El que abre el camino: 24 historias macabras

El que abre el camino: 24 historias macabras


EL INFLUJO DEL SÁTIRO

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EL INFLUJO DEL SÁTIRO

(The Seal of the Satyr)[15]

Roger Talquist supo siempre que regresaría a Grecia. Esa certeza de los días de su niñez lo había acompañado a través de los años. Después de que su padre lo enviase a estudiar a Inglaterra, añoraba en todo momento la belleza de las viejas colinas donde aprendió las canciones pastoriles de los poetas de la antigüedad. La posterior y encomiable carrera de Talquist en la arqueología hizo que se acrecentase aquel sentir pagano anidado en su alma. Soñaba siempre con colinas purpúreas y con ruinas de mármol brillante, amarillento de edades bajo la luz marfileña de la luna.

Era inevitable, pues, el regreso, y cuando la expedición organizada por la Residencia Oxonian[16] fue a hacer unas excavaciones junto al templo de Poseidón, se enroló contento para volver así a la tierra en la que había pasado una buena parte de su niñez.

Una vez allí, su interés por el trabajo de investigación en sí fue incluso menos que superficial. Cumplía indiferente su rutina y se pasaba la mayor parte del tiempo libre que le quedaba vagando por ahí, en especial por el puerto de Milenos. Un corto paseo lo llevaba desde los muelles a las místicas colinas preñadas de árboles que daban magnífica sombra. Su imaginación se volvía vertiginosa al amparo del bosque silencioso, llevada por las leyendas tradicionales paganas que conocía de boca de los campesinos.

En aquellos bosques aún parecían morar las ninfas tanto como planeaban las águilas. Las escalinatas y antiguos caminos en ruina llamaban la atención de Roger Talquist, que sucumbía de inmediato a la tentación de seguirlos, e incluso de escalar las colinas hasta llegar a cualquier eminencia desde la que contemplar la planicie donde según las leyendas pastaban las ovejas mientras el dios Pan hacía sonar su caramillo. A Talquist le placía sobremanera creerse a medias las antiguas leyendas, y hasta se propuso hacer una cumplida compilación de las supersticiones locales. Nadie mejor que aquellos campesinos para hablarle del dios Pan y de los espíritus del bosque.

Talquist hablaba griego sin problemas, con gran fluidez, cosa por la que seguramente era tan bien recibido por los lugareños cuando entraba en sus modestas casas y les pedía la narración de tradiciones locales en muchos casos ya olvidadas. En esas andaba Talquist cuando se topó con papá Lepolis, un viejo patriarca familiar que parecía la representación carnal de algún dios cretense del mar. Papá Lepolis prometió al joven científico, mirándole con sus profundos ojos negros, que le mostraría un antiguo altar ante el que sus ancestros habían rendido culto a los dioses del bosque.

Había, en efecto, un recóndito lugar del bosque, una hondonada donde los hombres de la antigüedad hacían sus ofrendas a los dioses. Aún se conservaban las ruinas, que eran sin embargo conocidas por muy pocos. La gruta era, prácticamente, un lugar secreto, pues, y además prohibido por la iglesia ortodoxa, que se arrogaba su posesión. Había allí piedras grabadas que, según le dijo papá Lepolis, interesarían mucho a un arqueólogo como él.

—Lléveme allí —dijo Talquist de inmediato, entusiasmado—. Tengo que ver esa hondonada.

Lepolis permaneció un rato en silencio, mesándose la espesa barba.

—Me pregunto… si realmente me atrevería a hacerlo, señor Talquist —dijo al fin.

—¿Atreverse? —se extrañó Talquist.

—Usted y yo somos hombres de este tiempo… No tememos esas cosas que aún hacen temblar de miedo a los ignorantes campesinos de estas tierras.

—¿Y a qué tienen miedo? ¿Es que hay que temer algo?

Lepolis bajó la vista y permaneció un rato mirando el suelo.

—Nada, seguramente —respondió Lepolis—. Pero en esa gruta hay un altar, como le he dicho, ante el que en tiempos los hombres adoraron a Pan. E hicieron más cosas…

Talquist escuchaba con gran interés.

—Sí —prosiguió Lepolis—; si hemos de creer lo que dicen las leyendas, al menos en parte, los adoradores del dios Pan hacían algo más que rendirle culto… Hacían también… sacrificios.

—¿Se refiere a sacrificios de animales?

—No, señor Talquist. No me refiero a eso… En realidad, a los dioses de los bosques había que ofrendarles sacrificios humanos. Querían carne caliente, carne viva… Carne de jóvenes vírgenes, por ejemplo, con que saciar su apetito divino.

Talquist sonrió condescendiente.

—Bien, ¿y qué más da? En todo caso eso ocurriría hace miles de años… ¿Qué nos importa ahora? Ya he oído historias así, por supuesto… Pero sinceramente creo que en el presente no hemos de temer nada porque en tiempos se derramase allí sangre humana, si es que en verdad se hizo.

—Creo que no me entiende usted, mi joven amigo. ¿Sabe por qué se hacían allí sacrificios, qué llevaba a aquellos hombres a hacerlos?

—No —admitió Talquist.

El viejo patriarca comenzó a hablar en voz baja, una voz que parecía salir a través de su espesa barba.

—Decían que los dioses se aparecían a los humanos adoptando las formas de éstos en ocasiones, y en otras adoptando las formas de las bestias. Los pastores y las vírgenes errabundas de las colinas participaban de las venturas de los dioses de la naturaleza, con los que yacían, y de su unión nacieron los sátiros y los faunos, mitad hombres y mitad bestias.

—Sí, Lepolis, conozco esos mitos… Sátiros, centauros… La unión entre hombres y bestias es algo habitual en la mitología griega… ¿Y bien?

—Esas criaturas poseían sangre divina, señor Talquist. Y por lo tanto son inmortales.

Talquist abrió desmesuradamente los ojos, sorprendido.

—¿Qué quiere decir? ¿Acaso teme que esa hondonada del bosque y su altar estén guardados por… monstruos?

—No, no, nada de tonterías semejantes —dijo el anciano, incómodo.

Talquist se preguntaba si aquel hombre creía realmente todo eso.

—Entonces, ¿de qué se trata, Lepolis?

—Mire, cuando los hombres de la antigüedad hacían sacrificios en ese altar, recibían dones a cambio. ¿Comprende ahora? Hacían que corriera la sangre y los dioses les premiaban por ello. Terribles premios, señor Talquist.

Talquist lo miraba fijamente.

—No sé a qué se refiere…

—No sabría decirlo con exactitud, pero es normal que los adoradores pretendan recibir dones de los dioses. Quieren, por ejemplo, la inmortalidad que les es concedida a los faunos y a los sátiros, y también a las ninfas. A veces los dioses les dan amuletos y señales de su aprecio… Y quienes los lucen, son los llamados a buscar víctimas propiciatorias, o lo eran, mejor dicho… Los encargados de buscar gente a la que entregar en ofrenda.

Talquist sonreía con sorna.

—¿De veras cree usted en todo eso?

—No, no exactamente, señor Talquist —replicó suavemente papá Lepolis.

—Bien, pues entonces lléveme a ese altar —insistió el joven científico.

Los ojos del anciano evitaron la mirada de Talquist.

—No puedo enseñar esa hondonada a nadie —dijo al fin papá Lepolis, con cierta pesadumbre—. Es un secreto de familia… Además, créame, es mejor no saber ciertas cosas. He sido un imbécil por hablarle de todo esto.

Talquist puso una pila de dracmas en la mesa. Lepolis miró las monedas mientras movía intranquilo los pies. Y sonrió.

—Soy un anciano, señor Talquist; un hombre anciano y cansado…

Me resulta dificultoso desplazarme, pero… Bien, lo llevaré a usted hasta ese altar si así lo desea.

Talquist sonrió complacido.

—¿Mañana? —preguntó.

—Sí, mañana.

* * *

Hacían una extraña pareja, ellos dos, andando por aquellos caminos al día siguiente. El alto y barbado papá Lepolis con sus ropas que eran casi harapos, y el bien vestido Roger Talquist, bajo la dudosa luz de las primeras horas del nuevo día. A medida que avanzaban, el bosque se tornaba más denso, preñado de árboles, de viñedos y de abundante maleza. Apenas penetraban los rayos del sol.

Al principio Talquist seguía al anciano por aquel sendero lleno de los alegres cantos de los pájaros en sus ramas. Ahora iban por una zona donde la vegetación era aún más cerrada, de un verdor ennegrecido en donde parecía imposible que hubiese vida, sólo una suspensión palpitante. La palpitante suspensión del tiempo que se experimentaba en aquel antiguo paso en la foresta.

Era un profundo bosque de la antigua Grecia; un bosque cerrado y olvidado de casi todos desde hacía tres mil años. Allí hicieron cabriolas y relincharon los centauros junto a los oscuros arroyos, y las ninfas subieron gozosas por las colinas atraídas por el sonido embriagador de laúdes ocultos. O eso imaginaba Talquist. Su pensamiento, ahora, debía mucho a los mitos que había oído narrar a los viejos del lugar. Parecían de lo más apropiado en un lugar como aquél.

Lepolis seguía al frente, silencioso, como si fuese un furtivo. Ahora que se había embarcado en aquel periplo, no parecía reparar en que lo hacía. Talquist se percató de que el anciano, sin embargo, miraba frecuentemente a un lado y a otro, como si quisiera ver lo que había entre los árboles. Lepolis parecía tener miedo. Sería que en verdad creía en todo aquello, en todas aquellas leyendas y fábulas de las que había hablado.

Entre algunos claros del bosque y zonas de légamo siguieron caminando con cierta dificultad en muchos tramos, pero Talquist observó que el anciano continuaba con paso seguro. Luego continuaron por un sendero serpenteante y en ascenso que los condujo a otra parte del bosque aún más cerrada y oscura, hasta llegar a una arboleda que parecía a punto de hundirse en la tierra húmeda.

Roger Talquist miró hacia el frente, en busca de la meta. Sus ojos avistaron pronto una especie de gran anillo de hierba que rodeaba una hondonada, y observó también que la hondonada en sí estaba rodeada de piedras que parecían haber sido puestas en esa distribución siguiendo una fórmula concreta. Era dudoso, sin embargo, que aquellas grandes rocas hubieran sido puestas allí voluntariamente, artificialmente, cabría decir… Por el contrario, sí parecía que llevaran allí siglos, en la misma disposición. No obstante, había algo en su disposición que sugería un altar circular; además, la gran piedra del centro era plana en su superficie, ideal para consumar allí sacrificios rituales.

Bajaron a la hondonada y entonces Talquist se puso al frente, pues su guía, de tan anciano, descendía con mayor dificultad y adoptando muchas precauciones. Una vez abajo, Talquist procedió al examen minucioso de aquellas grandes piedras, deteniéndose en las erosionadas pero aún perceptibles inscripciones que había en ellas. Buscó a tientas algún fragmento de roca por si podía constituir un amuleto o una reliquia.

Y entonces vio aquello Robert Talquist. La hierba, de tan húmeda, se hundía; la tierra estaba también muy húmeda. Y en un círculo alrededor del altar central vio las huellas inequívocas de unas pezuñas.

Talquist gritó con la voz presa por el asombro.

—¡Vea esto, Lepolis!

El anciano llegó hasta donde se hallaba, se agachó y examinó las pisadas, que eran muy claras y recientes. Sonrió apesadumbrado.

—Se lo avisé, señor Talquist… Hay criaturas que vienen a este altar abandonado…

—Eso no tiene sentido —dijo el joven científico—. Sólo quiero que me hable de los machos cabríos salvajes… ¿Acaso vienen a pastar por aquí?

El anciano sonrió enigmáticamente.

—¿Machos cabríos salvajes? —dijo—. Observe bien esas pisadas, señor Talquist… No son de macho cabrío.

Talquist examinó de nuevo las pisadas. Vio entonces que no eran realmente de macho cabrío, pues resultaban más grandes. Pero no podían ser de otro animal… ¿De qué se reía papá Lepolis?

—Ya se lo dije, señor Talquist —abundó el anciano—. Ya le avisé de que por el bosque merodean ciertos seres… que no han muerto. Ya le conté lo que sabe mi familia desde generaciones; y de su fe y de su conocimiento de esta tierra, aunque se trate de cosas que deben mantenerse en silencio… Mire que le dije que aquí se hicieron sacrificios rituales a cambio de recibir dones de los dioses. Aspiraban, sobre todo, al don de la vida eterna, a la consecución del poder, cosa que obtendrían al recibir de los dioses la señal para que procedieran al rito de matar. Quizá no les gustara vivir eternamente convertidos en otra cosa, pero al menos así conseguían eso, la vida eterna. Mucho mejor que morir, ¿no?

Pero ¿de qué hablaba aquel viejo chiflado? ¿Podía albergar alguna duda sobre si estaba o no loco?

La voz de Lepolis sonó estridente ahora.

—¡Se lo avisé, recuérdelo! Traté de impedir que viniese. Pero usted insistió… Sí, ya sé que soy débil; ya sé que soy viejo y no quiero morir… ¡Tengo miedo a la muerte, señor Talquist! A mí tampoco me importaría vivir eternamente, aunque fuese de otra manera, convertido en un ser distinto del que soy… Así que, señor Talquist, ahora que estamos ante el altar… ha llegado el momento…

También llegó él, por supuesto; y de modo tan rápido que Talquist no pudo prepararse. Ya había comenzado a acercársele Lepolis cuando hablaba. Y de golpe sacó un cuchillo, cuya hoja brilló con un fulgor verde oscuro, el del lugar donde estaban. Para descargar un golpe violento.

Sorprendido, Talquist apenas pudo evitar el ataque, pero por fortuna se hizo a un lado raudo, salvándose. El anciano, riéndose como un orate, le echó mano al cuello y alzó de nuevo el cuchillo mientras empujaba a Talquist contra el altar, sobre cuya piedra quedó tendido. Desde allí observó el brillo tembloroso de la hoja, desde allí vio la determinación furibunda del anciano, y con el corazón helado sintió que iba a morir.

No obstante, en un movimiento reflejo último, llevado de su pánico, Robert Talquist alzó un brazo y logró sujetar la muñeca del anciano. Lucharon unos segundos, hasta que consiguió invertir la situación, volcando a Lepolis sobre el altar de piedra. El viejo patriarca, aunque se hallaba ahora en situación de desventaja, siguió luchando fieramente, pero lo mismo hizo Talquist, evitando que el otro se deshiciera del férreo agarrón con que su mano le sometía la muñeca, evitando así las cuchilladas que el anciano pretendía tirarle.

—¡Socórreme, gran dios Pan! —clamó entonces Lepolis, pero justo entonces, tras gritar aquello, Talquist consiguió doblegarlo y, aprovechando la propia furia del anciano, hizo que la hoja del cuchillo se le clavara varias veces en el cuello, del que manó al instante un auténtico río de sangre que tiñó el altar mientras el anciano rendía su vida.

Talquist, no tanto sorprendido como aterrorizado, dio un paso atrás. Estaba aturdido. La tierra parecía girar a su alrededor; sintió que las piedras se movían amenazantes, que todo se tornaba aún más oscuro, y para su mayor espanto sintió Talquist el sonido de una sucesión de truenos bajo sus pies. Todas aquellas sensaciones, sin embargo, cesaron al poco. Y contempló demudado el cadáver de aquel hombre sobre el altar.

Lepolis, en realidad, lo había llevado hasta allí para matarle, para satisfacer así la exigencia de las antiguas tradiciones que le había referido. Por eso intentó asesinar al joven científico, por eso intentó sacrificarlo en el altar de piedra, para así recibir el don de la vida eterna aunque en otro cuerpo. Para así recibir el regalo de los dioses antiguos. Lepolis había enloquecido, no le cupo duda a Talquist. Fue un hecho lamentable.

Talquist comenzó a apartarse lentamente del altar. Tenía que hallar la manera de salir del bosque, y hacerlo además rápidamente.

Pero… ¿qué era aquello? A los pies del altar había algo que brillaba… Talquist se acercó a recogerlo. No lo había visto antes, cuando anduvo inspeccionando el lugar. Lo alzó para verlo a la luz que apenas se filtraba, la de un sol con el color rojo de la sangre.

Era un medallón octogonal tallado en piedra verde, tan erosionado por el paso del tiempo que semejaba pertenecer a edades incontables. El medallón pendía de una cadena de oro macizo, lo que hacía evidente que había sido pensado para lucir en el cuello.

Talquist lo examinaba con mucho detenimiento, y así descubrió que en el medallón había una figura alarmante.

Pero había algo en la técnica con que había sido tallado que sorprendía a Talquist más que lo turbaba. No parecía la consecuencia de una idea humana.

Si todo artista pone en su trabajo algo de sí mismo, lo que había traslucido en el medallón el ser que lo hiciera resultaba terriblemente extraño. Aquel macho cabrío que representaba la figura en realidad parecía ocultar otra figura. Una figura que Talquist no lograba descifrar, pero cuyo acecho sentía.

El medallón tenía, no obstante su antigüedad, un lustre especial; los trazos, sin embargo, aludían a lo que es contrario a la naturaleza común de las cosas. Cuanto más lo miraba Talquist, más se sobrecogía. El macho cabrío era el símbolo de Pan, y acaso la locura de Lepolis, que hablaba de dones recibidos de los dioses del bosque, seguía paralizando al científico.

Roger Talquist seguía contemplando la diabólica figura del medallón, mientras inconscientemente, preso de una fascinación completa, comenzaba a ponerse la cadena de oro al cuello.

Entonces se dio cuenta de lo que acababa de hacer. ¿Por qué se había puesto el amuleto? Presto llevó las manos a la cadena para quitárselo, pero apenas rozaron sus dedos el medallón, sufrió un choque paralizante. La piedra estaba tibia. Lo sintieron sus dedos, no de manera desagradable, sin embargo. La piedra era además radiante; y tenía la tibieza de la carne… Quizá poseyera propiedades radiactivas, se dijo.

Aquella tibieza cesó pronto, no obstante, y Talquist volvió de golpe a la realidad. Con la brisa llegaba veloz la noche. Las dos luces del anochecer hacían que de los árboles se proyectaran sombras fantásticas, mientras los propios árboles parecían figuras no menos extrañas, mecidas por el viento. Figuras que alargaban sus ramas como brazos verdes, como si quisieran cubrir el sendero aledaño, el único camino posible para ir o para salir de allí. Por un momento tuvo Talquist la noción absurda de que los árboles querían encerrarlo en la hondonada, impedir que saliera del bosque.

Miró entonces al cuerpo que yacía sobre el altar. Y cayó su vista después sobre aquellas pisadas que había en la hierba. Y se echó a temblar. Tenía que salir como fuese de allí.

Talquist echó a correr hacia donde estaba el sendero, adentrándose en la espesa foresta. Los últimos rayos del sol de poniente se clavaban en su medallón, y bajó los ojos para contemplarlo… Se movía levemente, como un péndulo. Lo tocó, pero no fue tibieza lo que sintió en este caso, sino una descarga que le dejó doloridos los dedos. Experimentó un fuerte pánico entonces porque supo que el medallón tenía vida, pulso. Era la sensación de llevar consigo una vida, una fuerza poderosa que le invadía la mano en oleadas, que le tomaba el brazo.

Aquello dio vigor a Talquist. Volvió a contemplar la silueta grabada en la piedra del medallón y sus ojos ardieron. La misma fuerza que se extendía desde sus dedos a su brazo parecía haberse adueñado ahora de sus ojos, e incluso de su mente.

Sí, el medallón estaba hecho de una materia viva y poderosa que se expandía por todo su ser mortal. Lepolis, con sus tonterías acerca de las mutaciones que podían darse en un humano tocado por los dioses, le había sembrado una duda que ahora, consciente de aquella potencia que hacía presa en él, le hacía pedir a Dios que todo aquello no fuese más que eso, una tontería.

Al fin y al cabo, Lepolis estaba muerto, si bien no lo había asesinado intencionadamente, y yacía sobre la dura piedra del altar. Un sacrificado. Una víctima propiciatoria. Fuese lo que fuera aquello que el anciano hubiera querido decirle al hablar de sacrificios y de dones recibidos, lo cierto es que Talquist, gracias a aquella potencia que sentía en sí, comenzaba a considerar, sin embargo, la posibilidad de que hubiera sido regalado por los dioses con el don de la inmortalidad. Eso, por otra parte, quería decir que cambiaría, que mutaría en otro ser, animado por la sangre divina del sátiro. Lepolis había muerto, sí, y Talquist colgaba ahora de su cuello el poderoso talismán. Era extraño, pero no lo había visto antes, cuando inspeccionó el lugar donde se alzaba el altar.

¿Había sido depositado allí por alguien o algo después de que se verificase el sacrificio? Aquel trueno que sintió bajo sus pies…

Pero todo aquello era absurdo. No hay dioses en los bosques, estamos en el siglo XX.

Y aquellas pisadas en la hierba…

Talquist trató de pensar en más cosas. Pero todo aquello resultaba fácil de aceptar, por muy paradójico que le pareciese. Le bastaba con observar su propio cuerpo. ¿Por qué se había sentido repentinamente tan extraño, tan diferente?

Sintió el súbito impulso de arrancarse el medallón y arrojarlo lejos de sí, y sus dedos se dirigieron, acaso instintivamente, hasta la piedra verde. Pero experimentó entonces una especie de aceleración fortísima de aquella fuerza que lo poseía, que se había diseminado ya por sus miembros, por lo que su mano quedó paralizada. Abatida por una nueva descarga.

¿Qué efecto causaba aquella cosa en él? ¿De veras estaría cambiando, mutando?

¡Dios!, ahora sentía un fuerte dolor de cabeza. ¿Habría enfermado? Le ardían los brazos y las piernas, como si lo abrasara la fiebre; sintió una fuerte tensión en los muslos, algo muy extraño, como si se le desgarraran por dentro… Era algo muy parecido a aquello que le pasaba de niño, cuando le decían que no era nada, sólo esos dolores propios del crecimiento…

¡Los dolores del crecimiento!

Preso otra vez del pánico, Talquist intentó desesperadamente comprobar que seguía siendo un hombre sano y entero. Nada, aquello no sería más que un súbito ataque de reumatismo debido a la humedad del ambiente. Sólo eso. Cosa de los bosques. Le dolían las piernas porque no se había puesto el calzado adecuado.

Y su camisa… Bueno, la habría perdido por ahí, cuando atravesaba el bosque cerrado de maleza… Se le habría quedado enganchada a una rama… Y quizá se hubiera quitado las botas sin darse cuenta… Se notaba enfebrecido; sentía que se le constreñía la cabeza. Vibraba con esa calambrina roja de la exultación… Estaba aterrorizado y a la vez experimentaba una extraña sensación de felicidad.

¿Tendría realmente fiebre alta? Podía ser. Su cuerpo, a despecho del dolor, no le parecía que formase parte de sí mismo. Frunció el ceño cuando lo dejó seco una sacudida, una fuerte convulsión. Supo que le había crecido la barba de un tirón y se preguntó, sin embargo, si no había olvidado afeitarse aquella mañana, antes de salir hacia el bosque.

Tenía las manos muy bronceadas; aún le temblaban los dedos por la sacudida recibida al tocar el amuleto.

Quizá hiciera mejor en retrasar la partida. Tenía que descansar un poco, reponerse. Además, había perdido la camisa y las botas… Talquist se recostó junto a unos matorrales. El último rayo del sol le daba en el pecho.

De nuevo se fijaron sus ojos en aquel fulgor verde del amuleto de piedra. Todo él, entonces, se sintió invadido por una especie de fuego líquido. Experimentó una evidente pero a la vez extraña sensación de tortura; sus músculos parecían distenderse y a la vez tensarse duramente; los nervios le dolían con una sensación exquisita que le hacía sentir un éxtasis animal. No podía mover los ojos como antes ni alargar las manos para llevarlas de nuevo al talismán y quizá arrancárselo de una vez por todas tirando fuertemente de la cadena de oro que se lo sujetaba al cuello. No en vano su cerebro sentía las oleadas de una felicidad máxima, tormentosa, aunque a la vez otra parte de su conciencia le susurraba palabras tales como hipnosis, magnetismo, locura… Todo él seguía sometido al dulce castigo de la piedra del medallón.

Pero abruptamente le llegó la liberación. El anochecer se dejó caer por doquier, y aquella tenue y purpúrea palidez circundante contrastaba con el fulgor verde del amuleto, que palpitaba sobre el pecho de Talquist.

Roger Talquist se frotó los ojos. ¿Qué sería aquello que había en la hierba? ¿Qué había hecho? No experimentaba ahora ningún dolor, ni violento ni dulce. Sólo un calor que le corría por las venas como la sangre. Sentía a la vez un chillido en las sienes. ¿Por qué poco antes había querido huir de allí? ¿Por qué había llegado a sentir miedo de aquel amuleto?

Era placentero estar allí en el bosque, de noche; el talismán emitía un brillo tintineante que le llenaba el cuerpo, que lo vigorizaba. Fuese aquel influjo del sátiro lo que fuera, fuese natural o sobrenatural, lo cierto es que le hacía sentir muy bien, cada vez mejor, y ahora sin violencias de ninguna especie… Había sido tan tonto por albergar aquellos temores…

Talquist se levantó de nuevo, plenamente consciente ahora de su desnudez y recorrió el espacio detenidamente hasta llegar al borde del sendero… A través de la oscuridad lenta pero implacable contempló las piedras que se alzaban alrededor del altar, que refulgían en blanco. La hierba parecía más tupida, más crecida ahora en la base del altar. Como si alentara nueva vida en todo aquello. Las rocas le parecieron más altas y numerosas que antes de que comenzara a anochecer. Pero sólo entonces fue consciente del círculo perfecto que hacían.

Talquist quiso buscar una altura desde la que contemplarlas mejor, pero algo lo alertó, algo que provenía del bosque. Unas sombras, un sonido…

De la lejanía le llegó nítido entonces el sonido de caracolas. Poco después vería llegar una procesión de hombres barbados, con túnicas blancas. Una docena de ellos. Talquist creyó reconocer caras que había visto en el pueblo.

Allí, pues, estaban los adoradores.

Los sacerdotes, si es que lo eran, llegaron hasta el altar y se desplegaron a su alrededor. Talquist observó la sorpresa que embargó a todos al descubrir allí el cuerpo de papá Lepolis. Se decían cosas en voz baja, algunas de las cuales pudo oír Talquist.

—Lepolis nos contó que ese joven extranjero ya estaba dispuesto, ¿no? —dijo uno de aquellos hombres.

—Algo ha salido mal…

—Vayámonos antes de que vengan…

—Sí, vendrán pronto a recoger el cuerpo.

—Antes, encendamos el incienso… Pero ¿dónde está el talismán?

—Démonos prisa, tengo miedo.

Los hombres encendieron varillas de incienso. Grandes nubes de humo odorífero llenaron el aire. Era una escena propia de la antigua Grecia… La antigua Grecia de los místicos bosques y sus dioses.

El humo del incienso rodeaba el cadáver de Lepolis. Los hombres en procesión huyeron de allí a toda prisa y Talquist contempló la escena con asombro, a la espera de qué ocurriría después de aquel prodigio, con la respiración agitada e irregular.

Sucedió a la escena un largo silencio. Después, lentamente, un rumor de hojas, una agitación en el aire, una especie de lamento de los árboles… y una sucesión de pisadas en la hierba.

El día ya había fenecido en el carmesí fantasmagórico del cielo. La luna surgía por el este, derramando su tenue luz sobre la hondonada mientras se incrementaba en el aire el rumor de las hojas, el viento y las ramas. Uno de los rayos de plata de la luna cayó directamente sobre el altar entre las rocas, y se dejó sentir entonces un chillido largo, estridente, agudo e hiriente… El canto desaforado de un caramillo. Aquel sonido se acercaba raudo y el aire olía a fuego.

Pero se dejaron sentir más sonidos: extraños lamentos y gemidos, rugidos animales… Otro olor, o una combinación de olores, mejor dicho, se mezcló con el perfume del incienso. El almizclado olor de las bestias y las criaturas del bosque. Talquist observaba y esperaba… Y temblaba. Y estaba a punto de gritar.

Aquellas criaturas pisaban con fuerza la hierba, y cabeceaban brutalmente, y piafaban y temblaban como llevadas de una furia interna que las hacía temibles. Desgreñados y sucios, a medias hombres y a medias bestias, los faunos, con sus barbas de chivo encrespadas, chillaban cada vez con más violencia.

Allí tenía, allí estaban ante su vista las criaturas míticas.

Otros, con el cuerpo de un toro y el torso y la cabeza igualmente humanos, hollaban sin descanso la hondonada agitando sus cabelleras con los movimientos típicos del bóvido. Más allá, los centauros hacían gala de su potente furia correteando sin descanso, exhalando sonidos brutales. Algunos golpeaban con sus cascos la piedra del altar, extrayendo chispas de ella.

Ahora comprendió Talquist el porqué de aquellas pisadas que viera en la hierba.

Por su parte, los egipanos lanzaban horrorosos gritos, como si pretendieran desafiar a la luna con la cornamenta de su cabeza animal, y extendían sus patas y pezuñas, como si se estirasen para oler mejor el aroma del incienso.

El sonido largo y estridente del caramillo se dejó sentir más cerca, con lo que las criaturas del bosque chillaron aún más ferozmente, agitándose entre las nubes de humo de incienso como si danzasen alrededor del altar.

Talquist trataba de tomar aire. Las leyendas fabulosas se habían hecho realidad. Se miró el pecho para contemplar de nuevo el medallón del sátiro, que tanto influjo parecía ejercer sobre él, pero apartó la vista de inmediato al dejarse sentir otros gritos, aún más agudos y estridentes que el sonido del caramillo, aún más feroces que los de las bestias.

Aparecieron en la hondonada las ninfas, húmedas por los arroyos del bosque. Bailaban como posesas sobre la hierba, sacudiendo sus largas cabelleras mojadas y verdosas para incitar a las bestias-hombres.

Una de ellas, la que más verde tenía el cabello, y la que más rojos tenía los ojos, avistó entonces a Roger Talquist. Los ojos se le tornaron aún más rojos. Talquist se estremeció, pero la ninfa dejó de mirarlo para ir a reunirse con el resto de los seres del bosque.

Las criaturas contemplaban el cuerpo que yacía sobre el altar mientras un fauno hacía gestos a todos los allí congregados para que se acercaran más. Una extremidad peluda tocó el cuerpo de Lepolis. Un sátiro alzó el cuerpo, y olió las barbas del cadáver mientras le aleteaban las fosas nasales. Se acercó un centauro, que parecía sacar brillo a la piedra con sus flancos. Las ninfas chillaban histéricas.

Todos tocaban y acariciaban al que yacía en el altar, y chillaban y rugían. Después se llevaron el cuerpo.

El caramillo se dejaba sentir implacable en su estridencia. Aquel sonido, y el humo del incienso, los berridos y los rugidos de las criaturas del bosque, todo eso, hizo que finalmente Talquist saliera de la maleza donde permanecía oculto, observándolo todo. No pensaba, sin embargo, en lo que había visto. Sólo crepitaba en su sangre la impresión de lo que había presenciado. Una extraña respuesta, una llama que no le resultaba ajena.

La danza de las ninfas hizo su efecto en la asamblea, y las bestias del bosque se aparearon con ellas, llenando la noche de feroces rugidos.

El sonido del caramillo se alargó entonces sobremanera, en una alta nota que parecía la señal de un triunfo largamente esperado, mientras parte de la horda arrastraba hacia el bosque espeso el cuerpo de papá Lepolis.

Talquist, con la sangre encendida por aquel fuego ignoto, fue a unirse a los que aún estaban junto al altar. Una extraña locura le poseía; una extraña locura a la que lo llevaron tanto su afán de conocer el pasado como aquella ígnea fuerza que experimentaba. Al verlo, los seres del bosque lo señalaron atónitos. O señalaron, más bien, su amuleto. Y chillaron y rugieron. Pero Talquist no lo oía.

Ajeno a todo, sus ojos no buscaban más que a la ninfa de cabellos verdes y ojos muy rojos. Ella lo vio al fin, y se acercó a él con un gruñido amable. Talquist odiaba aquella mirada roja de la ninfa, pero a la vez se sentía profundamente atraído por ella. Algo en su cuerpo lo impelía hacia ella… La ninfa demostró una suerte de mímico arrobo, y se fue hacia lo más espeso del bosque, justo por donde venía el sonido del caramillo.

Talquist la siguió. Fue en realidad tras aquellas compañías de duendes del bosque y, sobre todo, tras aquella cabellera verde y húmeda que se confundía con el follaje y las ramas de los árboles que alcanzaban el suelo. Le ardían las sienes, respiraba agitado, como si ansiara el aire; sentía una fuerza inmensa en su interior, una fuerza que lo llevaba a seguir adelante, en pos de aquella incierta figura tras la que iba por los senderos de la noche.

Pronto llegó junto a un río, al que habían regresado las ninfas y las nereidas. Aquel grupo de criaturas se bañaba en las aguas, jugueteaba entre las cañas, correteaba aplastando los juncos. Las que se sumergían no volvían a dejarse ver.

Roger Talquist, encendido por aquella locura que lo guiaba, por aquella exaltación de todo su ser, conducido en realidad por la palpitante figura que lucía su medallón, nada se preguntaba; sólo parecía fiel al peso de la cadena de oro del amuleto.

Ella le salió al paso, echándose hacia atrás su cabellera que parecía hecha de serpientes, mirándole con los labios entreabiertos. Sus manos suaves tomaron deliciosamente los brazos de Talquist. Sus ojos rojos no eran humanos, desde luego, y miraban a Talquist de tal forma que parecían descubrir su interior. Talquist, asustado, la apartó de sí. Mohína, la ninfa alargó su fría mano para retenerlo. Pero en realidad sus dedos alcanzaron la cadena del amuleto que llevaba Talquist. Intentó arrancárselo y perdió el equilibrio.

Como no soltó su presa al caer, la cadena se rompió y la ninfa cayó al agua, gritando… El amuleto, en su mano, describió un arco luminoso en el aire, brilló un poco más en la superficie del agua y se hundió al instante. La ninfa y el medallón del sátiro desaparecieron.

Roger Talquist se quedó atónito, inmóvil junto a las aguas del río. Miraba como un estúpido los círculos concéntricos en el agua.

Entonces recordó. Sentía frío, estaba desnudo en mitad del bosque, en la oscuridad de la noche. Y lo asaltaron de nuevo los fantasmas de la fiebre y el delirio.

No podía haberse producido allí ningún sacrificio, no había ninfas ni sátiros, porque no existen, simplemente… Todo aquello no había sido más que un mal sueño, una terrible ilusión debida quizá al terrible poder hipnótico que poseía el amuleto que había encontrado en la hierba.

Pero el amuleto había desaparecido. Aquel extraño talismán. Seguro que se le había caído al agua porque sí, por descuido. O quizá lo arrojara él mismo en un ataque de rabia. Bueno, daba igual cómo hubiese ocurrido… Lo cierto era que al fin se había quitado de encima aquella maldita piedra.

El viejo Lepolis tenía algo de razón. El influjo del sátiro, fuese o no un don recibido de los dioses de la antigüedad, podía obrar un gran cambio en la persona. Llevándolo, Talquist no había podido pensar ni proceder por sí mismo. Con el amuleto al cuello, se había convertido en una especie de bestia; incluso su mente había sufrido una transformación extraña que lo llevaba a sentirse partícipe de las cosas de las criaturas del bosque y los antiguos mitos… Lepolis ya le había avisado de que aquellos seres realmente existían, sin embargo, así como de la necesidad de sacrificio.

Pero todo aquello no era más que pasado. Cosas del pasado.

¡Pobre papá Lepolis! Aún creía en todo eso; en realidad hubiese querido encontrar el amuleto para convertirse en una criatura del bosque, en un ser eterno. Y por eso quiso matarlo, a él, a Talquist, un científico de quien se había hecho amigo. Y total… ahora estaba muerto, ya no había amuleto.

Talquist se lamentó… No había creído los cuentos de aquel viejo, ni mucho menos aquello de que el talismán podría obrar semejantes cambios en un hombre. Quizá se había expresado en forma alegórica. El influjo del sátiro, en realidad, producía un cambio, una cierta alteración psicológica, pero nada más. No alcanzaba a provocar una mutación completa del cuerpo. Ese trance hipnótico provocado por el amuleto le había llegado a suponer incluso que poseía otro cuerpo. Y, no obstante, seguía sintiéndose extraño, distinto… Esas extrañas vibraciones…

Pero ¿qué seguía haciendo allí? Mejor sería que regresara a su hotel de una vez por todas. Mejor sería olvidar aquellos delirios.

Talquist echó una mirada a las aguas, pensando irse ya. Aquellas aguas en las que se habían hundido la ninfa y el talismán. Las aguas estaban en calma, pero la luna se reflejaba en ellas como en un espejo. Talquist se vio también reflejado en el agua plateada, como si estuviese ante un espejo.

Su cabeza, su frente, su cara, su cuello, sus brazos, su torso, sus piernas… Reparó en todo aquello. Y entonces comprendió la cruel verdad que se escondía en aquellas palabras que le dijera Lepolis. Entonces comprendió la cruel verdad de los dones otorgados por los dioses a cambio de la vida de un hombre.

No quiso mirar más. Tras un mero instante de duda, se arrojó al agua, rompiendo así aquel reflejo bestial que había en la superficie.

Pues tras haberse contemplado allí, Roger Talquist comprendió que era sin remedio el dios Pan.

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