El que abre el camino: 24 historias macabras

El que abre el camino: 24 historias macabras


EL DEMONIO NEGRO

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EL DEMONIO NEGRO

(The Black Demon)[17]

Hasta ahora no se ha escrito nada de la verdadera historia de la muerte de Edgar Gordon. De hecho, nadie salvo yo mismo sabe que está muerto. La gente fue olvidando gradualmente a este extraño genio de lo negro, cuyos cuentos terroríficos y sobrenaturales fueron en tiempos muy populares entre los amantes del género fantástico. Quizá fue con sus últimas historias con lo que terminó de apartar a su público, esos libros finales suyos que eran una auténtica pesadilla y que referían extrañas historias de mundos ajenos al nuestro.

Mucha gente se tomó aquellas obras como las propias de un demente, como una pura extravagancia, a tal punto que sus editores rehusaron hacerle cualquier comentario acerca de los originales que les hacía llegar. Para colmo, su vida no ya estrafalaria, sino furtiva, lo apartó aún más de quienes le habían admirado tanto, y que en sus días de éxito fueron sus mejores amigos. Cualquiera que fuese la causa, tanto él como sus escritos fueron cayendo poco a poco en el olvido, pues el mundo suele despreciar aquello que no comprende. Los pocos que aún le recuerdan creen, simplemente, que Gordon decidió esfumarse. No está mal que así lo crean, en vista de la forma en que se produjo su muerte… Pero he decidido contar la verdad… Yo conocí a Gordon muy bien. Yo fui realmente el último de todos sus amigos, el último que le fue fiel, y estuve a su lado cuando murió. Le debo gratitud pues hizo muchas cosas por mí… Por eso creo que la mejor manera de demostrar esa gratitud no es otra que contar lo referido a su metamorfosis, que lo llevó al borde de una gran melancolía, por no decir de un claro desorden mental, y su trágica muerte. Este obituario, pues, no puede ser otra cosa que una declaración completa.

Le conocí hace unos seis años. No supe que vivíamos en la misma ciudad hasta que comenzamos a mantener correspondencia.

Por supuesto que había oído hablar de él. Siendo escritor yo mismo, debo reconocer su influjo en mi obra gracias a los muchos magazines en que leía sus cuentos, esas historias fantásticas que tanto me asombraban. Era reconocido entonces como todo un erudito en los cuentos de horror, si bien sólo entre los aficionados al género, así como un gran escritor de dichos cuentos él mismo, y también como un magnífico reportero de sucesos. Su estilo le había procurado gran fama en ese reducido círculo, aunque también había gente que consideraba sus historias excesivamente truculentas, e incluso grotescas.

Yo, sin embargo, lo admiraba extraordinariamente. Así es que un día decidí llamarle por teléfono. El señor Gordon y yo nos hicimos amigos.

Para mi sorpresa, aquel hombre, al que tenía por una especie de misántropo, o por un soñador con los pies despegados del suelo, parecía disfrutar de mi compañía. Vivía solo, prácticamente carecía de amigos, y apenas tenía contacto con unos cuantos, aunque generalmente lo hacía a través de sus editores. Su agenda, sin embargo, era voluminosa. Se escribía con autores y con editores de todo el país; se escribía con aspirantes a escritores, con aspirantes a periodistas, con pensadores y estudiosos, con estudiantes de cualquier parte… Una vez que conseguías romper su reserva, una vez que conseguías que abatiese sus barreras, disfrutabas realmente de la amistad. Así me honró. No hace falta decir que yo estaba encantado.

Nunca podré contar adecuadamente todo lo que Edgar Gordon hizo por mí en los tres años que siguieron al inicio de nuestra amistad. Su amabilidad, su ayuda, sus críticas amistosas y su buen carácter, me decidieron definitivamente a escribir, un hecho que selló definitivamente nuestra amistad.

Lo que me revelaba, acerca del génesis y desarrollo de sus magníficas historias, me dejaba simplemente atónito. Aunque siempre sospeché, de manera incierta, oscura, aprensiva, que tendría el final que tuvo.

Gordon era un hombre alto, delgado, de rostro anguloso y muy pálido. Tenía los ojos profundos y en su mirada había una caída propia de soñador. Hablaba con una expresión culta, poética muchas veces, y sus maneras eran tan suaves que parecían las de un sonámbulo; daba la sensación de que su mente, el formidable mecanismo que dirigía sus maneras, estaba lejos, fuera del mundo. Hubiera podido extraer de aquellos signos el conocimiento de sus secretos. Pero no lo hice. Fue él quien me dejó de veras sorprendido al contarme que todas sus historias no eran más que los sueños que tenía.

La trama, el desarrollo, los personajes, todo, eran el producto de sus sueños vívidos y coloristas. No tenía más que llevar al papel lo que había soñado.

No se trataba de un fenómeno único, sin embargo. Ya lo sabía. Edward Lucas White decía haber escrito varios libros basándose en sus propios sueños. H. P. Lovecraft produjo un sinfín de cuentos extraordinarios originados en una fuente similar. Y Coleridge, por supuesto, vio su Kubla Khan en un sueño. La psicología informa de que el sueño es una buena fuente de inspiración para muchos escritores.

Pero lo que más extraño me resultó de aquella confesión de Gordon, fueron las extrañas peculiaridades, las instancias personales de los sucesivos estados de sus sueños. Decía, además, que podía cerrar tranquilamente los ojos cuando le diera la gana, relajarse al extremo de caer en una especie de soñolencia, y comenzar a soñar torrencialmente sin más, sin necesidad de hallarse profundamente dormido. Daba igual si era de día o de noche. Daba igual si lo hacía durante quince horas o durante quince minutos. Era, desde luego, un hombre particularmente susceptible a las impresiones subconscientes.

Mi interés por la psicología, y el conocimiento obtenido de su estudio, me hicieron creer que aquella especie de autohipnosis era en realidad un estado de sueño mesmérico en el que el sujeto queda abierto y a merced de cualquier sugestión.

Llevado, pues, de ese interés mío en la psicología, comencé a preguntarle por el tema principal de sus sueños. Al principio me respondió con argumentos literarios, por no decir literales, acaso porque yo me adelanté exponiéndole mis ideas al respecto, mis ideas acerca de los sueños… Eso quiere decir que se limitó a referirme varios de sus sueños, que luego anoté en mi cuaderno para analizarlos posteriormente.

Las fantasías de Gordon estaban muy lejos de ser las que llama la teoría freudiana de sublimación o de represión. No se podían discriminar en ellas lo que había de deseos ocultos o lo que tenían de simbólicas. Eran simplemente extrañas, ajenas a cualquier concepción, a cualquier código. Me contó, por ejemplo, que había soñado las historias de sus famosos cuentos de gárgolas, y también aquellas ciudades oscuras que había visitado al borde del espacio exterior, y la flora y la fauna de esos reinos que existen más allá de las formas y de toda materia conocida. Sus vívidas descripciones de la aterradora geometría ultraterrestre, y de las formas de vida que se daban en ella, me convencieron de que la suya no era una mente común que pretendiera dar amparo, mediante la sublimación, a sus sombras, a sus fantasmagorías.

La facilidad con que rememoraba todos los detalles era, desde luego, insólita. No parecía haber en todo ello una premeditación, ni una concepción mental; recordaba los detalles incluso de sueños que había tenido muchos años atrás. A veces, sin embargo, rehusaba contar algún pasaje, diciendo que «no resulta posible hacer inteligibles algunos aspectos de esos sueños». Insistía en que lo había visto y comprendido todo, más allá de las meras descripciones que fuese capaz de hacer en una forma que se atrevería a designar como tridimensional, y que en el sueño podía no ya ver, sino sentir, los colores, y oír, sí, oír, las sensaciones.

Aquello, naturalmente, suponía un campo de investigación fascinante para mí. Para responder a mis preguntas, Gordon me dijo en una ocasión que siempre había sabido esos sueños, que le eran conocidos desde su primera infancia, y que la única diferencia entre los primeros y ya lejanos sueños y los últimos radicaba en la intensidad. En el presente, decía, sus sensaciones eran mucho más fuertes.

La localización de aquellos sueños era, además, perfecta. Todos ellos se desarrollaban entre escenarios que no resultaba difícil identificar como ajenos a nuestro cosmos. Montañas de negra estalagmita, picos y conos que se alzaban entre valles en la hondura de cráteres, soles muertos, ciudades de piedra en las estrellas… Tales eran sus lugares comunes. Algunas veces caminaba, otras se deslizaba, fluía, trastabillaba o saltaba por caminos de otros planetas indescifrables y ajenos al nuestro, desde luego… Veía monstruos que describía perfectamente, inteligencias que existían sólo en forma gaseosa, en una nebulosa, o que eran la consecuencia de una fuerza inconcebible.

Gordon era consciente en todo momento de su presencia fundamental en todos sus sueños. A despecho de la imposibilidad racional de describir aquello, lo hacía perfectamente. Y no era posible, tal y como las contaba, calificar aquellas historias como meras pesadillas. Nunca experimentaba una sensación de miedo, ni al vivir el sueño ni al referirlo. Era como si refiriese el envés de una identidad, acaso de su propia identidad. Sin duda por eso recordaba los sueños de manera tan natural. Casi tanto como la vida común le resultaba irreal.

Yo le preguntaba por los aspectos de cada sueño de forma tan acuciante y profunda como era capaz de hacerlo, pero a menudo carecía de respuestas que ofrecerme. Todo le resultaba familiar; todo era, para él, común, ordinario. Casi tanto como la historia de su parentela misma… Igual que si refería anécdotas de un antecesor que había sido brujo en Gales, o al que allá le habían dado fama de brujo… Gordon, sin embargo, no era un hombre al que se pudiera tachar como supersticioso. Aunque se veía forzado a admitir que algunos de sus sueños coincidían estrechamente con ciertos pasajes descritos en el Necronomicón y en Los misterios del gusano, y en el Libro de Eibon.

También había experimentado sueños mucho antes de que su mente curiosa lo llevara a leer la oscura literatura contenida en esos libros citados. Supo así que ya había conocido a Azathoth[18] y a Yuggoth[19] antes de que leyera cualquier cosa acerca de sus existencias a medias míticas, o legendarias, datadas en tiempos pretéritos. Por ello era capaz de describir a Nyarlathotep[20] y a Yog-Sothoth[21], entidades alegóricas con las que decía contactar a través de sus sueños.

Todo aquello no podía por menos que impresionarme sobremanera, cosa que finalmente me llevó a admitir que no me quedaba ni una sola explicación lógica que dar, toda vez que las había acabado todas sin el menor éxito. El mismo Gordon se tomaba aquello con tanta seriedad que ni siquiera se me ocurrió, por otra parte, hacer alguna leve humorada al respecto, ni ridiculizarlo.

Más aún, cuando me comunicaba que estaba escribiendo otro cuento, no podía evitar preguntarle con absoluta seriedad por el sueño que se lo había inspirado. Quizá por eso en todo este tiempo me confió siempre lo que soñaba en nuestros encuentros semanales.

Pero hubo un momento en que pareció acceder a un grado de su escritura que le supuso el disfavor de quienes habían sido sus admiradores. Los magazines, que hasta entonces habían publicado sus cuentos con entusiasmo, despreciaron varios de sus originales por considerarlos excesivamente crudos para sus lectores, y para el gusto popular en general. Su libro Night-Gaunt[22] fue un fracaso, dijeron que por la morbosidad de su temática.

Yo también percibí ahí un cambio tanto en el estilo como en el tema. Pero Gordon comenzó a suponer que se daba una especie de complot contra él. La verdad es que había comenzado ya a narrar sus cuentos en primera persona, aunque resultaba evidente que el narrador no era… un ser humano. Y la elección de las palabras denotaba la hiperestesia en que se hallaba sumido.

Para replicar a mi observación de que estaba introduciendo ideas que no eran las propias de un humano, Gordon dijo que un cuento de terror que se precie tiene que ser contado desde el punto de vista del monstruo, o de la entidad que lo protagonice. Una teoría, en fin, que no me resultaba extraña, pero insistí en que, sin embargo, había en su intención una carga de impacto excesivamente mórbido… Veamos, como ejemplo de lo que digo, lo que escribió en The Soul of Chaos[23]:

Este mundo no es más que una pequeña isla en el negro mar del infinito, y se dan ahí horrores que nos circundan sin remedio. ¿Que nos circundan? Digamos, mejor, que están entre nosotros… Lo sé bien, pues los he visto en mis sueños. Hay en este mundo muchas más cosas de las que nos enseña nuestra pretendida visión limpia.

The Soul of Chaos, en cualquier caso, fue el primero de los cuatro libros que imprimió por cuenta propia. Para entonces ya había perdido todo contacto con sus editores habituales, y con los magazines en los que escribía desde hacía tanto tiempo. También fue reduciendo su correspondencia con muchos de quienes hasta entonces habían sido sus corresponsales, debido al rechazo de éstos. Empezó a escribirse, sin embargo, con algunos pensadores excéntricos del Oriente.

También cambió su actitud hacia mí. No obstante haberme hecho confidente de sus sueños, de la inspiración de su obra, y quizá llevado de su creencia en que se le había declarado un complot, comencé a visitarlo con mucha menos frecuencia, dada su actitud de reserva, por no decir de abierta hostilidad en muchas ocasiones.

Hubo factores añadidos, por supuesto, que a la vez hicieron que yo también me despegase de él. Uno de ellos fue la evidente tendencia a la misantropía que iba desarrollando a marchas casi forzadas, lo que le aislaba aún más en su mundo propio de un ermitaño. Para colmo, dejó de salir por completo, y eso que lo de salir no era cosa que hiciera con frecuencia. Ni siquiera paseaba un poco por el jardín de su casa. Encargaba algo de alimento y otras cosas de primera necesidad que le dejaban en la puerta. Por las noches no encendía más luz que la de un flexo que había en su despacho. Tampoco quería hablar mucho de aquel encierro en las pocas ocasiones en que permitía mi comunicación con él. Se limitaba a decir que pasaba la mayor parte del tiempo soñando y escribiendo.

Adelgazó mucho, su palidez era alarmante; se movía con una lentitud no ya de sonámbulo, sino de quien está en pleno trance místico. Aquello me hizo pensar en la posibilidad de que se hubiese dado al consumo de drogas. Parecía un adicto típico. Pero sus ojos no tenían ese fulgor morboso e ígneo que caracteriza a los comedores de hachís, ni su mente mostraba, a pesar de todo, la devastación a que lleva el opio. Pensé, por ello, en un trastorno mental. Su manera de hablar, tan cansina, su reluctancia a entrar a fondo en cualquier tema de conversación, me hacían pensar, más que nada, en un trastorno de índole nerviosa.

Ciertamente, todo lo que decía a propósito de sus sueños últimos tendía a confirmar mis impresiones. No podré olvidar mientras viva aquella conversación última que tuvimos acerca de sus sueños. Enseguida se comprenderá el porqué.

Me habló de sus últimas historias con cierta reluctancia. Sí, estaban inspiradas en sus sueños, como todas las anteriores. No las había escrito para el consumo del público, pues sabía que sus editores, de haberlas recibido, hubieran reventado de ira. Escribió aquello porque le dijeron que lo hiciera.

Sí, le habían dicho que lo hiciera… Se lo ordenó la criatura de sus sueños, por supuesto. No había querido hablar de ello antes, sin embargo, pero como estaba seguro de que yo era un buen amigo…

Le urgí. Ahora creo que hubiese preferido no hacerlo. Lo siguiente es lo que supe:

Edgar Henquist Gordon, sentado bajo la pálida luz de la luna, sentado ante la amplia ventana con sus ojos que reflejaban el pálido brillo de aquella luna, alumbrado todo él por aquella suerte de luna leprosa e intensa, me dijo:

—Ahora lo sé todo acerca de mis sueños, al fin los he comprendido. Fui elegido, desde el principio, para ser el Mesías, el mensajero de su mundo… No, no es que me haya convertido, no es que me haya vuelto religioso. No hablo de Dios, al menos en el sentido en que el mundo lo entiende, en el sentido en que el mundo alude a ello para designar un poder que no comprende. Hablo del Oscuro. Ya has leído sobre él en los libros que te he mostrado. Lo llaman el Demonio mensajero. Pero todo eso es alegórico. No es un demonio, porque en realidad no hay nada a lo que se pueda llamar demoníaco. Es simplemente extraño, ajeno a nuestro mundo, extraterrestre. Y yo he sido llamado a ser su mensajero en este mundo.

»No, no te asustes, que no estoy loco… Habrás oído hablar antes de eso, de cómo hubo gentes en la antigüedad que adoraban a esas fuerzas ocultas que se manifiestan físicamente en la Tierra, como El Oscuro que me ha elegido entre todos los mortales. Las leyendas son una tontería, por supuesto que sí. No es un destructor; simplemente se trata de una inteligencia superior que desea compenetrarse con las mentes de los hombres para así poder establecer… cambios… interrelaciones entre la humanidad y lo que está más allá.

»El Oscuro me habla en sueños. Me insta a escribir mis libros, que luego reparte entre algunos que conoce. Cuando llegue ese tiempo al que aspiramos, iremos juntos a revelar los secretos del cosmos que los hombres sólo pueden entender, y apenas vagamente, en sueños.

»Por eso siempre sueño. Fui elegido para aprender. Y por eso mis sueños me han demostrado tantas cosas, como Yuggoth y el resto… Y ahora… Ahora estoy preparado para mi… apostolado.

»No puedo decirte mucho más. Debo dormir y escribir sobre un gran acuerdo para el presente, y tengo, por ello, que aprender rápido.

»Nada más puedo decirte sobre El Oscuro… Imagino que pensarás que estoy realmente loco. Bien, no serán pocos los que abunden en tu opinión. Pero no lo estoy, créeme. Todo lo que digo es cierto.

»¿Recuerdas que una vez te dije que mis sueños habían ido creciendo en intensidad siempre? Pues bien, hace algunos meses tuve unas secuencias de sueño distintas. Estaba en la oscuridad, no en esa oscuridad común que conoces, sino en una oscuridad absoluta, esencial, más allá del espacio… Una oscuridad de un espacio que no puede ser descrito atendiendo a las tres dimensiones de nuestra percepción, que no responde a nuestras reglas. Aquella oscuridad era a la vez un sonido, un ritmo hecho de respiraciones… Porque es una oscuridad viviente. Allí, mi mente carecía de cuerpo, incluso de conformación. Entonces lo vi.

»Salió de aquella oscuridad para comunicarse conmigo. No mediante palabras. Debo dar gracias a mis sueños anteriores por haberme preparado convenientemente para ese instante que me previno y evitó el horror. De lo contrario no hubiera sido capaz de soportarle su mirada. No es humano, y la forma que ha elegido para mostrarse no resulta precisamente grata de ver… Pero una vez que lo entiendes y asumes, observas que esa forma en que se te muestra es simplemente una alegoría de esas leyendas con que los hombres ignorantes han querido conformarle. Y también a los otros.

»En realidad parece una representación medieval del demonio Asmodeo. Negro y peludo, con hocico de perro, ojos verdes y garras y colmillos de bestia salvaje.

»No sentí miedo después de comunicarme con él. Verás, adopta esa forma sólo porque las gentes ignorantes de la antigüedad creyeron que era precisamente así. Las creencias de la masa tienen un curioso influjo sobre las fuerzas intangibles, créeme… Los hombres, al pensar en esas fuerzas demoníacas, han hecho que ellos asuman un aspecto diabólico. Pero eso no significa que sean dañinos.

»Me gustaría poder repetir algunas de las cosas que me dice.

»Sí, lo veo cada noche desde entonces. Pero le he prometido no revelar nada hasta que haya llegado el día de hacerlo. Por fin he comprendido que no quiero escribir más para la chusma. Supongo que la humanidad no significa nada para mí desde que he aprendido a dar los pasos que llevan al más allá, y alcanzarlo.

»Ahora, puedes salir a reírte de mí por ahí. Todo lo que puedo alegar es que ninguno de mis libros son una exageración, ni una fantasía; aseguro que contienen, por el contrario, una parte infinitesimal de las revelaciones que me ha sido dado conocer y que están mucho más allá de la comprensión de la inteligencia humana. Pero cuando haya llegado ese día, el día señalado por él para su llegada, entonces, y sólo entonces, el mundo conocerá toda la verdad.

»Hasta ese momento, mejor será que te mantengas lejos de mí… No quiero molestarte, ni causarte problemas… Mis impresiones más hondas son cada noche más y más fuertes. Ahora duermo unas dieciocho horas al día, porque es mucho lo que él quiere comunicarme; y porque es mucho, en consecuencia, lo que tengo que aprender. Pero cuando llegue el día señalado, me convertiré en un dios creador, en un hacedor, pues me ha prometido que me encarnaré consigo mismo.

Así fue aquel monólogo que le escuché… Me fui poco después, no tenía nada que decirle… ni nada que hacer. Después me puse a pensar en todo aquello que le había oído.

El pobre hombre parecía tranquilo. Pero no duró ni siquiera un mes. Me sentí profundamente afectado por su muerte, y bastante concernido por la tragedia. Después de todo, había sido un buen amigo y mi gran mentor. Y era además un genio. Todo, por ello, me resultaba horrible.

No obstante, su confesión, por mucho que pareciese todo lo contrario, era coherente y perturbadora. Además de corresponderse con sus sueños de mucho tiempo, el sustrato histórico que la sostenía era auténtico, si hemos de creer lo que dice el Necronomicón. Me preguntaba si El Oscuro tendría alguna relación, siquiera remota, con la fábula de Nyarlathotep, o con el Demonio Negro, o con los rituales de la Hoya de las Brujas[24].

Pero todo aquello no tenía sentido. Y mucho menos lo referido a ese día que habría de llegar, o a que él se convirtiera en un Mesías. Era absurdo. ¿Y qué pensar de aquello que me había contado acerca de su encarnación con El Oscuro? La posesión demoníaca es una creencia muy antigua a la que sólo prestan atención, sin embargo, los supersticiosos o muy tontos o muy dementes.

Sí, pensé mucho en todo aquello… Hice incluso una investigación que me llevó un par de semanas, consistente en la consulta de libros antiguos y en entrevistarme con los antiguos editores de Gordon, así como con quienes habían sido sus amigos en otro tiempo. Y también leí varios tomos de magia datados en un tiempo muy remoto.

No obtuve de todo ello nada tangible, salvo la certeza de que acaso había que hacer algo, rápidamente, para salvar a Gordon de sí mismo… Sentía pánico porque aquel hombre perdiera por completo la cabeza. Sí, tenía que actuar rápidamente.

Así, una noche, unas tres semanas después de nuestro último encuentro, salí de mi casa y me dirigí a pie hasta la suya. Quería convencerlo, si me era posible, de que saliera de allí; quería convencerlo de que era preciso que se sometiese a un examen médico. No sé por qué razón me eché el revólver al bolsillo… Quizá por un impulso, acaso por una premonición, puede que por simple instinto de conservación… pues en cierto modo temía que mi ruego se viese contestado violentamente.

En cualquier caso, me eché como digo el revólver al bolsillo del abrigo, metí allí la mano y lo apreté con fuerza, mientras me dirigía a buen paso hasta la vieja casa de Gordon, en la Cedar Street.

Era una noche oscura, sin luna, que amenazaba tormenta; ya comenzaban a dejarse sentir truenos en la distancia, y el suave viento que olía a lluvia agitaba las ramas de los árboles. Por el oeste se veían relámpagos cada vez con más frecuencia.

Mi mente era una especie de coctelera en la que se mezclaban de forma caótica la aprensión, la ansiedad, la determinación, la alarma y la prevención para que nada pudiera sorprenderme. No pensaba en qué palabras utilizar, sin embargo, cuando me viese frente a Gordon, aunque sí en lo que quería hacer. Y pensaba también en sus últimos días, en aquellas tres semanas que llevaba sin verlo, desde que me habló del día por llegar, que seguramente se estuviese aproximando ya.

Era una noche de mayo…

La casa estaba a oscuras. Llamé y llamé al timbre de la puerta, pero fue en vano. Al final cedió bajo el impacto de mi hombro. El sonido de la madera de la puerta coincidió con el primer gran trueno que se dejó sentir ya cerca.

Me dirigí raudo del vestíbulo al cuarto de trabajo de Gordon. Vi a un hombre dormido en el pequeño sofá que había junto a la ventana. Era, desde luego, Edgar Gordon.

¿Con qué estaría soñando? El Oscuro, me había dicho, era como Asmodeo, todo negro y peludo, con ojos verdes y hocico de perro, y con las garras y los colmillos de una bestia salvaje… El Oscuro le había prometido un día por llegar, en el que Gordon se encarnaría con él…

¿Soñaría con todo eso aquella noche de mayo? Edgar Henquist Gordon dormía un sueño realmente extraño junto a la ventana de su cuarto de trabajo.

Alargué la mano hasta el interruptor de la luz, pero un súbito relámpago iluminó de repente el cuarto. Vi en ese breve lapso las paredes, el mobiliario escaso, los garabatos indescifrables que había en unas cuartillas sobre la mesa.

Entonces hice tres disparos de revólver antes de que se desvaneciese del todo la súbita luz del relámpago. Oí un grito aterrador, que sin embargo quedó tapado por un nuevo trueno, muy fuerte. Yo también grité entonces. No encendí la luz del despacho; me limité a hacerme con las cuartillas que había sobre la mesa y salí de allí a la carrera. En la calle llovía con mucha fuerza.

La lluvia me golpeaba la cara, y recibía cada nuevo trueno con un sollozo.

No podía soportar la luz de los relámpagos, e iba corriendo casi a ciegas, casi con los ojos cerrados. Sólo pude abrirlos bien cuando ya me sentí a salvo en mi casa. Quemé aquellos papeles sin leerlos. No necesitaba hacerlo, no había nada más que saber.

Todo eso sucedió hace unas semanas. Cuando al final entraron en la casa de Gordon, no se encontró ningún cuerpo… Sólo un traje vacío, tirado descuidadamente en el sofá. Todo estaba en orden; la policía tomó el hecho de que no hubiera ni un solo papel de Gordon como un indicio de que había desaparecido voluntariamente, llevándoselos.

Claro está, me alegró mucho que no hallaran nada, y por ello guardé un silencio absoluto. No quería que nadie tomase a Gordon por un loco. Eso había pensado yo alguna vez, que estaba loco, como ya he dicho… Después de aquello me fui de la ciudad, pues quería olvidar por encima de todas las cosas. Al menos en la medida que me fuese posible hacerlo. Me considero un tipo afortunado. No sueño.

No, Edgar Gordon no estaba loco. Y dijo la verdad en su libro, eso de que los horrores no nos circundan, sino que están entre nosotros… No me atrevo a aceptar, sin embargo, que creo sus historias, ni me atrevo a aceptar que su última historia fuese cierta, me da pánico aceptarlo.

Todos aquellos sueños que había tenido en los últimos tiempos, acerca del Oscuro, sobre la llegada del día por venir, sobre su encarnación en el otro… todo eso, en fin, ahora lo comprendo bien… Por eso me pregunto qué hubiera pasado de no haber entrado en escena cuando lo hice… Si hubiese entrado en el cuarto cuando ya había despertado…

Cuando aquel relámpago llenó de luz el cuarto, vi a quien yacía en el sofá. Contra él disparé. Fue él quien gritó primero. Por eso sé que Gordon no estaba loco, por eso sé que me había dicho la verdad.

La encarnación había sucedido. Allí, en el sofá, vestido con el traje de Edgar Henquist Gordon, yacía en realidad un demonio como Asmodeo, negro, peludo, con hocico de perro y garras y colmillos como una bestia salvaje, y con los ojos verdes, y con patas de animal. Era El Oscuro de los sueños de Edgar Gordon.

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