Enigma

Enigma


Día dos

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—¿Por qué bajar a beber el agua hasta la cocina a esa hora? ¿Por qué no dejar un vaso en la mesilla junto a la cama, como hacen muchas personas?

—Eso le decía yo, pero ella insistía en que no era igual.

Al parecer, en alguna ocasión leyó un artículo al respecto. No estoy seguro de cuál era la razón de su hábito —afirmó Francisco, encogiéndose de hombros—. Si ella era feliz levantándose para ir a la cocina, yo no veía nada malo en ello. Tan solo la dejaba hacer. Camila podía ser muy testaruda cuando se le metía algo entre ceja y ceja.

—¿Se levantaba cada noche?

Soliz acompañó sus palabras con un asentimiento.

—Y se despertaba siempre a la misma hora.

—¿Quién más sabía acerca de ese hábito, señor Soliz?

—Pues no era algo que comentáramos en las reuniones sociales. Supongo que lo sabíamos la familia y los empleados de la casa.

—¿Con empleados de la casa se refiere a la señora García?

—Y al chófer. Su nombre es Raimundo Cordado —dijo Francisco, al ver que la inspectora tomaba nota—. No creerá usted que uno de ellos…

—Todo lo que tenemos de momento son conjeturas, señor Soliz, pero debemos contemplar todas las opciones.

—Eso lo comprendo, sin embargo, pondría la mano en el fuego tanto por Ana como por Raimundo. Hace muchos años que trabajan con nosotros. Son casi de la familia.

—No lo dudo —sentenció la inspectora, sin borrar los nombres de sus notas—. Ya entrevisté a la señora García. ¿Dónde se encuentra el señor Cordado en este momento?

—Lo envié de vuelta a casa. Él no vive aquí, sino que cada mañana acude a las ocho para recogerme. Hoy encontró el acceso cerrado por ustedes y me envió un mensaje al móvil para preguntarme qué debía hacer. Le dije que prescindiría de sus servicios por hoy.

—¡Papá! ¿Qué ocurrió? ¿Qué historia es esta de que asesinaron a mamá?

Las palabras venían acompañadas por el joven que las pronunció, mientras entraba en el estudio como un río desbordado. La inspectora se puso de pie, sorprendida por la intromisión, al mismo tiempo que Soliz, tan desconcertado como ella, balbucía un nombre:

—¡Cristóbal!

Detrás del hijo de los Soliz apareció un atribulado Pérez, que de inmediato cogió al intruso por el brazo y se llevó la mano a la chistera mientras miraba a su jefa.

—Lo lamento mucho, inspectora. Se nos escabulló. No volverá a pasar.

Saliendo de su desconcierto, Luisa se dirigió a Pérez:

—Hablaré con él cuando termine la entrevista con el señor Soliz. Por favor, ocúpese de que me espere en algún lugar donde no interrumpa el trabajo de la Policía Científica.

—¡Quiero ver a mi hermana! ¿Dónde está Lea?

—Verá a su hermana después de que haya hablado con usted —sentenció Luisa—. Oficial, ya conoce el procedimiento. Los testigos no pueden conversar entre ellos antes de que los entrevistemos. Eso podría sesgar las declaraciones y dificultar la resolución de la investigación.

—¡No puede impedirme que hable con mi hermana!

—¡Cristóbal! Por una vez, deja de comportarte como un chiquillo malcriado —lo reprendió su padre—. Esto es un asunto serio. Ya verás a Lea después. Ahora sigue las instrucciones de la inspectora. Lo único que podemos hacer por tu madre es ayudar a que el malnacido que la asesinó pague por ello, así que colaboraremos en todo lo posible con las autoridades. ¿Te quedó claro?

—Sí, papá —murmuró el joven Soliz, y por primera vez adoptó una conducta sumisa.

Una vez superada la interrupción, Luisa trató de recuperar el hilo de la entrevista, pero el impetuoso joven la había desconcentrado. Suspiró y repasó sus notas. El chófer. Tendrían que investigarlo a fondo.

—¿Su esposa tenía enemigos, señor Soliz?

—¿Camila? Por supuesto que no. Era muy querida en los ambientes sociales donde se desenvolvía. Adoraba relacionarse con las personas, y era muy activa en las oenegés con las que colaboraba.

—¿Sabe de alguien que pudiera considerarla envidiosa?

—Eso es absurdo. ¿Qué podría envidiar una mujer que lo tenía todo?

—¿Un matrimonio feliz, tal vez?

Francisco se removió incómodo en el asiento.

—Ya veo por dónde viene. Supongo que Ana le contó acerca de nuestras discusiones —Luisa no respondió, pero su silencio fue suficiente—. Eran desacuerdos normales para cualquier pareja. Ella resentía que le dedicara poco tiempo y yo trataba de que comprendiera que el negocio familiar me absorbía.

—Y en ocasiones, ella le recordaba a usted de quién era el dinero.

—Reconozco que cuando lo hacía me enfadaba y por eso me marchaba. Alguna vez consideré no regresar, pero yo la amaba, así que siempre volvía.

—A pesar de la humillación.

—No lo decía para humillarme, sino para tener una posición ventajosa frente a mí en la discusión.

La inspectora tomó nota y guardó silencio. Desde su punto de vista, lo que hacía Camila era humillar a su marido. Decidió ser más agresiva.

—¿Tiene o ha tenido alguna amante?

—Por supuesto que no.

—Sabe que lo investigaremos y será peor si me miente…

—Le estoy diciendo la verdad.

La inspectora suspiró y dio por terminada la entrevista. Unos minutos después, tenía al irascible Cristóbal frente a ella. Si Francisco se había mostrado colaborador, su hijo resultó un pedante dispuesto a desafiarla ante cada pregunta, como si Luisa tuviera la culpa de lo que ocurrió esa noche. Aunque tal vez el joven Soliz no estuviera tan desencaminado. Si ella hubiera resuelto el acertijo a tiempo, tal vez Camila Ponce estaría viva, pero Cristóbal no tenía forma de saberlo, a menos que él mismo fuera el asesino y autor de las notas.

De cualquier manera, el hijo de Camila no sabía nada, o al menos eso afirmaba. A la hora de la muerte de su madre, él estaba en su casa. Dormía junto a su novia. Sí, tenía desacuerdos con sus padres por la forma en que se manejaban el negocio. Él era partidario de la tecnificación y el uso de cosechadoras de viñedos, mientras Camila insistía en que la calidad del producto exigía la recolección manual de toda la vida. Sí, era cierto que le pedía dinero a su madre con frecuencia, pero se justificaba porque él estaba acostumbrado a un nivel de vida que no podía cubrirse con su sueldo. La impresión final de Burgos fue que estaba frente a un niñato que creía que el mundo le debía algo por el simple hecho de haber nacido, y que tenía una excusa para cada conducta cuestionable. En la libreta de la inspectora, Cristóbal Soliz acabó a la cabeza de los sospechosos. Cuando la entrevista terminó y el petulante hijo de los Soliz se apartó de su vista, se sintió aliviada.

La inspectora se tomó unos minutos y un vaso de agua, antes de pedirle a Pérez que hiciera pasar a Lea. Si creía que el interrogatorio de la chica sería fácil, le esperaba una desagradable sorpresa.

Luisa no terminaba de revisar sus notas cuando el uniformado se presentó acompañado por una jovencita de cabello rubio y mirada huidiza. El oficial la dejó allí y se retiró. La chica se quedó de pie frente a la inspectora y la observó con detenimiento, mientras jugueteaba con la pulsera que rodeaba su muñeca.

—Siéntate, Lea, por favor.

—¿Es usted la persona que tratará de descubrir quién mató a mi madre?

A su pesar, el desamparo de la joven conmovió a Luisa. De inmediato levantó las barreras emocionales que le permitían distanciarse de la tragedia humana que se desarrollaba ante sus ojos. Ella no estaba allí para comprender a Lea, ni para ayudarla a superar el trance, sino para descubrir a la persona que la dejó huérfana de madre.

—Me ocupo de la investigación y quiero hacerte algunas preguntas —La joven asintió con timidez y fijó la mirada en el suelo. Era la antítesis de su hermano—. Quiero que me digas lo que ocurrió esta madrugada.

El relato de Lea coincidió casi punto por punto con el de su padre, pero contado desde su punto de vista. ¿Habrían tenido tiempo de ponerse de acuerdo? El entrenamiento de Burgos la convertía en una persona muy desconfiada. Tal vez demasiado. Cuando la hija de Camila terminó su historia, Luisa decidió aclarar un aspecto que le preocupaba.

—Háblame de tu novio.

La joven levantó la vista y palideció, al mismo tiempo que perdía todo vestigio de timidez.

—¿Fermín? Déjelo en paz. Él no tiene nada que ver con esto. Ni siquiera estaba aquí.

—¿Cuál es su nombre completo?

Lea levantó la barbilla en gesto desafiante. Con esa actitud se parecía cada vez más a su hermano, lo cual le ganó la antipatía inmediata de la inspectora.

—No quiero que lo involucre.

—Cariño, lo que tú quieras me trae sin cuidado. Dime su nombre, o te detendré por obstrucción a la justicia.

La joven abrió mucho los ojos y lo pensó por un momento. Al final, decidió colaborar.

—Su nombre es Fermín Girón, pero le aseguro que él no hizo nada.

—Se llevaba mal con tu madre, ¿no es así?

—Nos amamos. Mi madre no quería comprenderlo… Decía que era…

—Que era qué.

Lea se mordió los labios y Burgos repitió la pregunta en un tono que no aceptaba discusión.

—Que era demasiado mayor para mí, pero no es cierto. ¡Yo sé lo que quiero! Soy muy madura para mi edad —sentenció la chica con orgullo.

—¿Qué edad tienes?

—Acabo de cumplir diecisiete.

—¿Y él?

—Cuarenta —En esta ocasión, fue la inspectora quien abrió mucho los ojos—. Lo importante es que nos queremos.

—Sería un argumento válido si tuvieras algunos años más y supieras lo que haces, pero no creo que sea el caso. De cualquier manera, no es asunto mío. Lo que sí me interesa es sostener una conversación con él, así que coge un lápiz y anótame el número de su móvil.

Lea iba a responder, pero se lo pensó mejor y obedeció. Después de que Luisa le confirmara que no tenía más preguntas para ella, la chica se levantó y se apresuró en salir del estudio de su padre, antes de que la inspectora cambiara de opinión.

Burgos miró la puerta por la cual se marchó la hija de Camila. Debía reconocer que las entrevistas a los miembros de la familia Soliz-Ponce le habían dejado más preguntas que respuestas. De todas maneras, así era el trabajo policial. Tal vez uno de los hilos que quedaron sueltos los llevara a la resolución del caso. Luisa tenía la convicción de que si seguía los procedimientos correctos en cualquier investigación, siempre terminaría resolviéndola con éxito. No estaba dispuesta a que nadie la apartara de su camino, por muy extraña que se presentara la situación.

La inspectora Burgos llamó a su compañero, y después de hacer un breve resumen de las entrevistas, le ordenó que investigara a los sospechosos. Debía averiguar sus coartadas, sus relaciones con los Soliz y en especial con la víctima, además de sus antecedentes criminales y cualquier dato que pudiera resultarles de utilidad para el caso. Entonces salió del chalé para coger su viejo Seat.

Una hora después, cuando el sol apenas se asomaba en el horizonte, Luisa llegó a la comisaría. El viento frío la azotó en el momento en que abandonó la cabina climatizada del coche. La inspectora se arrebujó en su chaqueta. A pesar de que se adentraban en la primavera, las temperaturas invernales todavía eran reacias a abandonar las frías tierras del norte. Mientras recorría el espacio que la separaba de «San Celedonio», se comunicó de nuevo con su compañero. Alfonso le confirmó que ya había cumplido con las tareas que le encomendó, y que encontró información interesante acerca de Cristóbal y de Fermín. La inspectora apresuró el paso, ansiosa por vislumbrar la solución de un caso que parecía imposible de resolver.

◆◆◆

La luz se colaba entre las persianas del último piso del «Hotel El Mirador», donde Antonio se encontraba reunido con Marcos. Abelard bebió un sorbo de la taza de café que Inés acababa de dejar sobre la mesa, mientras su hijo organizaba la documentación para explicarle a su padre los detalles del proyecto.

Antonio hizo un esfuerzo para concentrarse, pero no le resultaba sencillo. Los asuntos cotidianos, en especial los materiales, se le antojaban banales frente a las expectativas de la respuesta que esperaba. Una y otra vez repasaba los acontecimientos que ocurrieron en Marañón, y siempre llegaba a la misma conclusión: después de encontrar a su hijo, un milagro que nunca se había atrevido a soñar, él mismo lo echó de su lado por su prepotencia y su soberbia.

Rememoró cada ocasión en la que César quiso hablar con él. Ahora estaba seguro de que su intención era revelarle quién era, pero Abelard respondió con intransigencia y rechazo, lo que obligó a su hijo a abandonar Marañón como un desterrado, a pesar de que arriesgó su vida para proteger a su familia.

Desde que descubrió la verdadera identidad de Argus, Antonio sentía un vacío en el pecho que no desparecería hasta que pudiera abrazar de nuevo a su primogénito.

—… plan piloto en «El Mirador»

—Perdón, ¿decías algo, Marcos? —preguntó Abelard, al captar al vuelo las últimas palabras de su hijo.

—¿No me escuchabas? Llevo cinco minutos explicándote las ventajas de ofrecer el servicio de un asistente virtual a los huéspedes, pero está claro que hablaba solo.

—Discúlpame. Te confieso que no te prestaba atención, pero es que espero una llamada importante que no termina de llegar.

—¿Una llamada? ¿De quién?

—Del comisario general de la Policía.

Marcos silbó y enarcó las cejas.

—¿De qué se trata? ¿Algún problema con los hoteles?

—No —respondió Antonio, sacudiendo la cabeza—. No tiene que ver con eso.

—¿Entonces? —Abelard bajó la mirada y su hijo comprendió—. Es César, ¿verdad?

Su padre se frotó la cara con ambas manos y suspiró antes de responder.

—Sí, es César. Todavía no he sido capaz de encontrarlo.

—No te mortifiques, papá. Está de vacaciones, quizá salió de viaje. Estoy seguro de que cuando regrese serás el primero en saberlo. Tus amigos te avisarán. Solo debes tener un poco de paciencia.

—No es tan sencillo, Marcos. Esas «vacaciones» son muy extrañas. No tengo la certeza de que volverá. ¿Y si decidió romper con todo y comenzar una nueva vida alejado de nosotros?

—¿Por qué haría algo así?

—Por la forma en que lo traté. Me ofusqué, le negué la oportunidad de explicarse, lo eche de nuestra casa, y si no puse en riesgo su vida fue gracias al doctor Werner. Me comporté como una bestia, y no estoy seguro de que esté dispuesto a perdonarme. Volví a fallarle, como cuando tenía cinco años.

—Creo que te fustigas sin necesidad. Ni siquiera sabemos lo que él piensa al respecto. Tal vez te haya comprendido y no te guarde rencor.

—¿Entonces por qué se alejó de nosotros sin revelarnos su identidad? ¿Por qué no hay manera de seguirle el rastro?

—Es posible que tenga sus propios motivos y que no guarden relación contigo, ni con el resto de la familia.

Antonio negó con la cabeza, mientras Marcos argumentaba su punto de vista.

—No, hijo. Yo abandoné a César cuando era un niño y lo secuestraron, lo cual ya es suficiente motivo para que me guarde rencor. Luego, contra todo pronóstico lo recupero y le fallo de nuevo.

—Eres muy duro contigo mismo. Yo también conozco la historia. Tanto cuando ocurrió el secuestro, como en Marañón, tuviste poderosos motivos para actuar como lo hiciste.

—Eso no me justifica.

—¿Por qué no esperas a saber lo que César tiene que decir al respecto? Cuando lo tratamos en la isla me pareció un hombre razonable.

Antonio iba a responder cuando el teléfono los interrumpió. El color abandonó su rostro. Marcos tensó los músculos, mientras su padre descolgaba el auricular.

—Sí, Inés. Esa es la llamada que esperaba. Comunícame por favor.

Dos segundos después, un sudor frío cubría la frente de Abelard cuando escuchó la potente voz al otro lado de la línea.

—¡Antonio! Un placer hablar contigo. Ya averigüé lo que me pediste, pero me temo que no tengo buenas noticias.

—Te escucho.

—En efecto, el comisario que quieres localizar se encuentra de vacaciones por tiempo prolongado, pues las había pospuesto desde hacía cinco años, pero cuando profundicé un poco más en el asunto, me enteré de la verdad.

—¿Qué verdad?

—Del Bosque dimitió, pero es el mejor investigador con el que cuenta su jefe, de manera que el viejo zorro de Bejarano dejó en suspenso la dimisión y pospuso el procedimiento al otorgarle las vacaciones retrasadas al comisario. Me confesó que tiene la esperanza de que cambie de opinión.

—¿Y su jefe no te puede decir dónde está? —preguntó Antonio, a quien en realidad le tenía sin cuidado si su hijo renunciaba a la Policía— Supongo que tendrá alguna forma de comunicarse por si surge un imprevisto.

—Él tiene forma de contactarlo, pero no puede compartirla —explicó el comisario general—. Verás, Del Bosque dejó expresado por escrito que no autorizaba que sus datos de contacto, ni su ubicación se compartieran con nadie, por ningún motivo. En otras palabras, exigió privacidad absoluta.

—¿Puede hacer algo así?

—Él está en su derecho y nosotros tenemos la obligación de cumplirlo. ¿Me quieres decir cuál es la premura por localizarlo? ¿Tienes alguna queja contra él? Sé que se ocupó de la investigación de algunos asesinatos en tu isla y que tú solicitaste que fuera removido del caso. ¿Cometió algún abuso? Porque si es así, solo tienes que decírmelo y no importa dónde esté, si se encuentra activo o de vacaciones, le abrimos un expediente, buscamos las pruebas y lo penalizamos.

—¡No! —gritó Abelard—. Es lo contrario. Llevó a cabo un trabajo impecable y atrapó al asesino aun a riesgo de su vida. Solicitar que lo retiraran de la investigación fue un grave error por mi parte.

—Pues en ese caso tendrás que esperar a que se termine el período vacacional y si regresa, te facilitaré sus datos de contacto. Con su autorización, por supuesto.

—¿Si regresa?

—Podría decidir no hacerlo. En ese caso, recuperaría su condición de civil y yo estaría imposibilitado de ayudarte.

—Comprendo.

—Esto parece ser muy importante para ti.

—Sí, lo es.

—¿Puedo saber por qué?

—No estuve a la altura en el trato con el comisario y siento que debo disculparme por mi conducta y darle las gracias por su desempeño.

—Siempre has sido un caballero —sentenció el comisario con orgullo—. Tómalo con calma, amigo. Es el mejor consejo que te puedo dar.

—Gracias, Carlos. Estoy seguro de que hiciste tu mejor esfuerzo.

Abelard colgó el teléfono con la derrota pintada en el rostro. Marcos había seguido la conversación, así que no necesitó muchas explicaciones para enterarse de las malas noticias.

—César expresó por escrito su decisión de que no lo contactara nadie —se quejó Antonio—. Sabes lo que eso significa, ¿verdad?

—Que no quiere que lo molesten.

—No. Que no quiere que YO lo moleste.

—Vamos, papá. No te lo tomes de modo tan personal. Tal vez solo necesita tiempo para pensar. A él también debió cogerle por sorpresa descubrir quién era.

Don Antonio asintió sin mucho convencimiento. Sus contactos en la Policía eran la mejor esperanza que tenía de encontrar a su hijo. No había retirado la mano del auricular que reposaba sobre el teléfono, pues no estaba dispuesto a rendirse con tanta facilidad. Miró a Marcos, que lo contemplaba con desconcierto y preocupación. Era evidente que el menor de los Abelard no sabía cómo comportarse en esa situación.

—Perdóname, hijo. Hoy no estoy de humor para decisiones administrativas.

—Podemos hablar de esto en otro momento.

Don Antonio negó con la cabeza.

—No, no puedo posponer los asuntos laborales por mis problemas personales. Decide tú lo que creas más conveniente con respecto a la tecnificación de los hoteles. Me parece buena idea comenzar a ofertar el servicio en «El Mirador».

—Muy bien. Yo me haré cargo —afirmó Marcos, al mismo tiempo que recogía sus papeles y se ponía de pie—. ¿Estás bien?

—Estoy bien, hijo.

Aunque el tono de Antonio no le resultó convincente, tampoco podía hacer mucho por cambiar la situación, así que el menor de los Abelard recogió sus cosas, le dijo a su padre que contara con él para lo que fuera necesario y salió.

La oferta de Marcos rebotó en el cerebro de Abelard como una bola de billar que daba tumbos camino de la tronera. Todos necesitamos del apoyo de otros en algún momento, y César no era la excepción. ¿Con quién contó su hijo en Marañón cuando él le dio la espalda? Con Werner, el médico de la isla.

Abelard sintió que su ánimo se renovaba. Estaba seguro de que entre César y Christian había surgido una amistad, así que si alguien podía acercarse a su primogénito, ese sería el doctor Werner. Sin pensarlo dos veces, Antonio descolgó el teléfono y llamó a Marañón.

◆◆◆

Lo primero que hizo Luisa al llegar a «San Celedonio» fue revisar el informe de la Policía Científica que Eloísa dejó sobre su escritorio. Las huellas dactilares que los sabuesos de Heriberto encontraron en el dormitorio de la anciana eran de la propia Aureliana, y del personal que la frecuentaba. Para desesperación de la inspectora, el informe no aportaba ningún dato relevante hasta el último párrafo...

Alfonso apareció en el umbral de su despacho mientras ella leía, lo que le hizo levantar la mirada del documento, a su pesar.

—Eloísa me dijo que habías llegado, y pensé que querrías saber lo que encontré sobre nuestros sospechosos.

Luisa asintió y le hizo un resumen a su compañero de lo que vio en la casa Soliz, así como de las entrevistas que realizó.

—¡Cómo si no tuviéramos suficiente con Aureliana! —se quejó el subinspector—. Supongo que esto derriba la teoría del «ángel de la muerte». ¿Qué es eso que lees con tanto interés?

—El informe de la Policía Científica.

—¿Encontraron algo?

—Nada en el dormitorio. Sin embargo, sí hay un detalle interesante.

—¿De qué se trata?

—Los chicos de Heriberto no se limitaron a revisar la habitación de Aureliana, sino que indagaron en todo el edificio…

—Es un área muy extensa

—Solicitaron que se llevaran a los ancianos a un hotel para así poder registrar cada rincón  de la residencia. Querían averiguar cómo entró el asesino.

—¿Y dieron con algo interesante?

—Encontraron barro en un sanitario cercano a la entrada.

—¿Qué importancia tiene eso? Tal vez se desprendió de los zapatos de algún residente o visitante.

—Eso es lo llamativo. Según declaró la señora Quiroz, limpian ese sanitario cada mañana y el día anterior no hubo ninguna visita.

—Así que no pudo dejarlo un visitante. Entonces tal vez lo transportó alguno de los ancianos. Los llevan todos los días al jardín, ¿no es así?

—Excepto cuando llueve. Y el día del homicidio llovió a cántaros.

—Así que crees que ese barro provino de las suelas de los zapatos del asesino.

—Es lo que sospecha Sarría.

—¿En qué estás pensando?

—Pregunta más bien en quién. ¿Recuerdas al extraño sujeto de las vacunas? —Alfonso asintió—. Fue cuidadoso, hasta el punto de que solo lo vio una testigo, que tampoco puede identificarlo. Digamos que el asesino llegó con la historia de la vacunación y una documentación falsa. Tal vez previó que la enfermera desconfiaría y se iría a comprobar la veracidad del encargo. Mientras ella se ausentó, él se escondió en el sanitario, esperó a que anocheciera y subió a la habitación de Aureliana, la asesinó y salió por la ventana.

—Tiene sentido, pero no es la única explicación posible.

—Te escucho.

—Quizá ese sujeto nunca existió. Tal vez la enfermera jefe nos mintió. Pudo ser ella quien esperó a la medianoche, se desplazó al edificio del frente, asesinó a Díaz, abrió la ventana y regresó a su puesto de guardia.

—¿Olvidas que tiene coartada? Según sus compañeros, se pasó toda la noche despierta leyendo un libro.

—¿Y si alguno de ellos es cómplice? Tal vez buscamos a más de un asesino.

—¿Conoces el principio de la navaja de Ockham? —Alfonso no respondió—. «En igualdad de condiciones, la explicación más sencilla suele ser la más probable»

—¿Y la historia del sujeto con la cara cubierta te parece la explicación más sencilla?

—Mucho más que una conspiración de enfermeros para asesinar ancianos. Además, ¿qué relación tendría el personal de «San Juan Bautista» con Camila Ponce?

—Que no la conozcamos, no significa que no exista.

—Supongo que tienes razón. Averígualo —Guerrero asintió—. ¿Qué puedes decirme de los demás sospechosos?

—¿Por dónde quieres que empiece?

—Por donde quieras, pero date prisa.

—De acuerdo. Con respecto a la asistenta, no hay mucho que contar. Ana García trabaja para los Ponce desde que el padre de Camila era el jefe de familia. Es soltera y no tiene hijos.

—Así que la familia de sus patrones pasó a ser la suya propia.

—Es lo que se deduce por la lealtad que se le atribuye.

—Muy bien. ¿Qué hay del chófer?

—Su historia es parecida. Trabaja para los Soliz desde hace más de veinte años, aunque no es tan inofensivo como Ana.

—¿A qué te refieres?

—Antes de ser chófer de la familia, Cordado trabajó para la Bodega como segurata.

—Así que en cierto modo actuaría como guardaespaldas.

—No tiene permiso de armas, ni está registrado como Escolta Civil.

—Pero trabajó como personal de seguridad, así que tendrá entrenamiento.

—Sí, lo tiene.

—De acuerdo, lo consideraremos sospechoso. ¿Y la familia?

Alfonso soltó un bufido.

—¡Tela marinera! A ver, sobre don Francisco no hay mucho que decir. Pasa la mayor parte del tiempo en la Bodega. Sus hijos, sin embargo, son otra historia.

—Te escucho.

—Cristóbal es ludópata. En las calles lo llaman el principito, pues se juega fortunas al póker y siempre le debe dinero a sujetos poco recomendables. Hace algunas semanas todos lo daban por muerto, pues debía pagarle treinta mil euros al Jóker. Sin embargo, apareció con el dinero completo más doce mil de intereses. Nadie se explica de dónde los sacó.

—¿Se los daría su madre?

Guerrero negó con la cabeza.

—Ya revisé los estados bancarios de Camila. No hubo retiros importantes en los últimos meses. Y nadie guarda esas cantidades debajo del colchón.

—Algunos de estos ricachones lo hacen en la caja fuerte —opinó Luisa—, pero creo saber de dónde provino el dinero. Averigua si antes del pago se hizo algún empeño, o se pusieron joyas a la venta.

—¿El robo a la madre?

La inspectora asintió.

—¿Qué me dices de Lea y su novio?

—La chica es superflua e impresionable, y discutía mucho con su madre tal como te dijo la asistenta, pero no encontré nada importante en sus antecedentes.

—¿Y el novio?

—Ese es otra historia. Es un gigoló muy conocido en ciertos ambientes. Suele aprovecharse de mujeres de mayor edad, pero desde que conoció a la chica Soliz en una fiesta decidió que sería buena idea sentar cabeza con una heredera.

—¿Lo citaste?

—Ya está en la recepción.

—En ese caso, no lo hagamos esperar más.

◆◆◆

La inspectora ordenó que condujeran a Girón hasta la sala de interrogatorios, donde se llevaría a cabo la entrevista. El novio de Lea le causó mala impresión desde el primer momento. Sin duda alguna, se trataba de un hombre guapo que era consciente de su atractivo y sabía explotarlo. Parecía mucho más joven de los cuarenta años que tenía, y la detective comprendió que una jovencita impresionable como Lea debió quedar fascinada con su aire experimentado y su sonrisa cautivadora. A Luisa en cambio, esos atributos le causaron repulsión.

Fermín se echó hacia atrás en el asiento y estiró las piernas por debajo de la mesa cuando ambos policías entraron. A Burgos le quedó claro que la despreocupación que pretendía demostrar era fingida.

—¿Sabe por qué lo citamos, señor Girón? —le preguntó sin más preámbulos. Él asintió antes de responder.

—Lea me llamó esta madrugada para contarme lo que ocurrió. Es una tragedia. La pobre estaba destrozada, por eso les agradecería que fueran breves. Quiero ir con mi prometida para comprobar que se encuentra bien, y apoyarla en este momento tan difícil.

—La señorita Soliz está bien —respondió Luisa en tono cortante—. Ya ha sido atendida por profesionales y lo que necesita ahora es descansar, así que la entrevista durará, lo que tenga que durar.

—Noto cierta agresividad en su voz, inspectora. ¿Debo llamar a un abogado para que me asista durante nuestra conversación?

—Eso depende de usted, señor Girón. Está aquí como testigo, pero tiene derecho a solicitar un abogado si cree que lo requiere —Burgos se inclinó hacia adelante para acercarse a Fermín—. Dígame, ¿lo necesita?

El novio de Lea se enderezó en la silla, y abandonó la pose relajada que había adoptado cuando comprendió que no le serviría de nada frente a la arpía que lo interrogaba.

—No. No necesito un abogado.

—De acuerdo, también quiero advertirle que estamos grabando esta conversación, y que podríamos usarla como prueba si es necesario. ¿Lo comprende?

—Por supuesto.

Guerrero bajó la cabeza y sonrió para sus adentros. Cuando Luisa se metía en la piel de interrogadora era temible. Le recordaba a una leona al acecho de su presa. En cierto modo sentía compasión por el gigoló. Bueno, tal vez no llegara a compasión, pero sí lo comprendía un poco.

—¿Dónde estuvo usted ayer a la medianoche?

—En mi casa, durmiendo, por supuesto.

—¿Hay alguien que pueda corroborarlo?

Fermín palideció, mientras negaba con la cabeza.

—Vivo solo, pero no creerá que yo… ¿Por qué querría hacerle algún daño a la madre de mi novia?

—Según otros testigos, la señora Camila Ponce se oponía a la relación entre usted y su hija.

—Como miles de madres a quienes no les gusta la pareja que escogen sus hijos. Es la situación más común en la historia de la humanidad. De ahí que los chistes sobre las suegras sean tan populares.

—Son pocos los casos en los cuales la hija es la heredera de una fortuna, y la muerte de la madre no solo resolvería el escollo del rechazo, sino que permitiría que una enorme cantidad de dinero cambiara de manos.

—Oiga, no me gusta lo que insinúa. Yo no le hice nada a la vie… a la señora Soliz, así que búsquese otra cabeza de turco. Además, no gano nada con la muerte de la madre si el padre tiene el control de todo y me rechaza tanto, o más que doña Camila.

—Pero los bienes eran de la señora Ponce, no de don Francisco, lo que convierte a Lea en heredera directa. Por otro lado, pronto su novia alcanzará la mayoría de edad. Entonces no habrá ningún impedimento para que usted sea el marido de una joven rica.

—Usted lo ha dicho: alcanzará la mayoría de edad. Eso ocurrirá en seis meses. Entonces podremos vivir nuestro amor en libertad. Si lo que usted insinúa fuera cierto, ¿qué sentido tendría asesinar a doña Camila seis meses antes de que Lea cumpliera los dieciocho años?

La pregunta dejó a Luisa descolocada. Por despreciable que le resultara Girón, tenía que concederle la razón. Lea y su dinero estarían bajo la tutela de su padre por seis meses más, lo cual hacía que la muerte de Camila fuera inoportuna para Fermín si su interés eran los bienes de su prometida. La inspectora decidió bajar la presión del interrogatorio.

—¿Qué puede decirme del señor Soliz?

—¿Don Francisco? —Fermín soltó una falsa carcajada que sonó como un gruñido—. Ese sí supo hacerlo bien. Todo un señor. Viene de una familia de solera en La Rioja, pero sin un euro. Sedujo a doña Camila y se casó con ella, que era todo lo contrario: mucho dinero y poco nombre, así que conformaron la pareja ideal. Todos ganaban algo. Solo que hubo más interés que amor en esa relación, así que por supuesto, salió mal. Ella llenaba su tiempo con reuniones sociales y grupos de caridad, mientras él conseguía desahogo en la Bodega. Y no solo produciendo vino.

—¿Qué quiere decir con eso?

—¿No lo sabe? —preguntó Fermín, al mismo tiempo que sonreía con sarcasmo—. No me diga que cree que el bueno de don Francisco pasaba todas esas horas en «Ponce de Calahorra» contemplando la fermentación del vino.

—Déjese de adivinanzas, señor Girón. Le aseguro que estoy bastante harta de ellas, así que si sabe algo, dígalo de una vez o aténgase a las consecuencias.

—Vale, vale —dijo el gigoló al mismo tiempo que alzaba las manos en señal de rendición, pero sin abandonar el tono burlón—. El señor Soliz tiene una amante.

—Continúe.

—La sorprendí, ¿verdad? Es que el viejo supo hacerlo bien. La buscó cerquita para no levantar sospechas. Es una de las empleadas de la Bodega, así que cuando quieren estar juntos, solo tiene que pasar algunas horas extras en «el trabajo».

—¿Cuál es el nombre de esa amante? —preguntó Alfonso con interés, mientras tomaba nota.

—No lo sé. Eso tendrán que averiguarlo ustedes. No querrán que les haga todo el trabajo, ¿verdad? En algo tienen que justificar el sueldo.

—¿Cómo lo descubrió usted?

—Me lo contó Lea, que un día fue a visitar a su padre, entró en su oficina sin llamar y se encontró con una escena muy poco edificante para un progenitor… Es por eso por lo que don Francisco ha sido parco en su oposición a nuestra relación.

—Muy bien, le preguntaremos a Lea de quién se trata —afirmó Guerrero—. Estoy seguro de que ella debe saberlo.

—Sí, claro, solo que no está muy dispuesta a hablar de eso —dijo Fermín—. Ni siquiera a mí quiso decirme su nombre. Debe ser porque se llevó una decepción muy grande, pobrecita mía.

—¿Cuándo lo descubrió Lea?

—Hace unos seis meses.

—¿Se lo contó a alguien más? ¿A su madre, su hermano?

Girón negó con la cabeza.

—Solo a mí. Verá, Lea tenía a su padre en un pedestal. Hasta ese momento llevábamos nuestra relación en secreto porque ella no quería contrariar a su familia, pero después de que vio a su padre divirtiéndose, bueno, fue como si la burbuja que contenía su mundo hubiera estallado. No sé si me entienden.

—El mundo dejó de ser rosa —sentenció Luisa, con una ligera sensación de déjà vu. El tono de la inspectora hizo que su compañero la mirara con curiosidad.

—No podría describirlo mejor —reconoció Fermín—. Así que a partir de ese momento se acabaron los secretos. Le anunció nuestra relación a su familia, y le importó muy poco que se escandalizaran.

—¿Y lo hicieron? ¿Se escandalizaron? —preguntó Guerrero.

—Doña Camila, sí. Con respecto a don Francisco, fue muy parco en su oposición, y a Cristóbal no le importa nada que no tenga relación consigo mismo, así que actuó con indiferencia.

—Acaba de contradecirse, señor Girón —atacó Luisa—. Hace unos minutos nos dijo que el señor Soliz se oponía a su relación con Lea más que su esposa, y ahora nos cuenta que su reacción fue parca. ¿Cuál es la verdad?

—No me contradije, inspectora. Es cierto que la oposición de don Francisco fue muy moderada, lo cual le valió algunas discusiones con su mujer, quien se quejaba de que él no la apoyaba lo suficiente para alejar a esa «sanguijuela» de su hija. Por supuesto que la «sanguijuela» era yo. Sin embargo, esa moderación solo era aparente. Aunque Lea siempre guardó silencio con respecto a lo que vio en la Bodega, él sabía que podía delatarlo si manifestaba una oposición más firme. Eso hubiera dejado al ilustre señor Soliz en una situación muy precaria, pero si lo piensa bien, con doña Camila muerta, ya no importa. Así que estoy seguro de que se convertirá en mi enemigo más acérrimo.

—¿Qué puede decirnos de Cristóbal Soliz?

—Es un niñato inútil, que cree que siempre tiene la razón —sentenció Girón con desprecio—. Está muy pillado con el póker y pierde grandes sumas de dinero. Sin embargo, era el ojito derecho de doña Camila, así que ella siempre lo sacaba de apuros… hasta que se cansó.

—¿A qué se refiere? —preguntó Alfonso con interés.

—Desde hace algunas semanas, la señora Soliz comprendió que no le hacía ningún bien a su hijo cuando le pagaba todas las deudas, pues solo alimentaba el fuego que consume a Cristóbal. Le pedía sumas de dinero cada vez más grandes y con mayor frecuencia, así que hace unos tres meses le dio un cheque para que pagara su última deuda, y le advirtió que se alejara de las timbas porque esa era la última vez que lo cubría.

—¿Cómo sabe usted eso?

—Lea los escuchó detrás de la puerta.

—Su novia tiene malos hábitos —comentó Alfonso.

—No me venga con exquisiteces morales, detective. Cuando tienes a todos en contra, necesitas estar informado para poder defenderte.

—¿Su novia usó lo que escuchó sobre ese asunto?

—Nunca. Solo me lo contó a mí para demostrarme lo hipócritas que podían ser en su familia. Lea está muy decepcionada de ellos.

Luisa se quedó en silencio por un momento. Algunas de las piezas comenzaban a encajar. Ahora comprendía el robo de las joyas. Cristóbal no estaba dispuesto a dejar su vicio. ¿Sería posible que la decisión de su madre de retirarle el apoyo lo empujara a asesinarla para hacerse con su herencia? Ya no habría más dinero, ni joyas que robar… Era una vía de investigación prometedora. En el escalafón mental de la inspectora, Cristóbal Soliz pasó a encabezar la lista de sospechosos. Entonces recordó algo que dijo Girón al inicio del interrogatorio y que despertó su curiosidad.

—Cuando se refirió al matrimonio Soliz-Ponce, usted comentó que ella aportó el dinero y él la solera. ¿Qué significa eso?

—Pues lo que dije. Francisco Soliz proviene de una de las familias con linaje más antiguo de La Rioja, pero la mala racha de un par de generaciones los dejó sin blanca. En cambio, los antepasados de doña Camila eran unos «don nadie», hasta que uno de ellos consiguió comprar a precio de ganga algunas hectáreas de tierra que era buena para el cultivo de la parra. De allí proviene la fortuna de los Ponce.

—Entonces se trató de un matrimonio por conveniencia.

Girón encogió un hombro.

—En realidad, solo lo sospecho. Lo que sí puedo asegurarle es que la unión convenía a ambas familias y que cada uno hacía su vida por su lado.

A pesar de que la entrevista se prolongó por otra larga hora, los policías no pudieron conseguir más información del gigoló. Aunque debían reconocer que les había revelado bastante, pues les proporcionó una idea más clara de la familia Soliz-Ponce, puertas adentro.

Burgos y Guerrero se reunieron en el despacho de la inspectora para discutir los siguientes pasos. Luisa le ordenó a su compañero que identificara a la amante de Francisco. Ella se ocuparía de interrogarla. La infidelidad del señor Soliz cambiaba todo el panorama, pues le daba un motivo para librarse de su esposa, en especial si habían firmado separación de bienes. Otro detalle que tendría que indagar el subinspector. Burgos reconocía que cargaba mucho peso sobre las espaldas de su compañero y que abusaba de su paciencia, pero cada uno tenía sus prioridades.

El otro dato interesante que reveló Girón fue la decisión de Camila de cerrarle la fuente a su hijo. Eso pudo impulsar a Cristóbal a eliminar a quien se interponía entre él y su herencia. Ambos policías sabían de parricidios por motivos más banales.

Aunque la entrevista con el novio de Lea hizo crecer la lista de sospechosos, no lo eximió a él mismo. Todavía consideraban que la muerte de Camila lo beneficiaba.

—Si se tratara de un caso aislado diría que vamos muy bien —afirmó Luisa—, pero ¿cómo encajamos el asesinato de Aureliana y las notas de Enigma? A menos que sean una maniobra de distracción, pero usar un homicidio y el desafío directo a la Policía solo para desviar la atención resulta arriesgado y absurdo. ¿Pudiste hablar con algún familiar de Aureliana?

Alfonso asintió.

—Con Irene González, su nieta. Es quien vendrá a España a ocuparse de los funerales.

—¿Tiene idea de quién tenía motivos para asesinar a su abuela?

Guerrero suspiró con desaliento.

—Ninguna. Según ella, Aureliana era una mujer firme, pero muy generosa y querida por quienes la conocieron. Además, todas sus amistades y conocidos fallecieron antes que ella, así que ya no existe nadie que pudiera guardarle rencor.

—¿Le preguntaste a la señora González sobre la acusación de avaricia que hace Enigma contra Aureliana?

—Por supuesto, pero se sorprendió mucho por la pregunta. Me dijo que era todo lo contrario. Su abuela nunca mostró interés por los bienes materiales. Era una mujer muy devota que vivía con modestia y pese a no ser acaudalada, hacía donaciones importantes a obras de caridad.

—Es curioso. No corresponde a la imagen que me había hecho sobre ella cuando hablé con la señora Quiroz —confesó la inspectora—. La tenía por una mujer exigente y altiva.

—Que hiciera donaciones y viviera con austeridad no significa que fuera humilde —replicó el subinspector—. Tal vez actuaba así por motivos religiosos, o se sentía moralmente superior por ello.

—Sí, tienes razón, pero debes reconocer que eso no encaja con lo que afirma la nota de Enigma. El pecado que le atribuye es la avaricia, lo cual contradice la generosidad que nos refiere su nieta.

Alfonso se quedó en silencio por unos segundos, luego se removió un poco en el asiento.

—¿Y ahora, qué?

—Tú ocúpate de las tareas que tienes asignadas. Yo volveré a revisar esos acertijos. Ya conocemos el resultado del primero, lo cual tal vez nos ayude a descifrar el segundo y llegar a tiempo para evitar el próximo crimen.

—¿Lo revisamos juntos?

La inspectora negó con la cabeza.

—No podemos centrarnos solo en esto y abandonar los procedimientos policiales. Es posible que ese sea el objetivo del asesino. Infórmame lo antes posible de lo que averigües. Yo me ocuparé de esto —afirmó Luisa agitando las hojas en las que copió los enigmas.

—¿Tratarás de resolverlos sola?

—Los demás compañeros siguen ocupados con el caso Altuve. ¡Cómo me gustaría que estuviera aquí el inspector jefe Iriarte! Estoy segura de que él tendría mucho que aportar, pero todavía falta demasiado tiempo para que regrese de su baja, así que supongo que tendré que conformarme con el comisario.

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