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VIII Fraudes históricos » El hombre de Piltdown

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El hombre de Piltdown

En la historia del conocimiento humano ha habido numerosas meteduras de pata, errores, falsificaciones, mistificaciones, fraudes y timos de todo cuño.

Y han ocurrido en áreas tan variadas como la literatura, la arqueología, el arte, la antropología o la paleontología. El caso más conocido de estas últimas disciplinas ha sido el hombre de Piltdown, un auténtico serial de principios del siglo XX. El genial falsificador de este supuesto «eslabón perdido» tomó el pelo a más de un sesudo experto en paleoantropología. No está de más recordar esta clase de sucesos porque demuestran que en la historia de la ciencia no todos son aciertos y que el buen camino se consigue con tropiezos y alguna que otra pérdida de reputación.

Piltdown es la página negra de antropología, página que muchos quisieran borrar de un plumazo porque su implicación en los sucesos no les hizo ningún favor, sino todo lo contrario. No es para menos. Hasta hace muy pocos años el llamado hombre de Piltdown era la prueba definitiva de que la evolución del cerebro precedió a la del resto del cuerpo, desencadenando las transformaciones que conducirían al homo sapiens.

Pero hagamos un poco de historia para darnos cuenta de la auténtica dimensión del fraude. Un abogado rural de Sussex y agente de la propiedad aficionado a la antropología, Charles Dawson, hizo un descubrimiento en las proximidades de Piltdown, Inglaterra, considerado por la prensa como «sensacional».

Había estado excavando en unas terrazas fluviales cercanas a su casa y allí localizó, en 1908, un fragmento de parietal humano. Dos años después la fortuna le volvió a sonreír y esta vez encontró un hueso frontal. Pero ahí no quedó la cosa. Pasan los años y, dada la poca trascendencia que han obtenido sus descubrimientos, prepara el aldabonazo definitivo. En 1912, en presencia del geólogo Arthur Smith Woodward, conservador del Museo Británico, Dawson desenterró una mandíbula enorme y simiesca que encajó a la perfección en el cráneo de un hombre descubierto poco después.

El asombroso cráneo, presentado al mundo entero por el paleontólogo del British Museum, el 18 de noviembre de 1912, combinaba un gran volumen cerebral con una poderosa e inconfundible mandíbula simiesca. Se le bautizó como Eoanthropus Dawsoni (en honor de su descubridor, que se puso muy orgulloso), aunque popularmente empezó a ser más conocido como el hombre de Piltdown y se le atribuyó una antigüedad de novecientos mil años.

El hecho de haber sido hallado en Inglaterra dio más ínfulas de grandeza a ese país (en definitiva se trataba del «primer inglés»). El estamento científico, y no digamos el vulgo, aceptó sin reparos que ese homínido era a todas luces el «eslabón perdido» que tanto se había buscado y que relegaba a los demás homínidos de Neandertal, encontrados en Asia y sobre todo en África, a simples vías muertas en la prehistoria de la humanidad. Asunto zanjado. El ejemplar que realmente valía la pena analizar era ese extraño hombre de Piltdown, que lucía una hermosa dentadura humana sobre un maxilar de simio. Una rareza, sin duda.

Se escribieron no menos de quinientas tesis doctorales sobre la materia y cada uno que lo contemplaba no perdía ocasión de comunicar su docta opinión. El conocido paleontólogo norteamericano Henry Fairfield Osborn, cuando estaba visitando el Museo Británico en 1935, dijo: «… tenemos que recordar permanentemente que la Naturaleza está llena de paradojas y éste es un asombroso hallazgo referido al hombre primitivo…».

Para la ciencia actual es relativamente sencillo interpretar correctamente los descubrimientos antropológicos, pero a veces se descubren ciertos fraudes…

Así estaban las cosas hasta que en 1936 el dentista Alvan T. Marston, al estudiar la morfología del canino, se dio cuenta de que este diente pertenecía a un simio y también advirtió que la mandíbula tenía un color chocolate porque había sido tratada con bicromato de potasio. Tuvieron que pasar unos cuantos años hasta que en 1953 se diera el tiro de gracia al hombre de Piltdown: un equipo de investigadores del Museo Británico, dirigido por Kenneth Oakley, Wilfred Le Gros Clark y Joseph Weiner, anunció que se trataba de una burda falsificación. Aunque no sabían a quién atribuírsela.

Frank Spencer, director del Departamento de Antropología de la Universidad de Nueva York, fue quien desenmascaró la falsificación y a su autor, que no era otro que Charles Dawson, el «descubridor» del cráneo anómalo. Con la ayuda de pruebas de datación con fluorina, se determinó que era una mandíbula de orangután unida a un cráneo humano, ambos medievales. En definitiva, el cráneo de Piltdown resultó ser una astuta combinación de dos piezas anatómicas con un siglo de diferencia entre ambas: un cráneo humano y una quijada de orangután convenientemente limada para encajarla en el cráneo y engastarle luego una dentadura humana.

Pero Dawson ya no estaba en este mundo para recibir críticas ni agravios. Se había llevado el secreto a la tumba cuando murió, en 1916, laureado con toda clase de honores. Pocos repararon en que tras su muerte cesaron también los hallazgos de huesos, como si el yacimiento se hubiera volatilizado de pronto.

Entonces, los investigadores buscaron a una segunda persona que ayudara a Dawson a ingeniar la elaborada operación de engaño. La lista de sospechosos era larga. Spencer logró eliminar de la misma a dos personajes muy famosos: el padre jesuita Teilhard de Chardin y sir Arthur Conan Doyle, muy próximos al caso. De hecho, Teilhard había encontrado en Piltdown un colmillo de Eoanthropus que, según sus palabras, «tanto práctica como teóricamente se adapta exactamente a la mandíbula y viene a representar una fase de transición en el paso del modo de morder del mono al modo de morder del hombre».

Ese segundo hombre que ayudó a Dawson a pergeñar tan famoso fraude ha resultado ser el prestigioso anatomista sir Arthur Keith, conservador del Museo Hunteriano del Real Colegio de Cirujanos. Al conocerse el engaño, se promovió una moción de censura al British Museum en el Parlamento británico, pero todo quedó en un mero papeleo.

Así se dio por cerrado el caso de la mayor falsificación científica del siglo XX, que mantuvo en jaque a la antropología durante cuarenta largos años. Al final supuso un alivio que se descubriera el fraude, pues, como era lógico, no encajaba con el resto de hallazgos fósiles que se iban realizando en otras partes del mundo.

No todos están de acuerdo con que fuera Dawson el principal culpable de todo. Un estudio de la revista Nature, publicado en 1996, se decanta por el conservador del Museo de Historia Natural, Martin A. V. Hinton, quien consideraba a Smith Woodward un pomposo y deseaba ridiculizarle a toda costa, consiguiéndolo de esa manera.

La consecuencia es que un falsificador provisto de conocimientos de los modernos métodos de datación química y radiométrica podría hacer una falsificación difícilmente detectable, por lo cual nada nos garantiza que no haya alguna otra falsificación del tipo de la de Piltdown en uno de los grandes museos del mundo, aguardando a ser denunciada.

Sea como fuere, tan sólo es cuestión de asumir los errores con inteligencia y una buena dosis de humildad y sentido del humor.

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