El que abre el camino: 24 historias macabras

El que abre el camino: 24 historias macabras


EL EXTRAÑO VUELO DE RICHARD CLAYTON

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EL EXTRAÑO VUELO DE RICHARD CLAYTON

(The Strange Flight of Richard Clayton)[12]

Richard Clayton desentumeció los brazos balanceándolos hasta quedar como un buceador en espera de lanzarse al agua desde un trampolín alto. Realmente era un buceador. Su trampolín era una nave espacial plateada, y estaba ya dispuesto a sumergirse, aunque no lanzándose hacia abajo sino proyectándose hacia el azul del cielo. No se trataba de un salto de veinte o treinta pies, sino de una propulsión de millones de millas.

Con un profundo suspiro, el científico regordete y con barba de chivo extendió sus manos hacia la fría palanca de acero, cerró los ojos y dio un fuerte tirón para bajarla hasta el tope.

Durante unos momentos no ocurrió nada.

Entonces, una fuerte sacudida arrojó a Clayton al suelo. ¡El Future estaba en marcha!

Un pájaro batiendo las alas para alcanzar el cielo, una mariposa nocturna que levanta un zumbido con las suyas, al volar… y un espasmo en los músculos tensos; todo eso de lo que participa un shock.

La nave espacial Future vibraba de un modo demencial. Iba de un lado a otro, la vibración golpeaba las paredes de acero. Richard Clayton se puso de pie con mucha dificultad, se pasó la mano por la frente, donde había recibido un golpe, y se dirigió tambaleante hacia su pequeña litera. La nave se movía, pero continuaban aquellas sacudidas. Clayton echó un vistazo al panel de mandos, soltó una maldición y dijo apesadumbrado:

—¡Dios, el panel está hecho añicos!

Así era. El panel de mandos había saltado en mil pedazos a causa de la fuerte sacudida. El suelo estaba regado de cristal y los diales giraban sin control en el tablero desnudo.

Desesperado, Clayton tomó asiento ante el panel de mandos. Aquello era una tragedia. Su recuerdo voló entonces treinta años atrás, hasta cuando era un niño de diez años impresionado por el vuelo de Lindberg. Pensó en sus estudios y en cómo había utilizado el dinero de su millonario padre para lograr una perfecta máquina voladora con la que surcar el espacio.

Richard Clayton trabajó en ello largos años, y soñó e hizo numerosos planes. Estudió los cohetes rusos y creó la Fundación Clayton, para la que contrató mecánicos, matemáticos, astrónomos e ingenieros que trabajaran con él.

Posteriormente se produjo el descubrimiento de la propulsión atómica, cuando ya había construido el Future, una cápsula de acero y duraluminio, sin ventanas y aislada por un procedimiento secreto. En la diminuta cabina había tanques de oxígeno, alimentos en forma de pastillas, energéticos químicos, aire acondicionado… y espacio para que un hombre pudiera dar seis pasos.

Era una pequeña celda de acero en la que Richard Clayton se disponía a satisfacer sus ambiciones. Lanzado en el despegue por cohetes que lo ayudarían a vencer la fuerza de gravedad terrestre, se valdría de la propulsión atómica para llegar a Marte y regresar.

Podría tardar unos diez años en llegar a Marte, y otros diez años en volver a la Tierra. La velocidad, a mil millas por hora, no era la de la luz, desde luego, sino la propia de un viaje lento y penoso, aunque calculado científicamente. Los mandos funcionaban de forma automática, por lo que no era preciso que Clayton pilotase la nave.

—¿Y ahora qué? —se preguntó Clayton mientras miraba lo que había sido el panel de control.

Había perdido contacto con el mundo exterior. Carecía de instrumentos de navegación para comprobar en el panel su progresión. Así no podía calcular el tiempo, ni la distancia, ni la dirección; quizá, por todo ello, tuviera que permanecer allí sentado diez, veinte años. Aislado en una pequeña cabina en la que no había espacio para libros, ni periódicos, y careciendo además de juegos con que matar el tiempo. Era, pues, un prisionero en la negra bóveda del espacio.

La Tierra había quedado ya muy lejos, abajo, tras él; pronto no sería más que una pequeña bola de fuego verde, más pequeña que la bola roja que tendría ante sí, la del fuego de Marte.

En el campo de despegue se había reunido toda una multitud para presenciar la salida de la nave. El ayudante de Clayton, Jerry Chase, fue quien se encargó de mantenerlo todo bajo control. Clayton pensaba ahora en toda aquella gente admirándose ante su luminoso cilindro de acero que brotaba de entre el humo gaseoso de los cohetes para propulsarse hacia el cielo como un proyectil. Y una vez perdida la nave en el azul del cielo, toda aquella gente habría vuelto a sus casas.

Él, sin embargo, seguiría allí, en la nave. Durante diez años, durante veinte años.

Sí, estaba en la nave. ¿Cuándo cesarían aquellas sacudidas? La vibración de las paredes y del suelo era insoportable; ni él ni los expertos habían contado con aquel problema. El temblor le sacudía la cabeza. ¿Y si no cesaba, y si aquello le acompañaba durante todo el viaje? ¿Hasta cuándo podría resistirlo sin volverse loco?

No obstante, podía pensar. Clayton se tendió en su litera y rememoró en detalle su existencia, desde sus primeros días hasta el presente. Pero todos sus recuerdos se agotaron en un corto espacio de tiempo. Y sintió una horrible sensación de vacío.

—Puedo hacer ejercicio —se dijo en voz alta, y comenzó a pasear por el reducido espacio de la cabina.

Seis pasos de ida, seis pasos de vuelta. Pronto se cansó de aquello.

Clayton exhaló un hondo suspiro mientras se dirigía al lugar donde estaban almacenadas las píldoras alimenticias.

—Ni siquiera puedo entretenerme comiendo —dijo con amargura—. Me trago esto sin más…

Continuaban las sacudidas, que al menos consiguieron borrar de su rostro aquella amargura. Aquello era para enloquecer. Se tumbó de nuevo en el camastro. Debería dormir. Quizá pudiera hacerlo a pesar de aquellos tirones. Apagó la luz. Sus pensamientos lo llevaron a considerar de nuevo su estado actual, el de un prisionero del espacio. Fuera de la nave, los planetas giraban y giraban, las estrellas parpadeaban en la inmensa negrura de la Nada espacial. Pero allí estaba él, seguro y cómodo en una cámara vibratoria, a salvo del frío helador. ¡Si cesaran estas malditas sacudidas!

Todo aquello, no obstante, tenía sus compensaciones. En todo lo que durase el viaje no habría periódicos que le atormentaran con los relatos del hombre como enemigo del hombre, ni tontos y aburridos programas de radio y de televisión. Pero aquella maldita vibración omnipresente…

Clayton consiguió dormir mientras surcaba el espacio.

Cuando despertó no había luz. Allí no había día, ni noche. Sólo él, en la nave, en el espacio. Y aquella vibración que le destrozaba los nervios, aquellas sacudidas que le golpeaban directamente el cerebro. Las piernas de Clayton temblaban cuando llegó hasta el armarito y se comió las píldoras.

Después tomó asiento y comenzó a sufrir. Lo invadía una lenta pero constante sensación de soledad. Se sintió aislado, al margen de todo. No tenía nada que hacer. Su situación era peor que la de un preso en confinamiento solitario. Un preso, al menos, dispondría de una celda más amplia, podría disfrutar de un poco de aire fresco, de un rayo de sol; incluso podría ver el rostro de alguien ocasionalmente.

Clayton se había considerado muchas veces todo un misántropo. Ahora, sin embargo, extrañaba no ver otras caras. Cuanto más avanzaban las horas, más raras eran las ideas que tenía. Ansiaba contemplar la vida, en cualquiera de sus manifestaciones; hubiese dado una fortuna a cambio de la compañía de un simple insecto en su calabozo volante. El sonido de una voz humana le hubiera parecido celestial. Estaba realmente solo.

Nada que hacer sino soportar las malditas sacudidas, la constante vibración; nada que hacer, salvo dar aquellos cortos paseos, tomarse las píldoras e intentar conciliar el sueño. Y nada en lo que pensar… Clayton empezó a desear que llegara el momento en que tuviese al menos que cortarse las uñas; podría entretenerse en ello durante horas.

Examinó sus ropas con detenimiento, se miró horas y horas en su pequeño espejo —le había crecido la barba.

Pasó minuciosa revista a todo lo que había en la cabina del Future.

Y no consiguió cansarse lo suficiente como para necesitar de un sueño reparador.

Pronto experimentó un dolor de cabeza que al poco le resultaría constante. Así y todo, logró cerrar los ojos al cabo y hundirse en una especie de duermevela, que en cualquier caso a cada poco se interrumpía a causa de las sacudidas.

Cuando al fin decidió levantarse y encender la luz, descubrió algo realmente espantoso.

Había perdido la noción del tiempo.

«El tiempo es relativo», había oído decir desde siempre. Ahora se le presentaba la mejor ocasión para comprobarlo. Estaba desprovisto de instrumentos para medir el tiempo; no tenía reloj, no podía ver el sol, ni la luna y las estrellas; carecía de toda actividad reguladora. ¿Cuánto tiempo hacía ya que había iniciado el vuelo? No pudo recordarlo, aunque lo intentó denodadamente.

¿Había comido cada seis horas? ¿O quizá cada diez horas? ¿Y si lo hubiese hecho cada veinte horas? ¿Había dormido una vez al día? ¿Un rato cada tres o cuatro días? ¿Había paseado a menudo?

No podía fijar siquiera su propia situación, se hallaba completamente perdido. Se tomó una vez más las píldoras en una especie de suspensión de toda actividad mental, tratando de aislarse de aquellas sacudidas que embotaban sus sentidos.

Era espantoso. Si perdía por completo la noción del tiempo, no tardaría en perder la noción de su propia identidad. Eso le supondría la locura. Tenía, pues, que agarrarse a algo, tenía que resistir el tortuoso aislamiento. ¿Qué era el tiempo?

Tampoco quería pensar demasiado en eso. En realidad no quería pensar en nada. Tenía que olvidar forzosamente el mundo que había dejado abajo si no quería que sus recuerdos le hicieran enloquecer.

—Tengo miedo —se dijo—. Tengo mucho miedo de esta oscuridad, de hallarme solo, perdido en ella. Quizá haya dejado atrás la Luna; quizá me encuentre ya a un millón de millas de la Tierra… Quizá esté a diez millones de millas.

Entonces se dio cuenta de que estaba hablando solo. Aquello era cosa de locos. Pero no podía evitarlo, en la misma medida que no podía evitar aquella vibración constante, las malditas sacudidas de la nave.

—Tengo miedo —dijo, con una voz que resonó profundamente en el breve espacio de la cabina—. Tengo miedo. ¿Qué hora es?

Al fin se durmió, sin dejar de musitar cosas… Mientras, el tiempo seguía pasando.

Clayton despertó fresco, con energías renovadas. No obstante, supuso que estaba perdiendo también el sentido del equilibrio. La presión del exterior, a pesar de la compensación habilitada en la cabina, quizá hubiese afectado a sus nervios. El oxígeno lo había dejado aturdido, la alimentación a base de píldoras no podía ser buena. Pero ya no sentía la debilidad de antes. Paseó un poco, sonriente.

No pasó mucho tiempo hasta que volvieron a atormentarlo sus pensamientos. ¿Qué día era? ¿Cuántas semanas habían pasado desde que inició su vuelo? Quizá ya hubiesen transcurrido meses; acaso un año entero, y hasta dos años… Todo lo que concernía a la Tierra le resultaba muy lejano, como si fuese un fragmento de un sueño que hubiera tenido. Se sentía más próximo a Marte que a la Tierra; empezaba a anticipar, a mirar adelante en vez de mirar atrás.

Durante un tiempo todo lo había hecho mecánicamente. Apagó y encendió la luz cuando hubo de hacerlo, se tomó las píldoras por mera costumbre de hacerlo, se ocupó del sistema de ventilación de la nave rutinariamente, sin saber por qué o para qué.

Richard Clayton fue olvidándose gradualmente incluso de su propio cuerpo. El constante zumbido de la nave y las sacudidas se convirtieron en una especie de dolor menudo, lo único que le daba la consciencia de hallarse viajando a través del espacio en un proyectil plateado. Pero aquello tampoco significaba nada, en realidad, pues Clayton había dejado de dirigirse siquiera la palabra, como si se le hubiera olvidado todo. Sólo soñaba con Marte. A cada violenta sacudida de la nave susurraba: «Marte… Marte… Marte».

Entonces aconteció algo maravilloso. Aterrizó. La nave se clavó en una sacudida que parecía un estertor. Había rasgado suavemente la envoltura gaseosa del planeta rojo. Clayton llevaba un tiempo percibiendo algo así como la atracción de una fuerza de gravedad, lo que le dijo que los instrumentos automáticos de su nave estaban neutralizando las descargas atómicas para hacer uso de la fuerza de tracción gravitatoria de Marte.

La nave se clavó, sí, y Clayton abrió la puerta. Rompió los precintos y salió. Brincó suavemente sobre la hierba de color púrpura.

Sintió leve su cuerpo, liberado. Podía disfrutar de aire fresco; la luz del sol parecía más fuerte, más intensa, aunque hubiese nubes que velaban el globo luminoso.

Más allá había bosques, verdes bosques entre cuyos altos e imponentes árboles crecía una vegetación de color púrpura. Clayton avanzó hacia la rutilante arboleda. El primer árbol tenía unas ramas que se inclinaban hacia el suelo como dos extremidades.

Y lo eran. Extremidades. Dos largos brazos verdes que se extendieron hacia él para abrazarlo como si fueran poderosas colas, o serpientes, y llevarlo hasta el tronco oscuro. Desde allí pudo observar las excrecencias de color púrpura que brotaban entre las hojas.

Pero las excrecencias de color púrpura eran… cabezas.

Diabólicos, purpúreos rostros que lo miraban con ojos ponzoñosos, como setas venenosas. Rostros arrugados y rojos como lombardas, pero bajo cuya masa pulposa había una gran boca. Todos aquellos rostros púrpura tenían una boca igualmente púrpura, y de todas aquellas bocas púrpura goteaba sangre. Los brazos del árbol le apretaron un poco más fuerte contra el frío tronco, y uno de aquellos rostros púrpura, el de una mujer, comenzó a acercarse a él con la intención de besarlo.

¡El beso del vampiro! El rojo escarlata de la sangre chorreaba por aquellos labios sensuales que se dirigían a los suyos. Clayton intentó desasirse, pero los brazos del árbol le mantenían firmemente sujeto, y aquel rostro, frío como la muerte, alcanzó el suyo. Lo besó. La helada llamarada de aquel beso atravesó todo su ser, ahogando sus sentidos.

Clayton despertó de golpe y supo que todo había sido un sueño, una pesadilla. Su cuerpo estaba empapado en sudor. Esto le hizo adquirir consciencia de su ser, y se levantó para mirarse en el espejito, tambaleándose.

Una sola mirada bastó para hacerle retroceder espantado. ¿Aquello también formaba parte de su pesadilla?

En el espejo Clayton vio reflejado, por unos instantes, el rostro de un anciano. Un rostro arrugado, de mejillas colgantes. Pero lo peor eran sus ojos, que ni siquiera le parecieron tales. Eran rojos y estaban hundidos en unas huesudas cuencas; ardían con una salvaje expresión de horror. Clayton se tocó la cara y al hacerlo vio su propia mano surcada por venas azules, que se alzaba ante el espejo para deslizarse a través de su cabello blanco.

Recobró en parte el sentido del tiempo. Llevaba años enteros en la nave. ¡Años! ¡Había envejecido!

Sin duda la vida contra natura que había llevado allí encerrado influyó en su proceso degenerativo, pero aquello no bastaba, era evidente que había pasado mucho tiempo desde el inicio de su vuelo. Clayton supo por eso que pronto llegaría al final de su viaje. Quería culminarlo antes de que lo asaltara otra pesadilla semejante. A partir de ese momento, su lucidez y la reserva física que mantenía serían sus aliadas necesarias para luchar contra ese enemigo invisible que era el tiempo. Volvió a su camastro, mientras el Future, tremolante como un monstruo de acero y volador, se adentraba en la negrura del espacio interestelar.

Alguien golpeaba la nave por fuera; era como si unas manos de hierro aporreasen la puerta. Monstruosos seres de metal dejaban sentir su amenaza férrea. De rostros severos, acerados e inexpresivos, apresaron a Clayton por los brazos y le forzaron a caminar. Lo llevaron casi a rastras por la plataforma, obligándole después a subir a una gran torre metálica. Escaleras arriba resonaban los pies metálicos de aquellos seres… Clang, clang, clang.

Los peldaños de hierro parecían no tener fin, pero los monstruos de metal no se tomaban un respiro. Sus rostros seguían impasibles, el hierro no suda; pero Clayton estaba completamente agotado cuando lo arrastraron hasta la Presencia, en aquella dependencia en que desembocaba la escalera de la torre. Una voz metálica zumbó mecánicamente, como un disco rayado.

Lo… encontramos… en… un… pájaro…, oh… Maestro.

Está… hecho… debían… dura.

Vive… de… forma… extraña.

Un… a… ni… mal.

Luego se dejó sentir una voz como un trueno que partía del centro de aquella dependencia de la torre.

Tengo hambre.

El Maestro se levantó de su trono de hierro. Era una gran trampa de hierro, con mandíbulas de acero, como las de una excavadora mecánica. Se abrieron sus mandíbulas y le brillaron espantosamente los dientes. De la profundidad de aquellas fauces brotó una voz:

Alimentadme.

Con sus brazos de hierro arrastraron a Clayton hasta las mandíbulas del monstruo. Las mandíbulas se cerraron sobre su blanda carne humana.

Clayton se despertó gritando. Percibió el brillo del espejo cuando, con manos temblorosas, alcanzó el interruptor de la luz y la encendió. Allí vio de nuevo el rostro de un anciano, su cabello casi por completo encanecido. Envejecía rápidamente y se preguntó si su cerebro lo resistiría.

Tomó sus píldoras, dio un corto paseo, escuchó atentamente el zumbido y la vibración de la nave, activó el sistema de renovación del aire y se tumbó de nuevo en el camastro. No podía hacer nada, sólo esperar. Esperar en una cámara de tortura vibratoria, durante horas, días, semanas, años, siglos, eones incontables.

Y a cada eón, un sueño. Descendió en Marte, y los fantasmas surgieron esta vez de una niebla gris. Eran como viscosos ectoplasmas nacidos de la propia niebla. Clayton veía a través de ellos. Y sus voces eran leves susurros en su alma.

—Aquí está la vida —le susurraban—. Nosotros, almas de los que han cruzado muertos el vacío, esperábamos la llegada de la vida para darnos un festín. Disfrutemos pues de ese festín.

Y lo envolvieron en sus vestiduras grises, y sorbieron su sangre con sus bocas no menos grises, ansiosas…

En otra ocasión aterrizó en el planeta y no vio nada. Absolutamente nada. El suelo era árido y se extendía interminablemente hacia los horizontes de la nada. No había cielo ni sol, sólo una tierra baldía, inacabable en cualquier dirección.

Puso un pie en el suelo, con suma cautela. Y se hundió en la nada. Pero la nada vibraba, igual que el Future; la nada lo engullía, sentía hundirse lentamente en una sima muy honda y sin lados, mientras el olvido se cernía sobre él.

Apenas despertó Clayton de este sueño, se miró en el espejo. Sentía débiles las piernas y le temblaban las manos como a los viejos. Observó el rostro que le mostraba el espejo, el de un hombre de setenta años.

—¡Dios mío! —musitó—. Era su voz, era el primer sonido que oía desde… ¿Cuánto tiempo hacía? ¿Cuántos años? ¿Cuánto tiempo había transcurrido sin oír nada, salvo la infernal vibración de la nave? ¿Hasta dónde había llegado el Future? Era ya un hombre viejo.

Una idea espantosa cruzó por su cerebro. Algo tenía que haber funcionado mal, por fuerza. Quizá los cálculos hechos fueran erróneos; acaso estuviese moviéndose en el espacio con excesiva lentitud, por lo que podía no llegar jamás a Marte. Luego —otra espantosa posibilidad— pensó que podía haber dejado atrás Marte, para abismarse en las bóvedas vacías, más allá del planeta.

Ingirió una vez más sus píldoras para echarse después en la litera. Estaba un poco más tranquilo y era normal que así fuese, pues por primera vez en mucho tiempo evocaba la Tierra.

¿Y si hubiese sido destruida? ¿Y si hubiese sido arrasada por la guerra, la peste o cualquier otra pandemia mientras él estaba lejos? ¿Y si hubiese sido reventada por un meteorito errante? Aquéllas y otras ideas fantásticas lo asaltaban vertiginosamente… ¿Y si unos invasores hubiesen atravesado el espacio para conquistar la Tierra, del mismo modo que él lo cruzaba ahora para alcanzar Marte?

Pero no tenía sentido preocuparse por todo eso. Todo lo que tenía que hacer era alcanzar el objetivo previsto. Y para lograrlo no podía hacer otra cosa sino esperar y conservar su vida y la lucidez necesaria el tiempo que fuera preciso. En el horror vibratorio de su celda, Clayton hizo acopio de las pocas energías que le quedaban para adoptar una firme resolución. Viviría, descendería, vería Marte. Morir en el largo camino de vuelta, sin embargo, no le preocupaba, pues su misión consistía en vivir hasta alcanzar su objetivo. Así que tendría que luchar contra sus pesadillas a partir de ese preciso instante y a pesar de la vibración diabólica de la nave, de aquella cárcel diminuta en la que se hallaba. Vivir a pesar de todo eso.

Sintió voces procedentes del exterior de la nave. Fantasmas que aullaban en la oscura negrura del espacio. Tuvo visiones de monstruos y soñó con torturas, pero pudo rechazarlo todo. Cada hora, o día, o año —le era imposible medirlo—, Clayton conseguía arrastrarse hasta el espejo, que siempre le mostraba su rápido envejecimiento. Su cabello, blanco como la nieve, y las arrugas del rostro, le conferían el aspecto que acompaña a la irrevocable senilidad. Pero seguía vivo. Era demasiado viejo para seguir pensando, y estaba demasiado débil. Se limitaba a vivir anclado en la nave.

Al principio no se percató de nada. Seguía tendido en su litera, con los ojos cerrados, sumido en una suerte de estupefacción. De repente notó que cesaba la vibración. Clayton supuso que había estado soñando de nuevo. Se frotó los ojos, sacudió la cabeza… Pero no era así. El Future estaba inmóvil. ¡Había aterrizado!

Clayton temblaba de manera incontrolable. Era la consecuencia de tantos años vibrando, de tantos años de violentas sacudidas, de tantos años sin otra compañía que la de las formas de sus pensamientos delirantes. Apenas podía mantenerse en pie.

Al fin le había llegado el momento, lo que esperaba desde al menos diez años. No, seguro que habían transcurrido muchos más años. Pero ya estaba a punto de ver Marte. Lo había conseguido. ¡Había hecho un imposible!

Pensar aquello lo estimulaba. Pensar aquello le dio las fuerzas necesarias para arrastrarse hasta la puerta, largo tiempo sellada.

Junto a la puerta había una palanca.

Su viejo corazón latió muy excitado mientras empujaba la palanca hacia arriba. La puerta se abrió y la luz del sol y el aire fresco penetraron en la cabina.

La luz le obligó a parpadear y el aire le oprimió los pulmones. Sus pies se arrastraban penosamente.

Clayton cayó en los brazos de Jerry Chase.

Clayton no sabía que aquel hombre era Jerry Chase. Ya no podía saber nada. Había pasado por un trance realmente duro.

Jerry Chase se quedó mirándole, extrañado de estrechar en sus brazos aquel cuerpo tan debilitado.

—¿Dónde está Clayton? —preguntó con la voz embargada—. ¿Quién es usted?

Miró con mayor atención el rostro viejo y arrugado de aquel hombre.

—¡Dios mío! ¡Pero si es Clayton! —gritó—. ¿Qué le ocurre, señor? El sistema de propulsión se averió al activar usted el mecanismo de despegue de la nave, pero las descargas atómicas no se interrumpieron. La nave no llegó a despegar, aunque la violencia de las descargas atómicas impidió que nos acercáramos a usted hasta ahora. Hace sólo unos momentos que cesaron las sacudidas, pero no hemos perdido de vista al Future, ni de día ni de noche. ¿Qué le ha sucedido, señor?

Richard Clayton abrió lentamente sus apagados ojos azules. De su boca torcida en un rictus de dolor salió un leve susurro:

—Yo… he perdido la noción del tiempo… ¿Cuánto… cuánto he estado en el Future?

Jerry Chase, con semblante preocupado, miró fijamente al anciano y respondió en voz baja:

—Sólo una semana.

Y la muerte tornó vidriosos los ojos de Richard Clayton, con lo que concluyó su largo viaje.

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