El que abre el camino: 24 historias macabras

El que abre el camino: 24 historias macabras


REGRESO AL SABBAT

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REGRESO AL SABBAT

(Return to the Sabbath)[39]

I

La presente no es el tipo de historia que a los columnistas gusta dar a la imprenta. Tampoco es precisamente lo que más encandila a los agentes de prensa. Cualquiera de ellos me la hubiera echado atrás de habérsela dado cuando trabajaba en el departamento de relaciones públicas del estudio. Sé bien por qué no se dan a la imprenta este tipo de historias.

Los que publicitamos los ecos de Hollywood hablamos siempre de una ciudad alegre y simpática, de un mundo lleno de glamour, donde brilla el polvo de estrellas. Describimos sólo cuanto de más rutilante tiene la ciudad; pero bajo esas luces a menudo no hay más que sombras tenebrosas. Siempre lo he sabido; durante años, mi trabajo no fue otro que el de presentar como luminosas las cosas más oscuras. Pero los sucesos de los que voy a hablar ahora son demasiado extraños como para mantenerlos ocultos. La sombra a la que aluden los hechos no es precisamente humana.

El maldito peso del recuerdo de aquel suceso ha provocado mi ruina y desequilibrado mi mente. Por eso dimití de mi puesto en el estudio, supongo… Quise olvidarlo todo, lo intenté denodadamente. Pero fui incapaz. En cualquier caso, al fin he comprendido que sólo puedo liberarme de ese peso contando la historia. Quizá consiga entonces olvidar los ojos de Karl Jorla…

La cosa data de una tarde de septiembre de hace casi tres años. Les Kincaid y yo paseábamos despreocupados por Main Street, en Los Ángeles. Les es un ayudante de producción del estudio, y había ido a visitarme por algo concreto: estaba buscando actores para los papeles secundarios de su próxima película de gángsters. Les prefería personajes reales, gente de la calle, antes que los malos imitadores de la empresa de castings.

Íbamos por ahí, sin rumbo fijo, por las callejuelas del Barrio Chino, el de verdad, el de la calle Olvera llena siempre de curiosos y de turistas. Era sábado por la tarde, y una apretada multitud de filipinos sin nada que hacer merodeaba por las estrechas callejuelas, haciendo fatigoso nuestro paseo. Estábamos ya cansados, cuando Les Kincaid vio un pequeño y sucio teatro de variedades.

—Entremos a sentarnos un rato —sugirió—, estoy cansado.

Aunque se trataba de un teatrucho de la Main Street, encontraríamos una silla sobre la que echar una cabezada. El espectáculo no me atraía demasiado, pero el cansancio me convenció. Por eso acepté y sacamos las entradas.

Bien, allí estábamos, prestos a sestear un rato. El interior estaba sucio y desvencijado, como era de imaginar. Asistimos a dos strip-teases, un sketch increíblemente viejo y un Gran Fin de Fiesta. Luego, como es costumbre en estos tugurios, se apagaron las luces y empezó la película.

Estábamos listos para dar nuestra cabezadita. Sabíamos que, por regla general, en ese tipo de locales sólo se proyectan films viejos y banales; por eso, apenas se dejaron sentir los primeros acordes de la banda sonora, cerré los ojos, me acomodé lo mejor que pude en la estrecha y chirriante butaca, y me dispuse a caer en brazos de Morfeo.

Pero un codazo en las costillas me hizo volver a la realidad. Les Kincaid me golpeaba y susurraba algo.

—Mira eso —me dijo mientras mi cuerpo trataba de recomponerse un poco—. ¿Has visto algo parecido?

Miré la pantalla con desgana. No sé qué pensaba encontrar, pero lo que vi fue… el horror.

La escena mostraba un cementerio rural, poblado de lúgubres árboles, tan espesos que la luna casi no lograba iluminar las gigantescas tumbas resquebrajadas, haciéndolas parecer monstruosas e irreales contra el fondo de un cielo de medianoche.

El objetivo encuadró una tumba. Se notaba que era reciente. La música era cada vez más obsesiva, y el ambiente, terriblemente oscuro y tétrico. Miraba atentamente, olvidándome de que se trataba de una película. Aquella tumba era de un realismo espantoso.

Y la tumba se movía.

Parecía como si la tierra se estuviera abriendo poco a poco. Primero se desprendía en pequeños terrones, luego cada vez más velozmente, como si una oscura fuerza interior quisiera desgarrarla. Algo la levantaba desde abajo, no desde arriba. Cualquier cosa tenía que aparecer en cualquier momento. Empecé a tener miedo. No…, no quería ver lo que iba a pasar. Aquella forma de arañar la tierra desde abajo no era natural. ¿Qué cosa tan inhumana estaba ocurriendo?

Tenía que mirar, no obstante… Tenía que verlo salir. La tierra resbalaba alrededor, y mis ojos no podían desprenderse de la abertura, similar a una enorme boca desdentada, que se iba agrandando más y más. Lo que fuese aquella cosa estaba emergiendo a través de la piedra agrietada de la sepultura y se aferraba con denuedo a los bordes dudosos. Por fin logró alcanzar el suelo firme, y bajo la luz espectral de una luna diabólica vi… reconocí… la mano de un hombre. Una mano informe, desprovista de carne casi por completo. Era la mano de un esqueleto, similar a una garra…

Enseguida la otra mano se asió al borde contrario del agujero. Lentamente, en medio de un terrorífico silencio, emergieron los brazos. Brazos desnudos, descarnados. Los brazos de un cadáver en descomposición. Apoyándose en el terreno, el cadáver se esforzaba por levantarse, por librarse de la tierra que lo oprimía. Cuando salió del todo, la luna se ocultó de golpe, dejando en la más completa oscuridad aquella visión horripilante. No se veía nada y me sentí mejor. Pero poco después la luna salió de entre las nubes. El rostro de aquella cosa iba a quedar bajo su luz. ¿Cómo sería el rostro de un cadáver en descomposición saliendo de la tumba?

Cayeron definitivamente las sombras. Aquel ser consiguió salir por completo de la tumba. Su cara se volvió hacia mí… Entonces lo vi bien.

Bueno, ustedes habrán visto también un sinfín de películas de terror. Ya saben, pues, lo que habitualmente aparece en ellas. El hombre mono, o el maniaco, o la cabeza de la muerte. El papel maché del a veces grotesco maquillaje de los actores. Las calaveras, todo eso.

Pero no vi nada parecido. Aquello era el horror sin cuentos. Al principio me pareció la cara de un niño, pero no, nada de eso, no era la cara de un niño, sino el rostro de un hombre con alma de niño. Acaso la cara de un poeta, por su expresión ingenua y soñadora. Tenía largo el cabello, que le caía revuelto sobre una fina frente. Y unas cejas espesas que resaltaban notablemente sobre sus párpados, que estaban cerrados. Su nariz y la boca eran especialmente delicadas. Todo en él sugería una gran sensación de paz. Más que muerto parecía sonámbulo, o quizá estuviese sumido en un ataque de catalepsia. Pero entonces la luna se hizo más brillante y le pude ver mejor el rostro.

La luz, cruel, desveló toques diabólicos en su cara. Los finos labios casi no eran tales, se los estaban comiendo los gusanos. De la nariz le habían desaparecido ya las fosas y el tabique. La frente mostraba las huellas inequívocas de la putrefacción y, lo que antes me había parecido un cabello negro y lustroso, tenía sin embargo las trazas de la muerte entreverada de barro. Las huesudas cuencas de sus ojos parecían albergar sombras. Sus brazos eran esqueléticos, igual que sus dedos, que dirigió lentamente hasta sus ojos… y los abrió.

Eran grandes, fijos, llameantes; pero en ellos todo remitía a la muerte. Eran unos ojos que se le habían cerrado al llegarle la muerte, para abrirse cuando ya había recibido sepultura. Eran unos ojos que habían visto pudrirse su cuerpo, que habían visto cómo se le corrompía la carne… Unos ojos que ahora se abrían a un mundo ultraterreno. Unos ojos que habían contemplado otra existencia, aterradora; una existencia que los había forzado a la visión de aquella tierra de la que acababan de liberarse. Eran unos ojos devastados, pero triunfantes. Unos ojos hambrientos de todo lo que la muerte anterior les había arrebatado. Brillaban de alegría en la corrupta palidez de aquel rostro que se caía a pedazos.

Y el cadáver comenzó a caminar. Iba despacio y algo inseguro entre las tumbas en ruinas. E igual de lento fue hasta la carretera, dejando atrás el bosque oscuro. Luego siguió caminando por la carretera, siempre despacio, muy despacio.

El hambre de vida que le hacía brillar los ojos se exacerbó aún más en la contemplación de las luces lejanas de la ciudad que se extendía abajo, a lo lejos. La muerte se disponía a mezclarse con los hombres.

II

Yo seguía todo aquello embobado, sin reaccionar. Sólo unos minutos de cinta y tenía la impresión, sin embargo, de que habían transcurrido edades incontables. Continuaba la película. Les y yo no cambiábamos una sola palabra. Mirábamos.

La trama era rutinaria, una de tantas. El muerto era un científico al que su mujer había abandonado para largarse con un joven médico. A consecuencia de aquello, el científico había enfermado, y el médico que le robara a su mujer, que acudió a prestarle auxilio, le suministró sin embargo un narcótico que le provocó una catalepsia.

El diálogo se producía en una lengua extranjera, por lo que no pude seguirlo. Todos los actores, por lo demás, me resultaban completamente desconocidos. El montaje y la fotografía no eran precisamente convencionales; el film tenía el aire heterodoxo de El gabinete del doctor Caligari y otras películas psicológicas por el estilo.

Hubo una escena en la que se vio al cadáver en una ceremonia a él dedicada en su condición de oficiante de una misa negra. A un lado aparecía un niño… Aquellos ojos de la criatura cuando vio que un puñal se cernía sobre su pecho…

El cadáver, aun siéndolo, seguía imperando en la escena. Los devotos congregados en la misa negra le rendían el culto debido a un emisario de Satán, motivo por el que habían raptado a la esposa infiel del científico, para sacrificarla en aras de la resurrección del esposo burlado. La escena con la mujer atacada de histeria al reconocer a su esposo en aquel cadáver viviente, y la voz profunda del muerto revelándole el secreto, la suerte que correría en breve, y la procesión ritual de los adoradores de Satán para dirigirse a un altar de piedra que se alzaba en las montañas, donde resucitaría el muerto, todo eso era impresionante.

Pero el cadáver sería muerto a tiros por el médico y sus vecinos mientras oraba a Satán ante el altar de piedra. Y mientras se le cerraban los ojos en aquella segunda muerte, exhalaba una oración dirigida a Satanás. No obstante, herido de muerte por segunda vez, consiguió arrastrarse hasta la hoguera ritual y, haciendo un esfuerzo en verdad sobrehumano, se puso en pie y luego se arrojó a las llamas. El fuego fue tomando posesión del muerto, y la aparición espectral se desvaneció definitivamente, no sin antes soltar una maldición. Sus ojos imploraban la tierra, que se abrió lentamente para él, y se dejó caer en el hoyo lanzando un grito de inmensa alegría. Satanás había recuperado así a quien le pertenecía.

Todo aquello era realmente grotesco. Una exageración de un cuento fantástico. Cuando acabó la película y la orquesta atacó uno de sus temas para dar paso a un nuevo show carnal, nos levantamos y salimos, impresionados los dos por lo que habíamos visto. La gente parecía sumida en un estupor muy semejante al nuestro. En la semioscuridad de la sala aún brillaban los ojos de los japoneses, desmesuradamente abiertos, y los filipinos se hablaban los unos a los otros en voz baja. Ni siquiera algunos trabajadores borrachos, que se habían metido en el cine tras salir del trabajo, alzaban la voz como en otras ocasiones para clamar por el inicio del espectáculo anterior a la película, que pretendían siempre ver de nuevo. Ni siquiera pateaban.

La trama del film era trillada y grotesca hasta decir basta. Pero no es menos cierto que el protagonista le daba un toque de verismo fantasmagórico impresionante. Realmente parecía muerto; realmente parecía que sus ojos se sabían los de un muerto. Y su voz era como la de Lázaro recién resucitado.

Les y yo no necesitábamos hablarnos. Sabíamos que no hacía falta decir una palabra. Y en silencio seguimos, yo iba tras él, cuando subimos la escalera que conducía a la oficina del encargado del cine.

Edward Relch se mostraba ceñudo tras su escritorio. Evidentemente, no le hacía la menor gracia vernos allí. Cuando Les Kincaid le preguntó cómo había conseguido aquella película, y cuál era su título, abrió la boca y soltó una catarata de maldiciones.

Supimos, no obstante, que el film se titulaba Return to the Sabbath, y que lo habían contratado a una distribuidora de Inglewood. Esperaban un Western y les llegó aquello… Aquella «maldita película extranjera». Tuvo que ser un error. No se lo explicaba. ¡Una película tan terrorífica como ésa para proyectarla después de un espectáculo con chicas guapas! ¡Con la gente que iba a las sesiones de aquel cine! Y, encima, en una lengua extranjera. ¡Maldito cine de importación!

Tardamos un buen rato en saber el nombre de la distribuidora, de tan ocupados como tenía el encargado sus labios en soltar imprecaciones y palabrotas. Pero cinco minutos después de que obtuviésemos aquella información, ya estaba Les telefoneando a uno de los jefes del estudio. Y una hora después llegábamos a su oficina.

A la mañana siguiente, Les Kincaid fue a ver al máximo jefe, al gran jefe, al jefe de todos los jefes en persona, y un día después recibí el encargo de publicar que Karl Jorla, el gran actor austríaco de cine de terror, recibiría en breve un telegrama de nuestro estudio urgiéndole a partir de inmediato rumbo a los Estados Unidos.

III

Me puse a escribir aquel comunicado con mi mayor interés en el encargo que se me hiciera. Pero tuve que detenerme de golpe. Todo había pasado tan rápido… Nada sabíamos del tal Jorla. Así que hubimos de enviar telegramas a los estudios de Austria y de Alemania para informarnos, entre otras cosas, de su dirección. Y resultó que era completamente desconocido. No había hecho ninguna otra película antes de Return to the Sabbath. Y, para colmo, nadie había visto en Europa la película, ni se tenía conocimiento de que se hubiera enviado a la distribuidora de Inglewood, con lo cual todo aquello no podía sino responder a un curioso error. Tampoco podíamos calibrar la reacción de la audiencia ante el trabajo de Jorla, de una audiencia mayoritaria, desde luego, pues la película no había sido subtitulada.

Yo estaba realmente preocupado. Teníamos un auténtico descubrimiento, a buen seguro el gran bombazo cinematográfico del año, por la excelsitud del actor, y carecía de la información necesaria para publicarlo.

No obstante, logramos al fin ponernos en contacto con Karl Jorla, que prometió venir en un par de semanas. Recibí entonces el encargo de publicar cosas sobre él, así que tuve que ponerme en contacto con las agencias de prensa extranjeras para conseguirlas, y no había mucho que contar. Mientras, cuatro de nuestros mejores escritores comenzaban a trabajar en un guión a su medida. El gran jefe del estudio lo supervisaría esta vez… Tenía que tratarse de una película bastante parecida a la original, porque el estudio quería que apareciese, fuera como fuese, una secuencia como la del regreso desde la muerte, decían.

Jorla llegó el 7 de octubre. Rápidamente lo llevaron a un hotel, tras darle la bienvenida que suelen dar los estudios. Luego me lo presentaron.

Allí estaba, en el saloncito de la suite que le habían asignado en el hotel, a cuenta del estudio. Nunca podré olvidar aquella tarde, la de nuestro primer encuentro. Ni la impresión que me causó verle.

No sé qué esperaba haber presenciado, desde luego… Pero lo que vi me impactó fuertemente. Karl Jorla era el muerto viviente de la pantalla, sólo que absolutamente vivo.

Por supuesto, sus facciones estaban intactas, sin las huellas de la descomposición. Pero era alto y delgado como el cuerpo corrupto del papel que había interpretado.

Su rostro era de una palidez cadavérica y bajo los ojos tenía unas ojeras muy marcadas. Aquellos ojos eran justo como los ojos del cadáver de la película… Unos ojos profundos y terribles, unos ojos que sabían.

Me saludó en un inglés dificultoso, con su voz de bóveda que ya conocía. Rió divertido al notar mi turbación, pero sólo sus labios se movían. Los ojos permanecían fijos en su expresión extraña y alucinada.

Por fin conseguí hablar y explicarle cuál era mi trabajo; también le hablé de lo mucho que me había costado encontrarle. Me sonrió con sus labios impávidos, inmóviles. La expresión de sus ojos era realmente extraña.

—Nada de publicidad —me dijo—. No quiero que la gente sepa nada de mis asuntos personales.

Traté de convencerlo con los argumentos de costumbre. No estoy muy seguro de que me entendiese bien, pero se mostraba inconmovible, adamantino. Por mi parte, tampoco lo entendía mucho, pero sí lo justo como para enterarme de que había nacido en Praga y que había vivido bien hasta que la depresión económica cayó sobre Europa. Y que comenzó a trabajar en el cine sólo para complacer a un amigo suyo, director de películas, que se lo pedía insistentemente. Ese director fue quien hizo la película que habíamos visto Les y yo, protagonizada por Jorla. Una película, en cualquier caso, para mostrar en privado. Sólo por tratarse de un error pudo ocurrir que se hiciera una copia más y que fuese puesta en circulación. Sí, todo aquello no podía deberse a otra cosa que no fuera un error. Sin embargo, la oferta de los productores americanos le había resultado harto oportuna, pues Jorla deseaba abandonar Austria.

—Después de hacer la película tuve algunos problemas con mis amigos —comenzó a contarme despacio—. No les gustó que se hiciera la secuencia de la ceremonia.

—¿La misa negra? —pregunté—. ¿Y ha dicho usted sus amigos?

—Sí. Los adoradores de Lucifer. En la película todo es real, ya sabe…

¿Bromeaba? No… No. Nada me hacía dudar de la sinceridad de aquel hombre. Sus ojos no eran los de un tipo que hace bromas. No tardé mucho en saber la verdad, que confesaba de manera tan simple. Él mismo era un adorador del diablo, él y el director amigo suyo. Habían rodado la película para representarla luego en sus reuniones secretas. Todo había sido hecho por puro placer personal, sin la menor intención de mostrarlo a ojos extraños.

Todo aquello me hubiera resultado increíble de no conocer Europa y el oscuro espíritu que anima a los nórdicos. Aún en el presente, el culto al Diablo se da en Budapest, en Praga, en Berlín… Y él, Karl Jorla, el actor especializado en terror, como pretendíamos presentarlo, admitía ser uno de esos adoradores.

«¡Vaya historia!», pensé en un primer momento. Pero no tardé mucho en comprender que no podía publicar algo así. ¿Un actor de películas de terror que admitía ser él mismo un tipo terrorífico? Parecería absurdo.

Todos los artículos sobre Boris Karloff, por ejemplo, hacían siempre hincapié en el hecho de que se trataba de un hombre cortés y muy apacible, que se relajaba cuidando del jardín de su casa. A Lugosi lo presentaban como un neurótico sensible, torturado por los papeles que había tenido que interpretar en la pantalla. Y acerca de Peter Lorre se insistía siempre en su condición de hombre tranquilo y equilibrado, cuya única ambición era protagonizar alguna buena comedia teatral.

No, no podíamos contar la auténtica historia de Jorla como adorador del Diablo. Además, ya me había avisado con prontitud de que nada de divulgar sus circunstancias personales.

Cuando acabé con él, me dirigí a ver a Les Kincaid para contarle todo aquello y pedirle consejo. Me lo dio.

—Haz lo de siempre, la vieja historieta de todos los días —me sugirió—. Habla de un hombre misterioso que no quiere desvelar nada de sí mismo, al menos hasta que haya concluido su película. Todo saldrá bien. Ese tipo es una maravilla, tendrá un gran éxito, así que olvídate de esos cuentos, al menos hasta que hayamos estrenado.

Naturalmente, abandoné toda intención de dar publicidad al nombre de Karl Jorla. Y ahora me alegro mucho de haberlo hecho, porque así nadie puede recordar su nombre, ni ligarlo a los hechos que sucedieron tras aquello, muy pronto.

IV

El guión quedó cerrado. La dirección del estudio lo aprobó. Dieron comienzo a la preparación del plató y los decorados. El director del casting anduvo realmente atareado… Jorla estaba todos los días en el estudio, puntualmente. El propio Kincaid le enseñaba inglés. Era preciso que aprendiese a pronunciar bien unas cuantas palabras; según Les, Jorla era un alumno magnífico.

No obstante, Les Kincaid no se mostraba del todo contento. Un día fue a buscarme, cuando apenas quedaba una semana para acabar el rodaje, y se desahogó. Quería exponerme sus opiniones sobre lo que estaba pasando, pero enseguida me di cuenta de que eso le hacía sentir peor.

El asunto, sin embargo, era sencillo. Jorla mostraba un comportamiento extraño. Había tenido algún problema con la dirección del estudio. Se negaba a decir dónde vivía después de que abandonase su hotel al poco de llegar a Hollywood.

Pero eso no era lo peor. Se negaba a hablar de su papel y tampoco quería hacerlo sobre su manera de interpretarlo. No parecía mostrar interés en la película, e incluso confesó a Kincaid que si había aceptado la oferta fue por abandonar Europa cuanto antes.

También le dijo que me había hablado sobre los adoradores del Demonio, y añadió que temía, que tenía la sensación de que éstos querían vengarse; dijo que eran cazadores acechándole. Querían, según él, darle su merecido por haber revelado secretos, por considerarle culpable de que se hubiese conocido Return to the Sabbath. Eso, según Jorla, le parecía suficiente como para no dar a nadie su dirección y para no conceder entrevistas acerca de su pasado. Y por eso había insistido en que le pusieran una capa de maquillaje más que abundante en el rostro antes de rodar cada escena. Estaba seguro de que lo seguían. Decía que había muchos extranjeros por todas partes… Acaso demasiados.

—¿Qué diablos puedo hacer con un hombre así? —explotó Les después de habérmelo explicado todo—. O está loco o es tonto. La verdad es que se parece en exceso al personaje que interpreta, y eso no me gusta. Tenías que verlo interpretando el papel de adorador de Satanás… Cree en todo eso, estoy seguro. Pero… Espera, que quiero contártelo todo… Esta mañana vino a mi despacho. Al principio no lo reconocí: llevaba grandes gafas negras y una bufanda que le ocultaban la cara por completo; pero él mismo había cambiado. Temblaba violentamente, y parecía que fuera a caerse de un momento a otro. Y me enseñó esto…

Kincaid me alargó un recorte de periódico. Era del Times, de Londres. Una noticia de alcance en la que se daba cuenta de la muerte de Fritz Ohmmen, el director austriaco amigo de Jorla. Lo habían encontrado en una cloaca de París, muerto por estrangulación.

El cuerpo mostraba horribles mutilaciones. Y con un cuchillo le habían señalado una cruz invertida en el plexo. La policía buscaba al asesino.

Tomé aquel recorte con cierta aprensión.

—¿Y bien? —dije, pero ya sabía cuál era la respuesta.

—Fritz Ohmmen —dijo Kincaid lentamente— era el director de Return to the Sabbath. El único, junto con Jorla, que conocía a los adoradores de Satanás. Jorla está seguro de que Ohmmen se había refugiado en París. Pero evidentemente esos tipos lo han cazado.

Guardé silencio.

—Le he sugerido que pida protección a la policía, pero no quiere hacerlo… No puedo presionarle para que lo haga. Mientras está en el plató no corre peligro, pero cuando regresa a su casa… Y no sabemos dónde vive, recuérdalo… No podemos prestarle protección si no la quiere.

Les estaba realmente preocupado y yo no sabía cómo prestarle ayuda. Pensé en Karl Jorla, que creía en las divinidades demoníacas, que era en realidad un adorador del Diablo. Y en aquellos a los que había traicionado, los que según él querían cobrarse venganza. Y, a la vez que pensaba en todo aquello, no podía evitar sonreírme por lo absurda que me parecía la historia… aunque había visto al hombre en la pantalla y había comprobado después cómo era el fulgor de sus ojos… No pude por menos que alegrarme de que no me hubiesen permitido escribir una sola línea sobre él, algo que sin duda me habría causado problemas.

En los días que siguieron vi a Jorla, pero muy poco. Para entonces comenzaron a correr los rumores sobre su persona. En el estudio se habían percatado de que merodeaban por el plató algunos extranjeros. Alguien, para colmo, intentó entrar llevándose con el coche la barrera de acceso. Otro sujeto, que participaba en el rodaje como figurante, fue descubierto y detenido cuando portaba una pistola automática bajo el disfraz. La policía fue incapaz de sacarle una confesión. Era alemán.

Jorla acudía diariamente a los estudios en un coche que tenía cortinillas para no ser visto desde fuera. Casi no se le veía la cara, embozado como iba en una bufanda muy grande. Temblaba constantemente. Sus lecciones de inglés iban de mal en peor. Apenas hablaba con la gente. Había contratado a dos hombres, dos guardaespaldas, para que lo acompañaran.

Pocos días después de su detención, el figurante alemán, sin embargo, empezó a cantar ante la policía. Pero supusieron que se trataba de un caso patológico… Hablaba enloquecido sobre el culto a Lucifer, cosa a la que se dedicaban, según él, ciertos extranjeros que vivían allí. Habló de una sociedad secreta de adoradores del Diablo, que mantenía lazos, si bien no muy consistentes, con Europa. Dijo que le habían encomendado la tarea de eliminar a uno que se había ido de la lengua. Y dio una dirección, en la que según él estaba el cuartel general de la secta. El lugar era una casa grande y abandonada de Glendale. Un caserón que tenía un gran sótano. El alemán acabó siendo examinado por un alienista.

Escuché todo aquello angustiado por un oscuro presentimiento. Algo sabía de la heterogénea población extranjera de Los Ángeles, y más en concreto de Hollywood, pues bien sabe Dios que el sur de California siempre ha atraído a místicos y ocultistas de toda especie, llegados de cualquier parte del mundo. Y no eran pocos los rumores e historias que había oído acerca de extrañas y hasta sanguinarias sociedades secretas, y de estrellas del cine enredadas en ellas, cosa, sin embargo, que uno jamás hubiera osado publicar. Pero lo que resultaba evidente era que Jorla tenía miedo.

Aquella tarde intenté seguirlo cuando salió en su gran coche negro, con el mío, hasta su misteriosa residencia, pero pronto le perdí la pista, apenas alcanzamos la carretera que conduce al Cañón de Topanga. Lo perdí entre las dos luces púrpura de las colinas y supe de inmediato que nada podía hacer. Jorla, al fin y al cabo, tenía quien lo defendiera. Y si fallaban sus guardaespaldas, nada podríamos hacer en el estudio para remediarlo.

Pero fue precisamente aquella noche cuando desapareció. A la mañana siguiente no se le vio por el plató de rodaje y la producción tenía que concluirse en dos días. El jefe y Kincaid estaban a punto de estallar. Llamaron a la policía y tuve que hacer verdaderos esfuerzos para callarme el lugar donde había descubierto que se escondía Jorla. Pero como al día siguiente tampoco supimos nada de él, fui a ver a Kincaid y le conté lo de mi seguimiento hasta el Cañón de Topanga. La policía inició sus investigaciones. Había que acabar la película cuanto antes.

Pasamos la noche en ascuas, en vela, esperando alguna noticia. Nadie decía nada, nadie sabía una palabra. Amaneció y vi el miedo en los ojos de Kincaid, que seguía en silencio, sentado en su escritorio. Ocho de la mañana. Fuimos, también en silencio, a la cafetería del estudio. Un café nos sentaría bien. Llevábamos horas sin saber nada de la policía. Después nos dirigimos al plató número cuatro, donde la gente que participaba en la película de Jorla seguía de brazos cruzados, a la espera. El ruido de los martillos y otras herramientas con que se preparaba el set de rodaje sonaba a broma. Sabíamos que todo era inútil, que Jorla no se pondría ante la cámara aquel día, quizá nunca más.

Bleskind, el director del film, nos abordó en cuanto nos vio pasar por el pasillo.

Casi agarró a Kincaid de las solapas.

—¿Alguna noticia? —preguntó ansioso.

Kincaid negó en silencio. Bleskind se llevó un cigarrillo a sus labios tensos.

—Pues nosotros seguimos adelante —dijo—; si Jorla no aparece habrá que buscar otro actor. No podemos retrasar el rodaje.

Y se fue furioso, gesticulando mucho.

Llevado de un súbito impulso, Kincaid me tomó del brazo y salimos tras Bleskind.

—Vayamos a ver el rodaje; quiero saber cómo va todo esto.

Entramos en el plató número cuatro.

Un castillo gótico, la vieja mansión del Barón Ulmo. A un lado, una tétrica cripta de piedra ponía la nota macabra. Junto a la cripta en la que yacían los restos del Barón, había un altar del mal, una gran piedra negra de aspecto siniestro. Polvo, telarañas.

Según lo previsto en el guión, Sylvia Channing, la heroína, exploraba el castillo, del que había tomado posesión aquel mismo día junto con su joven esposo. En aquella escena, Sylvia descubría el altar y leía la inscripción grabada en su piedra. Era una invocación a la furia de Satanás para que la cripta se abriese y el Barón, el papel que interpretaba Jorla, renaciese del sueño eterno. Saldría entonces de la cripta y echaría a andar. Era la escena que no podía cerrarse debido a la extraña ausencia del actor.

Habían preparado el plató muy bien, la decoración era magnífica. Kincaid y yo tomamos asiento cerca de Bleskind en cuanto comenzó el rodaje. Sylvia caminaba lentamente por el set, a la espera de que se dieran las órdenes oportunas. Luces, cámara, acción… Entonces se dirigió al altar para leer la invocación, lo que hizo en voz baja. Hubo un leve temblor en la cripta. El altar se desplazó lentamente a un lado, dejando al descubierto una cavidad oscura y profunda. El objetivo encuadraba el rostro de Sylvia, que contemplaba horrorizada la apertura de la cripta. Actuaba de maravilla. En la película era a Jorla a quien veía resucitar.

Bleskind ordenó cortar la toma, satisfecho de cómo había quedado… Entonces… algo, en efecto, comenzó a salir de la cripta.

Era algo muerto; algo con una especie de rostro descarnado. Un cuerpo, se observó al fin, cubierto de harapos tintos en sangre; un cuerpo que tenía grabada en el pecho seco y hundido una cruz invertida, sanguinolenta. El fulgor de su mirada era repulsivo. Era el Barón Ulmo, llegado desde la muerte. Pero era en realidad Karl Jorla.

El maquillaje parecía perfecto. Sus ojos semejaban realmente los de un muerto. Igual que en la película que le habíamos visto protagonizar en aquella sala apestosa. Lo de la cruz de sangre resultaba impresionante.

Bleskind tiró su cigarrillo al suelo al ver la aparición de Jorla. Consiguió controlarse y ordenó a los operadores que siguieran rodando. Nosotros no podíamos ni movernos, observando angustiados los movimientos de Jorla. Sin decirnos nada, sólo con la mirada, nos hacíamos el uno al otro la misma pregunta.

Jorla se desenvolvía en el plató como nunca antes lo hiciera. Sus movimientos eran lentos, agónicos, como se movería un cadáver que pudiera moverse, claro. Cada parte de su cuerpo expresaba el esfuerzo sobrehumano, la insoportable agonía que apenas le permitía hacer el más leve movimiento. No se oía un solo ruido. Sylvia se había desmayado. Los labios de Jorla se movían, pero sin dejar escapar nada. Era imposible de describir, una especie de murmullo, acaso un sonido gutural, que nos heló la sangre en las venas. Ya casi había salido por completo de la cripta. La sangre de la cruz grabada en su pecho caía lentamente. No pude evitar que me viniera a la mente la noticia del asesinato de Fritz Ohmmen, el director alemán. Supuse que de aquel suceso había extraído Jorla la idea de aparecer en escena como lo hacía.

El cadáver se irguió. Luego se detuvo de pronto, quedó inmóvil, rígido por un instante, y se desplomó hacia atrás, cayendo de nuevo en la cripta.

No sé quién gritó primero… Los asistentes de rodaje corrieron hasta la cripta para mirar en su interior. Yo también me levanté, para hacer lo mismo que ellos. Y no pude evitar un grito, preso del pánico.

La cripta estaba completamente vacía.

V

Preferiría que no hubiese más que contar… Nunca tuvieron noticia los periódicos de lo que allí había sucedido. La policía tampoco comunicó nada al respecto. Se suspendió el rodaje de inmediato, se olvidó por completo la producción del film, y el estudio, por su parte, tampoco hizo pública una nota sobre el asunto. Pero las cosas no pararon ahí. En el plató número cuatro se vivirían aún escenas horrorosas.

Kincaid y yo dimos esquinazo a Bleskind. No había nada de lo que hablar, no había explicaciones que dar. ¿Cómo podríamos explicar lo que habíamos presenciado, de forma natural, sin parecer que hablábamos de cosas demenciales y que además lo hacíamos como dementes?

Jorla había desaparecido, ésa era la verdad; nadie lo había visto llegar al plato. Nadie lo vio meterse en la cripta. Había hecho su aparición en la escena para esfumarse al momento. La cripta estaba vacía, no había duda.

Ésos eran los hechos. Kincaid habló a Bleskind de cómo proceder en adelante. Los técnicos revelaron de inmediato la película. Bleskind, Kincaid y yo fuimos a la sala de proyección para ver lo que habían filmado. Dos de los asistentes de rodaje se habían desmayado al ver lo que sucedía en el plató. Nosotros tres, sentados en la sala de proyección, nos dispusimos a presenciar cualquier cosa que apareciese en la pantalla. El sonido de arrastre de la cinta ya era de por sí sobrecogedor.

En la escena, Sylvia aparecía avanzando para leer la inscripción de la cinta, se abría la tumba… y nada, imposible. ¡Dios, no había nada!

Nada. Sólo se veía una gran señal escarlata suspendida en el aire… La gran cruz de sangre, sin su soporte de carne lacerada. Jorla no aparecía por ninguna parte. Y el sonido de arrastre de la cinta, con un leve susurro.

Jorla, o lo que fuese aquello, había musitado unas palabras ininteligibles al salir de la cripta, y la banda sonora las había grabado. En la pantalla no había nada, salvo la cruz invertida ensangrentada, pero se oía una voz, la voz de Jorla, procedente de la nada. Pudimos oír lo que decía antes de que cayera de nuevo en la cripta.

Dio una dirección, en el Cañón de Topanga.

Se encendieron las luces, y fue un gran alivio. Kincaid telefoneó a la policía para dar aquella dirección.

Quedamos a la espera de una llamada de la policía, en el despacho de Kincaid. Ninguno de los tres hablaba. Pero pensábamos en Jorla, el adorador de Satanás que había traicionado su credo. Recordamos su terror a una venganza, la muerte de su amigo el director, la cruz de sangre sobre aquel pecho consumido…

Sonó el teléfono.

Descolgué. Era la policía. Al oír lo que decían me desmayé.

Me recuperé en unos minutos, pero necesité bastante tiempo antes de conseguir hablar.

Los ojos de Kincaid me rogaban que lo hiciese.

—Han encontrado el cuerpo de Jorla en la dirección que registró la banda sonora —dije con un hilo de voz—. Lo hallaron en una vieja cabaña de las colinas. Asesinado. Tenía una cruz invertida grabada a cuchillo en el pecho. La policía cree que ha sido obra de unos fanáticos, pues el lugar estaba lleno de libros de brujería y de magia negra. Han dicho… —me interrumpí, falto de aliento; los ojos de Kincaid me imploraban que siguiese—, han dicho que Jorla llevaba muerto tres días por lo menos.

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