El que abre el camino: 24 historias macabras

El que abre el camino: 24 historias macabras


EL HOMÚNCULO

Página 7 de 31

EL HOMÚNCULO

(The Mannikin)[5]

I

Ténganlo en cuenta, no puedo jurar que mi historia es real. Fue más bien un sueño; peor aún, fue un síntoma evidente de algún trastorno mental. Pero creo que cuanto ocurrió fue cierto, que ocurrió de verdad. ¿Cómo podemos estar seguros de conocer todo lo que ocurre en esta tierra? Aún existen monstruos extraños, feos, malvados, capaces de las mayores perversiones. Cada guerra, cada nuevo descubrimiento geográfico o científico, arroja luz y acrecienta las evidencias de algo fantasmagórico acerca de que el mundo no es ese lugar apacible y a salvo que creemos. Hay cosas que dan cuenta de una locura perversa que subyace bajo nuestro mundo.

¿Cómo podemos estar seguros de que nuestra pobre concepción de la realidad, tan pagada de sí misma, sin embargo, es la debida? A un hombre entre un millón le puede ser revelada la existencia de esas monstruosidades, mientras los demás seguimos tranquilos y satisfechos en nuestra candorosa ignorancia. Hay viajeros que nunca regresan, hay investigadores que desaparecen… Algunos de quienes consiguieron volver de los horrores lo hicieron sumidos en la locura, y lo que nos contaron, sin embargo, fue el testimonio de un horror cierto, que existe, aunque no les hiciéramos caso precisamente por tomarlos por locos. Ciegos como estamos, somos incapaces de atisbar siquiera lo que sucede bajo nuestro mundo convencional, a muy corta distancia de nuestra vida normal. Hemos oído cuentos que hablan de serpientes marinas, de espantosas criaturas de las profundidades… Hemos oído leyendas de enanos y de gigantes; hemos recibido noticia de nacimientos contra natura y de horrores médicos. Las tendencias más violentas del hombre brotan naturalmente, estimuladas por la guerra, por las pandemias o por la hambruna. En este mundo hay caníbales, necrófilos, duendes malvados… Se celebran perversos rituales de devoción insana y sacrificios; hay maniacos asesinos y se cometen crímenes blasfemos. Cuando pienso en todo ello, cuando recuerdo lo que he visto y oído al respecto, y cuando lo comparo con ciertas cosas grotescas e increíbles, pero auténticas, siento que comienza a abandonarme la razón.

Pero si hay alguna explicación sana, racional, de todos estos asuntos, pido a Dios que me ayude a descubrirla antes de que sea demasiado tarde. El doctor Pierce me recomendó calma; me sugirió que escribiese un informe detallado de lo ocurrido para así poder comprenderlo todo. Pero no he logrado con ello la calma, no encuentro la paz y creo que jamás la tendré hasta que descubra la verdad de una vez por todas, hasta que tenga la completa convicción de que mis temores no se basan en una realidad tan oculta como atroz.

Yo era un hombre realmente enfermo de los nervios cuando fui a Bridgetown para descansar. Había trabajado muy duro en el colegio y me sentía feliz de aislarme del tedio cotidiano, de la rutina del claustro de profesores. El éxito de mi curso aseguraba mi posición ya privilegiada entre los profesores, situándome en una clara ventaja para el inicio del siguiente curso lectivo. Naturalmente, trataba de apartar de mi mente cualquier preocupación académica, toda especulación de enseñante, y disfrutar sin más de mis vacaciones. Elegí Bridgetown porque tiene un magnífico lago para pescar. Me hospedé en una hostería encantadora que estaba muy cerca del lago, Kane House, un caserón que parecía una antigua escuela. La atendía un hombre ya maduro, Absolom Gates, cuyo padre se había dedicado al negocio de la pesca. Él mismo mostraba bastante interés por la pesca, pero sólo desde un punto de vista deportivo. Su hostería, en cualquier caso, era una especie de Meca para los pescadores. Las habitaciones eran espaciosas y claras; la comida que allí se servía resultaba simplemente magnífica, unas exquisiteces que preparaba la hermana de Gates, que estaba viuda. La primera impresión que me causó el lugar, pues, fue más que grata, y me dispuse a pasar allí una estancia placentera.

Además, en mi primera visita a la villa me topé en la calle con Simon Maglore.

Lo había conocido en el colegio, durante mi segundo trimestre como profesor. Ya entonces me impresionó grandemente, y no sólo por sus características físicas, no obstante ser éstas extraordinarias. Era un alumno muy alto y delgado, con grandes hombros y una espalda chepuda. No se puede decir que fuese un típico jorobado, al menos en el sentido estricto del término, pues en realidad aquello, más que joroba, era una especie de tumoración enorme que le crecía desde el hombro izquierdo. Algo que le causaba dolores, que combatía sin mayor éxito. Pero a pesar de esa evidente deformidad, era Maglore un muchacho de buen ver. Tenía el cabello negro, los ojos grises, una piel delicada, y parecía uno de esos especímenes tocados con la mayor gracia de la inteligencia. Era además un buen chico, en quien su acendrada inteligencia, teñida por su bondad, no podía por menos que resultar atractiva, tanto como su precocidad. Eso era lo que más me impresionaba de él. Su actitud como alumno, además, no puede calificarse sino como excelente, y aseguro que en más de una ocasión se percibían en él los rasgos de la genialidad. A despecho de la morbosidad de su aspecto, pues, sus trabajos como poeta y ensayista en agraz hacían imposible ignorar el poder de la fantasía que lo adornaba, ni el de la imaginería y color que dimanaba de sus versos. Uno de sus poemas, titulado Han colgado a la bruja, le valió un año el premio Edsworth Memorial, y muchos otros estaban incluidos en distintas antologías de poetas jóvenes.

Desde el principio me tomé gran interés, por todo ello, en aquel muchacho de talento poco común. Al principio me ignoraba, lo que me hizo suponer que era una de esas almas solitarias que hay por ahí… o que acaso estuviera acomplejado por su deformidad física; no hubiera sabido decirlo entonces. Vivía solo, cosa que podía tener varios y diferentes significados. No se mezclaba con los estudiantes, ni trataba con los profesores, salvo lo justo, aunque era admirado por todos debido a su talento, a su constante buena disposición para el trabajo y por su vasto e insólito conocimiento del arte y de la literatura. Poco a poco, sin embargo, fui venciendo su reticencia primera, y al cabo me gané su amistad. Un día me invitó al apartamento que ocupaba en la ciudad y charlamos ampliamente.

Tuve entonces la primera noticia de su interés por el ocultismo, por lo esotérico, y también de que creía firmemente en todo ello. Me habló igualmente de sus antepasados italianos y del interés familiar por la magia esotérica. Uno de aquellos antepasados había sido agente al servicio de los Medici. Y muchos de ellos hubieron de emigrar a América en los primeros tiempos de la colonia para huir de ciertos cargos que les hizo la Santa Inquisición. También me habló de sus propios estudios sobre los reinos de lo desconocido. Las habitaciones del apartamento que ocupaba estaban llenas de extraños dibujos que él mismo había hecho para explicar sus sueños, y de unas no menos extrañas imágenes de barro. En las estanterías de su biblioteca había títulos tales como De Masticatione Mortuorum in Tumulis, de Ranft (1734), La Cábala de Saboth (traducción del griego, de 1686), Comentarios acerca de la brujería, de Mycroft, y el infame Los misterios del gusano, de Ludvig Prinn.

Hice en lo sucesivo varias visitas a su apartamento antes de que Maglore abandonase el colegio de súbito, en el otoño de 1933. La muerte de su padre lo llevó al este, y se fue sin despedirse. Hasta entonces, y en aquellas visitas que le cursaba, aprendí a respetarle y valorar sus puntos de vista, interesándome por sus planes, entre los que se contaban un libro de historia sobre la brujería y los cultos que aún se hacían en América, y una novela sobre los efectos que la superstición produce en la mente humana. Tras su marcha no recibí de él ni una carta, ni nadie supo darme noticia sobre su paradero y actividades. Hasta aquel día en que me lo encontré en una calle de la villa de vacaciones, donde menos suponía que pudiera hacerlo.

Me reconoció al momento. Yo dudé de que hubiera sido capaz de reconocerle. Había cambiado mucho. Cuando nos dimos la mano, me percaté de que su aspecto era lamentable, muy descuidado. Parecía mayor, como si le hubieran caído encima y de golpe un montón de años. Su rostro era absolutamente huesudo y estaba aún más delgado de lo que habitualmente era. Sus ojeras llamaban la atención; todo él era una sombra de sí mismo. Le temblaban las manos, su sonrisa era muy forzada, carente de vitalidad; tenía la voz oscura y profunda. No obstante, me preguntó cómo estaba con su afectuosa calidez de siempre. Rápidamente le dije por qué y para qué estaba allí y comencé a hacerle preguntas.

Me informó de que vivía allí, de que se había establecido allí tras la muerte de su padre. Trabajaba duro en los dos libros que proyectaba, aunque temía que el resultado último de sus esfuerzos no fuese el deseable, por cuanto albergaba la impresión de que sus obras estaban influidas por los problemas físicos y psíquicos por los que pasaba. Y me pidió perdón por su aspecto. Aseguró que deseaba hablar conmigo largo y tendido muy pronto, pero ahora estaba muy ocupado; y lo estaría en los próximos días. Pero la semana siguiente me iría a buscar a mi alojamiento, eso me prometió; ahora tenía que ir a una papelería para comprar material de escritorio y volver a casa cuanto antes. Se despidió abruptamente, me dio la espalda y desapareció a toda prisa.

Cuando lo hizo sufrí otro choque. Su chepa era aún más pronunciada, le había crecido un horror. Era por lo menos dos veces más grande. Sin duda, el duro trabajo a que estaba sometido iba acabando poco a poco con las energías de Maglore. Pensé en un grave sarcoma y me eché a temblar.

De vuelta a mi hospedaje, dando un paseo, pensé en muchas cosas. Aquella fealdad extrema, aquella ogrosidad de Simon, me había impresionado mucho. No, no podía ser únicamente que el duro trabajo estuviese acabando con su salud; seguramente, además de eso, su aislamiento y la tensión nerviosa a que su afán por llevar a cabo sus proyectos le sometía, habían incidido desfavorablemente en su constitución, y decidí ayudarle, me vi de pronto convertido en algo así como su mentor. Me dispuse a visitarlo a la primera oportunidad que me brindase un pretexto cualquiera, sin esperar a que él me invitara formalmente. Tenía que hacer algo.

Lo que averigüé de él me chocó mucho, me conmocionó. Al parecer, los habitantes de aquella villa no lo querían. Ni habían querido jamás a su familia, aunque tuviera una buena posición. Su nombre estaba ligado a una reputación más que dudosa que venía de antiguo. Brujas y hechiceros componían un no muy halagüeño abolengo familiar, según decían. Aquellas oscuras raíces, no obstante, y aunque intentaran ocultarlas sus antepasados, eran bien conocidas por los lugareños. Así, parecía que ninguno de los Maglore había escapado a la maldición de sufrir algún tipo de deformidad física, lo que hacía imposible que pasaran inadvertidos. Varios fueron ciegos de nacimiento y unos cuantos vinieron al mundo cojos. Hubo un par de Maglore que fueron enanos y muchos de ellos tenían eso que el populacho llama la mirada del Diablo[6]. Para colmo, fueron varios los que padecieron nictalopía, con lo que podían ver en la oscuridad. Simon no era el primero de su estirpe que tenía aquella chepa, pues su abuelo también la tuvo idéntica, como antes la tuvo su bisabuelo.

También se hablaba mucho en el pueblo de la endogamia familiar, de su consanguinidad, de que se habían instituido en una especie de clan segregado. Eso, en opinión de los Gates y de sus amigos, apuntaba claramente en una sola dirección: la brujería. Pero, siempre según aquellos pueblerinos, había más indicios. ¿Acaso no habían sido expulsados los primeros Maglore de la villa, yéndose a vivir a una casa en las colinas? Y para colmo, ninguno de ellos había entrado jamás en la iglesia a lo largo de los años y de las generaciones. ¿Y no tenían desde siempre la costumbre de salir por ahí de noche, cuando las personas decentes ya se han metido en sus camas?

No es de extrañar, en vista de lo anterior, que los Maglore tuvieran buenas razones para mostrarse poco amistosos con los demás. Pero puede que tuvieran también buenas razones para ocultar ciertas cosas allá, en la casa de las colinas, y no quisieran hablar con nadie. Los lugareños decían que aquella casa estaba llena de libros extraños, insanos y malvados, y encima circulaba una vieja historia según la cual la familia había llegado a América huyendo de algún lejano país para evitar así el castigo debido a su maldad. Después de todo, tenían una pinta de lo más sospechosa, ¿quién podría negarlo? Y actuaban de manera extraña, muy rara. Y aquel Simon, el último de la estirpe, era el peor de todos. Eso decían.

Nunca había actuado con rectitud, fue un mal nacido. Su madre murió al alumbrarlo; tuvieron que llamar a un médico de fuera de la villa, pues los que había por aquí no quisieron atenderla. El niño también estuvo a punto de morir. Y pasaron muchos años hasta que lo vieron por primera vez. Los primeros años de su vida estuvo al cuidado de su padre y de uno de sus tíos. Cuando cumplió siete años lo enviaron a una escuela privada, lejos de la villa. Volvió una vez, cuando estaba a punto de cumplir doce años. Fue cuando murió su tío. Contaban que la muerte de su tío le hizo enloquecer de dolor, o algo así. En cualquier caso, sufrió al parecer un ataque, una hemorragia cerebral, según llamó el médico a aquello.

Simon, no obstante, era por aquel entonces un chico apuesto… si no se reparaba en su chepa, ya bastante pronunciada. Pero eso no parecía acomplejarlo. Pasó allí unas semanas y regresó al cabo a la escuela. No volvió a la villa hasta dos años después, cuando murió su padre. El viejo murió solo en aquella gran casa, y nadie se percató de ello hasta que hubieron pasado varias semanas. Un vendedor ambulante descubrió el cadáver. Entró en la casa con la intención de ofrecer su mercancía y vio al viejo Jeffry Maglore muerto en un sillón. Tenía los ojos abiertos. Mostraban una expresión de pánico.

A sus espaldas había un gran libro de hierro en el que estaban grabados caracteres extraños, indescifrables.

Un médico mal encarado certificó su muerte por un ataque al corazón. Pero el vendedor ambulante, después de observar con detenimiento los ojos del muerto, y después de contemplar las extrañas figuras grabadas en aquel gran libro de hierro, no quedó muy convencido de lo que dijo el médico. No tuvo ocasión de mirar más por allí, de buscar más indicios, porque ya se le echaba la noche encima.

La gente se extrañó de ver a Simon por allí en aquella ocasión, pues se sabía que nadie lo había avisado de la muerte de su padre. Aún se sorprendieron más cuando el muchacho les mostró una carta recibida por él dos semanas atrás, escrita de puño y letra por su padre. En aquella carta le decía haber tenido la premonición de su muerte inminente, y pedía a su hijo que acudiese a la casa familiar. Alguien supuso que en aquella carta había algún significado oculto; al fin y al cabo, el joven no preguntó a nadie sobre las circunstancias en que había muerto su padre. El funeral fue privado. El cuerpo recibió sepultura en la bóveda subterránea de la casa.

Todos aquellos sucesos no hicieron otra cosa que despertar aún más la alarma entre los lugareños, que pasaron a vigilar estrechamente cada movimiento del joven Simon Maglore. Nada de lo ocurrido hizo que cambiara la opinión ya existente sobre el muchacho, al contrario. Vivía solo en aquella casa apartada. No tenía criados ni se interesaba por ganar la amistad de nadie. Sus pocas incursiones en las calles de la villa no tenían otro objeto que la compra de alimentos y de cosas que le eran necesarias. Bajaba en automóvil e igualmente subía en coche hasta la casa de la colina. Solía comprar buena cantidad de carne y de pescado para tener provisiones más que suficientes. De vez en cuando entraba en la farmacia para comprar calmantes y tranquilizantes. Nunca se mostraba conversador, respondía con monosílabos cuando alguien le preguntaba algo. No obstante, era correcto con todo el mundo. Decían por allí que estaba escribiendo un libro. A partir de un cierto momento sus visitas a la villa se hicieron menos frecuentes.

La gente, como es lógico, comenzó a comentar aquellos cambios tan perceptibles que se habían producido en su aspecto. Era evidente que algo le alteraba, y además de manera dolorosa. Primero, a nadie podía escapársele que la deformidad del chico era cada día más acusada. Quizá por ello se cubría con un abrigo enorme, en un vano intento de ocultar su chepa. Caminaba despacio pero con el paso largo, ofreciendo la sensación de que su peso le impedía ir más ligero. No obstante, no visitaba a ningún médico; y nadie del lugar tenía el valor suficiente para acercarse a él y preguntarle cómo se sentía, si tenía algún problema. Ya era un adolescente. Y comenzaba a parecerse extraordinariamente a su tío Richard, y sus ojos, para colmo, empezaban a mostrar los síntomas de la nictalopía. Eso no podía por menos que alimentar toda especie de comentarios entre las gentes de la villa, que hablaban sin parar, con gran excitación y a veces violencia, del joven Maglore. Así se renovaban una y otra vez las conjeturas que durante generaciones habían hecho los lugareños a propósito de la familia Maglore.

Pero quizá esas especulaciones tuvieran ahora una base digamos más sólida, en vista de los cambios, o alteraciones, más bien, que se obraban día a día en el muchacho. Y porque Simon había sido visto varias veces vagando por ahí, recorriendo las casas y granjas más aisladas de la región, como un furtivo.

Es cierto que sabían por qué lo hacía, sin embargo: para preguntar a los viejos pueblerinos un montón de cosas. Escribía un libro, les decía para justificar sus preguntas. Un libro sobre las tradiciones populares de la región. Por eso les preguntaba acerca de las viejas leyendas. ¿Sabía alguno de ellos historias sobre ocultos rituales celebrados allí? ¿Había oído alguno, alguna vez, cualquier cosa a propósito de ceremoniales, de cultos prohibidos celebrados en la espesura del bosque? ¿Alguien conocía alguna casa que tuviese fama de estar encantada, alguien había oído hablar de lugares prohibidos del bosque? ¿Había oído alguno de ellos pronunciar al menos una vez un nombre como Nyarlathotep[7], o alusiones a Shub-Niggurath[8] y al Mensajero Negro[9]? ¿Recordaban cualquiera de los antiguos mitos de los indios pasquantog, esos que hablan de hombres-bestias? ¿Quizá alguna historia de asambleas en las que las brujas sacrificaban reses en las colinas? Claro está, preguntas semejantes no podían más que poner en guardia a los granjeros de la región. Conocimientos de esa especie eran inconcebibles en gentes como ellos, que además los consideraban perversos, por lo que ni una palabra le hubieran dicho al respecto aun en el caso de saber algo… Muchos habían oído cosas, nada más, pues eran innumerables las leyendas locales en las que se hacía alusión a varios de los asuntos por los que preguntaba Simon. Pero por lo general no sabían nada en concreto, y lo que sospechaban de todo aquello era mejor callárselo, no se trataba de cosas propias de una conversación normal. Por donde quiera que iba, pues, Maglore no hallaba más que reticencias, malas caras… Todo lo cual no hacía sino causar una peor impresión de sí mismo en esos a los que pretendía ver como meros interlocutores.

La historia de aquellas visitas que cursaba Simon corría de boca en boca, para su desgracia. Era el motivo que la gente buscaba para hablar de él, para denostarlo aún con mayor encono. Un viejo en particular, un granjero apellidado Thatcherton, que vivía aislado al oeste del lago, muy lejos, pues, de la autopista que conducía hasta la villa, tenía una historia muy singular que contar, y acabó por contársela a todos los que deseaban oírla, que eran muchos. Maglore había llegado hasta su casa a la caída de la tarde, sobre las ocho, y le pidió por favor que le dejase entrar. El viejo consintió y el muchacho pasó a preguntarle varias cosas a propósito de un cementerio abandonado que al parecer había muy cerca de allí, un cementerio que nadie vio jamás pero de cuya existencia todo el mundo tenía alguna noción más o menos vaga.

El granjero contaba que su visitante estaba en un estado próximo a la histeria, y que no paraba de moverse y de hacer preguntas en tono melodramático, y que hablaba todo el tiempo de cosas mitológicas y de otras que tenían que ver con los secretos de las tumbas, la asamblea de las trece brujas, el festín de Ulder y los cánticos de Doel[10]. También dijo algo sobre los rituales del Padre Yig[11], y pronunció ciertos nombres que desde antiguo, según él, se relacionaban con secretos rituales celebrados en los bosques de la región, y muy particularmente en aquel cementerio abandonado e ignoto. También le preguntó Maglore si le desaparecían reses de su ganado, y si escuchaba en ocasiones voces llegadas del bosque que le hicieran ciertas proposiciones.

A todo había respondido el viejo que no, y se negó a que el visitante volviese por allí. Ante eso, dijo, el joven Maglore reaccionó colérico, y ya parecía ir a darle una dura réplica cuando ocurrió algo sorprendente… Simon se puso repentinamente pálido y pidió excusas al viejo. Parecía sufrir algún fuerte dolor interno, una especie de ataque. Se dobló por su cintura mientras caminaba en dirección a la puerta y Thatcherton, al verlo de espaldas, tuvo la impresión de que la chepa se le movía… Parecía ir de un hombro a otro, como si bajo el abrigo llevase oculto un animal que no paraba de moverse. Al viejo le pareció lógico, en esas circunstancias, que a pesar del dolor que parecía sentir el joven, se diese cuanta prisa le era posible por salir de allí. Raudo se metió en su coche y arrancó. El otro lo vio irse conduciendo como un mono, sin soltar el volante pero agitándose en el asiento de tal modo que parecía ir a derrumbarse en el de al lado del conductor. El coche iba dando tumbos y haciendo eses por el camino que conducía a la autopista. Luego se perdió en la noche, dejando harto confundido y aterrorizado al granjero, que no perdió tiempo en contar el cuento de su fantástico visitante a todos sus amigos.

Cesaron los incidentes referidos a Maglore durante un tiempo, nadie supo nada de él, por ello, hasta aquella noche en que me lo encontré en la calle, al poco de mi llegada. En cualquier caso, la gente seguía hablando de Simon, y no precisamente para bien. Había que evitarle a toda costa, aislarlo, fuera lo que fuese aquello que le ocurría. Y caminase por donde caminara.

Tal fue, en resumen, lo que me contó el hostelero Gates. Cuando concluyó su relato, me fui a mi habitación sin hacer comentario alguno, para repasar mentalmente todo lo que me había sido referido.

No mostraba yo, sin embargo, el menor interés por compartir las supersticiones locales. Alguna experiencia en la materia me llamaba a despreciar de inmediato historias semejantes. Sabía bastante de la psicología rural, por lo que estaba al cabo de la calle de que cualquier cosa que se escape a lo ordinario siempre se contempla en esos ambientes rurales como algo digno de sospecha, como poco. Supongamos que, desde su llegada a América, la familia Maglore hubo de apartarse… ¿Entonces? No son pocos los grupos de extranjeros que se apartan naturalmente ante el rechazo que reciben. Cualquier grupo procedente de otro país hubiera hecho lo mismo, toda vez que en buena medida el rechazo hacia los Maglore se debía a sus deformidades físicas. En muchos lugares se persiguió a innumerables personas, a las que se acusaba de brujería sólo a causa de sus defectos físicos, o meras deformidades. Algo que se tenía por un crimen. ¿Quién era culpable, pues, de semejante ostracismo? ¿Los que mostraban esas deformidades o los que las contemplaban como inherentes a unas características criminales? ¿Y qué había de mágico en todo eso? Bien saben los cielos que en determinados ambientes rurales esas cosas también les ocurren a quienes no son extranjeros. ¿A los que leen libros raros? Por ejemplo. ¿A los aquejados de nictalopía, una enfermedad relativamente común? También. ¿A los locos? Quizá… Gentes solitarias, a menudo con alguna degeneración a sus espaldas… Sin embargo, Simon era un tipo brillante, educado. Por desgracia, su interés en investigar lo oculto y las tradiciones populares de lo oculto, le había convertido en un desviado a los ojos del resto de la villa.

Un montón de analfabetos que, por ello, no le aportaban la menor información para su libro, ni siquiera esa información que sí podían haberle dado, por formar parte de las tradiciones locales. Eran intolerantes y vulgares. Para colmo, su aspecto físico hacía que fuese rechazado aún en mayor medida, pues esta gente de extracción rural, en el fondo, cree en cualesquiera fantasías.

No obstante, hay que admitir, en cualquier caso, que todo aquello pasaba, lo que me animó decididamente a hablar de nuevo con Maglore. Además, no en vano habían sido en parte sus características físicas lo que en el colegio me había llevado a hablar con él la primera vez. Tenía que convencerle de que abandonase aquel ambiente malsano, y de que fuese a que lo examinara algún médico fiable. Su genio no podía malgastarse o perderse del todo allí, ante tantos e insalvables obstáculos como le ponían esos pueblerinos… Todo aquello acabaría con las pocas fuerzas y ánimos que le quedaban, tanto física como mentalmente. Así que decidí acudir a visitarlo al día siguiente.

Bajé a cenar, una vez decidido lo que he dicho; después me fui a dar una vuelta por las orillas del lago, bajo la luz de la luna, y luego regresé a mi habitación en la hostería.

A primeras horas de la tarde del día siguiente, hice lo que pensaba. La casa de los Maglore estaba a media milla de Bridgetown, en una colina desde la que se dominaba el lago. Pero no era precisamente un lugar encantador. Por el contrario, resultaba feo, todo estaba muy descuidado. Imaginé por un instante cómo se vería aquella casa, y muy especialmente sus ventanas, a la luz de la luna, y sentí un escalofrío. Ahora, abiertas, me sugerían unos grandes ojos de un enorme murciélago ciego. Y el resto de la casa, las alas de ese murciélago. Aquello me conmocionó bastante. En cualquier caso, me rearmé y seguí acercándome a la casa, tratando de someter a control mi imaginación. Al fin y al cabo había llegado a donde quería llegar.

Ya me sentía relativamente en calma cuando llamé al timbre. Su sonido fantasmagórico pareció retumbar en un eco en el interior de la casa, como si se proyectase a través de largos y sombríos pasillos. Poco después se dejaban sentir unos pasos sonoros y pesados, y al poco se abrió la puerta haciendo un chirrido estremecedor. Allí estaba Simon Maglore.

No obstante haber recuperado la compostura, estuve a punto de sufrir un desmayo al verle. Tenía un aspecto no ya enfermizo sino decididamente siniestro, acrecentado por la luz gris de la tarde. Su delgadez y las manos colgantes le daban una apariencia monstruosa. Sus ojos entrecerrados me recordaban los de una bestia herida y al acecho. Su cara parecía de cera, una máscara mortuoria, en la que sólo se movían aquellos ojos entornados.

—Comprenderás que hoy no soy yo mismo, así que lárgate, no seas inoportuno… ¡Lárgate! —dijo, y me cerró la puerta de golpe en las narices.

II

Aún temblaba, confuso y muy asustado, cuando regresé a la villa. Pero cuando ya me vi en la habitación de la hostería comencé a pensar, traté de razonar… Quizá mi romántica imaginación me había jugado una mala pasada. El pobre Maglore estaba enfermo, víctima probablemente de algún serio trastorno nervioso. Recordé lo que me habían contado, que de vez en cuando compraba en la farmacia calmantes y tranquilizantes. Mi tonta emotividad había olvidado ese aspecto, que aludía inevitablemente a un trastorno. ¡Qué comportamiento tan infantil el mío! Tenía que regresar mañana y pedirle disculpas. Quizá así consiguiera convencer a Maglore para que saliera de allí y acudiese en busca de ayuda médica. La verdad es que tenía muy mal aspecto; la verdad es que su actitud no había sido la que se correspondía con un joven de su talento y educación… ¡Cómo había cambiado aquel pobre hombre!

Apenas pude dormir aquella noche. A la mañana siguiente, a hora muy temprana, ya estaba en pie. Salí pronto en dirección a la casa de Maglore; en esta ocasión procuré no fijarme mucho en la casa, desterrar lo que me sugería su contemplación. Cuando llamé al timbre no pensaba en otra cosa que no fuera el objeto de mi presencia allí.

Me abrió un Maglore distinto. Se le veía enfermo, es verdad, pero mejor. Avejentado como lo estaba, sus ojos, sin embargo, poseían ahora brillo, expresión, y su voz demostraba una entonación normal. Me invitó a entrar, cortésmente, y me pidió disculpas de inmediato por su delirante comportamiento del día anterior. Luego me confesó que solía padecer con cierta frecuencia ataques semejantes y que planeaba largarse de allí una temporada para tomarse un buen descanso. Ansiaba concluir su libro —ahora mismo no tenía mucho más que investigar allí a ese respecto, sin embargo— y regresar al colegio para continuar sus estudios. Después dio un brusco giro a su conversación para hablar de otras cosas, para hacer interludios reminiscentes. Recordó así nuestra buena amistad en el colegio, mientras tomábamos asiento en el salón de la casa, y pareció muy contento de oírme contar cosas de sus compañeros de estudios. Luego estuvo hablando prácticamente sin que yo interviniese durante una hora entera, en la cual me dio la impresión de que en realidad pretendía evitar que le hiciera cualquier pregunta personal.

No era difícil que me diese cuenta, no obstante, de que estaba muy lejos de sentirse bien. Aun calmado, su expresión denotaba fuertes tensiones internas. Sus palabras parecían forzadas; sus pausas semejaban hacérsele necesarias a la espera de que se le pasara algún dolor. Me fui percatando de que poco a poco volvía a su rostro aquella palidez que le tornaba exangüe. Y su deformación parecía acentuada; todo en él daba la impresión de que iba a quebrarse, a rompérsele el cuerpo, de un instante a otro. Volvieron mis temores de que lo suyo fuese un tumor cancerígeno. No me cabía duda, estaba enfermo. El salón parecía más bien vacío; las estanterías se veían a medio llenar y en los espacios que dejaban entre sí los libros no había más que polvo. En la mesa no se veía ni un papel, nada que pudiera parecerse a un manuscrito. Una gran tela de araña cruzaba todo el techo y pendía como un mechón de cabello sobre la frente de un cadáver.

Aprovechando una pausa que hizo en su monólogo, le pregunté por su trabajo. Respondió vagamente, limitándose a decir que aún estaba muy ocupado, que el libro le había llevado mucho tiempo. También dijo haber hecho varios descubrimientos muy interesantes, cosas que podrían aliviarle, además, sus dolores. Aquello le animaba especialmente, dadas sus circunstancias, pero no quiso confiarme mucho más acerca de esos descubrimientos, o hallazgos, en el campo de la brujería, cosas que, según él, bien podrían añadirse a la historia de la metafísica y de la antropología. Mostraba un interés especial en la tradición que habla de los familiares, esas criaturas nacidas directamente de los demonios, que se convierten en sus emisarios y que suelen acompañar a los magos y a las brujas adoptando formas animales, como ratas, gatos, topos y mirlos… En ocasiones se les presentaba en las leyendas como moradores del propio cuerpo del brujo, del que se servían como alimento. La idea de una boca que alimentar, en el cuerpo de los brujos, de ese familiar diabólico que se nutría del brujo, que le chupaba la sangre, era al parecer uno de los mayores hallazgos de Maglore. Pero su libro se ocupaba también de ciertos aspectos médicos, por lo que aspiraba a plasmar convenientemente las bases científicas de su investigación. Así, consideraba que los efectos derivados de ciertos desórdenes glandulares, en los casos llamados de posesión demoníaca, no podían desecharse para dar pábulo a la superstición.

Y en este punto concluyó Maglore, abruptamente, su exposición. Se encontraba agotado, me dijo, por lo que prefería irse a descansar. Pero esperaba concluir su libro en breve, momento en el que se tomaría ese descanso del que ya me había hablado. Al fin y al cabo, añadió, tampoco le resultaba especialmente grato vivir solo en aquella casa, y a menudo sufría lapsus de memoria, pero no tenía otra alternativa que seguir allí si quería disfrutar del aislamiento y el tiempo necesarios para concluir su tarea. Pero también era cierto que por todo aquello sufría una gran tensión y no estaba seguro de cuánto tiempo más podría sufrirla. Un mal, dijo, que se reflejaba en su sangre, porque le venía de la consanguinidad, lo que me hizo temer que podía darse en él una línea de transmisión hereditaria directamente relacionada con la necromancia. Pero ya estaba bien de tantas tonterías… Me sugirió que me fuese. Volvería a saber de él a comienzos de la semana siguiente, me dijo.

Mientras me levantaba del sillón, pude percatarme de cuán débil y trabado estaba. Me acompañó a la puerta caminando con gran dificultad, aunque hacía todo lo posible para que no me diese cuenta. Me fijé en que su chepa era en verdad una auténtica monstruosidad. Temblaba. Sus hombros parecían moverse alternativamente, de manera lenta pero incesante, de manera ondulante, como si su chepa palpitase… Recordé aquello que había contado el viejo Thatcherton, aquello de que había visto cómo se le movía la chepa. Me invadió una fuerte sensación de náusea, pero traté de evitarla diciéndome que la luz ya declinante me había jugado, por fuerza, la mala pasada de una ilusión óptica.

Ya me iba cuando observé que Maglore parecía hastiado, incluso molesto conmigo. No me dio la mano para despedirnos y se limitó a decirme un buenas noches seco, con voz no supe si tensa o dolorida. Lo miré unos instantes, en silencio, contemplando su palidez, su demacración mortal; toda su apariencia, pues, tan diferente de la de aquel chico delicado e incluso apuesto, a pesar de su deformidad, que había conocido en el colegio. Una palidez, la suya, que no podía sino contrastar violentamente con la luz rubí de poniente. Volví a mirarlo entonces y observé que una sombra cruzaba su rostro. Era como si estuviese padeciendo una metamorfosis que lo tornaba de un color púrpura oscuro. Aquello se hizo más profundo y una expresión de pánico se apoderó de su mirada. Cuando hice ademán de ir a socorrerlo, se le acrecentó aquella expresión de pánico, aquel brillo insólito de sus ojos. Se dobló sobre sí mismo, de manera incontrolable, y sus labios se torcieron en una mueca siniestra. Por un momento llegué a creer que aquel hombre iba a atacarme, pues reía y gritaba a la vez con una risa extraña, feroz, que se me clavaba en el cerebro. Abrí la boca para decir algo, pero se volvió de golpe y cerró la puerta.

Atónito, fuertemente impresionado por lo que había visto, conseguí sin embargo que no me dominase el terror que sentía. ¿Qué pasaba realmente con Maglore? ¿Estaba enfermo o loco? Aquello que le había visto, tan terriblemente grotesco, no era propio de un hombre común.

Me apresuré para salir de allí cuanto antes, bañado por el sol declinante. Mi mente, de veras alterada, apenas era capaz de procurarme pensamientos lógicos, y el graznido lejano de los cuervos se mezclaba con mis pensamientos hasta hacer una especie de letanía demoníaca.

III

A la mañana siguiente, tras una noche en vela, sumido en mis tortuosas deliberaciones, tomé al fin una decisión. Hubiera concluido o no su libro, tuviese que trabajar o no, Maglore tenía que salir de allí, y a toda prisa. Corría el riesgo de sufrir un serio colapso físico y mental. Aun sabiendo que me resultaría difícil convencerlo, tenía que ir a verle, tenía que hablar con él. Y si no podía hacerlo, acaso acudir a métodos de presión más fuertes para arrojar un poco de luz sobre su problema, para hacérselo ver.

Por la tarde, sin embargo, fui a visitar al doctor Carstairs, el médico de la villa, y le conté cuanto había visto. Hice un énfasis particular en el trastorno, en aquella suerte de metamorfosis que había observado en Maglore el día anterior. También le hablé francamente de lo que me parecía que podía sucederle… Tras una ardua discusión, Carstairs decidió acompañarme a la casa de Maglore, para observar al hombre y tomar las medidas oportunas, quizás su internamiento. El médico tomó su maletín con todos los instrumentos necesarios para hacerle un completo reconocimiento físico. Si podía convencer a Simon de la necesidad de que el doctor lo reconociera, ya habríamos dado un gran paso para sacarlo de allí y procurarle el tratamiento que precisaba.

El sol comenzaba a hundirse por el oeste cuando me senté en el automóvil del doctor Carstairs, un Ford, y salimos de Bridgetown por el sur, por aquella carretera en la que graznaban los cuervos. Íbamos en silencio, despacio, como si quisiéramos oír algo extraño que procediese de la casa de la colina. Cuando estábamos a punto de llegar, apreté el brazo del médico para señalarle el desvío a tomar y situarnos ante la casa.

—Vamos —dije apeándome del coche cuando ya estábamos frente a los escalones que llevaban a la puerta prohibida.

No obstante, antes de llamar, dimos una vuelta alrededor de la casa, tratando de escrutar a través de las ventanas, sobre todo a través de la ventana del ala izquierda. El sol se iba poniendo lentamente, como si se ocultara poco a poco tras la densa oscuridad circundante. La ventana del ala izquierda estaba abierta, y por allí entramos tras comprobar que la casa permanecía a oscuras, que no daba la impresión de que hubiera alguien. El doctor Carstairs encendió la linterna que llevaba. El corazón me martilleaba el pecho; era el único sonido que percibía en aquella especie de tumba que era esa tarde la casa. Abrimos la puerta del salón y tropezamos con algo que había en el suelo.

El doctor Carstairs y yo gritamos al unísono. Simon Maglore yacía a nuestros pies, de bruces, con la cabeza terriblemente torcida, mientras de sus hombros brotaba la sangre que había dejado en el suelo un auténtico lago… Estaba desnudo de cintura para arriba, por lo que dejaba al descubierto su espalda. Cuando vimos lo que había allí, estuvimos a punto de salir corriendo, llevados del pavor que nos asaltaba… Pero logramos controlar el miedo y la repugnancia, y opinar acerca de lo que debíamos hacer. Procurábamos mantener nuestra vista fuera de aquello.

No me pidan que les describa con lujo de detalles lo que vi. No podría hacerlo. En ocasiones se debe ser caritativo y misericordioso con los demás, porque contarles todo lo que uno sabe, o ha visto, podría causarles gran daño, incluso resultarles fatal. En cualquier caso, sigue habiendo cosas que se me escapan, y tampoco quiero consentir en el afán de conocerlas. No les diré, por lo demás, nada de los libros que encontramos en aquella casa, ni del terrible y elocuente documento manuscrito, debido al propio Maglore, que vimos sobre la mesa. Quemamos todo aquello antes de llamar al juez. Después de arrojar todo eso al fuego, por sugerencia del doctor, destruimos aquella… cosa. Así, cuando llegó el juez para examinar el cadáver, ninguno de nosotros dijo una sola palabra acerca de la posible causa de la muerte de Maglore. Luego nos fuimos, no sin antes arrojar yo al fuego, igualmente, la carta que Maglore me estaba escribiendo cuando murió.

Nadie supo la verdad. Poco después recibiría la noticia de que Maglore me había dejado su propiedad. Pero la casa está siendo derribada mientras escribo todo esto… No obstante, creo que debo de hablar, aunque sólo sea para liberarme de este tormento.

No me atrevo a ofrecerles la carta en su totalidad, pero sí creo que debo hacerles partícipes del siguiente fragmento, por muy blasfemo que sea:

«… y por culpa de eso, claro está, comencé a estudiar la brujería… Eso fue lo que me forzó. ¡Dios! Si sólo consiguiera hacerte sentir una pequeña parte del horror que he sentido durante tanto tiempo, acaso pudieras comprenderme… Haber nacido así, con esa cosa, con ese maniquí, con ese monstruo… Al principio era pequeño, muy pequeño; los médicos dijeron que se trataba de un hermano, mi gemelo, que no había llegado a desarrollarse y se alojó en mi espalda. ¡Pero estaba vivo! Tenía cara, dos manos, y dos piernas que presionaban de continuo mi carne, abultándola. Durante tres años, una vez vieron los médicos que tenía vida, me sometieron a estudio en secreto. El monstruo tenía la cara pegada a mi espalda y los brazos extendidos sobre mis hombros. Decían que el maniquí poseía sus pulmones, aunque infradesarrollados, y carecía de estómago, de sistema digestivo. Pero así y todo seguía creciendo, nutriéndose de mi carne, de mi sangre. No tardó mucho en abrir los ojos y en echar dientes. Una vez incluso mordió a un médico, aun a través de mi propia carne, que también mordía… Entonces dijeron los médicos que no había nada que hacer, que acabaría muriéndose sin más, y me enviaron a casa. Parecía obvio que no podían extraérmelo. Juré que mantendría en secreto todo aquello, y ni siquiera mi propio padre lo supo hasta poco antes de su muerte… Llevé así, en silencio, mi carga maldita. Durante mucho tiempo pareció no crecer, hasta que regresé aquí… ¡Pero entonces, esa maldita criatura infernal…! Además me hablaba, puedo jurártelo… ¡Me hablaba! Yo podía ver a través de mi piel, cuando se deslizaba hasta mis hombros, casi hasta mi pecho, podía ver su odiosa cara de mono, sus ojos rojos, podía oír su vocecilla ridícula, pidiéndome siempre sangre, “más sangre, Simon, quiero más sangre”, me decía… y crecía, y crecía… Tenía que alimentarlo dos veces al día. Nunca supe cómo controlarlo; muchas veces pensé que la única vía de escape que me quedaba era el suicidio… Hace un año comenzó a acuciarme de tal manera que fue él, en realidad, quien me llevó a escribir el libro; y era él quien me incitaba a salir por ahí, a vagar muchas veces sin rumbo fijo. Cada vez consumía más de mi sangre, y yo me sentía más débil. Cuando conseguía recuperarme un poco, intentaba combatirlo acudiendo a los libros legados por mis familiares, tratando de hallar significados a lo que me sucedía. Pero esa cosa seguía creciendo y haciéndose más fuerte. Me pateaba, me mordía… Me obligaba a escucharle y a obedecerle. Con aquella boca asquerosa que tenía, prometía desvelarme los secretos que investigaba yo… Una vez me dijo que debería llamar al rey de las tinieblas y participar en una reunión de brujas y de brujos… Dijo que así adquiriríamos, él y yo, poderes extraordinarios, el poder de gobernar la tierra como nuevos diablos.

No quería obedecerle, lo sabes… Pero estaba volviéndome loco, perdía mucha sangre… Por eso llegó a controlarme por completo; por eso me daba miedo dejarme ver por la villa. Esa maldita criatura sabía que mi intención era la de escapar. Por eso, en cuanto había alguien delante, comenzaba a moverse en mi espalda, sobre mis hombros… Para asustar a los que me veían, para apartarlos aún más de mí. Escribía todo el tiempo para huir de su presencia, pero era en vano. Y entonces llegaste tú.

Bien supe desde el primer momento de tu intención de ayudarme, de sacarme de aquí. Pero él no me dejaba. Era muy astuto. Incluso ahora, cuando te escribo estas líneas apresuradas, pugna por controlar mi cerebro para que no pueda contarte la verdad. Pero no voy a obedecerle, no puedo parar. Quiero que sepas dónde está mi libro para que lo destruyas. Y quiero que hagas lo mismo con esos viejos volúmenes que verás en las estanterías… Pero, por encima de todo, quiero que me mates si ves que el maldito maniquí ha tomado por completo posesión de mi persona. Bien sabe Dios que apenas me quedan ya fuerzas para luchar, para resistirme; ahora mismo recibe mi cerebro constantes órdenes para que abandone la pluma, para que no te siga contando nada de lo que quiero que sepas. Pero he decidido luchar, aunque me vaya en ello la vida; debo hacerlo, debo referirte lo que me dijo esta maldita criatura, sus planes de expandirse por el mundo a través de mí una vez haya conseguido esclavizarme por completo… Por eso te digo… Pero no puedo pensar con claridad, no sé qué me sucede… Tengo que escribirte eso… ¡No, maldito seas! ¡Detente! ¡No! ¡No lo hagas! ¡Quítame las manos de encima!»

Eso fue todo. Maglore no escribió más porque murió, simplemente…. La maldita criatura no quería que revelase sus secretos. Asusta sólo pensar en la muerte terrorífica que hubo de tener el pobre hombre, pero eso no es lo peor de todo… Lo que realmente me espanta es recordar, pensar en lo que vi cuando abrimos la puerta, lo que explicaba cómo murió Maglore.

Allí estaba Simon Maglore, en el suelo, rodeado de sangre. Desnudo de cintura para arriba, como ya he dicho. De bruces, pero con la cara vuelta, con la cabeza espantosamente retorcida… Y por su espalda asomaba aquel ser repugnante, que era tal y como lo describió Maglore en su carta… Aquel pequeño monstruo temeroso de que quien era su víctima revelase sus secretos; aquella horrorosa criatura que había hecho un gran agujero en la espalda de Simon Maglore para salir de su interior, agarrarlo por el cuello con sus garras, más que pequeñas manos oscuras, y retorcérselo hasta matarlo.

Ir a la siguiente página

Report Page