El que abre el camino: 24 historias macabras

El que abre el camino: 24 historias macabras


VIAJE SIN RETORNO A MARTE

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VIAJE SIN RETORNO A MARTE

(One Way to Mars)[65]

Joe Gibson estaba superior, más lanzado que el demonio, y no sabía ni dónde se encontraba ni le preocupaba, más allá de que se hallaba en la barra del bar, y reía mientras alguien cantaba con una voz muy triste que le llegaba como de muy lejos, y se dijo que seguramente se había tomado otra más, y entonces…

Allí había todo un personaje con un abrigo marrón.

Era un tipo raro, algo tocado, que tenía vacíos los bolsillos, cuyo forro mostraba, y vuelta la cabeza, alta sin embargo, y que llevaba puesto el sombrero, bastante ladeado, como un figurante en una película de gángsters.

El tipo raro y que parecía tocado del ala, el del sombrero, le hablaba; pero Gibson tardó unos minutos en darse cuenta de que se dirigía a él.

—Me parece que tienes problemas, amigo —le dijo el tipo algo tocado—, necesitas unas vacaciones, te vendrá bien salir por ahí.

—Claro, claro —dijo Gibson tratando de alcanzar su vaso, como si se le hubiera perdido entre la niebla.

—Te he estado observando, amigo —le dijo el tipo algo tocado—, y me he dicho que seguramente tienes problemas… Me he dicho que eres un hombre que necesita salir de todo esto… Pareces un perdedor, amigo.

—Claro —volvió a decir Gibson—, claro que soy un perdedor. Un alma perdida, un alma en pena… ¿Te tomas un trago o te vas por ahí, al infierno, por ejemplo?

El tipo bajito del sombrero, el que parecía algo tocado del ala, no prestó atención a sus palabras. Siguió hablando con la voz inalterable. Parecía un viejo tío holandés.

—Trabajo en la agencia de viajes As, muchacho… ¿No te gustaría sacar un billete a cualquier parte?

—¿Para ir adónde? —preguntó Gibson como si lo maldijera.

El tipo algo tocado del ala, el del abrigo marrón, se encogió de hombros.

—¿Qué te parece un billete para Marte? —dijo.

Gibson pareció hundido por unos momentos. Luego se rehízo, con sorna.

—O sea que Marte, ¿no? ¿Y cuánto me costará el viaje?

—Bah, no lo sé… Pero no te saldrá caro… Dejémoslo en dos dólares con ochenta y ocho centavos.

—¿Dos dólares con ochenta y ocho centavos por un viaje a Marte? Parece un buen precio —Gibson hizo una pausa—. ¿Y es un viaje con escalas o directo?

El tipo algo tocado del ala tosió como si se excusara.

—No, es un viaje directo… Verás… es que aún no hemos arreglado lo del viaje de regreso.

—Pues apuesto a que no venderás muchos billetes —dijo Gibson.

—No creas, tenemos clientes —dijo aquel personaje con el abrigo marrón—. ¿De veras que no te interesa?

—No he querido decir eso —Gibson encontró al fin su vaso, lo alzó entre la neblina y bebió de un trago el whisky que le quedaba.

—Quizá te interese más en otro momento, ¿no? —lo presionó el tipo algo tocado del ala.

—Escucha, enano… —le soltó Gibson de repente.

—Te tengo en mi lista desde hace tiempo, amigo —lo interrumpió el tipo algo tocado del ala, como si no se percatase de que Gibson cerraba fuertemente su mano alrededor del vaso—. Sé bien que tarde o temprano haremos negocios, serás mi cliente.

—¿Y cómo estás tan seguro? —preguntó Gibson ahora sin darle mayor importancia.

Pero echó la mano hacia atrás, con el puño cerrado, para lanzarla luego en un intento de golpear a aquel enano con un abrigo marrón. Luego pivotó sobre sí mismo, como si calibrase la distancia a la que estaba su oponente, y como si esperase a que el suelo estuviera firme, sólido.

Entonces lanzó un puñetazo, que se perdió en el aire, muy lejos, como si lo hubiese dirigido a las estrellas e incluso más allá, donde la oscuridad era completa. Joe Gibson se vio inmerso en esa oscuridad, como a través de un túnel sin luces, cayendo hacia abajo, a lo más profundo.

—Menudo pedo te agarraste anoche —le dijo Maxie mientras agitaba la taza antes de ofrecérsela a Gibson—. Te emborrachaste de verdad, vaya que sí…

—Cierra el pico —le dijo Gibson.

—Te diste de morros contra el suelo del bar, quedaste fuera de combate —añadió Maxie acercándole la taza a los labios para ayudarlo a trasegar su contenido.

—Olvídalo —dijo Gibson apenas pudo hablar, tras el primer trago.

Maxie se encogió de hombros.

—Vale, amigo —dijo—. Lo olvidaré, ya veo que sigues en todo lo alto. Pero recuerda que cobras quinientos a la semana por tocar aquí… ¿Y qué haces tú? Si quieres, sal y échate un rato sobre las vías del tren, a ver qué tal, tú verás… A lo mejor ofreces un buen espectáculo a la gente, después de todo… Me pides que lo olvide, muy bien… Estoy dispuesto a olvidarlo todo. Estoy dispuesto incluso a olvidarme de ti.

Gibson se incorporó en la cama. Se mostró con una rapidez de movimientos extraña en un tipo con resaca.

—No, Maxie —dijo—, no me refería a eso, te lo prometo… Perdóname. Te aseguro que no hubiera intentado sacudir a ese tío si no me llega a dar tanto la tabarra con la mierda esa del viaje a Marte… Yo estaba tan tranquilo, pensando en mis cosas, y ese maldito enano venga a darme la lata, venga a soltar tonterías por la boca.

Maxie se quedó mirándole.

—Sé lo que pasó, Joe, lo vi —dijo—. Te aseguro que estabas solo en la barra; el tipo más próximo lo tenías a mucha distancia, no había nadie cerca de ti… Hablabas contigo mismo, y empezaste a girar, a hacer movimientos extraños, hasta que te caíste con la cuenta de protección encima. Le sacudiste un puñetazo al aire.

—Pero… ese tipo pequeñajo y ridículo con un abrigo marrón, te aseguro que… —comenzó a decir Gibson.

—No vi a nadie con esa pinta —lo interrumpió Maxie despacio, como si masticara las palabras—. Todo lo que vi fue a un sujeto muy tocado que se llama Joe Gibson, haciendo tonterías y pegándose un buen leñazo contra el suelo.

Gibson lo miró extrañado.

—¿Así fue, de veras?

—Así fue, de veras —respondió Maxie.

—Pues sí que me agarré una buena curda —dijo Gibson encogiéndose de hombros.

Maxie se sentó en la cama.

—¿Recuerdas los buenos tiempos, Joe? —comenzó a decir—. Eras un tipo llegado de Kansas City con una mano delante y otra detrás, un tirado… Te conocí en el Rialto, ¿lo recuerdas? Tocabas con aquella orquestina de mierda; te hablé, vi que tenías talento y te apunté en mi lista, te di trabajo… Quería que desarrollaras ese talento.

—¿Dónde está tu violín? —dijo Gibson con guasa—. Tendrías que acompañar lo que dices con una música muy dulce.

—No trato de dorarte la píldora —replicó Maxie—. Sólo intento hablar contigo.

—¿Y qué quieres decirme? —Joe Gibson comenzó a levantarse, no sin antes sacudirse de encima la mano que Maxie le había puesto en un hombro—. Sí, me acuerdo muy bien de todo aquello. Me sacaste del basurero e hiciste de mí un hombre de provecho. Vale. Conseguiste que fuera un buen músico, aunque no tanto como Goodman, Shaw, Miller, todos ésos… ¡Claro que me ayudaste, por todos los cielos y por todos los infiernos que sí! ¡Claro que conseguiste que un cualquiera como yo hiciera que sonase buena música por ese jodido tubo! Reconozco que sabes distinguir lo que es bueno de lo que es malo, reconozco que sabes reconocer un talento apenas lo ves… Gracias a ti he conseguido ser alguien… Pero también te has llevado un buen diez por ciento de todo eso, ¿o no? Al fin y al cabo, el músico soy yo… Tú eres el que corta el bacalao[66].

Maxie permanecía en silencio. Mostraba una sonrisa triste.

—No es eso, Joe —dijo tras una pausa—. No busco sacar tajada. Eres un buen tipo y trabajas duro. Pero ya está bien —se levantó—. Ya está bien de tonterías, ya está bien de numeritos de borracho… Era tu primera actuación en Scranton y te agarraste un pedo de muerte, todo el mundo lo vio. Dejaste de mala manera a los músicos que te acompañaban para ponerte a beber como una bestia… Y no es la primera vez, Joe. También me hiciste lo mismo en aquella sesión de Chicago, cuando encima no apareciste luego a grabar con la Decca, lo que hubiera supuesto tu primera incursión en la música clásica… Claro que con todo eso te has labrado una buena reputación de chico malo, y te gusta, ¿verdad? Sí, aquí tenemos a Joe Gibson, uno de los mejores trompetistas, claro que sí. Y además un chico malo, muy malo, malísimo… Pero no podéis con él, claro que no, porque es el favorito de las rubias y del bourbon.

Joe Gibson tomó asiento en una butaca. Hundió la cabeza y comenzó a sollozar.

—¡Vaya! —se lamentó Maxie—. La verdad es que no sé qué te pasa, Joe. No sé qué te asusta, de qué huyes… Quizá debieras tomarte un descanso. Prefiero eso a que te limites a prometerme que serás un buen chico y nada más… Bien, veré qué se puede hacer… Anda, procura descansar. Te llamaré mañana.

Maxie se fue.

Joe Gibson volvió a meterse en la cama. Se tapó bien y se dispuso a dormir un rato más.

Pero sonó el teléfono.

Joe Gibson alargó la mano hacia la mesita para descolgar el aparato.

—Hola —dijo una voz que le resultó familiar, aunque no pudo identificarla—. Precisamente ahora recordaba la divertida conversación que mantuvimos anoche… ¿Has decidido algo sobre ese viaje a Marte?

Joe Gibson colgó violentamente el teléfono. Metió la cabeza bajo las sábanas y estuvo temblando y llorando largo rato.

Todo salió bien la noche en que volvió a tocar.

Tenía que resultar así, por fuerza. La semana había sido infernal. Maxie trabajó como un perro para que no le rescindieran el contrato, y Joe Gibson, en justa correspondencia, no probó una gota de alcohol en toda la semana.

Sí, todo había salido muy bien. Joe se mostraba concentrado y tranquilo. Allí lo tenía, sentado en el escenario con la trompeta en el regazo, esperando el momento de su intervención, atento a lo que hacían los otros músicos.

Pero había algo que no terminaba de tranquilizarlo. Sus ojos. Joe Gibson le rehuía la mirada. Incluso bizqueaba. Quizá estaba avergonzado por el mal trago que le había hecho pasar, toda la semana luchando para que pudiera tocar de nuevo. Además, daba la impresión de que Joe buscaba a alguien entre el público. Era como si buscase una cara a través de una ventana, o de las ventanillas de un autobús que pasara ante él.

Parecía claro que Joe Gibson buscaba a alguien. Buscaba a un tipo medio tocado del ala, bajito, ridículo; un tipo con un abrigo marrón. Y a la vez que lo buscaba tenía miedo de encontrarlo. Y a la vez que tenía miedo de encontrarlo, sentía mucho más miedo por no dar con él.

De vez en cuando bajaba la vista y la dejaba descansar sobre el suelo de la pista de baile. Luego alzaba de nuevo los ojos y se ponía a buscar otra vez entre la gente.

A Maxie le pareció que aquella mirada huidiza de Joe Gibson era a la vez hiriente y herida. Sin embargo, por su actitud sabía que todo iba bien, que tocaría espléndidamente, que no habría el menor problema… Ahora le tocaba hacer un solo.

Casi rezó Maxie cuando lo vio llevarse la trompeta a los labios, pero no hubo problema. Tocó intensamente, como si quisiera quitarse de encima toda la rabia y toda la pena. Aunque no dejaba de mirar a la gente, casi bizqueando más que de soslayo, mientras lo hacía.

Observó, no obstante, que a Joe le temblaban las manos al sujetar la trompeta, y que le caían gotas de sudor que bañaban el metal del instrumento.

Joe echó otro vistazo a las mesas más próximas al escenario. Ni rastro del tipo del abrigo marrón.

Poco después, otro solo.

Joe Gibson levantó su trompeta.

Todo saldría bien de nuevo. Seguro.

Varias parejas bailaban ya en la pista. Joe Gibson se dijo que pasaba por completo del enano con el abrigo marrón, que no lo buscaría más. Tenía los ojos cerrados, estaba fuera del mundo; tocaba como nunca, como si quisiera llegar a las estrellas con su boogie.

Era una música sólida, caliente. Algo que le salía de lo más profundo. Sostenía cada nota hasta lo imposible, como si no quisiera dejarlas ir. Quería hacer un solo tras otro, incesantemente, sin abrir los ojos, aferrado con violencia a su trompeta, con la mente ajena a todo lo que no fuese la música. Fuera del mundo.

Sí, todo salió muy bien, a las mil maravillas. No hizo Joe una sola interpretación en la que no se entregara por completo, hasta el agotamiento.

Cuando tomó asiento entre los músicos, comprobó Joe Gibson que tenía la camisa empapada en sudor, que el sudor le calaba también la chaqueta del esmoquin. Se la quitó entonces, echándosela sobre el brazo izquierdo. Estaba contento, casi extenuado. Podía mirar tranquilamente al público. Los demás músicos aprovechaban el descanso para fumar mientras las parejas que bailaban en la pista se tomaban un respiro.

Joe Gibson se levantó de la silla. Vio que Maxie lo esperaba junto al escenario. Metió la trompeta en el estuche y se dirigió raudo hacia los peldaños del escenario para bajar a reunirse con él.

Al hacerlo miró hacia abajo, hacia el piso vacío… o no tan vacío. Vio en la pista una figura solitaria, bajita, metida en un abrigo marrón, que bailaba a solas. No había acabado de bajar los peldaños Joe Gibson cuando aquella figura se acercó rauda y pudo verle la cara bajo el sombrerito ridículo que llevaba. Y al momento le oyó hablar con aquella voz que tanto asco le daba.

—He disfrutado mucho con tu música, muchacho —le dijo—. Creo que ya estás preparado para viajar a Marte.

Joe Gibson lo siguió con la mirada mientras el tipejo se paseaba ahora entre las mesas sin que nadie pareciera darse cuenta de su presencia.

Lo que sí vio todo el mundo fue que Joe Gibson daba un salto y salía de la sala gritando aterrado y profiriendo insultos para perderse por las calles.

Joe pareció recuperado, al menos mientras Maxie estuvo con él en aquella habitación, pero al poco lo dejó solo con un tipo que parecía graznar.

Aquel sujeto que graznaba blandamente era un joven que parecía conocer bien su oficio. Según Maxie, se trataba del mejor psiquiatra de la ciudad, y Maxie sabía bastante de esas cosas.

Pero Maxie acababa de largarse y Joe estaba tirado en el diván con una tenue luz que le daba directamente en los ojos. El tipo que graznaba suavemente le pidió que se relajara, que se lo tomase con calma, que dejara de pensar y se limitase a decir lo primero que le viniera a la mente.

Le recordaba a Joe a uno de esos gángsters de las películas que someten a un tipo a un tercer grado. Pero aquello era mucho mejor, desde luego; al menos estaba cómodamente tumbado, y no de rodillas ante un tipo que le soltaba bofetadas sin cuento. Además el que graznaba suavemente no le había tapado los ojos con una banda. Le había sugerido, eso sí, que dejara caer tranquilamente sus brazos, a los lados del cuerpo, y que cerrase los ojos para concentrarse mejor. Quizá fuese una manera de comprobar sus reflejos, quién sabe, pero Joe se dijo que él no tenía problemas con eso. En realidad sólo tenía problemas con el hombrecillo del abrigo marrón, al que temía de veras. Aquel enano al que no había podido cazar con su puño; aquel tipejo tocado del ala al que no vio en la calle aquella noche en que le rescindieron definitivamente el contrato en la sala.

Joe comenzó a hablar de todo eso al hombre que graznaba suavemente, escogiendo las palabras con mucho cuidado. Al fin y al cabo quería convencer al psiquiatra de que todo estaba bien, de que no tenía ningún problema real.

No era, por supuesto, como si oyese voces, o cualquier estupidez semejante, esas cosas de locos… No tenía el menor problema, salvo que veía al chalado del abrigo marrón.

Pero el psiquiatra de la voz como un graznido suave no dejaba de hacerle preguntas, obligándole a su vez a decir tonterías. Lo trataba como si fuese un niño, y además un niño tonto. Por eso le preguntaba idioteces relacionadas con su niñez. ¡Majadero!

Tuvo que decirle, por ejemplo, que se escondía en la carbonera de la casa cuando su padre golpeaba a su madre. Y que a veces se quedaba dormido allí, y que entonces soñaba que no estaba en una carbonera, porque en realidad no estaba en ninguna parte. En aquellos sueños no había ni carbonera ni escaleras. No había un exterior que localizar, no había gente. En aquellos sueños sólo estaba él, Joe Gibson. Y la oscuridad.

Joe se vio compelido a contar un montón de tonterías parecidas al que graznaba suavemente. Podía recordarlas una tras otra; soltaba más y más estupideces, allí tumbado, a medida que hablaba, porque el otro no paraba de hacerle preguntas. Le contó también cuándo tuvo su primera trompeta, y que tocaba a solas, casi escondido, todo el tiempo, mucho tiempo, hasta que pudo reunirse con un grupo por primera vez.

Habló también de cómo obtuvo su primer trabajo como músico, y de cómo lo abandonó sin esperar a cobrar lo que le debían, porque no le gustaba lo que le pidieron que hiciera. Y habló también de su amor infinito por la música, sobre todo por esa música en la que puedes improvisar, en la que puedes salirte de las notas escritas en el pentagrama; esa música en la que puedes tocar y tocar sin más, yéndote de ti mismo, al margen de tus pensamientos y de tus ideas. Esa música que te embriaga como un licor.

Habló y habló Joe hasta darse cuenta de que ya no tenía más que contar, y de que llegaba al presente, al momento de su primer encuentro con el tipo del abrigo marrón. No quería hablar más de eso, pero lo hizo, aunque en cierto modo por encima y rápido. No quería dedicar ni un solo pensamiento más a aquel tipo, pero el del suave graznido insistía en preguntarle sobre eso en voz baja, y tuvo que decirle al fin que sí, que lo vio por primera vez en la barra del bar, y que no era raro, sino un tipo común, tan vulgar y esmirriado que daba risa, y que lo más destacable era que la piel de su cara parecía papel higiénico.

Aquello le pareció gracioso… Joe no recordaba que hubiese reparado antes en la piel de aquel tipo, hasta que el de la voz como un graznido suave le obligó a recordarlo.

Pero en el fondo le había sentado bien sacarse del pecho todo aquello. Así que siguió hablando; contó entonces al psiquiatra lo que le había dicho aquel tipo de la agencia de viajes As, que le ofreció viajar a Marte por sólo dos dólares y ochenta y ocho centavos, un viaje de ida, nada más, un viaje sin vuelta, y lo de los clientes que le había dicho semejante sujeto que ya tenía su agencia de viajes, y en fin, que le habló de todo, sin dejarse nada.

Así que se refirió también a la llamada telefónica recibida y a lo que vio en la pista de baile. Insistió, al hacerlo, en que no había bebido ni un trago, eso quería hacérselo saber especialmente al de la voz como un graznido suave; insistió en que vio al tipo medio tocado del ala que llevaba un abrigo marrón, allí, en la pista de baile. Y que eso fue lo que le sacó de quicio.

El psiquiatra que graznaba sonreía; le dijo a Joe que ya estaba bien por aquel día, y llamó a Maxie para que entrara. Luego hablaron un rato en una habitación contigua, sin que Joe pillase ni una palabra de lo que decían.

El de la voz como un graznido suave volvió después para consultar la guía telefónica. Buscó donde aparecían las agencias de viaje y no vio ninguna que se anunciara como As.

A Joe le encantó que el psiquiatra le preguntase entonces qué sabía del planeta Marte. Dijo más o menos lo que el otro esperaba, y el psiquiatra volvió a hacerle una pregunta: qué significado tenía para él el número 288. Eso desconcertó a Joe, lo dejó mudo.

El de la voz como un graznido suave volvió a sonreír y le dijo que regresara a su consulta dos días después, cuando ya tuviera hecho un reconocimiento médico.

Maxie dijo a Joe que volviera solo al hotel, que él iría luego, después de satisfacer la tarifa del psiquiatra.

Así que Joe se dispuso a ir al hotel dando un paseo.

Había otro paciente en la sala de espera. Joe lo vio cuando la atravesó para dirigirse a la puerta. Aquel paciente que esperaba leía un ejemplar de National Geographic, pero al ver al que ya se iba dejó la revista sobre la mesita. Era el tipo medio tocado del ala y enano que llevaba un abrigo marrón.

—Ya tengo tu billete para Marte —le dijo—. Podrás partir hoy mismo si quieres.

Joe no respondió. Simplemente se quedó allí, contemplando aquella piel como papel higiénico que tenía el tipejo en la cara, alrededor de sus labios, alrededor de los ojos oscurecidos por el ala del sombrero. Joe reparó luego en el abrigo marrón del enano, lleno de lamparones, desastrado, con algún agujero en las solapas.

Tomó aliento profundamente y al hacerlo olió lo que despedía aquel abrigo: porquería.

Así que Joe supo al fin que realmente lo que veía y oía era cierto; la fetidez que salía de aquel tipejo no podía ser cosa de su imaginación. El sujeto se metió la mano en un bolsillo y supo Joe que a continuación le extendería su billete para aquel viaje sin retorno a Marte.

Pero Joe no estaba desprevenido entonces. Saltó sobre el enano del abrigo marrón. Todo comenzó a hacérsele rojo y negro, una vez y otra, ahora rojo y ahora negro… Alguien gritaba. Al poco supo que era él mismo quien gritaba, pero no fue consciente de nada más porque perdió el sentido.

Cuando despertó Joe Gibson yacía en una cama y se sentía bien. Muy bien.

Al principio no supo por qué se veía allí, pero no tardó mucho en hacer memoria. Recordó que había machacado al enano del abrigo marrón, a aquel tipo odioso que estaba medio tocado del ala. Se preguntó entonces si lo habría matado. No, no; si lo hubiera hecho estaría en la cárcel, no en la cama del hotel.

Sí, realmente se sentía bien, muy bien. Tenía que celebrarlo.

Entró Maxie. No parecía sentirse muy bien, sin embargo.

Joe comenzó a decirle que se encontraba fenomenal, pero Maxie empezó a decir algo sobre lo que había pasado en la sala de espera del psiquiatra que hablaba como si graznase suavemente.

Joe no le prestó atención y se limitó a decir que había probado sobradamente que no estaba loco; luego admitió haberle sacudido un puñetazo al enano del abrigo marrón.

—Creo que voy a vestirme… Sí, me apetece salir a dar una vuelta por ahí —dijo.

Sabía que a Maxie no le hacía gracia aquello, se lo vio en la cara, pero se encontraba tan bien que le daba lo mismo.

Maxie, sin embargo, no intentó detenerlo, ni le dijo nada, para su sorpresa. Se limitó a decir «de acuerdo», y tomó asiento en la cama, para encenderse un cigarrillo mientras Joe se vestía. Tenía clavados los ojos en la alfombra mientras Joe silbaba.

—Joe —dijo al fin.

—Dime…

—No vas a ir a dar una vuelta.

—¿Y quién me lo va a impedir?

—Será mejor que te tranquilices.

—Por supuesto. Estoy de lo más tranquilo. No te preocupes, volveré pronto.

—No me refiero a eso, Joe… Vas a descansar mucho, vas a estar mucho tiempo metido en la cama. En un manicomio.

—¿Qué diablos…?

—Estuve hablando con el doctor… Vendrán a buscarte en media hora. Pero no te preocupes, creo que debes reponerte, y entonces, otra vez…

Así que era eso… Así estaban las cosas. Joe comenzó a darse cuenta de la situación.

Joe se dirigió a la mesa del cuarto.

—¿Qué buscas? —le preguntó Maxie.

—Mis cigarrillos, tranquilo… No pasa nada, me doy cuenta de todo.

—Piensa que es por tu bien —le dijo Maxie, que había vuelto a clavar la mirada en la alfombra.

—Claro que sí —dijo Joe abriendo el cajón de la mesa.

—No te cabrees conmigo…

—No, claro que no. Nada de cabrearme contigo —dijo Joe.

Volvió desde la mesa. Con la pistola que había sacado del cajón, disparó contra Maxie. Dos tiros en el estómago. Luego pidió un taxi. Si conseguía llegar pronto a Jersey, no serían capaces de echarle mano.

Fue a la estación y sacó un billete para el autobús de las cinco y cuarto, que no tardaría en partir.

Caminó por el andén riéndose al recordar que había matado, sí, lo había matado, al enano del abrigo marrón. No había motivo para preocuparse; quizá, sólo, por la cantidad de gente que había en el andén. Pero en breve tomaría el autobús y podría pensar en sus próximos movimientos a seguir. Subió. Vio el cuarto de servicio al final del coche y entró. Estaba muy oscuro, no funcionaba la luz. Pero pudo ver lo que ocurría en el andén, a través del cristal de la ventana.

Tardó en darse cuenta de lo que veía. Menos de un minuto, sin embargo. Un espacio negro, vacío, en el que brillaban las estrellas.

Alguien abrió entonces la puerta de servicio. Era el conductor del autobús. Pero aquel conductor de autobús llevaba un abrigo marrón y un sombrerito la mar de ridículo. Alargó la mano para pedir a Joe su billete, y picarlo.

Miró Joe el billete, a la leve luz de las estrellas, que entraba por la ventana, y leyó allí su nombre, el precio y el lugar de destino… Supo Joe Gibson que no había nada que hacer, salvo seguir allí, salvo esperar, salvo seguir alejándose del mundo.

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