Enigma

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—Está bien —accedió la muchacha. Miró a todos los presentes y sonrió—. Creo que lo conseguiremos, aunque no debo ocultaros las dificultades de la empresa. Pero cuando llegue al puesto que me corresponde, jamás olvidaré lo que estáis haciendo por mí.

—Anda, anda, pruébate el traje —refunfuñó Lulú—. Ya tendrás ocasión de darnos las gracias, no te preocupes.

—Abriré la caja —se ofreció Higgins.

Roberts sonrió.

La idea general había sido de Fisher, con algunos retoques añadidos por su parte. Calcularon desde el principio que el astropuerto estaría vigilado y, por tanto, decidieron actuar de forma que pudiesen burlar sin dificultad las barreras que, sin duda, iba a ponerles el embajador de Mitzur

El oficial jefe de aduanas examinó atentamente los documentos que le presentaba Fisher, rigurosamente vestido de negro.

—De modo que se llevan el cuerpo a Mitzur —dijo.

Fisher señaló hacia Roberts. que parecía anonadado y se apoyaba en Lulú. También vestían de negro, lo mismo que Bea y Higgins. que era portador de dos enormes maletas.

—Así es. capitán —contestó Fisher—. Mi hermano estaba locamente enamorado de ella. Cuando la pobre sintió inminente su muerte, expresó su deseo de yacer en el planeta donde había abierto los ojos a la luz por primera vez. Nosotros, la familia de mi hermano, le ayudamos a cumplimentar tan triste petición...

El oficial señaló al robot que permanecía inmóvil a pocos pasos de distancia.

—Veo que se llevan esa máquina. ¿Tienen autorización?

—Sí. capitán —Fisher enseñó otra pila de papeles—. Aunque me esté mal el decirlo, soy representante de la Intermundial Robotic y. puesto que viajamos a Mitzur. aprovecharé la ocasión para exponer el último modelo salido de nuestra factoría. ¿Quiere probarlo, capitán?

—No, gracias.

La mano del capitán se movió, estampando sellos de todas clases en el primero de papeles que le habían presentado a la aprobación.

—Pueden pasar —dijo al fin.

Roberts franqueó el pasadizo, apoyado en Lulú.

—Repórtate, hijo: aún eres joven... —dijo «La Gorda».

—No me casaré jamás, mamá: nunca encontraré a otra como ella...

Con el rabillo del ojo. vio un par de tipos que le parecieron sospechosos y que daban la sensación de estar pasando el rato. Detrás de él pasaron Bea, con la mano en el brazo de Fisher, y el robot, con su paso relativamente torpe, propio de un hombre mecánico

Higgins cerraba la procesión, empujando el carrito donde, se hallaba el féretro, de maderas nobles, adornadas con ricos herrajes. Salieron a la explanada y se dirigieron hacia el lugar donde se hallaba estacionada la astronave que había de transportarles hasta Mitzur.

Un par de guardias se cruzaron con ellos y se descubrieron cortésmente. Fisher agradeció la gentileza con una leve sonrisa y una inclinación de cabeza. Pero no se sentía aún muy tranquilo.

—Doscientos metros... —murmuró.

Sin abandonar su actitud afligida, Roberts miraba continuamente a un lado y a otro. Cuando estaban solamente a cincuenta metros de la nave, vio que una docena de hombres convergían rápidamente hacia ellos.

—Ahí están —dijo.

—¡Alto! —gritó uno de ellos, en cuyo cuello se veía un recio vendaje rígido.

—Es Dunep —indicó el joven.

—¡Párense! —aulló el esbirro.

La comitiva aceleró el paso, aunque no mucho, ya que el robot no podía seguirles con el mismo ritmo. Bruscamente, el grupo de hombres cayó sobre los viajeros.

—¡Vamos, lárguense! —aulló Dunep—, Vosotros, llevaos el féretro.

Cuatro hombres empujaron la carretilla, corriendo a toda velocidad. Dunep se puso delante de «La Gorda» y miró un instante al joven. Luego, de súbito, le sacó la lengua en son de burla.

—Mamá, ¿qué le pasa a este tipo? —preguntó Roberts afligidamente.

—Nada, hijo; hay mucho chiflado en estos tiempos...

Dunep soltó una risita.

—Buen viaje, estúpidos.

Siguieron andando. Roberts entró el primero en la nave.

—Voy a ocuparme de los mandos —anunció—. Neil, sube el robot a bordo.

—Está bien.

Desde la escotilla, contempló la escena que se producía a ciento cincuenta metros de distancia. Tshan, el embajador, y

Vryd Hnoll, primer secretario, estaban junto al féretro, rodeados por los esbirros.

—Abre, Dunep —ordenó Tshan.

Dunep levantó las presillas que cerraban la tapa. Luego alzó ésta. Algo parecido al maullido de mil gatos hambrientos, peleándose por un solo ratón, brotó del interior del féretro, a la vez que se levantaba un palo con una pequeña pancarta, que decía: ¡ADIOS, TONTOS!

Tshan apretó los labios. Sus ojos fueron hacia la nave, que aún tenía abierta la escotilla de acceso. Uno de los pasajeros izaba a pulso una cosa brillante, metálica, con el vago aspecto de un ser humano.

De pronto, comprendió la verdad.

—¡Estúpidos de nosotros! —gritó—. ¡El robot! ¡Ella está dentro del robot! ¡Vamos, es preciso impedir que levanten el vuelo!

Olvidando la dignidad de su cargo, Tshan echó a correr hacia la astronave, seguido de su colección de esbirros. Cuando estaba a cincuenta metros, volvió la cabeza hacia Dunep.

—¡Dispara a las patas de sustentación! —rugió—. Ya arreglaré yo luego los conflictos que puedan producirse.

Dunep se detuvo. Sacó su pistola, agarrándola con ambas manos, tomó puntería y apretó el gatillo.

La nave escoró en el acto. Tshan lanzó un aullido de júbilo.

—¡Ya son nuestros! Podrían volar perfectamente sin tren de aterrizaje, pero la torre de control no les dará permiso para el despegue, con una avería de esa índole.

—Tendremos problemas... —jadeó Hnoll.

—Yo resolveré todas las dificultades. Bar-Neigh me echará una mano, si es necesario. Vamos, ya estamos llegando. Para su edad, Tshan tenía una notable agilidad y fue el primero en alcanzar la escotilla. Trepó rápidamente la media docena de peldaños, entró en la nave y lanzó un grito:

—No se molesten en despegar; la torre de control les ha prohibido levantar el vuelo.

Dio unos pasos más y se detuvo, desconcertado.

—No hay nadie —dijo, pálido como un difunto.

Hnoll, Dunep y los otros se dispersaron por el interior de la astronave. Tshan se sentía completamente desconcertado.

De pronto. Hnoll lanzó un aullido:

—¡Embajador, aquí!

Tshan corrió hacia el espacioso salón central, provisto de grandes ventanales. Al otro lado y a menos de diez metros de distancia, una nave, algo más pequeña, pero perfectamente capacitada para viajes interestelares, empezaba a levantarse del suelo.

El redondo rostro de Lulú asomó a una de las lucernas. «La Gorda» se puso los pulgares en las orejas, movió las manos y sacó la lengua.

Segundos después, la nave, pilotada por Roberts, iniciaba el proceso de aceleración, ascendiendo verticalmente con mayor velocidad. Un minuto más tarde, había desaparecido en las alturas.

Tshan procuró normalizar la respiración.

—Ha sido una buena jugada, pero aún no hemos terminado —dijo—. Volvamos a la embajada; enviaré inmediatamente un despacho cifrado, para que las naves de patrulla salgan al encuentro de ésa y la destruyan.

 

* * *

 

Cuando estaban ya fuera de la atmósfera terrestre, el robot lanzó un grito de socorro:

—¡Sáquenme de aquí: me estoy asfixiando!

Fisher corrió hacia el robot y le arrancó la cabeza. La de Sherix apareció en el acto.

—Uf, ya empezaba a sentirme atacada de claustrofobia —dijo—. El truco ha sido bueno, pero no me gustaría tener que repetirlo.

Bea soltó una risita.

—Debiéramos haber metido a Lulú; con lo que sé suda ahí adentro, habría perdido al menos una docena de kilos de sebo.

«La Gorda» emitió un bufido. Fisher y Higgins despiezaron la armadura del robot, que no era sino la envoltura de uno de tales artefactos, desprovisto totalmente de la maquinaria interior.

Sherix se vio al fin libre de aquel disfraz opresor.

—Creo que necesito un baño y cambiarme de ropa —sonrió.

Lulú palmeó sus hombros.

—Bueno, hemos salido ya —exclamó—. Dentro de un par de semanas, correremos al traidor a escobazos, tenlo por seguro.

—No seas tan optimista —contestó Sherix—, Las cosas no están tan fáciles como parece. Estoy segura de que Tshan enviará un mensaje a Bar-Neigh, para que sus naves de patrulla nos intercepten antes de llegar a Mitzur. Y antes, además, habré de hacer otra cosa indispensable, si quiero conseguir volver a mi puesto.

—¿Qué es, Sherix? —preguntó Bea. muy intrigada.

—Perdona, pero me siento un poco cansada. Hablaremos después del baño, por favor.

 

 

 

 

 

 

 

CAPÍTULO V

 

La nave volaba a velocidades sublumínicas. En un tiempo increíblemente corto, se hallaban ya a punto de salir del Sistema Solar. Roberts había conectado el piloto automático, que seguiría funcionando hasta el momento de iniciar el salto al subespacio.

Sobre la mesa del salón, Sherix había extendido una carta estelar. Su índice señaló un punto en el mapa.

—Este es Zatzur —dijo—. Lo primero que debemos hacer es llegar a este planeta, apenas hayamos salido en las proximidades del sistema de Mitzur.

—¿Por qué? —preguntó Roberts.

—Es una tradición inmemorial y ningún jefe de Estado de Mitzur ha osado jamás quebrantarla. Todo príncipe que debe ser coronado emperador, tiene que viajar a Zatzur y conseguir el beneplácito de sus habitantes. Zatzur, sin embargo, está prácticamente despoblado. Apenas si tiene dos millones de habitantes, que viven en un espacio relativamente pequeño. Hay, digamos, una especie de consejo de ancianos, presidido no por el de mayor edad, sino por el de mayor agudeza psicofísica, y el príncipe debe obtener la aprobación de ese sanhedrín, si quiere ser coronado.

—Un rito ancestral —comentó Fisher.

—Del que nadie se ha sustraído en cientos de años —dijo Sherix—. No es el mío el primer caso de suplantación; por eso, hace aproximadamente medio milenio, se decidió que serían los zatzurianos quienes garantizasen la identidad del príncipe. De mi, en el presente caso.

—No entiendo —terció Bea—. ¿Cómo van a saber si eres o no la auténtica princesa? Sospecho que la impostora será un perfectísimo doble tuyo. ¿No es así?

—Es cierto, pero hay algo que no han podido duplicarme —Sherix se tocó la frente con el índice—. Pueden copiar mi cuerpo hasta el último poro, pero no mi mente.

—Eso tiene mucho interés —convino «La Gorda»—. ¿Son telépatas?

—Así se podría definir, aunque no en el sentido estricto de la palabra. Tienen un sexto sentido enormemente desarrollado, que podría calificarse muy bien de telepatía. Pero no usan ese sexto sentido para penetrar en otras mentes, cosa que no hacen normalmente, sino para su vida cotidiana. Sin ese sentido, perecerían.

Roberts adivinó la verdad.

—Son ciegos —exclamó.

—Así es —confirmó la muchacha.

Bea se horrorizó. Higgins remitió uno de sus característicos gruñidos.

—Bien —intervino Fisher—. ¿Y después?

—Después, no. Antes haremos un transbordo.

Roberts dio un respingo.

—¿Qué es eso de transbordo? —inquirió.

—Cambiar de nave, zoquete —dijo «La Gorda».

—Esto es algo que yo he hecho por mi cuenta —explicó Sherix—, Tengo aún buenos amigos en Mitzur, pero sé que están vigilados. Sin embargo, habrán enviado una nave armada, a los límites de la zona de salto subespacial.

—Una nave armada —se lamentó Lulú.

—Es necesario, porque o bien tratan de impedirnos llegar a Zatzur o nos atacarán una vez haya sido reconocida como legítima princesa.

Fisher se acercó a la compuerta interna de la esclusa que permitía el acceso o la salida de la nave.

—Es una lástima. Como no pone «Prohibido apearse en marcha», me largo ahora mismo...

Bea lo agarró por un brazo.

—No seas loco; podrías romperte la crisma al caer sobre algo duro —dijo riendo.

Fisher se volvió hacia la muchacha.

—Sherix, ¿crees de verdad que tendremos que combatir con las naves de Bar-Neigh? —preguntó afligidamente.

—Hay un noventa y nueve por ciento de probabilidades en favor del encuentro armado —contestó ella muy seria—. Pero no te preocupes; soy buena artillera y sabremos abrirnos paso.

 

* * *

 

El transbordo se efectuó sin problemas. Una vez dentro de la nueva astronave, Roberts se quedó pasmado de la belleza de su interior, que no excluía una completa funcionalidad. Mientras, Sherix revisaba el puesto de dirección de tiro.

—No me siento demasiado tranquila aquí —objetó Bea.

Sherix llamó al joven.

—Destry, tú pilotarás —dijo—. La nave, en esencia, es idéntica a una terrestre. Sólo varían los métodos ofensivos y defensivos. Pero de ello me encargo yo.

—Está bien. Tendrás que indicarme el rumbo que hemos de seguir para llegar a Zatzur.

—Espera un poco. Antes quiero señalar a cada uno el puesto que debe ocupar ante la inminencia de un ataque. Los sistemas automáticos de alarma lo indicarán con diez minutos de tiempo solamente, pero será más que suficiente.

Sherix agarró a Lulú por uno de sus carnosos brazos y la situó ante lo que parecía un cubículo apenas mayor que un ataúd.

—Este es un puesto de resguardo para un no combatiente —dijo—. Apenas oigas sonar la alarma, y hará bastante ruido, corre aquí. Entra y presiona este botón verde que ves a la derecha. Luego baja la palanca con empuñadura roja. La puerta se cerrará automáticamente y quedarás rodeada por elementos antichoque, que evitarán cualquier daño que pudiera producirte un movimiento demasiado brusco de la nave. ¿Lo has entendido bien?

La saliva pasó con dificultad por la gruesa garganta de Lulú.

—Lo que hay que hacer para ganarse dos millones...

Fisher, Bea y Higgins aprendieron también el lugar donde se hallaban sus respectivos cubículos de seguridad. Cuando terminó, Sherix dijo:

—Ahora te toca a ti, Destry.

La sala de mando era grande, espaciosa. El director de fuego se sentaba ante una consola situada a un nivel más elevado que el puesto del piloto. Delante de su asiento, Sherix disponía de una serie de pantallas e indicadores que, le explicó, le señalarían en todo momento la situación y arma mentó de las posibles naves atacantes.

—Y, ¿qué clase de armamento es el nuestro? —preguntó Roberts.

—El más sofisticado, Destry. Como decís en la Tierra, «el último grito».

Roberts sonrió.

—Si salgo de ésta, tendré muchas cosas que contar a mis nietos —dijo alegremente.

Ella le miró sorprendida.

—No sabía que estuvieras casado —exclamó.

—No estoy casado.

—Entonces, tienes novia...

—Tampoco, pero algún día la tendré, me casaré, vendrán los niños... ¿Y tú, Sherix?

La mirada de la joven se hizo súbitamente soñadora.

—Es el hombre más guapo del mundo, el más apuesto y el más gentil —contestó—. Se llama Onlo Mirrel y, en cuanto haya desenmascarado a la impostora, me casaré con él.

Roberts parpadeó. Sonrió. Detrás de su sonrisa, había una profunda decepción por la inesperada respuesta de Sherix.

 

* * *

 

El chirrido estridente se produjo cuando todos dormían profundamente. Era como si una sierra gigante estuviese aserrando una barra de hierro tan gruesa como el tronco de un secuoya. Roberts saltó de la cama y, vestido solamente con unos «shorts», corrió al puesto de mando.

En el camino se encontró con Sherix, que se ponía precipitadamente unos pantalones cortos. La joven, sin embargo, llevaba el pecho desnudo.

—Desconecta el piloto automático y espera mis instrucciones —dijo ella—. Haz funcionar los mecanismos de protección; tienen interfono conectado también.

—De acuerdo.

Fisher, Higgins y Bea corrieron a los cubículos de seguridad. Sherix ayudó a Lulú a entrar en el suyo.

—No temas —sonrió la muchacha—. Todo saldrá bien.

—Dios mío, no sé si mi corazón podrá resistirlo... —gimoteó «La Gorda».

—Pero si no tienes cuarenta años —exclamó Sherix—. Anda, entra ahí; el tiempo pasa volando.

Sherix corrió inmediatamente al puesto de director de tiro. Movió una palanca y, en el acto, se vio rodeada por una espesa armadura antichoque, que, no obstante, le permitía una notable libertad de movimientos en los brazos.

Inmediatamente, tocó una tecla y dijo:

—Estamos a tres minutos y veintiséis segundos del primer contacto. No temáis, la nave es absolutamente invulnerable. Puede que sintáis algunas sacudidas, pero no sufriréis el menor daño. Tened confianza en mí.

El micrófono estaba conectado no sólo con el caparazón del piloto, sino con los cubículos de seguridad para los no combatientes. Sherix quería tranquilizar a los otros pasajeros de la nave.

Y añadió:

—¿Dispuesto, Destry?

—Sí, Sherix.

—Atento a los controles de fuego. Desconecta seguros.

—Seguros desconectados.

—Activa mecanismos automáticos de pantallas de protección.

—Activados.

—Cuadro de indicadores de disparos.

—Todos en rojo.

—Conecta la computadora de tiro.

—Conectada la computadora de tiro.

Sherix lanzó una ojeada a las pantallas. Una de ellas, más pequeña, era un reloj digital, en donde las cifras de segundos disminuían rítmicamente.

Bisbiseó, contando mentalmente, cuando empezó a transcurrir el último minuto:

—Treinta... veintiséis... veinte... quince... diez... cinco... —Alzó la voz—. Tres... Dos... Uno... ¡Contacto!

Ocho puntos verdosos aparecieron en la pantalla, cada uno de los cuales tenía una cifra al lado que indicaba la distancia.

—Vienen derechitos a por nosotros —exclamó—. Destry, mecanismo de refuerzo de las pantallas.

—Conectado —respondió el joven.

—La distancia es aún de seis millones de kilómetros. Vienen a cero coma ochenta de la velocidad de la luz, esto es, doscientos cuarenta mil kilómetros al segundo. Lo cual significa que los tendremos a tiro dentro de veinte segundos, esto es, cuando estén a poco más de un millón de kilómetros.

De pronto, sonó la voz de Lulú en la línea de comunicación general.

—Soy una miserable pecadora y tengo muy pocas virtudes, pero ahora me gustaría santiguarme...

Roberts contuvo una sonrisa. De pronto, Sherix lanzó una orden:

—¡Fuego el uno! ¡Fuego el dos!

Roberts presionó las teclas correspondientes. En el indicador de tiro dos luces rojas cambiaron a verdes.

—Disparados el uno y el dos —dijo.

—Los han detectado —exclamó ella—. Empieza la maniobra de dispersión.

—Si se dispersan, nos rodearán por todas partes —supuso el joven.

—Es lógico. Pero estamos preparados.

—¡Sherix! He visto un resplandor azul —dijo Roberts—, ¿Qué significa eso?

—Un tiro fallado —contestó ella sin inmutarse—. Ya lo esperaba —añadió.

—El segundo proyectil también ha errado el blanco.

—Era justo lo que estaba aguardando. Destry, conecta la tecla de salva rápida.

—Ya está.

—Muy bien. Ahora conecta la de B.I.B.

—Conectada la B.I.B. Oye, ¿qué diablos significa eso —preguntó desconcertado.

—preguntó Roberts, desconcertado.

— Búsqueda Infalible del Blanco. ¿Preparado?

—Sí, desde luego.

Sherix contempló todavía unos instantes las restantes pantallas. Las naves atacantes se habían situado ahora de tal modo que les rodeaban por todas partes.

—¡Han abierto el fuego! —gritó—. Cada una de ellas ha disparado cuatro proyectiles.

Dentro de su cubículo. «La Gorda» empezó a rezar:

—Santa María, Madre de Dios...

Dos rayas escarlatas parecieron dirigirse rectamente hacia la proa de la nave. Roberts se echó hacia atrás de forma instintiva.

De pronto, Sherix anunció:

—Estamos a cinco segundos de la primera salva de los atacantes.

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPÍTULO VI

 

Roberts contó mentalmente los últimos segundos, envuelto en una agonía de incertidumbre. Más rayas de color rojo fuego convergían velozmente hacia la nave. No sentiría nada si eran alcanzados, se tranquilizó en cierto modo. Pero, ¿por qué no daba Sherix la orden de fuego?

De repente, todo el firmamento pareció estallar en una orgía de luces deslumbrantes de todos los colores. Los fogonazos de las explosiones poseían una intensidad aterradora. Después de cada explosión, surgía una nube de humo que, sin embargo, se disipaba rápidamente en el espacio.

Un segundo después del primer fogonazo, la nave empezó a moverse.

—Estamos recibiendo los efectos de las ondas explosivas —anunció Sherix con perfecta sangre fría—. Las pantallas aguantan bien, pese al elevado consumo de energía.

Se oyeron crujidos por algunos sitios. De pronto, Roberts, aterrado, vio surgir una línea de trazado irregular en uno de los vidrios que tenía ante sus ojos.

—¡Se ha abierto una grieta! —bramó.

—Pulsa la tecla amarilla número dos —ordenó ella.

Roberts obedeció. Un largo y delgado brazo de metal, provisto de lo que parecía un frasquito de alguna bebida, surgió de inmediato bajo el cristal. La boca del frasco expelió un líquido denso y de color azulado, que fue a parar directamente a la grieta.

—Pero, ¿no disparamos? —se asombró e indignó a un tiempo.

—Calma —pidió Sherix—, Ya llegará nuestra ocasión. Ahora están recargando los tubos para una segunda salva.

—Dios mío, perdóname todos mis pecados... —sollozó Lulú en su cubículo de seguridad.

—Destry, conecta pantalla máxima.

—Conectada —anunció el joven.

Las luces oscilaron y perdieron intensidad.

—Estamos echando mano de los últimos megavatios de energía —dijo Sherix tranquilamente—. Apenas nos queda lo justo para disparar. En este momento, navegamos por inercia, parados los motores por falta de potencia.

—No me gusta esta manera de luchar —se quejó Higgins—. Prefiero los puños.

—Quizá tengas ocasión de usarlos más adelante —sonrió Sherix—. ¡Ahí vienen! —gritó de pronto—. Han rebañado el fondo del barril y nos tiran hasta la llave inglesa.

—Jesús —resopló Fisher.

—Sesenta y cuatro proyectiles —avisó la muchacha fríamente—. ¡Preparaos! ¡Ya están aquí!

Esta vez, el chisporroteo resultó insufrible por su misma violencia luminosa. La nave se movió espantosamente. Roberts temió que se abriese como una sandía arrojada al suelo desde un par de metros de altura. El caparazón de seguridad, se dijo, le había salvado la vida; sin aquel útil artefacto, ahora sería una irreconocible pasta de carne y huesos.

Inesperadamente, Sherix lanzó un fuerte grito:

—¡Destry! Prepárate... Este es el momento; ellos también han consumido la mayor parte de su energía. ¡Aprieta la tecla de salva rápida! ¡Ya!

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