El que abre el camino: 24 historias macabras

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LAS CUATRO ESQUINAS DE LA CAMA DE LA VIDA

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LAS CUATRO ESQUINAS DE LA CAMA DE LA VIDA

(The Bedspots of Life)[67]

Odiaba lo que estaba haciendo, pero no podía remediarlo. Nadie hubiera podido hacerlo, porque todo el mundo lo necesita de manera acuciante. Buen sexo, incluso sexo a lo grande, para una necesidad acuciante.

Bien, ninguno lo encontraría, como de costumbre. Ya se lo temían, pero aun así acudieron allí; cruzaron la calle en silencio, más como si fuesen a un funeral que a una sesión de buen sexo. Quizá lo hicieran así porque es normal lamentarse por la pérdida del amor.

Algunos nunca lo habían conocido: los más jóvenes, los tontos, los temerosos, los poco atractivos, las víctimas de su propia y baja estima. Pero eran precisamente éstos los que más lo necesitaban, los que más compelidos al sexo se sentían; mucho más, seguramente, que los otros. Cuando tienes hambre el cuerpo no te pide manjares deliciosos; simplemente, quiere comer, incluso comida basura. Los apetitos jóvenes valoran más la cantidad que la calidad. Y allí tenían cantidad. ¿Sexo a lo grande, también para él? A esas alturas de su vida cualquier sexo era bueno, incluso a lo grande. Pues bien, allí lo tenían disponible, todos lo tenían a su disposición.

Cuando eres viejo el problema es, precisamente, el de la disponibilidad. Los viejos verdes también tienen hambre. El hecho de que hayas perdido los dientes no significa que hayas perdido el apetito. Y si no puedes agenciarte un plato de gourmet, bueno, siempre tendrás a mano algún aperitivo. La calle es una buena tienda.

Caminó fijándose en las caras de las que se cimbreaban sobre altos tacones. Por allí había más hombres a lo mismo, conductores en sus coches muchos de ellos, que habían llegado hasta esa calle conducidos por un impulso incontrolable.

Para divertirse un poco, se fijó en los que conducían aquellos coches, y en los coches mismos. Había un Audi, cosa rara de ver en la ciudad. Y algún Bugatti llamativo con el que merodeaba despacio algún joven. Y una camioneta Ford en la que estaba un hombre atribulado, uno con el hogar roto, un esposo ni muy mayor ni joven ya, al que su mujer había escogido el vehículo para que cupiesen varios niños. Dudó mucho si dirigirse hasta allí, aprovechando la escapada de su matrimonio infeliz, de aquella hogareña atadura.

Ataduras… Y esa caravana con sus cortinillas en las ventanillas… ¿no era ideal para guardar en su interior cuerdas, esposas, cadenas, todo eso que tanto adoran quienes se entregan a los ayuntamientos sadomasoquistas? Uno nunca puede estar seguro, puede pasar cualquier cosa. Y un camión Chevy puede conducirlo hasta un tipo al que le guste ponerse un panty de mujer bajo sus pantalones vaqueros. Y el dueño de ese Mercedes bien podía ser un alto ejecutivo, o un abusador de menores, o alguien a quien le guste el intercambio de parejas. ¿Acaso conducir un Porsche no te garantiza la potencia? ¿Y tú por qué estás aquí, Alfa-Romeo?

Se encogió de hombros, dejando a un lado aquellos pensamientos. Había llegado el momento de dejar de buscar en la calzada para concentrarse en la acera.

Allí, en la acera, esperaban las mujeres, estaban las mujeres: las putas más sórdidas, las meretrices algo más apetecibles, las putillas bonitas…

Aquellas mujeres eran como los coches, en cierto modo… Grandes o pequeñas, gordas o con buen tipo, carnosas pintarrajeadas, viejas sin reparación posible… La verdad es que casi ninguna parecía lozana, pero cuando estás buscando un coche de segunda mano no te puedes fijar mucho en los detalles, lo normal es que te caiga uno que tenga mil años… Y, en un caso así, en realidad lo que buscas es un coche de alquiler. El diseño y la carrocería no te importan demasiado, con tal de que sea más o menos confortable y ruede sin problemas.

No hay que pensar en los colores, por supuesto. Vio a una un tanto amarilla, seguramente japonesa, un coche de importación, pero había tanto donde escoger… Blancas, negras, mulatas… Los precios no resultaban escandalosos, eran realmente una bagatela, así que se dejaría guiar por el instante, por lo primero que le entrase bien por los ojos. Al fin y al cabo, bien podría aprovechar para darse un capricho.

¿Y de qué chica se encapricharía aquella noche?

¿Qué tal esa rubia despampanante, con una minifalda que enseñaba algo más que sus muslos? Observó cómo miraba aquella mujer los coches que se detenían junto a la acera; cómo miraba los coches y después a quienes los conducían. No, una chica como aquélla no era su tipo. Al menos, no aquella noche, Josephine.

Nadie le hubiera podido oír decir eso durante años. Esta noche no, Josephine[68]. Mejor una rubia gorda y algo ajada. Ideal para él, un poco vieja. Se le notaban los rollos de carne bien prietos bajo el vestido. Se le notaban cada vez más a medida que se iba acercando.

Esquivó la mirada de aquella mujer, sin embargo, para fijarse en una muchacha de pelo negro que estaba junto a un portal, mitad al descubierto y mitad oculta por la sombra, casi como un retrato de Rembrandt. Pero allí se acababa todo parecido. Cuando dio unos pasos por la acera, comprobó qué era lo que le había ocultado la sombra: un cuerpo de mujer, una cara de niña, unos ojos de puta.

La miró bien al pasar a su lado, volvió a encogerse de hombros y siguió caminando despacio, recordando que a su edad lo cierto era que poco le importaba la edad de la mujer, o si tenía un buen cuerpo. Todo eso carecía ya de importancia. Todas parecían cortadas por el mismo patrón. ¿Qué era lo que hacía que las diferenciase, que escogiera a una u otra?

Se hizo la pregunta casi en la esquina, junto al semáforo.

La luz estaba en ámbar. También los hombros y los brazos de aquella mujer, de pie junto al semáforo, eran ambarinos.

La luz se puso roja. El pelo de la mujer también se tornó rojo.

La luz se puso verde. Bajo sus largas pestañas le brillaron a aquella mujer unos ojos verdes que lo miraban.

Todo muy colorista. Todo muy intercambiable. Una ilusión, todo ello. No obstante, la ilusión añadía un elemento de diversión que hacía las cosas mucho más fáciles. No le gustaba lo que hacía, pero tampoco podía evitarlo. Y al fin y al cabo no se trataba más que de una puta.

Había llegado la hora de moverse un poco. Caminar despacio, como quien no quiere la cosa. Hablar tranquilamente, también como quien no quiere la cosa. Y poner una gran sonrisa, ahí estaba la clave.

—Buenas noches.

Se lo dijo de tal manera que ella lo tomó por el mejor cliente posible. A ella tampoco le gustaba lo que hacía, pero hasta las chicas tienen que comer… Y, al margen de todo, el tipo no era otra cosa que un John más, uno de tantos.

No tenía mala pinta, eso era cierto. Así que se decidió a aceptarlo. Alto, moreno, bien parecido; cortés, como solía decirse de los galanes de las viejas películas. De las películas normales, en definitiva, no de esas que ponen en los moteles… ¡Dios! ¿Cuántas películas porno había tenido que tragarse en los moteles a los que había ido con tantos tíos? ¿Por qué gustaba tanto a los John ver películas porno con ella al lado? Ni que decir tiene que la mayor parte de ellos solían tener problemas con sus mujeres o con sus novias, eso estaba más que claro… Pero bueno, tampoco iba a lamentarse por ello; si esos tipos no hubiesen tenido problemas con sus mujeres o con sus novias, ¿de qué comería ella, cómo hacer negocio? Y precisamente ahora necesitaba hacer algunos negocios, algunos cuantos tratos. Las cosas le iban realmente mal en los últimos tiempos. Pero no había que pensar en esos últimos tiempos, sino en el ahora, en el presente. No había que recordar el ayer sino pensar en el mañana.

Pensaba en todo eso mientras hablaba con aquel John, rápida y agradablemente, incluso, eso era cierto; el tipo resultaba muy educadito. Ella sabía cómo hablar a los John, cómo darles la réplica conveniente y graciosa.

Eso era, además, muy necesario; había que tener las cosas claras antes de cerrar el trato. Quizá en otro tiempo una hubiese podido dejarse llevar por la mera apariencia del cliente, por la ropa que vistiera el John de turno, todo eso, pero ahora había que fijarse un poco más porque todo el mundo trata de aparentar lo que no es, especialmente los que menos tienen. Cualquiera se te quiere hacer pasar por todo un potentado cuando no es más que un paria… Una tiene que cuidarse, velar por la buena marcha de su negocio, sobre todo cuando las cosas no te van muy bien… Es inexcusable fijar bien fijada la tarifa para que nadie se llame a engaño. La tarifa es lo más importante de todo, vayan las cosas como vayan, en cualquier caso. Y hay que tener mucho cuidado con quién se sube una a un coche.

Pero aquel tipo no la abordaba desde un coche. Era un tipo que parecía simpático, un paseante, que seguro había aparcado calle abajo para darse una vuelta y estirar un poco las piernas, así, tranquilamente. Claro que también podía hospedarse en algún motel próximo y después de cenar se había ido a dar un paseo, sin más, y a buscar algo de diversión… Pero no tenía la pinta típica de los que se alojan en los moteles baratos. No llevaba corbata, pero sí un buen jersey de lana y una bonita cazadora negra, y una camisa cara, como lo demostraba la calidad del cuello que asomaba por el jersey. Y buenos zapatos de piel, nada que ver con esas imitaciones de plástico con que se calzaban tantos de los que iban por allí.

Quizá por todo ello pudiera iniciar el regateo aumentando en veinte y hasta en treinta dólares la tarifa habitual, más la habitación del motel aparte, claro. Total, por intentarlo… No puede una despreciar la posibilidad de sacarse algún plus. Como ahora no tenía chulo que velase por sus intereses, sólo a ella le correspondía mirar por la buena marcha de su negocio. Nada de dejarse llevar así por las buenas. Mantener la cabeza fría, siempre, en cualquier circunstancia.

No hubo problema. El tipo sólo quería tener buen sexo, sexo a lo grande. La tarifa que le señaló no pareció echarlo para atrás; dijo que bien, que le pagaría lo pedido en cuanto tuvieran un cuarto en la recepción del motel, antes de poner manos a la obra. Mejor cobrar siempre por adelantado. Eso aclara mucho las cosas. Dejó él, además, que escogiera ella el motel al que ir. Ella prefería el C’mon Inn.

El armario del cuartucho tenía cuatro perchas; las cortinas olían a humo de cigarrillo y a ceniza; la lámpara de la mesita de noche no funcionaba, pero daba igual.

Tampoco había problemas con los billetes. Todos de veinte dólares, que ella guardó rauda en un monedero con cremallera. No pudo verlo bien mientras se desnudaba, pues la bombilla del techo daba una luz muy débil, toda la iluminación que había en el cuarto era la del reflejo del neón que se filtraba intermitente por la ventana. Una intermitencia en negro y en azul. Negro y azul. Nada de golpearla, ¿vale? Eso habían acordado. Nada de sadomaso… Sólo follar, ¿de acuerdo?

El tipo no parecía salirse ni un pelo de lo pactado. La contemplaba sentado en la cama, mientras ella terminaba de desvestirse, ahora en negro, ahora en azul. Azul y negro su cabello, azul y negro su cuerpo. Azules y negros sus ojos.

La miró con especial deleite mientras se quitaba él las últimas prendas de vestir.

—Eres el Ángel azul —le dijo.

—¿Cómo? —se extrañó ella.

—El Ángel azul —repitió él, y la atrajo hacia sí, tumbándola en la cama, a su lado—. Es una vieja película alemana, tú no habrías nacido cuando se estrenó…

Ella apoyó la cabeza en el pecho del hombre mientras acariciaba su cuerpo magro y musculoso.

—No me tomes el pelo, no serás tan viejo…

—Ya, y quizá no seas tú un ángel… Las apariencias engañan tan a menudo —dijo burlón, como si lo que acabase de soltar fuese gracioso, aunque no lo era, desde luego.

Se dio cuenta y frunció el ceño; ella supuso que le atribulaba algún sentimiento. En cualquier caso, ya sabía a qué atenerse. Esos tipos con buena ropa son todos iguales, en cuanto les dejas se te ponen a hablar tiernamente al oído. Aunque, bueno; si pagaban también por eso, pues nada, adelante. Si lo que deseaban era hablar, bien, vale, pues a charlar un rato… Aunque lo mismo podían hacer por teléfono. La charla, además, es para los solteros y solitarios de barra de bar. Aquí hacemos negocios, muchacho, así que rápido al asunto, que además ya has pagado. Eso era lo que ella deseaba realmente.

Pero la verdad es que no le gustaba lo que hacía. Aquella mujer odiaba lo que hacía. Y los odiaba a todos, sí, a todos ellos, a sus clientes, sin excepción, hablasen o no… Si no fuese por lo que era, de qué iba a estar allí con un tipo cualquiera. Pero no era el momento de pensar ahora en esas cosas. Demasiado tarde para pensar en ello. Eran tantas las cosas por las que odiar, tantas… Todo.

—¿En qué piensas? —le preguntó.

—En nada —respondió él, sonriente—. Cosas de hombres… Las mujeres sois muy preguntonas.

Entonces se acercó más a ella para escrutar su cara. Se le había borrado la sonrisa. La luz de neón seguía parpadeando, iluminando intermitentemente el cuerpo lunar de ella, sus cráteres, su superficie entera y carnal. Quizá el tipo fuese más viejo de lo que le había parecido.

Eso, en realidad, no le preocupaba, no era su problema; pero sí que la mirase de aquella manera, sin pasar a la acción; eso empezaba a ponerla nerviosa. Sobre todo porque ahora lo hacía sin una sonrisa. Los ojos de aquel hombre eran un tanto… Cada vez que el neón se iluminaba azul, lo veía mirándola en silencio, sin sonreír. Como si la taladrase con su mirada. Como si pudiera leer sus pensamientos.

—No te preocupes por mí, estoy bien —dijo ella por decir.

—No, no lo estás.

Volvió a sonreír, pero de manera distinta. También sonó diferente su voz; una voz que parecía pertenecer más a la intermitencia en negro del neón que a la intermitencia azul.

—¿A que preferirías no estar aquí, no hacer esto? —dijo él.

Sí, podía leer sus pensamientos… No podía sonreírle ahora, no le salía la sonrisa. Le resultó difícil incluso que no le temblara la voz.

—No te preocupes —dijo—, ya te he dicho que estoy bien.

—No mientas —replicó él—. No mientas y no te mentiré yo —la miraba fijamente, podía ver en su interior, eso sentía ella—. Si te sirve de consuelo, a mí tampoco me gusta estar aquí, hacer esto… Pero también es verdad que estoy aquí porque lo he decidido yo… —hablaba con una voz muy profunda, casi ronca; la intermitencia azul se reflejaba en sus ojos—. Como todo el mundo, cariño, yo también soy prisionero de mis urgencias de vez en cuando. Todos estamos atados a las cuatro esquinas de la cama de la vida.

Ella sintió que la odiaba, que odiaba a todas las que eran como ella, igual que ella le odiaba, como odiaba a todos los que eran como él. Pero no era el momento de pensar en esas cosas, sino de entregarse a la mímica del amor. Pareció que la intermitencia de la luz de neón se hacía más rápida, al unísono con el movimiento de ellos.

No sonreía él cuando se le crispaba el rostro, cuando le palpitaban violentamente las aletas de la nariz, cuando jadeaba salvajemente sobre ella, enseñando los dientes. Ella cerró los ojos para abrirlos sólo de vez en cuando, lo justo como para controlar la situación, pero no podía escapar a una sensación extraña, y cuando pareció sentir él tanto placer como dolor, o un agónico placer, los ojos de la mujer se abrieron desorbitados mientras él le agarraba la cabeza con una fuerza brutal para hacer que se sumiera en una oscuridad absoluta, una oscuridad que ni siquiera rompía la intermitencia azul del neón.

No hubiera podido decir cuánto tiempo estuvo allí tirada, sin conocimiento. Pero cuando finalmente abrió los ojos, él ya no estaba.

Nada le hacía pensar en un placer siquiera mínimo; al recuperar la consciencia sintió un dolor muy fuerte. Se llevó instintivamente los dedos al cuello, y a la leve luz azul del neón comprobó que los tenía manchados.

Sangre. Eso era, sangre. El viejo John le había hecho una herida en el cuello. Y entonces recordó de golpe cuándo pasó todo, cuándo sintió un primer dolor y abrió los ojos y la intermitencia azul la mostró entonces abrazada a él, de pie, más allá de la cama, junto al espejo… en el que no se reflejaba aquel hombre, sólo ella.

Todo se le volvió negro entonces; sólo recordaba que se había echado a reír y a gritar al tiempo, y que poco después todo se le hacía más negro aún, mientras tenía la sensación de que no podría dejar de reírse y de gritar a un tiempo hasta que se muriese… Sólo que ya no moriría. Jamás. O al menos, no moriría más de lo que él mismo estaba muerto. Y ambos compartirían su dolor para siempre.

Él, naturalmente, era un vampiro.

Y ella tenía SIDA.

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