Enigma

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Roberts sólo vio unas cuantas estelas rojizas, pero se imaginó a la nave como un erizo de fuego, despidiendo mortíferos proyectiles en todas direcciones, arriba, abajo, a proa, a popa y a los costados. La velocidad de los cohetes era tal, que sus estelas parecían rayas rojas que hubiesen sido pintadas súbitamente en la negrura del firmamento.

—La computadora les ha programado el mecanismo de B.I.B. de la cabeza-piloto —dijo Sherix calmosamente—. Esos proyectiles seguirían buscando su blanco, aunque estuviese ahora a cien millones de kilómetros. Y vuelan a sólo una centésima parte menos de la velocidad de la luz.

«Doscientos noventa y siete mil kilómetros por segundo», pensó el joven.

De pronto, el espacio pareció encenderse y formar un gigantesco globo de luces de todos los colores en torno a la nave. No hubo el menor sonido; estaban en el vacío sideral. Para Roberts, fue un fantástico castillo de fuegos artificiales, como jamás había contemplado en su vida.

Luego, volvió la oscuridad. Sherix anunció:

—Todas las naves atacantes han sido destruidas.

 

* * *

 

Un segundo más tarde, ella agregó:

—Podéis abandonar los cubículos de protección. Destry, tú también. En cuanto estés libre, pulsa la tecla de control de averías.

—Está bien —respondió Roberts.

Sherix frunció el ceño. Había captado una nota extraña en la voz de Destry. ¿Qué le sucedía?, se preguntó.

Libre de la coraza de seguridad, se puso en pie, atusándose el cabello maquinalmente. Estaba cansada, pero era más bien el resultado de la tensión nerviosa de los últimos momentos.

Lentamente, descendió del puesto de dirección de tiro.

—Destry, dentro de unos minutos tendremos la respuesta del control de averías —dijo—. Será mejor que tomemos algo; necesitamos reconfortarnos un poco.

—Desde luego.

Los otros estaban ya en el salón. Higgins descorchó una botella.

Bueno, esto hay que celebrarlo —sonrió.

Bea aparecía desmadejada sobre una silla.

—He pasado un miedo horroroso —se lamentó.

—Esto es mejor que callejear en busca de clientes —se burló Fisher.

—Yo creí que me convertiría en un charco de líquido —gimió Lulú.

—Estábamos bien protegidos —sonrió Sherix—. Mis amigos me enviaron lo mejorcito en cuestión de naves de batalla.

Higgins estaba llenando las copas.

—¿Qué explosivo contenían las cabezas de los cohetes? —preguntó.

—M.P.D. 100 —contestó la muchacha—. Que significa: Multiplicador de la Potencia de Deflagración. La cifra cien es el índice de esa potencia. En cuanto al explosivo en sí, es de tipo convencional. En nuestra Federación están severamente proscritas las armas nucleares. A Bar-Neigh podría costarle muy caro usar una sola bomba atómica. Puede atreverse a poner otra impostora en mi lugar, pero no quebrantará ciertas leyes de la Federación.

—Comprendo —dijo Higgins—, Es decir, en ese M.P.D. 100, un kilo de dinamita, por ejemplo, daría los mismos resultados que cien kilos.

—Si tenemos en cuenta que cada cabeza llevaba cinco toneladas de explosivo, puedes calcular la potencia efectiva en el momento de la deflagración.

—¡Rayos! —dijo Fisher—, Quinientas toneladas... Quinientos mil kilos.

—Exactamente —contestó Sherix con encantadora sonrisa—, Pero las explosiones se produjeron a más de cincuenta mil kilómetros. En cambio, las de mis cohetes lo fueron prácticamente encima de los blancos.

—Y no ha quedado ni rastro de esas naves —intervino Bea:

—Ahora son polvo cósmico.

Lulú se estremeció.

—Max. cuando volvamos nos dedicaremos a sencillas estafas: falsas herencias, premias de lotería y cosas así, ¿eh? No quiero padecer más; si esto sigue mucho tiempo, me moriré de un ataque al corazón.

Sherix se echó a reír.

—Ya hemos pasado lo peor —aseguró. De pronto, reparó en la actitud seria y reservada de Roberts—, Destry, ¿qué te sucede? —exclamó—. ¿No te sientes satisfecho?

El joven inspiró con fuerza.

—Hay algo que me tiene muy preocupado —contestó—. Cierto que estamos vivos, porque nos atacaron y tuvimos que defendernos... Sherix, por favor, ¿qué tripulación llevaban esas naves?

—Cuatro cada una.

—Eran seres humanos, como nosotros. Soldados, seguramente, hombres que obedecían unas órdenes, gente disciplinada, apolítica, de la que no suele preocuparse demasiado de lo que hacen quienes les gobiernan. Han adoptado una profesión y la ejercen lealmente, pero, en esta ocasión, no defendían a su planeta contra la invasión de unas tropas extranjeras. Ahora, y quizá sin saberlo, tomaban parte en una intriga palaciega, de la cual no iban a obtener ningún beneficio.

Roberts miró críticamente a la muchacha. Se había hecho un silencio total.

—Quieres recobrar tu puesto y es lógico y hasta justo. Pero, ¿era lícito hacerlo a costa de las vidas de treinta y dos seres humanos, que no te habían causado el menor daño? —añadió.

Sherix le miraba con asombro.

—Pero... Destry, debieras saberlo... —Se dio una palmada en la frente—. Oh, yo debí habértelo advertido... ¡Las naves atacantes estaban tripuladas por robots!

—¿Es cierto eso? —preguntó Higgins interesadamente.

—Rigurosamente cierto —confirmó Sherix—. Bar-Neigh habría tenido que explicar los motivos de su decisión al comandante en jefe de las fuerzas espaciales. Y, aunque fuese partidario suyo, el comandante no habría querido enviar a sus hombres a un combate en donde había muchas posibilidades de perder la vida. Como Destry dijo antes, es un soldado profesional y apolítico, pero en su rango ya se pueden tomar ciertas decisiones relacionadas con la política. Simplemente, Bar-Neigh no ha querido correr ese riesgo, porque, entonces, tendría que haber descubierto la impostura.

—¿Cómo sabes que eran robots? —preguntó Fisher.

—Muy sencillo. Un piloto humano no habría caído en el error de enviar todos sus proyectiles en dos salvas. Siempre se habría reservado un cohete, para una emergencia. Los robots fueron programados para destruir esta nave, de acuerdo con la munición existente a bordo, más controles, dirección de tiro y demás. Pero, todavía hoy, un robot no es capaz de discernir como un ser humano.

Sherix sonrió y miró al joven.

—¿Satisfecho ahora, Destry?

—Sí —contestó Roberts—. Sólo espero que no nos hayas engañado...

—He dicho la verdad —protestó ella.

—De acuerdo. Sin embargo, te diré una cosa: no me gustaría tener que disparar sobre uno de tus soldados. Lo entiendes, ¿verdad?

Sherix apretó los labios. Antes de que pudiera decir nada, se oyó un leve campanilleo.

—¿Qué es eso? ¿Otro ataque? —se sobresaltó «La Gorda»—. Ay, madre mía, a mí me va a dar algo...

Sherix le palmeó las carnosas espaldas.

—No temas, es sólo el control de averías. Anuncia que ya tiene listo su informe.

Echó a andar y Higgins se emparejó con ella.

—Te acompaño, si no tienes inconveniente —dijo.

—Ninguno, claro —accedió ella sonriendo.

Un minuto más tarde, Sherix leyó algo que le hizo ponerse pálida. Y también tuvo que dar una patada en e! suelo, para expresar la rabia que sentía.

—¡El cable principal de conexión del generador está roto! —exclamó.

—Bueno, se empalma de nuevo y ya está —dijo Higgins.

—Imposible. Es una avería que sólo se puede reparar en tierra firme.

Roberts entraba en aquel momento y oyó las últimas palabras de la joven.

—¿Significa eso que hemos de aterrizar en alguna parte? —preguntó.

—Sí. Por suerte, hay un planeta a poca distancia...

—¿Y por qué no directamente en Mitzur, Sherix?

—Por la sencilla razón de que, a estas horas, Bar-Neigh sabe ya que sus naves han sido destruidas. Podemos volar, despegar, aterrizar y vivir durante meses enteros con el suministro de los generadores secundarios, pero no establecer una triple pantalla de protección. Ni una sencilla, tan siquiera.

—O sea, si vamos directos a Mitzur, corremos el riesgo de que nos hagan picadillo —terció Higgins.

—Exactamente.

El simiesco individuo se frotó las manos.

—Bueno, entonces, pon rumbo a... ¿cómo has dicho que se llama ese planeta, Sherix?

—Por casualidad nunca más deseada, es Zatzur —respondió la muchacha sonriendo alegremente.

—Magnífico. Así, mientras los zatzurianos te reconocen, yo me ocuparé de reparar la avería.

—Pero, Neil, ¿qué entiendes tú...? —se asombró Sherix.

Higgins guiñó un ojo al joven.

—Ella no sabe que tengo el título de doctor ingeniero astronáutico —contestó, lanzando a continuación una estentórea carcajada.

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPÍTULO VII

 

La nave se posó en el suelo sin dificultad, en un lugar donde abundaba la vegetación y no demasiado lejos de un riachuelo, que desaguaba en un lago situado a unos mil metros de distancia. Era un paraje realmente encantador.

—No me importaría quedarme aquí como un Robinson Crusoe —dijo Fisher.

—Te aburrirías a las cuatro semanas —exclamó Bea burlonamente—. Tú no puedes pasar apenas un día sin meter la mano en el bolsillo de alguien...

Sherix había saltado al suelo, provista de una extraña pistola. Roberts se apeó tras ella, portador de una caja de forma cúbica.

—Venid aquí todos —dijo la joven, acuclillada en el suelo—. ¿Veis esta hierba, tan parecida al trébol terrestre? Hay diez o doce, aproximadamente, por metro cuadrado. Destry, entrega a cada uno de los muchachos una pistola fertilizante.

—¿Qué diablos es eso? —preguntó Lulú.

—Es preciso enmascarar la nave.

Roberts repartió las pistolas. Luego, los seis se dispersaron y, ya instruidos por Sherix, dispararon descargas invisibles contra cada una de aquellas plantas tan semejantes al trébol terrestre.

Diez minutos más tarde, ocurrió algo prodigioso.

Las plantas empezaron a crecer con fantástica rapidez, como por arte de magia. Podían contemplar el crecimiento a simple vista, el engrosamiento del tallo principal, el nacimiento de otros tallos y más hojas... En menos de una hora, la nave quedó cubierta por una espesa capa vegetal, que la hacía absolutamente invisible a las miradas ajenas.

—Es increíble —dijo Roberts—, Esto, en la Tierra, podría aplicarse al trigo y a otras plantas alimenticias...

—No —contestó Sherix—, El crecimiento rápido impide la formación de elementos nutritivos. Tú podrías comerte veinte kilos de esa planta, pero no engordarías un solo gramo. Entrarían y saldrían de tu cuerpo, como un chorro de agua lanzado a una jarra sin fondo.

—Bueno, al menos, en el aspecto decorativo...

—Tampoco. Se agostarán antes de una semana. Pero ya habremos reparado la avería.

—Tú y Neil.

—Exactamente —Sherix alargó un poco el cuello—. Destry, ¿aún estás enojado conmigo?

El joven sonrió de mala gana.

—No, claro que no —contestó.

—Escucha, Destry —dijo ella, poniendo una mano sobre el brazo del joven—. Quiero que sepas una cosa: renunciaré a mis pretensiones, si para conseguir recobrar mis títulos se ha de derramar una sola gota de sangre. ¿Has comprendido?

Roberts sonrió.

—Onlo Mirrel es el hombre más afortunado del universo —repuso.

 

* * *

 

—¿Está bueno eso? —preguntó Bea.

Roberts se volvió y le ofreció un racimo de unos frutos parecidos a la uva terrestre.

—No se nota apenas la diferencia —dijo.

Bea probó un par de granos.

—Muy buena, en efecto. ¿Has salido a cazar?

—Hay provisiones en la nave.

—Sin embargo, un poco de carne asada encima de unas brasas... ¿O también eres enemigo de derramar la sangre de los animales comestibles? Quiero decir, vegetariano.

—No —rió el joven—. ¡Qué cosas tienes, Bea! De veras, no se me había ocurrido la idea de cazar. Pero puede que la ponga en práctica, si la reparación se prolonga más de lo calculado.

—Neil y Sherix están metidos de lleno en la faena. Destry, ¿te has enamorado de Sherix? —preguntó ella de sopetón.

Roberts se sobresaltó.

—¡Qué tontería! —bufó.

—¿Por qué? Es una mujer guapísima...

—Está prometida a otro.

—Eso no tiene nada que ver, Destry.

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—Respiro aliviada —sonrió Bea.

—¿Por qué? ¿Tanto te importan mis asuntos personales?

Bea arrancó un tallo de hierba y lo mordisqueó, a la vez que se apoyaba en el tronco de un árbol.

—Eres un buen amigo —contestó.

—Gracias —dijo él con sorna.

—Y un tipo muy... apuesto.

—Tienes una maravillosa opinión de mí, encanto.

—Sólo soy una especie de cámara fotográfica: reproduzco fielmente lo que veo.

—Una máquina muy bien construida, todo hay que decirlo —contestó Roberts.

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Roberts arrancó otro grano de uva y lo arrojó al aire, para cazarlo al vuelo con la boca.

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—¿Me consideras como un buen vino?

—Deja que haga la prueba, ¿quieres?

Roberts se acercó a la joven. Ella vestía una simple blusa y «shorts», que dejaban al descubierto unas piernas preciosas. Los dedos del joven fueron a los botones de la blusa.

—No hay nada debajo —exclamó, sorprendido.

—No lo necesito —contestó ella, orgullosa.

—«Son como cervatillos mellizos, que pacen entre la grama...» ¿Has leído el Cantar de los Cantares, de Salomón?

—Es mi lectura favorita —suspiró Bea.

Lentamente, se tendió en el suelo. Roberts se echó a su lado.

—«Como lirio entre espinas, así es mi amada entre los hombres» —recitó.

Los labios de la joven se entreabrieron. Roberts se inclinó muy lentamente hacia la boca que se le ofrecía tan tentadoramente. Cuando los labios estaban a punto de unirse, oyeron un carraspeo en las inmediaciones.

—Ejem... Esto... No me gustaría interrumpir, pero creo mi deber deciros que la avería ha sido ya reparada.

Bea lanzó un grito sofocado. Roberts se puso en pie de un salto.

Sherix estaba a pocos pasos de distancia, muy seria, rígida, con el rostro completamente encarnado. Su pecho, de firmes curvas, se agitaba espasmódicamente.

—¿Tan pronto? —dijo el joven.

—Parece que el tiempo ha corrido demasiado aprisa para vosotros. Han pasado ya cuatro días desde nuestro aterrizaje —contestó Sherix heladamente.

Giró sobre sus talones y se alejó sin pronunciar una sola palabra. Bea se levantó, furiosa, y se quitó unas briznas de hierba que se le habían enredado en los cabellos.

—Vaya, ¿qué le hemos dado a su señoría? —exclamó, irritada—. Encima de que viene en el mejor momento, todavía tiene que enfadarse.

—Mujer, es que nos ha sorprendido...

—¿Cómo? Ni siquiera me habías desabrochado la blusa por completo —se indignó la joven—, ¿O es que en Mitzur hacen los niños a máquina?

Roberts se echó a reír y pasó un brazo por los hombros de Bea.

—Anda, vamos. Otra vez será, no te preocupes.

—Lo dudo mucho —se lamentó ella—. El lugar, la ocasión, el ambiente... Estaba como hechizada. ¿Y tú?

—Estábamos dentro de una pompa de jabón, alguien la pinchó, hizo «puf» y despertamos, eso es todo.

Minutos más tarde, avistaban la masa vegetal tras la cual se ocultaba la astronave. Fuera, Lulú y Fisher estaban muy ocupados en asar dos animales semejantes a conejos, en un fuego de leña seca. Sherix estaba un poco más allá, sentada en un tronco caído, haciendo cálculos en una computadora de bolsillo.

—Nos vamos —anunció «La Gorda»—. En cuanto despachemos el asado, claro.

El vozarrón de Higgins resonó súbitamente a través del hueco en la masa de hierbas que permitía el paso hasta la escotilla.

—Lulú. puede que tengas que dejar ahí el asado —exclamó Higgins—. ¡Todos a bordo! —gritó estentóreamente—, ¡Se acerca una nave sospechosa!

Al oír aquello. Sherix abandonó sus cálculos y se levantó de un salto.

—¡No podemos zarpar! —exclamó.

—¿Por qué no? —dijo Roberts—, La nave tiene potencia suficiente para arrancar las hierbas...

—No lo creas. Están en el período de máximo desarrollo. Mañana empezarán a secarse, pero aún pasarán dos o tres días antes de que se deshagan en polvo sus tallos. En estos momentos, cada tallo tiene la fortaleza de un cable de acero de su mismo grosor.

Roberts, estupefacto, volvió los ojos hacia las plantas trepadoras que envolvían totalmente a la astronave. Habla centenares de tallos, advirtió al primer vistazo.

—Entonces, tenemos que esperar aquí...

—No hay otro remedio, Destry —confirmó la joven.

 

* * *

 

Ocultos por la vegetación, contemplaron el lento descenso de la otra nave, que se posó al fin en el suelo, a menos de doscientos pasos de distancia.

—¿Es mitzuriana? —preguntó Roberts.

—Sí. Privada —contestó Sherix.

—Puede que sean hombres de Bar-Neigh, en misión «muy especial» —opinó Fisher.

—Lo sabremos en seguida, Max, no te preocupes.

—Lo siento, estoy muy preocupado, Sherix.

—Silencio —dijo Roberts imperativamente—. Alguien baja del aparato.

La escotilla se había abierto. Un hombre descendió por la escala desplegada automáticamente.

Avanzó unos pasos. De pronto, se puso las manos a ambos lados de la boca, para hacer bocina, y gritó:

—¡Sherix, sal sin temor! ¡Soy yo, tu prometido!

—¡Onlo! —exclamó la muchacha. Agarró el brazo de Roberts y le miró con ojos muy brillantes—. Es él, él...

Súbitamente, abandonó el escondite y echó a correr hacia el recién llegado. Roberts frunció el ceño.

—Esto no me gusta —rezongó.

—¿Una trampa? —dijo Lulú.

—No sé, quizá esté equivocado, pero...

Fisher se echó a reír.

—Si intentan una jugarreta, les daré algo en que pensar —dijo, a la vez que palmeaba la culata de un rifle semiautomático—. Es de finales del siglo XX. pero construido en el actual, para caprichosos como yo. Funciona de maravillas, os lo aseguro.

—Parece que eres un tipo precavido —comentó Roberts, mientras veía a Sherix fundirse en un estrecho abrazo con su prometido..

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