El único amigo del demonio

El único amigo del demonio


Capítulo 11

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Capítulo 11

La parte más difícil de revisar una cuenta de e-mail que sabes que el FBI puede estar controlando es encontrar dónde hacerlo. Cualquier especialista que tuvieran trabajando en la división de delitos cibernéticos sería capaz de rastrear la dirección IP desde la que el correo fue enviado, y descubriría exactamente dónde estuve y cuándo. Usar mi propia notebook estaba totalmente descartado, al igual que todas las computadoras de nuestra oficina o de la estación de policía; aunque nadie me viera usándolas, el hecho de que yo hubiera estado en el edificio al mismo tiempo que los correos fueron enviados sería demasiado sospechoso. Una computadora en un lugar público sería ideal, es por eso que en principio había pensado en una biblioteca o un cibercafé; pero ahora que Potash me seguía más de cerca no tenía forma de acceder a una sin levantar sospechas.

Así que dejé caer mi teléfono por la ventanilla del auto cuando anduvimos por la autopista.

—Maldición.

—¿Eso fue tu teléfono? —preguntó Diana.

—Maldición —repetí. Nunca era una persona muy emocional, así que no me molesté en actuar demasiado preocupado por la pérdida. Giré la cabeza para mirar la carretera detrás de nosotros, pero ya estábamos a cientos de metros de distancia.

—¿Por qué demonios tenías la ventanilla abierta en primer lugar?

—Te lo dije. Potash huele a perro.

—Es tu perro —replicó él.

—Estaba buscando un punto donde la luz del sol no bloqueara la pantalla. Se resbaló de mi mano.

—Ostler no te comprará uno nuevo —dijo Diana.

—Ostler va a desollarte por perderlo —agregó Potash—. Ese teléfono tenía información delicada.

—No hay forma de que haya sobrevivido. Ese camión detrás de nosotros al parecer pasó justo sobre él —por supuesto que había esperado a que tuviéramos un camión detrás antes de dejarlo caer. Me di la vuelta y miré al frente—. ¿Creen que vendan teléfonos celulares en el hospital?

—Probablemente no —respondió Diana—. No buenos, al menos.

—No necesito otro smartphone. Solo algo con lo que pueda llamarlos a ustedes.

—Veremos cuando lleguemos —dijo encogiéndose de hombros.

Estábamos yendo al hospital porque los dos Marchitos en estado de coma se estaban «degradando». El doctor Pearl no fue claro acerca de lo que eso significaba. No era su especialidad, pero, para ser justo, la biología de los Marchitos no era la especialidad de nadie. Trabajábamos con Pearl porque el FBI lo había investigado cuando trató a Potash y él era el único en el que confiábamos en el hospital. Después de toda la extraña basura por la que lo hicimos pasar, imagino que él ya no confiaba en nosotros.

El hospital tenía una tienda de regalos con una pequeña selección de celulares prepagos, lo suficientemente buenos como para soportar el envío de texto por correo electrónico. Compré uno, en efectivo, por supuesto, y comencé a configurarlo mientras subíamos. Pearl nos encontró en el elevador, tenía los ojos enrojecidos y su escaso cabello enmarañado.

—Gracias por venir —dijo señalando el corredor a la izquierda—. ¿Quieren decirme qué está ocurriendo ahora o quieren esperar hasta que los veamos?

—Son vampiros —respondí. Él dudó durante apenas un segundo.

—Eso solo explica a uno de ellos.

—El otro es un hombre lobo. Mantén a las enfermeras lejos de él o se enamorarán perdidamente de…

—Está bromeando —dijo Diana—. Veamos qué está ocurriendo.

Pearl asintió y miró a Potash.

—¿Cómo está tu respiración?

—Aún uso el CPAP por la noche —respondió Potash—. No necesito el tanque de oxígeno durante el día.

—Eso es muy bueno. Esperemos que podamos curar a esos dos tan rápidamente.

Gidri e Ihsan estaban en un ala asegurada en el último piso del hospital, con una guardia policial y un pequeño equipo médico supervisado cuidadosamente. Potash los saludó con la cabeza al pasar y me pregunté si serían los mismos que habían trabajado con él. ¿Cuánto habrían cambiado sus vidas solo por estar de turno la noche en la que asesinamos a Mary Gardner?

Revisé la cuenta ficticia que había creado y encontré más de treinta mensajes. Nada mal para unas cinco horas. La mayoría debían ser de personas que pasaban por las calles, preguntándome acerca de los folletos o maldiciéndome por causar problemas; al menos uno de ellos seguramente era del mismo Pizza Pancho preguntando quién era así podían demandarme por calumnias. Tendría que leerlos todos detenidamente, tratando de encontrar cualquier pista que El Cazador hubiera dejado para poder descubrir cuál había escrito él. Si es que lo había hecho.

—Por aquí —dijo Pearl indicando un contenedor en la pared junto a una puerta cerrada—. Recomendamos que usen barbijos porque sea lo que sea que tienen estos tipos, definitivamente no quieren contagiárselo.

Nos colocamos barbijos de papel —que no parecían ser de mucha utilidad, pero qué más da— y guantes de goma. También había un equipo de limpieza completo junto a la puerta, que incluía una cubeta con agua, un trapeador y un arsenal de botellas de productos químicos de limpieza. Me pregunté qué tan seguido limpiaban ese corredor, solo por paranoia. Pearl revisó nuestros barbijos y luego nos acompañó adentro. Gidri e Ihsan estaban recostados uno junto al otro en camas paralelas, conectados al parecer a cada máquina que el hospital pudo meter en esa habitación. El motivo de la preocupación de Pearl fue evidente al instante, y noté que la palabra «degradarse» era a la vez sorprendentemente correcta y desafortunadamente inadecuada. Ihsan, el hombre corpulento, parecía tener lepra; su piel estaba perforada, agrietada y desprendiéndose, como si no estuviera adherida a su cuerpo en absoluto. Con lo grotesco que era, Gidri lucía incluso más impactante; su rostro, antes apuesto como el de un súpermodelo, estaba arrugado, hinchado y caído, sus extremidades estaban retorcidas, sus huesos doblados como un papel incendiándose. No herido, sino deformado, tan espantosamente que apenas podía imaginar —incluso habiéndolo visto antes— cómo se veía su cuerpo normalmente.

Potash miró las pantallas como si intentara encontrarles sentido a los números, cuadros y alarmas que titilaban, pero Pearl lo apartó de ellas.

—No te molestes —dijo—, nada de eso tiene sentido. Ninguna de las mediciones tiene algo que ver con lo que creemos que podría estar pasando; excepto por las que sí tienen y que nos confunden aún más. Su ritmo cardíaco está mal, pero no como se esperaría por su condición, lo mismo ocurre con su temperatura, con el conteo de glóbulos blancos, la oxigenación; casi todo lo que se te ocurra mencionar. Hemos realizado biopsias de sus tejidos y encontramos toda clase de problemas, solo que no los que esperábamos, y ninguno de los tratamientos tuvieron la respuesta que esperábamos. Incluso tomamos una muestra de tejido óseo de él —señaló a Gidri—, y comenzó a marchitarse bajo el microscopio. Ni siquiera sabía que el hueso podía marchitarse. Me piden que me ocupe de ellos, pero sin tener especialistas que me ayuden a descubrir qué es lo que les ocurre morirán en cuestión de días. Como mucho.

Diana tocó una de las extremidades de Gidri, esperaba que se moviera cuando lo hizo, como si fuera un fideo de hule, pero estaba rígida.

—Tú eres el experto —dijo Potash mirándome.

Claro, el hombre que reconoce mis habilidades es el mismo que piensa que soy un psicópata. Supongo que no está equivocado, pero aun así, duele. Afortunadamente sabía con exactitud lo que estaba mal.

—Están desnutridos.

—Tienen los mejores suplementos intravenosos con los que cuenta el hospital —dijo Pearl.

—Estos dos tienen una alimentación a base de una clase de cosas muy específica. Cosas que usted no tiene y que nosotros realmente no deseamos proporcionarles.

Pearl me miró fijamente.

—Si hay algo que podamos hacer para salvarlos…

—¿Puede darnos un minuto? —dijo Diana.

—Necesito saber lo que sea que no están diciéndome —insistió Pearl.

—Solo denos unos minutos —pidió Potash—. Lo informaremos después de discutirlo.

Pearl se encogió de hombros y salió. Cuando la puerta se cerró, Diana me miró con sus cejas en alto.

—¿Crees que necesitan alimentarse de alguien?

—Lo que sea que necesiten, piel, tal vez, o belleza; Gidri parece el tipo de Marchito que roba juventud y belleza. No pueden obtenerlo mientras están en coma. Los Marchitos se alimentan de comida, hasta donde sé, y mantienen sus cuerpos con los mismos materiales físicos que el resto de nosotros. No quieren morir de hambre más que tú. Pero su forma humana se mantiene por otras cosas, y no pueden obtenerlas en este estado, y ninguna cantidad de comida o vitaminas reemplazará eso.

—¿Y qué hacemos entonces? —preguntó.

—Y qué le decimos a Pearl —agregó Potash. Era una pregunta, pero él no lo estaba preguntando, sonaba como si estuviera corrigiendo a Diana por no haberlo dicho. ¿Siempre había hablado así o yo estaba viendo problemas donde no los había visto antes?

—Tenemos que aprender todo lo posible sobre ellos —dije—. No vivirán, así que ábranlos y descubran todo lo posible sobre su biología. Es probable que nunca volvamos a tener la oportunidad de ver a un Marchito incapacitado.

—En cuanto comencemos con la autopsia, morirán —respondió Potash—. Se convertirán en cenizas antes de que averigüemos algo.

—Es por eso que los mantenemos con vida —agregué—. Manéjenlo como si fuera una cirugía, conéctenlos a todas las formas de soporte de vida que tengamos y trabajen rápido.

—Llamaré a Ostler —dijo Diana sacando su teléfono.

—No tienen los elementos para hacerlo aquí —respondió Potash.

—Tampoco tenemos médicos de confianza —afirmé—. Tendrán que enviarle los cuerpos a Langley y esperar que sobrevivan —tomé mi nuevo teléfono celular y recorrí la lista de correos de Pizza Pancho, buscando un buen candidato.

Ah, qué tal el que dice «Hola, FBI».

—Agente Ostler —dijo Diana—, tenemos una situación en el… No, no lo sabía. Déjeme preguntarlo —bajó su teléfono y nos miró—. ¿Alguno de ustedes escuchó algo de la pizzería?

Así que Ostler sabía sobre los folletos.

—Podría ir por una pizza —dije. Intenté mantener una voz pareja y me forcé a respirar con calma. Si mi rostro se enrojecía descubriría que yo sabía algo.

—¿Qué cosa de la pizzería? —preguntó Potash mirándome.

Mantén la calma.

—Al parecer, se filtró la conexión de las víctimas con la pizzería —explicó Diana—. Alguien distribuyó folletos por todo el vecindario —nos miró, así que me encogí de hombros. Volvió a poner el teléfono en su oído—. No hemos escuchado nada. Probablemente fue uno de los policías; esa estación tiene al grupo de hombres adultos más chismoso que haya conocido —pausa—. No lo estoy tomando a la ligera, estoy diciendo que este era exactamente el motivo por el que no queríamos involucrarlos en primer lugar.

Potash aún estaba mirándome.

—¿No estás de humor para pizza? Podemos ir a otro lugar —dije alzando las cejas.

Él miró hacia otro lado y yo regresé a mi celular. ¿El mensaje era de El Cazador, o de Ostler?

Hola, FBI. Debo admitir que me impresionó su astucia; no todos los días uno se encuentra un mensaje secreto empapelando todo un vecindario. Aunque me decepciona que no haya un cuerpo. Quizás la próxima vez.

Eso era todo; sin identificación, ni información nueva, ni una firma al final. Quien lo hubiera enviado mencionó un cuerpo, una referencia directa a la segunda carta de El Cazador, así que supe que no se trataba de cualquier persona que pasó por la calle; era alguien con conocimiento de primera mano. Pero ¿quién? Aún me preocupaba que fuera Ostler fingiendo ser El Cazador para atraparme; o para atrapar a quien pensara que escribió el folleto. Debía tener alguna sospecha sobre mí, pero no tenía pruebas. Mentiras sobre mentiras, formando tantas capas que apenas podía seguirles el hilo.

El Cazador siempre había dirigido sus cartas a mí, pero esta, no. Eso hacía parecer que no era de él… pero no estaba seguro. Si Ostler estaba tratando de imitar el estilo de El Cazador hubiera utilizado cualquier truco que tuviera a su alcance: la habría dirigido a mí, habría utilizado un lenguaje cuidado y, probablemente, habría mencionado leones o antílopes. Incluso la habría firmado con su nombre. Habría hecho todas las cosas que pensara que yo notaría. Pero si el verdadero Cazador estaba tratando de contactarme —no al FBI, sino a mí personalmente como sospechaba— hubiera reconocido que lo había hecho buscando tener una conversación privada y entonces evitaría mencionar mi nombre para mantener la privacidad. Debía ser él.

Claro que si realmente quisiera probar que era él podría haberme indicado que buscara una palabra clave y luego la marcaría en el pecho de su próxima víctima. No sería difícil probar que era él. Pero, en cambio, me estaba obligando a confiar en él.

No sabía si podía hacerlo.

—Ostler quiere que nos reunamos en la oficina —explicó Diana—. Veremos si se molestarán lo suficiente para venir a recoger estos cuerpos. Tenemos que decirle a Pearl que los mantenga con vida el mayor tiempo posible.

No dijo nada más de los folletos, entonces. Ostler estaba actuando fríamente o los cuerpos eran una mayor preocupación. O ella no había enviado ningún correo electrónico.

¿Qué tan fríamente podía tomárselo, incluso si quisiera? El e-mail no esperaba una respuesta; si Ostler estaba tras un sospechoso, ¿no me hubiera persuadido para que respondiera? Deseaba tanto creer que el correo era reamente de El Cazador.

Diana fue hacia la puerta y la golpeó para que nos dejaran salir. Mientras esperábamos una respuesta, me miró:

—¿Ese teléfono tiene conexión a Internet?

—No muy buena, ¿por qué? —respondí intentando no lucir sospechoso.

—Los folletos sobre la pizzería tienen una dirección de correo al final. Ostler quiere que la investiguemos para ver si podemos descubrir de dónde se filtró la información.

Ella no me pediría que lo investigue yo mismo, pensé. Probablemente no haya sido ella.

—Puedo hacerlo mejor desde mi notebook —respondí—, regresemos a la oficina —Pearl destrabó la puerta y escribí una respuesta al correo en una sola línea:

Penelope Road N.º 286, debajo del tercer árbol. Presioné enviar.

—¿Van a decirme de qué se trata todo esto? —preguntó Pearl.

—Mantenlos con vida —respondió Diana—. El FBI vendrá a transferirlos a un hospital más grande.

—¿Cuándo?

—Tan pronto como puedan llegar —dijo Potash.

—Pero tienen que decirme que está ocurriendo —exigió—. ¿A qué he expuesto a mi personal? ¿Qué precauciones debemos tomar? ¿Cómo puedo mantenerlos con vida si ni siquiera sé lo que…?

Mi teléfono sonó, indicando que el correo fue enviado. Lo dejé caer dentro de la cubeta con el trapeador y los tres adultos voltearon a mirarme, sorprendidos.

—Rayos —dije—. Estoy realmente torpe hoy —miré a Potash—. Debo dormir mejor.

Compré otro celular prepago y pasé el resto de la tarde con el equipo hurgando en la dirección de correo anti Pancho. No logramos descubrir nada, así que acabamos por darle el trabajo al FBI también. A Ostler le molestó enviar dos trabajos sin resolver el mismo día, como si para sus jefes eso fuera una señal de que ella no podía hacer el ridículo trabajo en el que ellos no creían de cualquier manera. Le dije que no se preocupara: una vez que tuvieran los cuerpos y se convirtieran en cenizas justo sobre su mesa de operaciones, el FBI quedaría convencido finalmente. Ostler asintió toscamente pero no pareció ni remotamente aliviada.

Esa noche, mientras Potash se conectó a su CPAP y Boy Dog roncaba con fuerza en el suelo, utilicé mi nuevo celular para revisar la dirección de correo que había enterrado bajo el árbol. Tenía un mensaje:

Al estimado John Wayne Cleaver:

Asumo que eres el único que está leyendo esto. Fue muy astuto de tu parte crear un sistema doble ciego de mensajes, pero el único motivo para hacerlo es ocultar información a ambos lados: al mío y al propio. Haces bien en no confiar en ellos. He lidiado con el FBI por años, probablemente desde su creación. De hecho, puede haber sido creado específicamente para buscarme a mí, pero no me des mucho crédito cuando digo cosas como esta. Cuando eres tan viejo como yo y has desbaratado tantos reinos y religiones, es demasiado fácil reclamar el crédito por una simple agencia gubernamental, merecido o no.

También pienso que haces bien en no confiar en mí, pero solo porque estoy a favor de tomar precauciones. No represento un peligro inminente para ti, aunque no puedo prometer lo mismo para el resto de tus amigos. Pero supongo que «amigos» es la palabra equivocada, ¿no es así? Tus conocidos. Has caído en un mal grupo y, si tu madre viviera, estaría muy decepcionada. Su pequeño retoño juntándose con rufianes. Sé sobre tu madre y, por supuesto, sobre tu tía y tu hermana. Sé dónde viven. He estado en sus casas, aunque ellas no lo supieron; te aconsejo que no se los cuentes de todas formas, ya que solo las perturbarías innecesariamente. Establezcamos esta como mi primera promesa hacia ti: no lastimaré a tu familia. La confianza que exista entre nosotros, basémosla en eso.

Porque te pareces más a mí de lo que quieres admitir, John Wayne Cleaver. Sé sobre los Iluminados que has matado. Sé de la profunda necesidad que te guía para encontrarnos. Eres un cazador, como yo, y sientes en tus huesos los mismos instintos primitivos, más fuertes que cualquier decisión o que la moral. Percibes el olor de la sangre en el aire; lo sigues con una dedicación ciega; derribas las defensas de tu presa y las destruyes sin piedad. No es la muerte lo que te excita, sino el poder. El glorioso conocimiento secreto de que tú fuiste quien lo hizo, que nadie te ayudó ni pudo detenerte. Que dentro de tu esfera de control eres supremo.

Te conozco, John Wayne Cleaver. Solo desearía poder estar ahí cuando finalmente te conozcas a ti mismo.

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