12.000 hombres se ponía en marcha hacia el sur, estando en la vanguardia don Rodrigo López de Haro, señor de Vizcaya, al frente de los cruzados extranjeros, seguidos por las milicias castellanas, los caballeros de las órdenes militares y cerrando la formación la caballería pesada en torno a los reyes Alfonso VIII de Castilla, y más tarde Sancho VII de Navarra y Pedro II de Aragón.

La batalla de las Navas de Tolosa (1212) es, sin lugar a dudas, una de las más decisivas de la historia de España. En este enfrentamiento, la unión de los reyes cristianos peninsulares logró frenar el empuje del ejército almohade. Según cuentan los cronistas medievales la intervención divina resultó decisiva para conseguir la victoria.

Desde el principio, las desavenencias entre los cruzados hispanos y los ultramontanos se hicieron evidentes, especialmente cuando estos últimos comprobaron la condescendencia con la que los ejércitos de la poderosa Castilla trataban a la población musulmana de las poblaciones que fueron tomando en su camino hacia el sur. Para los cruzados europeos, la chispa que hizo arder la llama de la rebelión se produjo con la toma de la localidad de Calatrava, cuyos habitantes fueron puestos bajo la protección de Alfonso VIII, por lo que cientos de caballeros franceses, alemanes e italianos clamaron al Cielo por la incomprensible actitud de los hispanos, y posteriormente desertaron en masa para volver a sus reinos. La clara inferioridad numérica con respecto a los almohades se hizo ahora mucho más evidente. Los cruzados hispanos se quedaron solos, pero en ningún momento se optó por la retirada ya que en esta ocasión toda la Península se encontraba en peligro y por eso no dudaron en combatir para liberar sus tierras y proteger a los suyos.

Ya solo, el ejército coaligado de Castilla, Aragón y Navarra avanzó desafiante por el interior de las tierras andalusíes. Las dificultades para los cristianos empezaron mucho antes del inicio de la batalla, porque el califa almohade se había anticipado al movimiento de los reinos del norte fortificando todos los pasos situados en Sierra Morena. Fue entonces cuando entró en escena un personaje que se mueve entre la historia y la leyenda, Martín Alhaja, el cual habría mostrado al ejército cristiano un paso entre las montañas. La historicidad del pastor no está comprobada a pesar de que es nombrado por Alfonso VIII en una carta al papa. En este sentido también es mencionado por el arzobispo de Toledo, Rodrigo Jiménez de Rada en De rebus Hispaniae, en donde asegura que fue un enviado de Dios. Otros dos autores más del siglo xiii dejaron constancia de la intervención del pastor en las Navas de Tolosa, y todos ellos perseveran en la providencia divina de su intervención, una fórmula propia, como hemos podido comprobar, de los cronistas medievales. La figura de Alhaja también se ha relacionado con la de san Isidro Labrador, patrón de Madrid, porque según la tradición cuando el cuerpo del santo fue trasladado a la iglesia de San Andrés, el propio rey Alfonso VIII, al verlo, aseguró que ese fue el pastor que le había guiado en las Navas de Tolosa.

No sabemos muy bien si fue con o sin la ayuda de este providencial pastor, pero al final el ejército comandado por Alfonso VIII pudo conseguir su propósito y atravesar el puerto del Rey. Inmediatamente, el ejército almohade se puso en camino para interceptar el avance cristiano, algo que consiguió el día 15 de julio de 1212. Esa noche tuvo que ser tensa, en ambos bandos los hombres se tuvieron que encomendar a su dios, esperando la llegada de un nuevo día en el que se iba a decidir el resultado de una de las batallas más influyentes de la Reconquista.

El 16 de julio, los dos ejércitos formaron uno frente al otro. El de los almohades era mucho más numeroso y estaba formado en tres líneas, con la infantería ligera ocupando las primeras posiciones, y con una segunda línea en donde formaba la infantería pesada en el centro y la caballería en las alas. En retaguardia estaba el campamento de an-Nasir, protegido por lo mejor de sus tropas y la temible Guardia Negra. Enfrente, los cristianos formaron con la caballería castellana en el centro, ocupando el flanco derecho los navarros y el izquierdo las milicias de Aragón. Para tratar de compensar la inferioridad de sus tropas (en la batalla de las Navas de Tolosa lucharon unos 10.000 cristianos contra 25.000 almohades) Alfonso VIII decidió mover ficha, dando la orden de cargar a su potente caballería contra el centro de la formación almohade. El estruendo fue ensordecedor, cientos de caballeros marcharon decididos con la intención de dar un golpe definitivo a la infantería ligera enemiga, pero estos respondieron lanzando todo tipo de armas arrojadizas (jabalinas, lanzas, flechas…) y provocaron muchas bajas entre la caballería castellana. Poco a poco, los caballeros cristianos fueron descabalgados y pasados a cuchillo; muchos yacían inertes en un campo de batalla que desde estas primeras horas estaba cubierto de sangre, pero aun así volvieron a cargar hasta que no tuvieron otro remedio más que retroceder y buscar protección detrás de la infantería y las milicias urbanas de Castilla.

Para los almohades la victoria estaba ya al alcance de sus manos, y por eso el califa movilizó a todos sus hombres, haciendo avanzar a su infantería pesada mientras que sus arqueros cubrían el cielo con miles de flechas que empezaron a caer sobre un ejército cristiano en el que fue cundiendo el desánimo. El posterior choque entre los contingentes almohades, formados principalmente por soldados bereberes adiestrados para la guerra, y las reducidas huestes cristianas tuvo que ser brutal. Los infantes de las órdenes militares del Temple, el Hospital, Santiago y Calatrava, apoyados por las milicias urbanas castellanas, los valientes soldados aragoneses, junto a unos escasos grupos de caballería ligera navarra, consiguieron frenar temporalmente el empuje andalusí, pero conforme fue pasando el tiempo se terminó imponiendo la lógica. Los almohades, apoyados en su clara superioridad numérica, redoblaron sus ataques haciendo inviable la defensa de unos cristianos que estaban a punto de ser rebasados. Al mismo tiempo, buena parte de la caballería cristiana no lograba reagruparse para acudir en apoyo de unos infantes que seguían resistiendo ya a la desesperada. Al califa An-Nasir solo le faltaba esperar que llegase el momento oportuno para dar el toque de gracia y conseguir la más gloriosa victoria del islam peninsular. A su señal, miles de jinetes almohades se pusieron en movimiento con la intención de terminar de una vez por todas con esta batalla.

Ante dicha situación Alfonso VIII de Castilla, Pedro II de Aragón y Sancho VII de Navarra tuvieron que plantearse una retirada ordenada para salvar el mayor número posible de hombres, pero al final tomaron una decisión fundamental: ordenar un nuevo ataque, la carga de los tres reyes, utilizando las últimas reservas de caballería que tenían a su alcance. Frente a toda lógica, la caballería cristiana logró envolver las líneas almohades, haciendo cundir el pánico entre los musulmanes, especialmente cuando observaron cómo los reyes cristianos, seguidos por sus leales hombres, reducían la resistencia de la Guardia Negra, obligando a Muhammad an-Nasir a emprender una huida desesperada, dejando atrás su sueño de crear una gran imperio almohade que ocupase toda la Península.

El perfecto caballero

Como hemos visto, algunas de las más célebres batallas de la Edad Media están revestidas de un halo espiritual, de un componente legendario que no logró ocultar el trasfondo histórico de unos acontecimientos que con el paso del tiempo fueron adornados hasta el punto de que en la actualidad no resulta fácil diferenciar lo real de lo ficticio. A pesar de que las crónicas han querido realzar el papel de los grandes jefes militares, casi siempre con ayuda divina, el verdadero motivo por el que en Europa se logró superar una situación de emergencia que llegó a amenazar su propia supervivencia debe entenderse si tenemos en cuenta la aparición de un fuerza militar basada en la figura del caballero, un hombre de armas que, especialmente a partir del siglo x, puso su espada al servicio de su señor y de la Iglesia.

Desde finales del siglo ix, el ambiente de inseguridad se extendió por los campos y ciudades europeas como consecuencia del peligro que suponía para los reinos cristianos el inicio de las denominadas segundas invasiones, protagonizadas por vikingos, magiares y sarracenos que van a caer sin compasión sobre una Europa fragmentada y casi sin recursos para poder ofrecer una resistencia firme frente a un peligro que amenaza con destruirla. En este contexto, se llevó a cabo una radical transformación de la estructura social de estos reinos cristianos, eliminando la vieja división entre hombres libres y en estado de servidumbre, por otra más efectiva para combatir el peligro que amenaza las fronteras de occidente. Desde el siglo x se reconoce una separación precisa basada en las funciones sociales, especialmente entre combatientes, o milites, y productores, o rustici, que después dará lugar a la división entre oratores, bellatores y laboratores. Además de las incursiones de estos pueblos, los europeos se ven obligados a sufrir la violencia provocada por las continuas luchas entre la aristocracia, especialmente en estos momentos de debilidad de los estados medievales, sin fuerza suficiente para sobreponerse a las tendencias centrífugas de las clases privilegiadas que tienen como único objetivo satisfacer sus propios intereses económicos y políticos. La fragmentación interior y las amenazas externas llevan a la construcción de castillos por todos los reinos europeos (en España, regiones como Castilla toman de ellos su nombre).

La valoración de la guerra como forma de autodefensa se convierte en otro de los elementos característicos de la mentalidad medieval, y esto permite desde el siglo x la elaboración de un esquema ético-teológico cuyo objetivo será, ni más ni menos, que la sacralización de la práctica militar. Hasta este momento, durante la Alta Edad Media, se habían impuesto los valores de la solidaridad entre los miembros de las comitivas armadas y la fidelidad al príncipe o caudillo al que el miles debía obediencia. Por este motivo se generalizan rituales y pruebas para elegir al más digno de llevar armas como pruebas de fuerza, heridas rituales, destreza en el uso de la espada y resistencia al dolor. De forma progresiva se impone una desmilitarización de la sociedad romana, en la que el ciudadano se veía obligado a participar en la defensa del Estado, por una nueva fórmula en la que solo unas comitivas guerreras agrupadas en torno a la aristocracia son capaces de portar armas. Con esta nueva estructura social, no resulta complicado comprender cómo estos grandes señores feudales chocaron entre sí durante los siglos ix y x, movidos por su ansia de incrementar sus privilegios, mientras que la debilidad de los poderes públicos hace imposible evitar la violencia de los considerados tyranni contra los más indefensos, a los que la Iglesia define como pauperes, entre ellos huérfanos, viudas y todo aquel incapaz de defenderse. La violencia contra los indefensos será cada vez más censurada por la Iglesia, especialmente por los obispos de las diócesis europeas, que a partir de este momento iniciarán un proceso que desembocará en la aparición de un nuevo modelo caballeresco que es, precisamente, el que ha llegado hasta nosotros. La unión de estos sacerdotes con algunos aristócratas laicos preocupados por lo endémico de este estado de violencia que impide el progreso económico, desemboca a principios del siglo xi en la aparición del movimiento de la tregua Dei, que establece la condena de excomunión para todos aquellos que lleven a cabo actos violentos en santuarios, hospicios, mercados o lugares con profundo significado religioso.

De esta manera se pretende proteger a los que antes englobamos bajo el término de pauperes. Obviamente, este movimiento no logró erradicar la violencia en un mundo tan acostumbrado a ella, pero al menos se limitó gracias a la implantación de un programa de pacificación de importantes sectores de la aristocracia territorial que hasta ese momento habían extendido el terror por los campos europeos debido a sus luchas privadas. De forma progresiva se van imponiendo nuevos principios éticos propiamente caballerescos, al menos como los entendemos nosotros, basados en el servicio a Dios y en la defensa de los desfavorecidos. Este proceso de cambio en lo que se refiere a su naturaleza se detecta en la ceremonia de armar caballero, hasta ese momento laica, que pasa a tener un carácter religioso, e incluso se recupera la costumbre de bendecir y sacralizar las armas. Es más, algunas de las espadas que pertenecieron a los más insignes caballeros medievales, pasaron a tener un carácter mágico, al formar una auténtica simbiosis con su portador, que en muchos casos necesitó de ella para ratificar su poder y su fuerza, como Excálibur, la legendaria espada del rey Arturo. Resulta curiosa la creencia, especialmente dentro de las tradiciones mitológicas de origen germánico, de que algunas de estas espadas fueron forjadas por seres míticos, como elfos o enanos.

El ideal caballeresco implicaba tener valor para servir a las personas necesitadas, y esto obligaba a no faltar a la verdad, aun a riesgo de perder la vida. Los caballeros también juraban defender a sus señores y señoras, a su comunidad, a los huérfanos y a la Iglesia, al igual que mantener su fe y encomendarse a Dios.

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