El único amigo del demonio

El único amigo del demonio


Capítulo 16

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Capítulo 16

Nos movimos en silencio a través de The Corners, bajo el manto de la oscuridad. Elijah nos advirtió que Rack nos vería llegar —que sus sentidos eran tan sobrehumanos como su fuerza—, pero aun así intentamos ser silenciosos, aunque no fuera por otra razón más que mantener a los vecinos dormidos e inadvertidos. No tenían idea de la batalla en la que estábamos a punto de involucrarnos: la batalla final contra el rey de los demonios. Mientras menos supieran, mejor.

El plan era simple: hacer que Rack se involucrara en el enfrentamiento y lograr que Elijah se acercara lo suficiente como para drenar su mente. Llevarlo a cabo sería mucho más difícil. Potash estaba al frente, con una cánula en su nariz y un tanque de oxígeno sujeto con seguridad a su espalda; tenía su machete de acero en su funda detrás del tanque, un cuchillo de combate en su cinturón —uno nuevo, ya que yo aún tenía el anterior— y suficientes armas como para equipar a medio departamento de policía. Diana estaba con él; su armamento era más simple, pero no lucía menos imponente. Yo sugerí, otra vez, que se quedara afuera para vigilar la entrada, pero Trujillo insistió en que estuviera en la primera línea. Si Rack intentaba huir lo perderíamos, sin importar cuántos oficiales de policía rodearan el edificio con armas automáticas. Teníamos que forzar un enfrentamiento, y eso implicaba llevar al equipo completo. Teníamos que hacer que quisiera matarnos.

No me gustaba el plan, pero estaba de acuerdo con él. Esperaba que viviéramos lo suficiente para llevarlo adelante.

Ostler estaría afuera, coordinando el ataque, y Trujillo y Nathan se quedarían en la oficina, lo más lejos del peligro que los pudiéramos mantener. No eran combatientes. Yo tampoco lo era, pero era la única persona que se arriesgaba a acercarse lo suficiente a Elijah para ayudarlo. No quería que me agradara, pero me descubrí confiando en él a pesar mío. ¿Tal vez porque los dos éramos los marginados del equipo? No lo sabía, y prefería no pensar en eso.

Tenía el cuchillo en mi bolsillo, mis dedos presionados sobre la hoja cubierta de nylon. Elijah no tenía más arma que sus manos y el antiguo poder que residiera en ellas. No dejaba de palpar sus bolsillos; luego de la cuarta o quinta vez, le murmuré con cuidado:

—¿Has perdido algo?

—No es nada. Solo un tic nervioso. Llevo mis llaves en un cordel para no olvidarlas en los momentos en que mi memoria tiene baches. A veces ni siquiera puedo encontrar mi auto, estoy tan confundido, pero siempre tengo mis llaves. Es algo que me alivia, supongo, y estoy nervioso ahora, así que… —sacudió su cabeza—. Estoy bien.

Estábamos encorvados a la sombra de una camioneta estacionada en la calle, a una puerta de distancia de la casa de Rack. Potash se encontraba adelante, explorando, y cuando Ostler diera la orden de que era momento de moverse, correríamos a reunirnos con él en la primera línea. Observé la casa: una construcción azul de dos plantas teñida de gris por la luz de la luna. Todo estaba oscuro. Miré a Elijah.

—¿Lo reconocerás cuando lo veas?

—Es difícil de confundir.

—Supongo que eso es cierto —saqué el cuchillo y lo giré lentamente en mis manos, pensando en la muerte de Mary Gardner. Trataba de pensar en ella de ese modo; no como mi ataque, sino como su muerte. Yo no tenía nada que ver con ella, o al menos no quería tener nada que ver. Recordaba el cuchillo entrando y saliendo. Recuerdo la sensación, una vertiginosa combinación de horror y euforia, de rabia y placer sin restricciones. Lo disfruté, y esa era la peor parte: me perdí en un frenesí más allá de mi control y amé cada minuto de ello. No podía permitirme hacerlo otra vez. Sentir eso otra vez.

Pero también había una parte de mí que deseaba sentir eso más que nada en el mundo.

—Tu cuchillo no te ayudará —comentó Elijah.

—No esta noche —respondí. No dije nada más.

La noche estaba silenciosa y oscura.

—¡Vamos! —dijo la agente Ostler en mi oído, y comencé a correr. Elijah se mantuvo cerca detrás de mí y llegamos a la puerta en el preciso momento en que el detective Scott estaba abriéndola con un pesado ariete metálico. Potash entró primero, con Diana pisándole los talones, sus rifles en alto, escaneando las esquinas, cazando monstruos en las sombras. Elijah y yo los seguíamos, esperando que el ataque de Rack, cuando llegara, involucrara algo más dirigido que una granada, un gas o balas. Todo en él sugería que desearía terminarlo en persona, cara a cara, y esa era nuestra única esperanza de tener éxito. Contuve la respiración y atravesé la puerta. El detective Scott siguió en la retaguardia con media docena de efectivos armados detrás de él. Sus murmullos hacían eco en mi auricular:

—Despejado.

—Avanzando.

—A tus seis.

—Despejado.

Una escalera en la entrada principal llevaba a la primera planta, dos policías la observaban mientras el resto de nosotros investigaba la planta baja, asegurándonos de que estuviera vacía. La casa parecía normal, casi perturbadoramente normal, pero por aquí y por allá veíamos indicios de algo más: uno de mis folletos de Pizza Pancho prendido a la pared con una chincheta. Recortes periodísticos sobre las tres víctimas pegados con imanes al refrigerador, como una exposición orgullosa del último dibujo de un niño. Manchas en el sofá y la alfombra del comedor, que podrían haber sido de sangre o de cualquier cosa.

—Salsa de soya —murmuró uno de los policías, como si intentara convencerse a sí mismo de que la peor posibilidad no era real.

—Él no tiene boca —le recordé. Tragó saliva nerviosamente.

Encontramos la puerta a un sótano cerca del fondo y dos policías más se quedaron a vigilarla, montando guardia ante un ataque sorpresa desde abajo. Elijah y yo nos mantuvimos cerca de Potash y pronto nos encontramos de vuelta en la base de las escaleras.

—Es ahora o nunca —dijo Diana. Potash resopló y comenzó a subir.

—Vayan con cuidado —comentó Ostler con interferencia a través de la radio—. No intenten matarlo, solo logren que el señor Sexton se acerque.

—Entendido —respondió Potash mientras alcanzaba la cima de las escaleras. Nos detuvimos a escuchar.

—Bienvenidos a mi casa —dijo una suave voz, murmurando. Sujeté mi cuchillo sacándolo de su funda, consciente de que era inútil. Potash y Diana giraron a la izquierda al identificar de dónde llegaron las palabras y avanzamos cuidadosamente. Había una puerta abierta al frente del descanso; la puerta de la habitación principal, supuse, basándome en lo que había visto de la casa. ¿Estaba simplemente esperándonos dentro? ¿Sabría que iríamos?

¿Cómo estaba hablando?

Potash contó en silencio mirando a Diana, y a las tres irrumpieron en la habitación, desapareciendo repentinamente y ordenando a los gritos que se arrojara al piso y pusiera las manos sobre su cabeza. El resto de nosotros entramos detrás de ellos, listos para correr hacia el asesino, listos para sacrificar todo lo que pudiéramos, solo para darle a Elijah la entrada que necesitaba; pero nada se movía y todo lo que escuchamos fue una suave risa sibilante.

Había un cuerpo en la cama, recostado sobre las sábanas: cabello claro, tez blanca y la mayor parte de la carne en su torso no estaba, había sido arrancada a bocados por dientes humanos. La cabeza, como siempre, estaba intacta.

Los labios se movían.

—Que ponga las manos sobre mi cabeza —dijo la voz. Los ojos del cuerpo estaban vidriosos y desenfocados—. Por supuesto que dirían eso. Pero ¿qué manos? y ¿en qué cabeza?

Potash y Diana registraron rápido la habitación, revisando esquinas y armarios y cualquier recoveco o hendija que pudiera ocultar a un atacante. El baño principal estaba unido a la habitación. Diana abrió la puerta, solo para tropezar hacia atrás, ahogándose. Potash la miró alarmado, pero ella negó con la cabeza.

—Despejado —tosió—, y no es necesario revisar otra vez. Puedo pasar mi vida sin saber qué hay en esa tina.

—Es carne —dijo el cuerpo sobre la cama. Tenía moscas volando en sus heridas, zumbando en pequeños círculos antes de aterrizar ligeramente y frotar sus patas traseras, absorbiendo la carne ensangrentada con sus pequeñas trompas negras. La boca se movía sola, como si fuera completamente independiente del resto del cuerpo—. Las marionetas pueden morder —dijo suavemente—, pero no pueden tragar.

—Si hubiera dejado montones de carne por cualquier lado los hubiéramos encontrado —asentí—. Tenía que esconderla en algún sitio.

—Podría haberla quemado —comentó Diana.

—La guardé para ustedes —respondió el cuerpo. Me acerqué más, mirando la piel pálida de esa cosa, y su boca se movió en un gesto malicioso que solo pude suponer que era una sonrisa—. ¿Les gusta? No suelo tener invitados, me perdonarán por no estar aquí para recibirlos en persona.

—¿Estás cerca? —pregunté.

—Hola, John.

Podía escuchar voces. ¿O habría micrófonos en la habitación? No sabía de qué era capaz de forma sobrenatural y para qué tendría que recurrir a la tecnología. Aunque nunca supe que los Marchitos tuvieran mucho alcance en sus poderes, así que donde quiera que estuviera no era lejos. Fruncí el ceño y pensé en otra pregunta mecánica: ¿cuánto tiempo podía usar un cuerpo luego de matarlo? Elijah dijo que solo podía drenar un cuerpo dentro de las veinticuatro horas; ¿los poderes de Rack sobre los muertos tendrían un límite similar? Hacía veinticuatro horas ni siquiera sabíamos que iríamos. Toqué el brazo del cuerpo e intenté levantarlo, estaba rígido.

—Eso es evidencia —dijo Diana.

—Eso es rigor mortis —respondí—. Este cuerpo lleva entre diez —lo revisé otra vez— y treinta horas muerto.

—La boca se mueve sin problema —señaló Potash.

—Yo podría… —comenzó a decir Elijah, pero lo interrumpí con un movimiento insistente de la mano. Si estaba usando los oídos de la víctima para identificar nuestras voces, tal vez no sabía que Elijah estaba con nosotros.

Pero luego me di cuenta, con creciente terror, de que ya debía saberlo. Debía saber todo. ¿Cómo podría haber preparado ese cuerpo para recibirnos si no sabía que estábamos en camino?

—Tenemos que salir de aquí —dije.

—Ni siquiera hemos registrado el piso de arriba —respondió Diana—. ¿Vas a confiar en él cuando dice que no está aquí?

—Puedo garantizar que está aquí. Esto es una trampa y necesitamos salir ahora.

—Demasiado tarde —susurró el cuerpo.

Abajo, alguien disparó un arma.

Comenzaron los gritos, aterrados y desesperados: «¡Está aquí!», «¡Atento!», «¡Detrás de ti!». Urgentes y enojados, interrumpidos por disparos de armas. Potash corrió a la puerta mientras Ostler gritaba en nuestros oídos para saber qué estaba ocurriendo. Pero muy pronto los gritos se transformaron en chillidos de dolor, aullidos y sollozos y terribles alaridos de muerte mientras lo que fuera que estaba atacando convertía a nuestra escolta armada en pedazos. Potash rugió desafiante y nosotros le gritamos que regresara, que se quedara para forzar el enfrentamiento que necesitábamos, pero ya se había ido. Diana maldijo y lo siguió por las escaleras, gritándonos que nos quedáramos con ella, y yo corrí tras ella con Elijah unos pasos atrás. Una lluvia de balas rasgó el suelo frente a mí, regando la escalera con esquirlas, y caí hacia atrás, cubriendo mis ojos. Elijah me estabilizó y conté hasta tres antes de volver a correr, preparándome para enfrentar otra barrera de fuego amigo. Mientras corría intenté visualizar la casa en mi mente, estimando que las balas perdidas habían llegado por el suelo desde… la cocina. La cima de las escaleras del sótano. Llegamos a la planta baja esquivando cuerpos caídos, resbalando sobre la sangre, y corrimos por el corredor hacia la batalla. Otra explosión de disparos dio en la pared, pero fue a veinte centímetros —kilómetros de distancia en un combate cuerpo a cuerpo— y seguimos corriendo.

—¿Qué está pasando allí? —exigió Ostler en la radio—. ¡Alguien hábleme!

—Necesitamos… —dijo Diana, pero se detuvo abruptamente. Alcancé la puerta de la cocina en el preciso momento para verla caer al suelo y su brazo, aún sosteniendo el rifle, arrancado de su cuerpo. Rack no era más que una sombra, de alguna manera parecía irreal y enorme al mismo tiempo. Lanzó el brazo hacia mí y lo esquivé, Potash rugió otra vez y atacó, el fuego de su arma iluminó la habitación con una luz intermitente. Pude dar un vistazo al pecho de Rack, una masa turbia de cenizas que parecía quemar su piel alrededor del hueco, los huesos amarillentos de sus costillas destrozadas asomaban repulsivamente de los extremos. Su rostro era una pesadilla: grandes ojos en la parte superior, humanos y furiosos, y un hoyo negro y grasiento debajo de ellos. No tenía nariz, boca, tráquea o pecho. Mientras salía airoso del centro de ese torbellino, ignorando las balas, con sangre goteando de sus dedos, no puede evitar preguntarme: ¿nuestro concepto de «rey» llegó por esta criatura?

¿Nos habrá llegado «despiadado» también por él?

—Necesitamos refuerzos —dije en la radio—. Y a todos los médicos que puedas encontrar.

Elijah corrió hacia el Marchito, gritando, pero Rack volteó repentinamente y desapareció por la puerta del sótano. Potash se detuvo para recargar su rifle, colocando otro cargador, pero Elijah corrió directamente hacia la puerta, solo para acabar tambaleándose hacia atrás al ser acribillado por una lluvia de balas en el pecho. Cayó, y Potash se inclinó junto a la puerta.

—Estaba preparado para Elijah —dije—, planeó su escape y preparó un arma para ocuparse de él; sabía todo antes de que llegáramos aquí.

—Esto acaba esta noche —aseguró Potash blandiendo su machete—. Un golpe al cuello y perderá antes de poder sanarse.

—No podrás llegar tan cerca.

—Al diablo con eso —dijo él, y disparó su arma a su alrededor, despejando las escaleras antes de lanzarse al ataque.

—¡Regresa! —grité—. ¡No puedes matarlo sin Elijah! —Rack supo que iríamos; había arreglado todo eso como una trampa. Tal vez ese era su juego final, llevarnos a realizar una investigación falsa, acabando en un intento evidente de contactarse con Brooke para guiarnos hasta allí, totalmente desprevenidos para lo que él realmente era. Incluso sabiendo lo que era, no estábamos preparados.

Encendí la luz y fui en cuatro patas por el suelo cubierto de sangre hasta Diana. Respiraba con bocanadas cortas y dolorosas. Su brazo había sido arrancado desde el hombro y me estremecí al pensar en la fuerza que debía haber implicado hacer algo así.

Diana me miró, su respiración irregular, casi como si tuviera hipo, demasiado débil para hablar o mover el brazo que le quedaba. Mientras miraba alrededor en busca de algo para detener el flujo de sangre, Elijah se sentó haciendo un mohín.

—Eso dolió —dijo.

—Estarás bien —le respondí mientras tomaba un trapo de la cocina—. Te he visto recuperarte de cosas peores. Consigue más toallas.

—Lo único peor que me ocurrió fue… —hizo una mueca—… ser arrollado por ese camión.

—Y estuviste bien —dije—. ¡Ahora consigue toallas!

Me miró extrañado y luego fue tropezando por el suelo cubierto de sangre a revisar las gavetas. Doblé mi único trapo y lo presioné sobre el hombro ensangrentado de Diana lo más fuerte que pude, apretando los dientes ante el dolor que imaginaba que estaría sintiendo cuando el contacto la hizo estremecer. Sus músculos se convulsionaron, su pecho se arqueó hacia arriba mientras su cuerpo se ponía rígido, su respiración era entrecortada y desesperada.

—Morir es para los débiles —le susurré, intentando pensar cualquier cosa para lograr que siguiera luchando—. Tú no morirás, porque no lo dejarás ganar, ¿de acuerdo? Nos mantendremos con vida, encontraremos a ese demonio y lo mataremos, juntos. ¿Estás conmigo, Diana? ¿Puedes escucharme?

Sus ojos comenzaron a darse vuelta.

—Encontré más toallas —dijo Elijah inclinándose a mi lado, pero ambos nos quedamos helados de pronto al escuchar a Ostler gritando en nuestros oídos.

—¡Todo el mundo retírese! ¡Está fuera! ¡Retírense!

—Ni siquiera sé cómo hacerle un torniquete a eso —dije mirando el hombro sin muñón de Diana.

—Así —respondió Elijah. Se quitó el cinturón y lo amarró alrededor de los hombros de Diana, atrapando mi mano y la toalla. Lo ajustó y yo liberé la mano, lo ajustó más y Diana lanzó un quejido.

—¿Me atropellaron con ese camión intencionalmente? —preguntó. No respondí.

—Estarás bien, Diana —dije, levantándola sobre mi espalda—. Asesinaremos a esa cosa juntos, ¿me oyes? —avancé despacio por el suelo hacia la puerta, tambaleándome por el peso—. Tú y yo, frente a frente. Le arrancaremos su brazo y lo mataremos con él —mi radio se llenó de gritos. Presioné los dientes y caminé hacia la puerta—. Elijah, ¿puedes ver algo? ¿Qué está sucediendo allí?

No hubo respuesta. Volteé lentamente y no vi movimiento en la casa detrás de mí. La luz naranja se filtraba desde la cocina, destellando en los charcos de sangre y haciendo brillar los cascos negros de los policías caídos.

—¡Elijah!

Ya no estaba. Me esforcé para llegar a la puerta, murmurándole «pelea» a Diana y, cuando llegué, los gritos de afuera habían cesado, los disparos habían acabado. Incluso Diana se había quedado en silencio e inmóvil sobre mis hombros. Giré la cabeza para intentar verla, pero su único brazo caía flojo y sin vida.

En mi radio resonaba la estática, ruido blanco vacío que parecía llenar el mundo entero. Todo al que habíamos llevado estaba muerto. Dejé el cuerpo de Diana caer suavemente sobre el césped.

Un ligero murmullo salió de la radio: la voz de Ostler, fina y aguda, como si hubiera perdido la fuerza y no le quedara nada más que las palabras.

—¿No era esto lo que deseabas, John? Calma, la paz del silencio y todos los cuerpos sin vida del mundo.

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