El que abre el camino: 24 historias macabras

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LOS HONORARIOS DEL VIOLINISTA

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Se encendió su corazón tanto como sus ojos, tanto como él mismo lo estaba. Tenía la fama en sus manos gracias al pacto que el pobre Carlo había hecho con el gran maestro de las tinieblas. Un pacto, además, que lo dejaba a él al margen de cualquier obligación. Era libre, definitivamente libre, y estaba a punto de disfrutar de la gran noche de su vida, a la que seguirían otras aún más grandes. Tenía que tocar como nunca antes lo había hecho.

Con un gesto automático y enérgico se echó el violín a la cara. Le pareció pesado, un violín vulgar. Pero no precisaba de otro más fino… El pobre Carlo estaba loco… Era un infeliz… Mira que entregar un violín para que se luciera quien había matado a su joven y bella esposa…

Adelante, toca el violín…

Sí, toca ese regalo del Diablo, toca la tonada de amor que tanto adoraba Elissa. Haz que se eleven las almas de la audiencia esta noche… ¿Qué pasa con este violín? ¿Por qué se ríe tanto Carlo ahí al lado? ¡Vamos, toca!

Niccolò atacó la pieza. Pero el arco no obtuvo de las cuerdas más que una especie de zumbido de abejas.

¿Qué ocurría? ¿Qué había hecho mal?

Niccolò lo intentó de nuevo, tratando de corregir el ataque a las cuerdas con el arco. Sus dedos se movían automáticamente, deslizándose como siempre. Pero el sonido seguía siendo el mismo. Quiso detenerse para comenzar de nuevo la pieza, pero sus dedos no le obedecían, sus muñecas seguían haciendo los movimientos de la ejecución, sus brazos se aplicaban al esfuerzo como si obtuviese la más deliciosa melodía. Y no podía parar. Era incapaz de dominar sus movimientos. Y el zumbido de las abejas crecía, lo dominaba ya todo.

Era un verdadero himno a la locura.

Los dedos de Niccolò volaban, sus brazos eran incontrolables. Trataba en vano de dominar aquellos automatismos diabólicos, el zumbido de las abejas era ya insoportable. A ese sonido se unió el de las ratas chillando. Y el del ladrido de los perros del infierno. En su cerebro se clavaba el rebuzno burlón de los demonios.

Sí, en su cerebro.

La audiencia, a la que apenas podía ver pues todo se le hacía ya oscuro, silbaba y pataleaba ante aquella interpretación. El público no se había vuelto loco, no. Era él, el violinista, quien lo estaba.

Cerró Niccolò los ojos y separó la cara del violín en un intento de silenciarlo. Pero seguía tocando, sus dedos no paraban de moverse. Aquella sinfonía infernal se le clavaba en los huesos, taladraba su calavera. Tuvo entonces la visión del rostro satánico de Paganini, del cuerpo sin vida de la bella Elissa, de los ojos inyectados en sangre del loco Carlo… Tuvo también la visión de la Cueva de los Locos, a la que tenía que haber acudido aquella misma noche, tras el concierto. Todo aquello provocaba un horror paralizante en su cerebro. Pero sus dedos no dejaban de moverse. Y de golpe cesó aquella sinfonía infernal. Se hizo el silencio y fue evidente que Niccolò había enloquecido.

Sus ojos contemplaban atónitos el violín que tenía en las manos; un violín vulgar, sin más, acaso con cuerdas no muy convenientes y con incrustaciones de perlas en el mástil como único detalle sobresaliente.

En su locura, sin embargo, acertó a colegir una serie de pensamientos y de ideas que le decían la verdad. Carlo había acudido a la Cueva de los Locos una noche antes de lo previsto y había hecho un pacto, desde luego. Ya se lo había dicho, lo del pacto que hiciera, pero Niccolò supuso que era el que esperaba, el que lo liberaría de sus obligaciones diabólicas. ¿En qué consistiría, pues, el pacto hecho por Carlo?

Carlo había vendido su alma al Diablo para vengarse. De él. Pero ¿en qué consistiría su venganza?

Precisamente en hacerle entrega de aquel violín.

Niccolò se quedó mirando el instrumento. Creyó haber visto antes, en algún lugar, la madera con que estaba hecho. ¿Por qué le recordaba a Elissa?

La madera del violín estaba teñida de rojo. Un rojo fantasmagórico. ¿Por qué aquel color le recordaba a Elissa?

En su cabeza seguía retumbando el eco de aquella música infernal.

El mástil del violín tenía incrustaciones de perlas… ¿Por qué aquello también le recordaba a Elissa?

Aquellas perlas hacían un brillo terrible, cegador, doloroso… Como la mirada de Elissa cuando comenzó a interpretar aquella música frenética en el cuarto ante la llegada de Carlo. Sus dedos comenzaron a moverse de nuevo, otra vez aquel pandemónium… Niccolò miró las doradas cuerdas del violín que emitían esos ruidos que eran su perdición. Y se estremeció de espanto al creer reconocerlas.

¿Por qué aquellas cuerdas del violín le recordaban a Elissa?

Entonces lo comprendió todo.

En realidad, lo que había sonado era la música que enloqueció mortalmente a la bella joven. Resultaba lógico, pues, que aquel violín expresara la angustia del alma de Elissa.

No tenía entre las manos un violín, tenía entre las manos el alma de Elissa, la mayor expresión de la terrible locura que llevó a la muerte a tan bella damita, un grito que ahora lo había enloquecido a él.

Bajó los ojos, cuando el sonido le resultaba más abominable, y vio.

No tenía entre las manos un violín, sino el cadáver de Elissa. Tocaba en Elissa, en su cuerpo sin vida; deslizaba el arco de un violín, sí, pero sobre un ente fantasmagórico. Las doradas cuerdas del violín eran la cabellera rubia de Elissa, y no pudo evitar un grito de espanto cuando tuvo esa certeza.

De repente se echó a reír, y su risa sonó tan aterradora como el sonido que había extraído a su violín. Entonces sintió una especie de latigazo que lo estremeció, y cayó de bruces al suelo con la muerte pintada en el rostro.

Cayó el telón. Uno de los responsables del Conservatorio corrió empavorecido hacia el cadáver del violinista.

Carlo salió entonces de donde se hallaba, se acercó también hasta el cadáver del músico, tomó el violín en sus manos, lo apretó contra su pecho y desapareció entre siniestras carcajadas.

Con los dedos acariciaba amorosamente Carlo la madera del violín y aquellas incrustaciones como perlas que no eran sino los dientes blancos y brillantes de su amada. Él mismo había hecho el violín con la madera del ataúd de Elissa, tiñéndolo después con su sangre. Se iba lentamente Carlo mientras acariciaba ahora las cuerdas del instrumento, que en realidad eran el cabello largo y deliciosamente dorado de Elissa.

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