El único amigo del demonio

El único amigo del demonio


Capítulo 5

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Capítulo 5

Me ofrecí a embalsamar a Kelly, pero no creo que hayan tomado la oferta en serio. En su lugar, nos refugiamos en la oficina, esperando a que el mundo se calmara.

—Tienen una fotografía mía —dije mirando mi notebook.

—Tenemos suerte de que eso sea todo lo que tienen —comentó Diana. Ella se las había arreglado para salir de su escondite sin que la vieran, mientras la conmoción estaba a una calle de distancia. Yo no había tenido tanta suerte, aunque ella tenía razón, considerando las cosas, había tenido la mejor suerte que podía esperar. Tres vecinos diferentes habían visto el cuerpo de Kelly y llamaron a la policía. Llegaron, con sus armas en alto, unos quince minutos antes de que Ostler alcanzara a exhibir su placa del FBI y a acomodar las cosas. Quince minutos no era mucho; no me llevaron a la estación para tomar mis huellas, no tuvieron tiempo de interrogarme, ni siquiera habían descubierto mi nombre, ya que no llevábamos identificaciones. Pero los vecinos habían estado mirando. Uno de ellos tenía un teléfono celular y colgó una fotografía del adolescente misterioso sentado en el asiento trasero de un móvil policial en cuestión de minutos.

Eso ocurrió la noche anterior, apenas nos habíamos atrevido a movernos desde entonces.

—Potash está estable —dijo Nathan dejando su teléfono—. Trujillo dice que lo tienen con custodia en el hospital, sin acceso a la prensa.

—¿Respira? —Diana me miró a mí, luego otra vez a Nathan.

—No por sus propios medios; está conectado a una máquina. Piensan que tiene alguna clase de embolia pulmonar por lo rápido que se presentó.

—Es neumonía —lo corregí, recordando las palabras de Mary.

—Sabemos lo que crees que es —dijo Nathan, aunque su tono reflejaba más impaciencia que reconocimiento—. Dejemos que los médicos hagan el diagnóstico por ahora, ¿sí? Ella ha estado asesinando personas con esto… lo que sea… durante miles de años. Tiene suerte de seguir vivo siquiera, y si no lo estuviera, tú serías el responsable.

—Nathan —gritó Diana, pero él ignoró su advertencia con un quejido.

—Tú nos dijiste que era seguro —continuó. Descansé mi mano extendida sobre la mesa, tratando de mantener la calma, con los ojos fijos en la pantalla de mi notebook sin ver nada en ella—. Nos dijiste que lo único que podía hacer era enfermar más a niños ya enfermos, ¡no que podía destruir los pulmones de un hombre adulto con solo chasquear los dedos! ¡Y arrojó a Kelly por la maldita ventana, lo que convenientemente también olvidaste mencionar que podía hacer! Y mientras tanto tienes el descaro de quedarte sentado en el auto y dejar que ellos se enfrenten a esa cosa solos…

—¡Nathan! —repitió Diana en un tono que no daba lugar a más discusiones.

13, 21, 34, 55, 89. Contar no estaba funcionando.

Ellos no sabían que yo la había apuñalado.

—Tenemos mayores problemas de los que ocuparnos —dijo Diana—. Los superiores de Ostler estarán furiosos y ¿quién sabe qué represalias tomarán? Somos prácticamente un chiste, y ahora hemos perdido a un agente y provocamos una escena pública. Ostler está en la estación de policía ahora, intentando convencerlos de que hay monstruos bajo la cama, pero no podemos permitirnos involucrar a la policía. Comenzarán los rumores, la información se extenderá y toda nuestra operación será desbaratada desde el cuartel general. Me sorprendería que no nos aparten de la fuerza y nos despidan.

—Eso sería de lo mejor que nos podría pasar —respondió Nathan—. No solo los Marchitos están contraatacando, sino que incluso los que no saben que vamos tras ellos pueden asesinarnos con impunidad. Tenemos que salir de aquí, pero ayer.

—No te preocupes por el FBI —dije—. Preocúpate por quién más pueda estar allí afuera observándonos.

—La policía es la única que sabe algo —comentó Nathan—. Ellos mantuvieron a los medios completamente fuera de esto.

—La policía encontró a dos personas y un cuerpo sin vida en medio de una clara escena de lucha —dije—, y aun así aseguramos estar del mismo lado. Sin saber lo que es el lodo, la persona que decimos que cometió el asesinato ni siquiera existe. La gente comenzará a hablar, aunque solo sea la policía, y se comenzarán a correr los rumores. En el mejor de los casos pensarán que se trata de algo que encubre el gobierno, pero en el peor, alguien unirá todas las piezas y descubrirá que matamos a un demonio.

—Eso es ridículo —respondió Nathan—. Nadie más cree que esas cosas sean reales.

—Alguien lo hace —argumenté—. Alguien ahí afuera, alguien sospecha, y esto no hará más que confirmarlo. Ha habido demasiadas historias en los medios, muchas preguntas sin respuestas, y esas cosas se suman; se preguntarán por el lodo, por mí, quizás unan ambas cosas y eso les cause más curiosidad. Estuve relacionado públicamente con cuerpos desaparecidos y lodos misteriosos en otras tres oportunidades, ya saben —señalé la pantalla de la computadora—. Y ahora mi fotografía está en Internet.

Con Kelly muerta y Ostler corriendo para intentar acallar la historia —y Potash demasiado enfermo como para hablar— nadie recordaba la regla de que yo no tenía que estar solo. Esa noche después del trabajo encontré una chaqueta vieja y una gorra en los objetos perdidos y esperé detrás de la puerta trasera de servicio a que pasara algún trabajador. Un custodio salió alrededor de las seis, tapado hasta la nariz contra el frío, y salí siguiendo sus pasos, conversando casualmente sobre el clima, fingiendo que éramos amigos para que nadie que pudiera estar observándonos descubriera al chico misterioso del asesinato no resuelto, y solo viera a un par de trabajadores corrientes. No sabía quién podría estar observándonos —Meshara o los otros demonios, o tal vez alguien totalmente inesperado—, pero esa era mayor razón para esconderme. Tomé el ómnibus a casa y me senté al fondo, en un asiento de plástico rígido mirando por la ventana la nieve ennegrecida a los costados del camino. No me gustaba estar solo más de lo que realmente me gustaba ninguna otra cosa. Pero lo prefería así. Era más simple.

Boy Dog estaba esperándome cuando llegué a casa, agitando su cola en el mayor despliegue de energía que había visto en él. Potash y yo habíamos salido a hacer compras esa mañana antes del trabajo —¿había sido solo un día?— y dejamos un gran tazón de comida y uno de agua en el suelo de la cocina. Ambos tazones estaban dados vuelta cuando llegué, sus contenidos mezclados y desparramados en el suelo, y podía sentir el fuerte olor a orina de perro en cada esquina de la habitación. Pero él solo estaba marcando su territorio: no había grandes charcos ni salpicaduras, así que le dije que era un buen chico y lo saqué a hacer sus necesidades. Cody French, fuera un monstruo o no, había entrenado bien a su perro.

Regresé adentro con el perro y limpié el desastre del suelo de la cocina, levantando los granos mojados de alimento con una toalla vieja. Le serví a Boy Dog otro tazón de agua y otra ración de comida y luego me senté en la única silla del comedor mirando el televisor apagado. No lo encendí.

Maté a una mujer a puñaladas.

Obviamente ella no era una mujer, no en realidad, pero sí lo era cuando la apuñalé. Tenía la forma, el cabello y la voz; y las costillas que mi cuchillo atravesó eran humanas, y se extendían a lo ancho bajo su piel para darle forma humana a su espalda. Estuve presente en la muerte de muchas personas, pero solo había asesinado a dos de ellas. Ahora el número ascendía a tres. La mayoría de las autoridades consideraban tres como punto de referencia para actividad serial: una muerte fue asesinato, dos, coincidencia, pero tres eran una señal de comportamiento recurrente. Asesina a tres personas seguidas y eres un asesino de juerga; asesínalas con tiempo, con un período en medio para calmar las cosas, pasar desapercibido hasta decidir matar otra vez, y eres un asesino serial. Intenté matar a Brooke, cuando era Nadie; ella habría sido la tercera. Y ahora era Mary la Tifosa Gardner, la enfermera que asesinaba niños y luego consolaba a sus padres.

Había visto su casa. Tenía el mismo equipo de televisión que yo. Miré la pantalla negra, una lámina plana de nada, poniéndose grisácea por el reflejo de la luz de la cocina detrás de mí. Casi llegaba a verme a mí mismo en ella, un contorno débil, no del todo humano; la silla me hacía parecer más grande de lo que era, ancho, jorobado y amenazante.

Aún tenía el cuchillo. La policía lo había tomado, pero estaba cubierto de ceniza, no de sangre, así que no tuvieron bases para protestar cuando Ostler les ordenó que lo regresaran. Ahora estaba de regreso en su funda, perfectamente limpio, guardado en el bolsillo de mi abrigo. Todavía no me lo había quitado. Pensé en el cuchillo, preguntándome si debía sacarlo del bolsillo para mirarlo y limpiar los últimos restos de lodo de la hoja. Para sostenerlo. Me pregunté si debía esconderlo, aunque no podía pensar en ningún motivo para hacerlo. No sabía qué hacer con el cuchillo, o conmigo, porque no sabía cómo me sentía por haber asesinado a Mary. ¿Debería sentirme eufórico? ¿Aliviado? Nathan dijo que no podíamos sentirnos aliviados por su muerte porque habíamos perdido a Kelly en el proceso, pero esas me parecían cosas completamente independientes. Podíamos sentirnos mal por haber perdido a Kelly y alegres por haber detenido a Mary al mismo tiempo, ¿o no? ¿Tenía que ser una o la otra?

Estaba evitando el asunto. El cuchillo era solo un cuchillo, y su cuerpo era cenizas, y no importaba lo que ocurriera con ninguno de ellos. Lo que importaba era cómo lo había hecho. Una puñalada para asesinarla estaba justificada; estaba «bien», en la forma en que nuestra moral se moldeaba para cubrir el espectro de ataques y defensas. Ella iba a matar a Potash, así que la detuve. Pero no me detuve a mí mismo. La apuñalé una docena de veces o más después de matarla, tal vez dos docenas, y nada justificaba ninguna de ellas. No estaba dándole puñaladas al cuerpo para defenderme, proteger a un amigo ni para vengar a otras víctimas. Ni siquiera lo hacía porque quería hacerlo, aunque eso ya sería bastante malo. Lo estaba apuñalando porque no podía detenerme. Había perdido el control. Con todos los años que pasé pensando, luchando y siguiendo reglas, con todos mis estudios de demonios y Marchitos y sus milenios de inconcebible terror, nada me aterraba más que eso. Había perdido el control.

Boy Dog me esquivó y se desplomó en el suelo, jadeando por el esfuerzo. El cuchillo estaba en mi bolsillo. No me atrevía a acariciarlo, tocarlo, ni siquiera a pensar en él. Levanté los pies y los apoyé sobre la silla pegados a mi cuerpo, fuera de alcance, donde el perro no pudiera apoyarse en ellos, y me quedé sentado en posición fetal mirando mi reflejo en la pantalla del televisor.

No me moví por casi trece horas.

A Potash le diagnosticaron algo llamado neumonía organizada criptogénica, lo que los médicos describieron como que «sus pulmones no funcionan bien, pero no logramos saber por qué demonios no lo hacen». Estoy parafraseando. Lo que Mary le haya transmitido —un virus, bacteria u hongo— se metió en sus pulmones en tanta cantidad que comenzó a consumirlos y, si hubiera llegado al hospital apenas unas horas más tarde, habría muerto. El jefe de neumonología, un hombre llamado doctor Pearl, bromeó con que la enfermedad parecía sobrenatural, pero ninguno de nosotros se rio y él dejó de hacer chistes.

Llevaba el cuchillo conmigo a todas partes, pero nunca lo saqué de su funda.

Con Mary muerta, pusimos toda la atención en Meshara, aunque sin la ayuda de Kelly y Potash no había mucha atención que enfocar. La policía nos dio acceso a sus archivos, lo que en realidad nos dio más trabajo, no menos. También establecieron algunos detalles sobre la vigilancia, pero parecían mucho más interesados en observarnos. No confiaban en nosotros, y sin Kelly para actuar de enlace, la relación era tensa. Trujillo redobló sus esfuerzos con Brooke, intentando todo lo que tenía en mente para poder controlar sus recuerdos y conseguir más detalles sobre Meshara, pero no estaba resultando. Nathan nos dijo que en las pocas noches que Trujillo dormía en su casa en lugar de en la oficina, lo atormentaban las pesadillas.

—Debe ser terrible escuchar todas esas cosas día tras día —me confió Nathan—. Ella tiene la mente más llena de cosas enfermizas y oscuras que puedas imaginar.

—Entonces ¿por qué sientes pena por el hombre que la fuerza a recordarlas? —pregunté.

No tuvo una buena respuesta a eso, pero al menos comenzó a dejarme tranquilo. Su trabajo lo mantenía dentro de la oficina y la biblioteca, en busca de cada pequeño detalle que Brooke aportara sobre el Marchito, así que no lo veía mucho de todas formas. A Diana y a mí se nos asignó el seguimiento de Meshara en su identidad humana de Elijah Sexton, quien resultó ser chofer de un coche fúnebre de una de las funerarias más grandes de la ciudad. Inmediatamente asumí que su «poder», sea cual fuera, requería acceso a personas recientemente fallecidas, pero no podía saber por qué hasta que supiéramos más. Podía investigar mejor solo, pero Ostler insistió en que permaneciéramos juntos, así que Diana nunca me dejaba solo.

Elijah trabajaba por la noche y, al parecer, mantenía ese horario con un sello de adamantio; los registros de la funeraria mostraban que cuando el chico del turno del día no estaba disponible, Elijah llegaba al punto de contratar a un empleado temporal y pagarle de su bolsillo antes de tomar el turno él mismo. Otra pieza del rompecabezas. La conclusión más obvia sería que él no podía exponerse a la luz, pero la primera vez que lo vimos en Whiteflower había sido durante el día, así que no podía ser eso. Nuestra segunda idea fue que él tenía algo vital que hacer durante el día —como seguirnos, por ejemplo—, pero luego de una semana de investigación cuidadosa eso también probó ser falso; él dormía por la mañana en el horario de cualquier trabajador nocturno normal, y por la tarde salía de compras con el auto o limpiaba la nieve de su entrada. Nunca hablaba con nadie, pero tampoco evitaba a la gente tan estrictamente como lo hacía Mary. Las apariencias lo mostraban como un hombre tranquilo que andaba solo; ni siquiera encontramos evidencia de que se comunicara con otro Marchito, lo que hacía la investigación mucho más confusa.

La excepción obvia a su soledad era, por supuesto, el hombre al que visitaba en Whiteflower: Merrill Evans. Por lo visto, Merrill era un paciente con Alzheimer normal, aunque muy joven; tenía alrededor de setenta años, pero había sufrido demencia senil por poco más de veinte años, lo que significa que la enfermedad lo había afectado mucho más tempranamente de lo normal. Elijah lo había estado visitando todo ese tiempo en un promedio de una vez a la semana. Estudiando solo los registros públicos disponibles de los dos no pudimos determinar exactamente cómo era que se conocían —nunca trabajaron juntos ni vivieron en la misma parte de la ciudad—, pero la única forma de saber más era interrogando directamente a la familia Evans y queríamos evitarlo el mayor tiempo posible. En su lugar, nos enfocamos en Meshara, registrando su oficina mientras él estaba en casa y su casa cuando estaba en la oficina. Al no obtener nada de eso simplemente lo observamos y esperamos.

Por seis noches, Diana y yo nos sentamos en el auto a observar la funeraria con las manos metidas en los bolsillos, demasiado cautelosos como para que nos descubrieran por arriesgarnos a encender la calefacción. Esa funeraria no era como en la que yo había vivido durante dieciséis años; era más grande y nueva, llena de oficinas, capillas y salas velatorias, e incluso tenía un garaje atrás. Y, por supuesto, una sala de embalsamamiento que examinamos detenidamente unos días antes con el pretexto de una investigación de homicidio por un cuerpo sin familiares. No era un homicidio real, hasta donde nosotros sabíamos; solo queríamos echar un vistazo a sus instalaciones. Elijah trabajaba en el garaje, manteniéndose completamente al margen del proceso de embalsamamiento, y nuestra investigación no había revelado nada inapropiado en el edificio; ah, pero cómo deseaba regresar allí. No había estado en una verdadera sala de embalsamamiento en demasiado tiempo. Los recuerdos me estremecían el corazón, al igual que los de Marci.

—Mira —dijo Diana observando por la ventana con repentina intensidad. Seguí su mirada hasta la funeraria al otro lado de la calle. Llegó un auto negro y bajaron tres personas; vestían trajes negros y eran casi idénticas a la distancia, pero una de ellas sobresalía por su tamaño, era una cabeza más alta que los demás, y su complexión, acorde a la altura.

—Ya no es horario de trabajo —comenté en vano, ya que eran casi las once de la noche—. Deben ser de la policía, quizás de un laboratorio forense, aunque no parecen.

—Elijah es el único en el edificio —respondió Diana—, tienen que estar aquí para verlo a él.

—Cuatro Marchitos en un solo lugar… —hice un mohín—. Eso es mucho.

—No sabemos si eso es lo que son.

—¿Puedes ver la matrícula?

—Está muy oscuro —dijo tras probar con sus binoculares—, pero puedo ver a los visitantes bastante bien con la luz de la puerta de entrada. Los tres son hombres, bien vestidos, rasurados. No estoy segura de su etnia; más morenos que tú, pero menos que yo. La luz no es buena para decirlo con certeza. Están… forzando la cerradura. Quienesquiera que sean, Elijah no los está esperando.

—Entonces prepárate —dije poniendo la mano en la puerta.

—No te atrevas a hablarles.

—No a ellos —respondí, mirando cómo los tres extraños abrían la puerta y se deslizaban en el interior, desapareciendo en el edificio. En cuanto cerraron la puerta yo abrí la mía y miré a un lado y al otro de la calle por cualquier indicio de movimiento. Diana me chistó para que regresara al auto, pero la ignoré y me apresuré a cruzar la calle. Escuché abrirse la puerta cuando ella salió para seguirme y luego los vi: dos hombres en trajes negros, el uniforme policial, caminando hacia la funeraria. Nuestra escolta extraoficial intentaría usar la cerradura forzada como excusa para intervenir en nuestra investigación, para comprobar si nuestras extrañas declaraciones eran reales; pero si entraban a ese lugar, estarían muertos en minutos. Corrí para interceptarlos y Diana intervino justo a tiempo. Los oficiales fruncieron el ceño al vernos.

—No entren ahí —advertí.

—Ah, miren —comentó el policía más alto—, es el Chico Asesino.

No me llamaban por mi nombre, eso era bueno; Ostler no les había dicho quién era, y al parecer no lo habían descubierto por su cuenta. Alienado o no, yo ya me sentía incómodo trabajando con un equipo; involucrar a todo un departamento de policía me hacía faltar el aire, como si estuviera encerrado en una habitación atestada de gente.

—Muévanse de la calle —agregué, mirando hacia la funeraria. No podía ver a nadie mirándonos, pero eso no significaba que no lo estuvieran haciendo—. Hablemos de esto en algún sitio donde no estemos a la vista.

—Esto es parte de nuestra investigación y les pedimos que se mantengan al margen —Diana sacó su placa del FBI; yo, siendo menor, no tenía una.

—¿Investigación? —repitió el más bajo—. ¿Qué están investigando exactamente? Sabemos que no es el viejo de la bolsa, no importa lo que diga su jefe. Así que, ¿es contrabando? ¿Drogas? ¿Están usando los cuerpos para trasladar droga?

—Muévanse de la calle —repetí, pero nadie me estaba escuchando.

—No estamos autorizados a discutir todos los detalles —dijo Diana—. Agradecemos su ayuda pero…

—¿Cómo se supone que hagamos nuestro trabajo si ni siquiera nos dicen a qué nos enfrentamos? —exigió el policía más bajo. Estaba subiendo el tono de voz, así que miré atrás a la funeraria, esperando que nadie nos hubiera visto o escuchado y preguntándome qué podía hacer para llamar la atención de esos idiotas. Chico Asesino o no, yo era solo un niño; Diana no me tomaba más en serio que los policías. Sentí el cuchillo en mi bolsillo, recorriendo el bulto dentro de la funda de nylon. En un impulso repentino, me di la vuelta y comencé a caminar hacia el otro lado sin decir una palabra, buscando la sombra más oscura que pudiera encontrar.

—Oye —dijo un policía, no sé cuál de ellos, y escuché tres pares de pasos siguiéndome de prisa y quebrando el hielo—. ¿Adónde crees que vas? —pasé tranquilamente sobre un montículo de nieve y me escondí detrás de un muro de ladrillos que separaba el estacionamiento de la funeraria de la pequeña tienda de al lado. Había una franja estrecha de césped de ese lado y caminé con dificultad por alrededor de veinte centímetros de nieve. Cuando estaba metido unos quince centímetros dentro del césped cubierto de nieve, volteé a mirarlos: los tres estaban parados sobre la acera libre de nieve mirándome—. Regresa aquí —ordenó el policía bajo.

—Vengan detrás de la cerca —les dije.

—No me hagas ir a buscarte —agregó el otro policía. Suspiré y di cuatro pasos largos hacia atrás; ellos maldijeron y me siguieron dentro de la nieve, hasta que los cuatro estuvimos detrás de la pared—. Escucha, pequeño pedazo de…

—Gracias por apartarse de la calle —interrumpí—. ¿Están listos para dejar de actuar como niños?

—¿Disculpa? —se molestó el policía bajo—. ¿Tú que tienes, quince?

—Los hombres que vieron entrar en la funeraria son muy peligrosos —les volví a explicar—. No estamos encubriendo nada, no estamos intentando salirnos con la nuestra, ni siquiera intentamos molestarlos, por mucho que eso me gustaría. Estamos persiguiendo monstruos, y ustedes estaban a punto de entrar tras ellos y no quiero que sean asesinados —decirle eso en voz alta a un extraño se sintió terriblemente mal, como si acabara de confesar un secreto íntimo. Esos eran mis monstruos, mis demonios, y hablar sobre ellos así me hacía sentir desnudo y herido. No merecían escuchar sobre ellos. Los demonios eran solo míos.

—¿Cuánto nos va a tomar sacarles la verdadera historia? —dijo el policía más bajo suspirando y mirando la pared antes de volver a mirarme a mí.

—¿Cuánto nos va a tomar hacer que nos crean? —replicó Diana—. Y no digan «ver a un monstruo en acción», porque aquí no hay madera que tocar y les aseguro que eso es lo último que quisieran que vea su ciudad.

—Síganlos —dije yo—. No somos suficientes para vigilar a todos los que necesitamos vigilar, así que dividámonos: nosotros seguimos a Elijah Sexton, ustedes siguen a estos tres.

—¿Estás bromeando? —contestó el policía alto levantando las cejas.

—Los detuve de confrontarlos. Seguirlos es diferente.

—Tú no nos das órdenes —respondió.

—Ustedes quieren saber qué hacemos —dije simplemente—. Si creen que son traficantes de drogas, síganlos y descúbranlo ustedes mismos. Síganlos, estúdienlos, hagan lo que crean que sea inteligente, pero recuerden, seguirlos no es inteligente. No intenten interponerse en su camino, o acabarán muertos. No quiero andar con rodeos sobre esto, ¿sí? Ellos pueden matarlos, y lo harán, y no podemos detenerlos aún.

—¿Aún?

—Necesitamos más información —respondí—. Denme suficiente y podría matar a cualquiera.

Los policías me miraron con obvias sospechas, pero Diana nos detuvo a todos con un susurro.

—Silencio.

Escuché pasos al otro lado de la pared y el sonido de puertas de auto; estaban hablando, una señal que nos aseguraba que no nos habían escuchado. Traté de oír lo que estaban diciendo pero no pude entenderlo. Las puertas del auto se cerraron, se encendió el motor y nosotros nos encorvamos contra la pared mientras el auto pasaba por la calle. Salió en la dirección contraria, así que nunca lo vimos y ellos nunca nos vieron a nosotros.

—Copié la matrícula cuando estacionaron —dijo el oficial bajo poniéndose de pie y sacando un pequeño anotador negro—. Vamos a seguirlos y veremos qué tenemos.

—¿Nos lo harán saber? —preguntó Diana.

—Tal vez —respondió el mismo policía y sonrió de costado—. No quisiéramos interferir con su investigación.

Se fueron a su auto y Diana y yo salimos a la acera, golpeando los pies para quitarnos la nieve.

—Necesitamos a Kelly —dijo ella viéndolos marcharse—. Ella podía hablar con estos tipos; yo siento que ni siquiera hablamos el mismo idioma.

—Al menos te escuchan, ¿de veras parezco de quince?

—No te preocupes por eso —respondió. Los policías se fueron y comenzamos a caminar hacia nuestro auto—. No me toman mucho más en serio que a ti. No escuchan ni una palabra hasta que los insultas.

Llegamos al auto y Diana golpeó los dedos en el techo del coche antes de entrar. Su voz se volvió más baja, más solemne mientras la realidad de la situación se asentaba de a poco en nuestras mentes.

—Cuatro Marchitos.

—No sabemos eso —dije, aunque pensaba que tenía razón—. Tal vez contrató a tres matones humanos.

—Eso es mínimamente menos terrorífico —respondió—. Incluso tres matones humanos nos sobrepasan por dos. No puedo defenderlos a todos al mismo tiempo.

—Entonces esperemos que los policías resulten ser de más ayuda de lo que parecen.

—Pensé que no te agradaba tener que confiar en las personas.

—Lo odio —dije. Pero no me molesta usarlas. Miré la calle por un momento, luego abrí la puerta—. Tengo un perro.

—¿Y eso qué tiene que ver con nada?

Me metí en el auto sin hablar.

—Lastímalo y te mataré yo misma —dijo suspirando. Subió de su lado y encendió el auto con el motor a toda marcha; nos golpeó con aire helado hasta que el motor se calentó de a poco—. Obviamente les diremos a los demás sobre esto, ¿y después qué?

—Hablamos con los Marchitos —respondí, mirando la funeraria. Diana frenó, con un dedo sobre su teléfono celular.

—Tú les dijiste a los policías que involucrarse haría que los maten.

—A ellos, sí. Mañana por la tarde, tengo que conocer a Elijah Sexton.

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