El que abre el camino: 24 historias macabras

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LOS OJOS DE LA MOMIA

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LOS OJOS DE LA MOMIA

(The Eyes of the Mummy)[64]

Egipto siempre me ha fascinado; Egipto es tierra de secretos antiguos y misteriosos. Yo había leído acerca de sus pirámides y de sus reyes; había soñado en vastos imperios, sombríos y muertos ahora como los ojos vacíos de la esfinge. Era acerca de Egipto sobre lo que llevaba escribiendo mucho tiempo, ya que sus fantásticas creencias y cultos lo convertían para mí en el paraíso de todo lo ignoto.

No es que yo creyese en las grotescas leyendas de las épocas antiguas; no concedía el menor crédito a la fe en dioses antropomorfos con las cabezas y los atributos de animales. Sin embargo, más allá de los mitos de Bast, Anubis, Set y Thot, captaba las instancias alegóricas de verdades olvidadas. Las leyendas de los hombres-animales son conocidas en el mundo entero, en la urdimbre racial y cultural de todos los climas. La leyenda del hombre lobo, por ejemplo, es universal, y apenas ha variado desde las tímidas sugerencias que de la misma se hicieron ya en tiempos de Plinio. En consecuencia, y dado mi interés por lo sobrenatural, Egipto me ofrecía una llave para acceder al conocimiento de la antigüedad.

Claro está, no creía en la existencia de tales seres o animales a los que se alude como propios de la época de mayor esplendor de Egipto. Como mucho admitía que acaso las leyendas de aquella época procedían de otras épocas mucho más remotas, cuando la Tierra pudo haber albergado seres monstruosos que eran consecuencia de las mutaciones propias de la evolución.

Entonces, una noche de carnaval en Nueva Orleans, pude comprobar, no sin espanto, la veracidad de mi teoría. En el hogar del excéntrico Henricus Vanning, tomé parte en una extraña ceremonia ante el cadáver de un sacerdote de Sebek, el dios con cabeza de cocodrilo. Weildan, notable arqueólogo, había traído consigo la momia desde Egipto, y la examinamos sin mayor problema, a pesar de las advertencias sobre la maldición de la momia que nos habían hecho. Confieso que no estaba muy en mis cabales entonces, que no estaba precisamente sobrio, y aún hoy no puedo contar con absoluta certeza lo que ocurrió. Pero lo cierto es que todo se produjo como en una pesadilla; la momia lucía una máscara que representaba a un cocodrilo y, cuando salí corriendo despavorido de la casa, Vanning acababa de morir a manos del sacerdote, o quizá hay que decir que bajo los colmillos del sacerdote, pues colmillos tenía aquella máscara, si es que realmente se trataba de una máscara.

No puedo garantizar la veracidad de lo que acabo de referir, o no me atrevo a hacerlo, mejor dicho… Una vez conté la historia, y luego decidí abandonar para siempre la idea de escribir acerca del antiguo Egipto.

He cumplido lo que me propuse. Pero esta noche he sufrido una experiencia horrorosa que me lleva a contar lo que ha de ser conocido.

He aquí el porqué de este relato. Los hechos preliminares son simples, pero parecen señalar que estoy unido a alguna espantosa cadena de experiencias relacionadas entre sí, elaboradas por un monstruoso dios egipcio del Destino. Como si los antiguos estuvieran enojados conmigo por mi curiosidad acerca de ellos, y quisieran castigarla empujándome sin remedio a un horrible final.

Así lo creo, ya que después de mi experiencia de Nueva Orleans, después de mi regreso a casa decidido a abandonar para siempre las investigaciones en torno a la mitología egipcia, me vi atrapado de nuevo.

El profesor Weildan acudió a visitarme. Weildan había pasado de contrabando la momia del sacerdote de Sebek que yo había visto aquella noche en Nueva Orleans. Le había conocido aquella increíble noche en que un dios enojado, o su emisario, decidió bajar a la tierra para cumplir su venganza. El profesor Weildan sabía de mi curiosidad, y me había hablado muy seriamente de los peligros que acechan a quien osa rebuscar en el pasado.

El profesor parecía un gnomo, bajito, barbudo… He de decir que su visita me desagradó, ya que verlo me traía recuerdos inevitables de cosas que me había propuesto olvidar fuese como fuera y a costa de todo. Pero no podía negarme a recibirlo. No obstante mi afán de llevar la conversación a otras cosas, insistió en hablar de nuestro primer encuentro, y me contó que a consecuencia de la muerte de Vanning resultó disuelto el pequeño grupo de ocultistas que aquella noche me había sido dado conocer alrededor de la momia.

Weildan, sin embargo, no renunciaba a sus investigaciones acerca de la leyenda de Sebek. Por eso, según me confesó, había acudido a visitarme; y también porque estaba seguro de que ninguno de sus antiguos asociados querría prestarle ayuda en el proyecto que le ocupaba. Supuso que quizá yo mostrara interés.

Me negué tajantemente a hacer cualquier cosa que tuviera relación con la egiptología. Se lo dije varias veces, con gran rotundidad.

Weildan, sin embargo, se echó a reír. Comprendía perfectamente mi actitud, dijo, pero tenía que permitirle al menos que me explicara su proyecto, que nada tenía que ver con la brujería ni con la magia. Se trataba, sin más, de una buena ocasión para ajustar cuentas con los Poderes de las Tinieblas, si es que yo era tan ingenuo, me dijo, como para llamarlos así.

Me lo contó todo. En resumen, quería que lo acompañara a Egipto en una expedición particular. No tenía que preocuparme por los gastos; sólo necesitaba a un hombre joven como ayudante, y no podía confiar en ningún arqueólogo profesional, pues eso podría acarrearle numerosos problemas.

Sus estudios de los últimos años se habían referido exclusivamente a las leyendas del culto al cocodrilo, por lo que llevaba dedicados grandes esfuerzos a descubrir las tumbas secretas de los sacerdotes de Sebek. Ahora, mediante confidencias dignas de crédito, sabía cuál era el emplazamiento exacto de una tumba en la cual reposaba la momia de un devoto de Sebek.

No podía desperdiciar palabras ofreciéndome más detalles, me dijo; lo más importante de todo aquello radicaba en el hecho de que se podía acceder a la momia sin mayor dificultad, y sacarla así de su tumba. No era preciso proceder a una excavación, y en aquel caso no se daba el peligro de caer bajo maldiciones o venganzas. Por eso podíamos ir solos, en el mayor de los secretos, obteniendo un gran provecho de nuestro viaje. Pretendía apoderarse de la momia sin necesidad de intervención oficial de ninguna clase y, además, su fuente de información, que podía garantizar con su reputación personal la veracidad de lo referido confidencialmente, le había revelado que la momia estaba enterrada con un montón de joyas sagradas. Lo que me ofrecía, pues, era una oportunidad única, además de segura y secreta, para hacerme rico.

Tengo que admitir que la propuesta no me desagradó, al contrario. A pesar de mi siniestra experiencia anterior, estaba dispuesto a correr un riesgo a cambio de una recompensa como la que me ofrecía. Me había hecho, por lo demás, el firme propósito de eludir toda relación con el misticismo, motivo por el que el asunto, además, resultaba el propio de una aventura excitante.

Weildan supo trabajar hábilmente con mis sentimientos, ahora me doy cuenta… Hablamos durante varias horas, y volvió a verme al día siguiente, y seguimos hablando hasta que obtuvo mi consentimiento.

Embarcamos en el mes de marzo, y llegamos a El Cairo tres semanas más tarde, después de una breve escala en Londres. La excitación del viaje nubla los recuerdos de mis contactos personales con el profesor, aunque sé que se mostró muy obsequioso y apacible en todo momento, insistiendo en que nuestra pequeña expedición era completamente inofensiva. Disipó por completo mis escrúpulos y mis temores acerca de la inmoralidad y la osadía que suponía darse al saqueo de una tumba, y se ocupó de todo lo concerniente a nuestros visados, alegando cualquier cosa que al cabo nos permitió recibir el necesario permiso para viajar al interior del país.

Desde El Cairo fuimos en tren hasta Jartún. Allí era donde el profesor Weildan proyectaba reunirse con su informante, que no era otro sino un guía nativo, un simple espía al servicio del arqueólogo.

La revelación no me afectó tanto como podía haberlo hecho en cualquier otro lugar menos impresionante. El desierto era lo más adecuado para la intriga y la conspiración y, por primera vez, quizá, comprendí la psicología del vagabundo y del aventurero.

Fue muy excitante vagar por las retorcidas callejas del barrio árabe la noche en que visitamos la choza del espía. Weildan y yo entramos en un patio oscuro y silencioso, y fuimos llevados desde allí a una lóbrega habitación por un beduino alto que tenía la nariz como el pico de un halcón. El espía recibió calurosamente al profesor, que le puso en la mano unos cuantos billetes. Luego, el árabe y mi compañero se retiraron a una habitación interior. Oí el leve susurro de su conversación, la excitada voz de Weildan, en tono interrogante, mezclándose con el gutural inglés que hablaba el árabe. Quedé a la espera en la oscuridad y me percaté de que las voces de ambos subían de tono, como si discutiesen. Daba la impresión de que Weildan intentaba tranquilizar al otro, que sin embargo tenía en la voz un timbre de angustia y de advertencia.

Entonces oí pasos. Se abrió la puerta de aquella habitación interior en la que habían entrado poco antes los dos, y el árabe se detuvo ante mí. Vi que al mirarme tenía una expresión de súplica en su rostro, y de sus labios brotó un torrente de palabras incomprensibles, como si en sus denodados esfuerzos para advertirme hubiera recurrido inconscientemente a su idioma. Pues era evidente que me prevenía contra algo, de eso no había duda.

La cosa duró unos segundos; luego, la mano de Weildan cayó sobre su hombro, obligándole a girar en redondo. La puerta volvió a cerrarse, y se oyó de nuevo la voz del árabe, subiendo de tono, hasta convertirse en un grito. Weildan gruñó algo ininteligible; a continuación se oyó el ruido inequívoco de una pelea, a lo que siguió una sorda detonación. Luego se hizo el silencio.

Pasaron unos cuantos minutos antes de que la puerta se abriera de nuevo y pudiese ver a Weildan secándose el sudor de la frente. Sus ojos evitaron mi mirada.

—Este pájaro ha querido montarme una bronca por la recompensa —dijo sin levantar los ojos del suelo—, pero ya tengo la información que precisaba… Quería más dinero… Y ha salido a pedírselo a usted. Me he visto obligado a disparar un tiro para asustarle, estos indígenas son muy excitables…

Nada dije mientras salíamos de allí, ni hice comentario alguno ante la actitud apresurada y nerviosa de Weildan, mientras regresábamos a nuestro hotel por las oscuras callejas.

Tampoco fue que no me diese cuenta de que mi compañero se limpió las manos con su pañuelo, que guardó de nuevo en el bolsillo, furtivamente.

Podía ser que le resultara embarazoso tratar de explicarme el porqué de aquellas manchas rojas…

Debí albergar al menos una sospecha, debí de abandonar el proyecto en ese preciso instante. Cuando a la mañana siguiente Weildan me propuso un paseo a caballo por el desierto, yo estaba muy lejos de saber que nuestro punto de destino sería la tumba.

Los preparativos fueron de lo más normales. Dos caballos, con algunas vituallas en las alforjas; una pequeña tienda «para protegernos del calor del mediodía», me dijo Weildan… Y emprendimos solos la marcha, como si nos dispusiéramos a pasar un inocente día de campo. Weildan no liquidó la cuenta del hotel ni dijo una palabra a nadie, sin duda para que yo no me alarmara.

Una vez hubimos dejado la ciudad atrás, pronto cabalgamos por la llanura arenosa que se extendía bajo un cielo intensamente azul. Montamos por espacio de una hora. Weildan parecía preocupado; no cesaba de escrutar el monótono horizonte, como si buscase algo; pero ni por un instante sospeché cuáles eran sus verdaderas intenciones.

Antes de que pudiera verlas, estuvimos a punto de chocar contra las piedras, que eran un gran montón de rocas blancas que parecían brotar de una leve duna como por arte de encantamiento. Por su forma parecían indicar que no eran más que un fragmento infinitesimal de las piedras que ocultaba la arena, si bien ni por su tamaño ni por su forma llamaban la atención. Surgían de entre la arena de la duna, semejantes a una docena de otros montones de rocas que ya habíamos visto antes.

Weildan sólo dijo que sería mejor que desmontásemos, plantáramos la pequeña tienda y comiéramos algo. Clavamos las estacas en el suelo arenoso, arrastramos unas cuantas piedras planas al interior de la tienda para que nos sirvieran de mesa y de asientos, y nos dispusimos a almorzar.

Entonces, mientras comíamos, Weildan hizo estallar la bomba. Las rocas situadas delante de nuestra tienda, dijo, ocultaban la entrada a la tumba. La arena, el viento y el polvo del desierto habían hecho su tarea a la perfección, ocultando el santuario a los ojos de los intrusos. Su cómplice indígena, guiado por suposiciones y rumores, había descubierto el lugar de un modo que no había querido explicarle.

Pero allí estaba la tumba. Por ciertos manuscritos y papiros sabía Weildan que no la custodiaban. No había más que retirar las piedras que bloqueaban la entrada y comenzar a bajar. Weildan, para tranquilizarme, volvió a decir que no había nada que temer, que no había ningún peligro.

La verdad es que comenzaba a sentirme un poco harto de que me tomase por un imbécil, así que procedí a interrogarlo estrechamente. ¿Por qué razón habían enterrado en un lugar tan apartado a todo un sacerdote de Sebek?

Según Weildan, fue quizá porque aquel sacerdote y quienes le eran fieles huían a buen seguro hacia el sur en el momento en que le sorprendió la muerte. Podía ser que hubiera sido expulsado de su templo por un nuevo faraón, pues en aquella época, además, los sacerdotes eran también magos y brujos, y a menudo se veían perseguidos o expulsados de las ciudades por los enfurecidos ciudadanos. Era lógico, en consecuencia, que si murió mientras huía, lo enterraran allí.

Según Weildan, tal era el motivo de que escaseara ese tipo de momias. Por lo general, el corrompido culto de Sebek enterraba a sus sacerdotes bajo las bóvedas secretas de sus propios templos de las ciudades. Pero aquellos santuarios habían sido destruidos ya hacía muchísimo tiempo y, en consecuencia, y sólo en circunstancias especiales como aquélla, un sacerdote expulsado recibía sepultura secretamente en un lugar donde su momia tenía muchas posibilidades de no ser descubierta.

—¿Y qué hay de las joyas? —pregunté.

Me dijo que los sacerdotes de Sebek eran inmensamente ricos. Un brujo fugitivo como aquél se llevaría consigo sus joyas al otro mundo. Por eso los enterraban con todas sus riquezas. Aquello venía a ser una prerrogativa de ciertos sacerdotes renegados, como la de su momificación con los órganos vitales intactos, para dar así cumplimiento a una superstición sobre la resurrección y la vuelta al mundo de los hombres. Por eso, igualmente, sus momias resultaban difíciles de descubrir. Era más que probable que la cámara mortuoria no fuese otra cosa que un agujero del tamaño del sarcófago que contenía la momia; una cámara mortuoria, pues, excavada en la pared de piedra. Podíamos entrar con toda tranquilidad, decía mi compañero de aventura. En el séquito de aquellos sacerdotes había siempre varios expertos en embalsamar cadáveres, pues hacer un buen trabajo con el cuerpo, sin extraerle sus órganos vitales, exigía mucha habilidad y era labor trabajosa, y los principios religiosos de los sacerdotes de Sebek hacían indispensable aquella operación final. Por lo tanto, no teníamos por qué preocuparnos, según repetía Weildan. Nos encontraríamos con una momia en muy buenas condiciones.

Weildan se mostró muy parlanchín todo el tiempo. Demasiado parlanchín. Me habló mil veces de la facilidad con que pasaríamos, oculto a los ojos de todo el mundo, el sarcófago con la momia, envuelto en la tela de nuestra tienda de campaña, y de cómo se las arreglaría para sacar del país la momia con todas sus joyas, con la ayuda, eso sí, de una firma indígena dedicada a la exportación.

Dijo bah, bah, a cada una de las objeciones que pretendí oponerle aun a sabiendas de que era, al margen de su carácter personal, un reputado arqueólogo. Por eso no tuve más remedio que admitir su autoridad.

Sólo había un punto que me preocupaba en cierto modo, y no era otro que su accidental referencia a alguna superstición que aludía a la resurrección de los muertos. El entierro de una momia con todos sus órganos intactos parecía una extravagancia y, además, sabiendo lo que me había sido dado conocer acerca de las actividades de los sacerdotes en relación con los ritos de nigromancia y brujería, quería evitar la más leve de las posibilidades de atraer la desgracia sobre mi cabeza.

Weildan acabó por convencerme, no obstante, y después de almorzar salimos de la tienda. Las rocas que ocultaban la entrada de la tumba no nos ofrecieron gran dificultad al removerlas, pues habían sido dispuestas con lógica y habilidad, de modo que parecían formar un cuerpo único con las rocas del terreno, gracias a lo cual descubrimos las intersecciones. Tuvimos que apartar, sin mayor dificultad, como digo, cuatro grandes piedras que formaban un bloque y que tapaban una negra abertura que descendía hasta las entrañas de la tierra.

¡Habíamos descubierto la tumba!

Pero fue contemplar aquella negra abertura y se me vino de golpe a la cabeza todo lo que sabía sobre el corrompido culto de Sebek, con su mezcla de mito, fábula y espantosa realidad.

Pensé entonces en los rituales que se celebraban clandestinamente en los sótanos de unos templos que ya no eran más que polvo del desierto; y medité también acerca de la siniestra adoración que hacían ante grandes ídolos de oro, los cuales tenían cuerpo de hombre y cabeza de cocodrilo. Y no pude eludir igualmente el recuerdo de las historias sobre adoraciones paralelas, con una relación entre sí equivalente a la del satanismo respecto al cristianismo, ni recordar también que esos sacerdotes invocaban a dioses con cabeza de animal, que más parecían demonios que deidades benéficas. Sebek era un dios dual, y sus sacerdotes le habían dado a beber sangre. En algunos templos había criptas, y en aquellas criptas se encontraban ídolos del dios en la forma de un cocodrilo de oro. El animal tenía unas mandíbulas provistas de grandes colmillos, y en sus fauces arrojaban a las vírgenes, después de lo cual cerraban aquellas mandíbulas hasta que resultaban trituradas por los colmillos de marfil, de modo que la sangre se deslizase por la garganta de oro y el dios quedara así satisfecho y apaciguado. No era extraño que esos sacerdotes hubieran sido expulsados de sus templos y perseguidos por la gente, ni que fueran destruidos aquellos santuarios del pecado.

Uno de esos sacerdotes había huido hasta aquí, y aquí, donde nos hallábamos, había encontrado la muerte. Yacía ahora en su tumba, bajo mis pies, y protegido por la cólera hierática de su antigua divinidad. Algo que, desde luego, no me resultaba nada tranquilizador.

Tampoco resultaban tranquilizadoras las emanaciones que ahora surgían de la abertura en la roca. No era el vaho de la descomposición, sino el casi palpable olor de una antigüedad incalculable lo que nos hería en la garganta.

Weildan se tapó la nariz y la boca con un pañuelo, y yo hice lo mismo.

Después encendió su linterna y penetró en la tumba, y sonriendo tranquilamente se fue perdiendo en la oscuridad a medida que descendía por el suelo de piedra que conducía al pasadizo interior.

Lo seguí, dejando que abriera el camino, pues me pareció que si había alguna trampa, si estaba dispuesto allí algún artificio malévolo para castigar a los intrusos, sería justo que se cebara en Weildan y no en mí. Por otra parte, así podría mirar hacia atrás y ver en todo momento el tranquilizador espacio de cielo azul recortado por la abertura rocosa.

Pero no por mucho tiempo. El pasadizo hacía una pronunciada curvatura a medida que descendía. No tardamos en vernos envueltos por espesas sombras alrededor de la débil luz proyectada por la linterna.

Weildan había acertado plenamente con su tesis; el lugar no era más que una larga caverna rocosa que conducía a una cámara interior excavada con premura. Allí encontramos las losas que cubrían el féretro. Vi la expresión de triunfo en el rostro de Weildan cuando se volvió hacia mí gesticulando con gran excitación para que me acercase.

Había sido muy fácil, demasiado fácil quizá, pero sólo ahora me doy cuenta. En aquel momento no sospechamos nada. Incluso a mí se me iban los temores y mis recelos iniciales. Después de todo, el asunto resultaba de lo más tonto; lo único que seguía perturbándome era la oscuridad, pero en una galería excavada en la roca no era posible esperar otra cosa.

Al cabo perdí por completo el miedo. Weildan y yo apartamos las losas y contemplamos el lujoso sarcófago que había bajo ellas. Lo extrajimos con cuidado para ponerlo de pie contra la pared. El profesor se inclinó con la intención de examinar la abertura en la roca donde había estado el sarcófago. No había nada.

—¡Qué extraño! —dijo—. ¡No hay ni una sola joya! Quizá las guardaran en el sarcófago, junto al cuerpo.

Pusimos la pesada caja de madera en el suelo. El profesor empezó a trabajar. Operaba lenta, cuidadosamente, rompiendo los lacres y el encerado exterior. El dibujo que adornaba el féretro era muy complicado; estaba hecho con láminas de oro y de plata. Había allí, igualmente, numerosas inscripciones y jeroglíficos que el arqueólogo no se entretuvo en descifrar, sin embargo.

—Eso puede esperar —dijo—, primero veamos qué hay en el sarcófago.

Transcurrió algún tiempo antes de que consiguiera levantar la primera tapa. Weildan seguía procediendo meticulosamente. La luz de la linterna comenzaba a agostarse, se le estaba acabando la pila.

La segunda tapa era una réplica de la primera, aunque más pequeña, pero el rostro que aparecía dibujado en ella resultaba más detallado. Parecía un intento de reproducir concienzudamente los rasgos del sacerdote momificado.

—Seguro que la hicieron en el templo —me dijo Weildan— para llevársela después en la huida.

Nos inclinamos sobre la tapa, examinando aquel rostro a la mortecina luz de la linterna. Bruscamente, y casi al mismo tiempo, hicimos un descubrimiento sorprendente. ¡Aquel rostro no tenía ojos!

—Quizá estuviese ciego —comenté.

Weildan asintió en silencio mientras contemplaba aquel rostro más de cerca.

—No —dijo al fin—, no era un sacerdote ciego, si esta representación es exacta. Es que le arrancaron los ojos.

Examiné las cuencas, que estaban vacías, confirmando aquella espantosa verdad que acababa de descubrir mi compañero. Weildan señaló entusiasmado una hilera de figuras jeroglíficas que adornaban los lados del féretro. Mostraban al sacerdote en los estertores de la muerte. Dos esclavos armados con unas pinzas aparecían inclinados sobre él.

Otra escena mostraba a los esclavos arrancando los ojos del moribundo y, en una tercera, los esclavos insertaban unos objetos brillantes en las cuencas ahora vacías. El resto de la serie eran escenas de las ceremonias fúnebres, con una espantosa figura con cabeza de cocodrilo en último término. El dios Sebek.

—Extraordinario —fue el comentario de Weildan—, ¿Comprende el significado de esos dibujos? Fueron hechos antes de la muerte del sacerdote. Demuestran que había decidido, antes de morir, que le arrancaran los ojos y que en su lugar le pusieran esos objetos brillantes. ¿Por qué se sometió voluntariamente a semejante tortura? ¿Qué son esas cosas brillantes?

—Quizá la respuesta esté en el interior del sarcófago —dije.

Weildan continuó su trabajo en silencio. Retiró la segunda tapa.

La linterna se estaba apagando. En una oscuridad casi absoluta, el profesor se dispuso a levantar la tercera tapa, lo que finalmente hizo.

El sarcófago quedó abierto.

Bajo la mortecina claridad de la linterna vimos la momia.

Del sarcófago salió una vaharada pestífera a especias y a gases que traspasó los pañuelos con que nos cubríamos la nariz y la boca. El poder de conservación de aquellas emanaciones gaseosas era evidentemente enorme, ya que la momia no estaba vendada ni amortajada. Contemplamos un cadáver desnudo y renegrido, en un sorprendente buen estado de conservación, y de inmediato pusimos toda nuestra atención en sus ojos o, mejor dicho, en el lugar donde los había tenido.

Dos grandes discos amarillos lanzaban sus destellos hacia nosotros a través de la semioscuridad. No eran diamantes, ni zafiros, ni ópalos, ni cualquier otra piedra conocida; su enorme tamaño descartaba toda posibilidad de incluirlas en una categoría corriente. No estaban cortadas ni talladas y, sin embargo, cegaban con su brillo, que era un destello hiriente, que se clavaba en nuestras retinas como el puro fuego.

Estábamos ante las joyas que habíamos ido a buscar, y valía la pena haberlo hecho, no cabía duda. Ya me disponía a arrancarlas, pero la voz de Weildan me detuvo.

—No lo haga —me advirtió—; ya se las extraeremos después, hay que tener cuidado para no dañar a la momia.

Oí su voz como si me llegase de muy lejos. No fui consciente de que me hubiera reincorporado, pues en realidad permanecí inclinado sobre aquellas centelleantes piedras, mirándolas fijamente.

Parecían estar creciendo hasta convertirse en dos lunas amarillas y mirarlas me fascinaba, todos mis sentidos parecían concentrados en su belleza. Las joyas, a su vez, concentraban su fuego sobre mí, bañando mi cerebro con un calor que me aturdía y me debilitaba insensiblemente. Me ardía la cabeza.

No podía apartar la mirada, aunque tampoco deseaba hacerlo. Aquellas gemas eran fascinantes.

Me llegó entonces, muy débilmente, la voz de Weildan. Creí sentir que incluso me daba unas palmadas en los hombros.

—¡No mire! —su voz sonaba absurdamente nerviosa—. No son unas piedras preciosas naturales. Son un presente de los dioses, por eso el sacerdote quiso que le quitaran los ojos para ponérselas y morir con ellas. Son unas joyas hipnóticas… Esa teoría de la resurrección…

Apenas me di cuenta de que rechazaba bruscamente al profesor; aquellas piedras dominaban mis sentidos, obligándome a rendirme. ¿Hipnóticas? Desde luego que lo eran; podía sentir el cálido fuego amarillo inundando mi sangre, latiendo en mis sienes, deslizándose hasta mi cerebro. La linterna se había apagado definitivamente, lo sabía, y sin embargo la cámara estaba bañada por la radiante claridad amarilla que despedían tan deslumbrantes ojos. ¿Una claridad amarilla? No, ahora era roja; una brillante luminosidad escarlata, en la cual leí un mensaje.

¡Aquellas piedras pensaban! Poseían una mente; mejor dicho, tenían una férrea voluntad que anulaba mis sentidos. Una voluntad que me llevaba al olvido de mi cuerpo y de mi cerebro, en un esfuerzo por perderme en el éxtasis rojo de su ardiente belleza. Deseaba ahogarme en aquel fuego que me conducía sin remedio al exterior de mí mismo, a tal punto que experimenté la sensación de precipitarme contra las piedras, de penetrarlas como si accediese a otro cuerpo.

Y luego me sentí libre. Libre, y ciego en medio de la oscuridad. Sobresaltado, me di cuenta de repente de que me había desmayado. O por lo menos me había caído, ya que me hallaba tendido de espaldas en el suelo de piedra de la caverna. ¿En aquel suelo de piedra? No, nada de eso… Era un suelo de madera.

Todo me resultaba muy extraño. Podía notar la madera al tacto. La momia reposaba sobre madera. No podía ver. La momia estaba ciega.

Noté el contacto de mi piel seca, escamosa, lacerada como la de un leproso.

Mi boca se abrió. Una voz —una voz que era la mía pero que no era la mía— gritó:

—¡Dios mío! ¡Estoy en el cuerpo de la momia!

Oí una exclamación y el ruido de un cuerpo chocando contra el suelo. Era Weildan.

Pero ¿qué era aquel otro sonido crujiente? ¿Quién poseía mi forma?

Aquel maldito sacerdote, soportando la tortura para que sus cuencas pudieran contener las piedras hipnóticas, presentes de los dioses como prenda de resurrección eterna; aquel maldito sacerdote enterrado en una tumba de fácil acceso… Las piedras me habían hipnotizado, habíamos cambiado nuestras formas, y ahora él andaba.

El supremo éxtasis de horror fue lo único que me salvó. Me incorporé a ciegas sobre unos miembros marchitos, y unos brazos en descomposición subieron hasta mi frente, buscando lo que yo sabía que tenía que haber allí. Mis dedos muertos arrancaron las piedras de mis ojos.

Luego me desmayé.

El despertar fue espantoso, ya que ignoraba lo que iba a encontrar. Temía adquirir conciencia de mí mismo, de mi cuerpo… Pero de nuevo sentí que tenía el alma en carne cálida, y que mis ojos podían ver a través de aquella oscuridad amarillenta. La momia estaba tendida en su féretro, y resultaba espantoso contemplar las vacías cuencas de sus ojos. Sus miembros, cambiados de posición, eran la terrorífica confirmación de lo que había sucedido.

Weildan estaba en el mismo lugar en que había caído, con el rostro amoratado por la muerte. La impresión que sufrió le resultó insoportable.

Junto a su cuerpo estaban las fuentes de aquella luz amarillenta, pues no brotaba sino del fulgor diabólico de las piedras gemelas.

Arrancarme aquellos monstruosos instrumentos de transferencia fue lo que en realidad me salvó. Sin la voluntad de la momia, era evidente que no conservaban su poder. Me estremecí al pensar en semejante transferencia al aire libre, donde el cuerpo de la momia se hubiera descompuesto rápidamente, sin ser capaz de arrancar las piedras. Entonces, el alma del sacerdote de Sebek, metida en mi cuerpo, hubiera regresado a la tierra, verificándose así la resurrección. Era una idea aterradora.

Recogí apresuradamente las gemas y las guardé en mi pañuelo. Luego salí de allí, dejando a Weildan y a la momia tal como estaban, y salí a la superficie con la ayuda de la luz proporcionada por unos fósforos.

Fue muy grato contemplar el cielo nocturno de Egipto, pues ya había oscurecido.

Cuando vi aquella limpia oscuridad, la pesadilla de mi reciente experiencia en la diabólica negrura de la tumba me sacudió de nuevo, y eché a correr como un loco por la arena hasta alcanzar la pequeña tienda.

En las alforjas había whisky; bebí un trago más que generoso y di gracias al cielo por la lámpara de petróleo que acababa de encontrar. Luego colgué un espejo y permanecí más de tres minutos contemplándome a mí mismo, asegurándome de mi propia identidad. Después saqué la máquina de escribir portátil y la coloqué sobre la mesa de piedra.

Sólo entonces me di cuenta de mi propósito subyacente de manifestar la verdad de todo aquello por escrito. Durante algún tiempo luché conmigo mismo, pero esa noche no podía pensar en dormir, ni en regresar a la ciudad a través del desierto. Al final, recobré la serenidad.

Escribí el presente relato.

Ya he contado la historia. Mañana saldré de Egipto para siempre, mañana dejaré atrás la tumba para siempre, después de cubrir la entrada, de modo que nadie pueda penetrar nunca en esa cámara subterránea del horror.

Mientras escribo, me siento agradecido a la luz que borra el recuerdo de la silenciosa oscuridad y del sonido sombrío. Agradecido, también, a la tranquilizadora imagen del espejo que desvanece la idea de aquellos terribles instantes en que las gemas que el sacerdote de Sebek tenía por ojos me contemplaron fijamente y yo cambié. ¡Conseguí arrancarlas a tiempo, gracias a Dios!

Tengo una teoría acerca de aquellas gemas. Eran una trampa. Resultaba espantoso creer en la capacidad de hipnosis de un cerebro muerto tres mil años atrás. Pero no cabe otra explicación. Cuando al sacerdote le arrancaban los ojos, para colocar en su lugar las piedras preciosas, su mente estaba concentrada en una sola idea, la de vivir, la de usurpar una nueva carne. Aquella idea, transmitida a las gemas, la archivaron éstas a través de los siglos, hasta que los ojos de un descubridor se posaran en su hipnótico brillo. Entonces, el sacerdote muerto asumió la forma del hombre subyugado por aquel brillo, y su conciencia se introdujo en el sueño de la momia. Y aquel hombre fui yo.

Las gemas están en mi poder, tengo que examinarlas. Puede que las autoridades arqueológicas de El Cairo sepan clasificarlas; sea como fuere, son muy valiosas. Pero Weildan está muerto; y no debo hablar de la tumba. ¿Cómo podría explicar todo esto? Las dos gemas son tan extrañas que forzosamente van a despertar la natural curiosidad sobre su hallazgo. Hay algo extraordinario en ellas, aunque la suposición del pobre Weildan, en el sentido de que eran un presente del dios Sebek, me parece por completo absurda. Aunque lo cierto es que el cambio de color que se produce en ellas no resulta normal, como tampoco lo es el brillo hipnótico que poseen.

¡Acabo de efectuar un descubrimiento sorprendente! He sacado las gemas de mi pañuelo y las he mirado. ¡Aún parecen tener vida!

Su brillo no ha menguado en absoluto, su luminosidad es tan intensa aquí como lo era en la oscuridad de la tumba, como lo era en las cuencas vacías de la momia. Son amarillas y, al mirarlas, percibo aquella misma presencia de una vida interior.

¿Amarillas? No, ahora enrojecen, se tornan escarlata. No debo mirarlas porque me recuerdan todo aquello. Pero son hipnóticas, tienen que serlo.

Su rojo es ahora muy vivo, posee un fulgor de llamarada, furioso. Al contemplarlas, me siento bañado por un fuego que no quema y que acaricia. Ya no me importa nada, es una sensación muy agradable. No tengo por qué apartar la mirada de ellas.

No tengo por qué apartar la mirada de ellas… a menos que… ¿Conservarán las gemas su poder incluso sin hallarse en las cuencas de los ojos de la momia?

Vuelvo a sentirlo. Seguro que lo conservan. No quiero volver al cuerpo de la momia. Ya no podría arrancar las piedras y volver a adquirir la forma que me es propia, pues al arrancarlas aprisioné la idea en las gemas. Tengo que apartar la mirada. Puedo escribir, puedo pensar, pero esos ojos siguen ante mí, crecen y crecen hasta convertirse en lunas amarillas.

Sí, tengo que apartar la mirada.

¡No puedo hacerlo! Cada vez son más rojas, mucho más rojas. He de luchar contra ellas, contra su poderoso influjo; he de evitar que me dominen. Me arde la cabeza. No tengo sensaciones. He de luchar, tengo que resistirme.

Ahora puedo apartar al fin la mirada. He vencido a las gemas. Me encuentro perfectamente.

Puedo apartar la mirada. Pero no puedo ver. ¡Estoy ciego! Ciego. Las gemas ya no están en las cuencas. La momia está ciega.

¿Qué me ha pasado? Estoy sentado en la oscuridad, escribo a máquina, a ciegas. ¡Estoy tan ciego como la momia! Tengo la sensación de que ha sucedido algo, es una sensación muy rara. Mi cuerpo parece más ligero.

Ahora lo sé.

Estoy en el cuerpo de la momia. Lo sé bien. Las gemas, la idea que conservaban, y ahora algo está saliendo de aquella tumba abierta.

Camina para dirigirse al mundo de los hombres. Lleva consigo mi cuerpo. Buscará presas y sangre para ofrecerlas en acción de gracias por su resurrección.

Y yo estoy ciego. ¡Ciego y descomponiéndome en pedazos!

El aire… El aire es la causa de mi desintegración. Los órganos vitales de la momia están intactos, dijo Weildan, pero yo no puedo respirar. No puedo ver. Tengo que escribir, dar la voz de alarma. Quien vea esto sabrá la verdad, tendrá que dar la voz de alarma.

Mi cuerpo se desintegra por momentos. Ya no puedo levantarme. ¡Maldita magia egipcia! ¡Malditas sean las gemas amarillas! Alguien tiene que matar al ser infame que salió de la tumba.

Mis dedos… apenas puedo golpear ya las teclas. Se niegan a hacerlo. Se están desmenuzando. Despacio. Tengo que avisar. No puedo hacer retroceder el carro de la máquina.

Tampoco puedo pulsar la tecla de las mayúsculas. Los dedos se me van desintegrando, se despedazan por culpa del aire. Los dedos… Tengo que alertar contra la magia de Sebek los dedos apenas puedo escribir con los nudillos.

Maldito sea sebek sebek sebek sebek sebe seb seb seb se s s sssss s s s…

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