El que abre el camino: 24 historias macabras

El que abre el camino: 24 historias macabras


LOS CANARIOS DEL MANDARÍN

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LOS CANARIOS DEL MANDARÍN

(The Mandarin’s Canaries)[40]

I

En el jardín del mandarín Quong había una fiesta en la que por momentos se pedía a la vez clemencia y más placeres.

El mandarín se divertía esta vez de forma muy distinta a las anteriores. A través del bambú se podía ver que la verja del jardín estaba desnuda, oxidados sus barrotes bajo la luz del sol. Los lechos de lotos y de orquídeas se mecían al viento para desvelar que tras ellos todo era vacío. No había alambres entre la hierba y las flores; ni se veían por ningún lado pinzas, tijeras de podar o machetes. Sólo masas de verdor.

Lo cierto era que, como lo proclamaban sus risas y sus gritos, el mandarín Quong había encontrado una nueva diversión en el jardín del dolor.

El mandarín estaba en el cenador que había en un rincón del jardín, guardado por tres altos árboles cuyas ramas eran diestras en sobrevivir a las tormentas, y velado por un emparrado en serpentinas del que también brotaban flores de color escarlata. Allí acudían alguna vez sus fieles que lo comparaban con Buda; y hubo un tiempo en el que, de corta talla y voluminoso como lo era, dimanaba de él una serenidad que en efecto lo asemejaba a una imagen de Buda.

Quong estaba ahora transfigurado; su cara carnosa y carrilluda era una mueca malvada y masiva, diabólica; sus labios rojos y gruesos, que se asomaban a su barba negra, parecían feroces, y sus cejas eran como espadas sobre unos puntos de fuego. El placer causaba en el mandarín una emoción intensa. Y su mayor placer era el dolor.

Se quedó mirando hacia las dos figuras que estaban ante él, allí, en el cenador. Un hombre desnudo atado al tronco de uno de aquellos tres grandes árboles. Un hombre con túnica se hallaba frente a él, apenas a diez pasos de distancia. El hombre desnudo pedía clemencia entre sollozos. El otro estaba en silencio. Aunque se moviera, el que estaba en silencio seguía siendo sigiloso, ni un sonido escapaba de él, salvo, ocasionalmente, algo parecido al tañido de las cuerdas de un instrumento musical. De hecho, el hombre de la túnica tenía entre las manos una ballesta y llevaba a la espalda un carcaj de flechas con las puntas bien afiladas. Iba tomando aquellas flechas, una a una, para dispararlas contra el cautivo desnudo.

El hombre desnudo gritaba espantosamente, sin dejar de clamar por la compasión del mandarín, entre los estertores que le provocaban los impactos de las flechas. El hombre de la túnica no erraba ni un solo disparo. Las flechas que lanzaba se iban clavando en las muñecas, en las rodillas, en los tobillos, en las ingles del hombre desnudo. Con su gran precisión, cuidaba especialmente de no herirlo en ninguna parte vital. Su brazo parecía medir perfectamente, seleccionar la zona corporal del cautivo, la carne amarillenta de aquella atormentada diana, en donde clavarle la siguiente flecha.

Pero Quong no prestaba mayor atención a la destreza del hombre con túnica que disparaba su ballesta, o si lo hacía no parecía darle importancia. Sus ojos risueños seguían clavados en la víctima, en cada impacto de una de aquellas flechas, en la herida que las flechas causaban en la carne del agonizante, en la sangre que brotaba de cada flechazo… Un observador cualquiera hubiese dicho que Quong estudiaba atentamente cada una de las manifestaciones de dolor que hacía la víctima con idéntico placer al de un bibliotecario que examinara unos volúmenes raros, buscados durante mucho tiempo, o que leyera por centésima vez un libro que fuese un tesoro: con deleite, en creciente expectativa de un disfrute aún mayor.

Su risa placentera resultaba un flechazo más que se clavaba en la carne de su víctima, como si le entrara por un ojo para llegarle al cerebro. Cuando el hombre con túnica que tenía la ballesta hizo el último disparo, el cautivo se desplomó. No cayó al suelo por evitarlo las cuerdas con que lo habían atado al tronco del árbol.

El mandarín Quong levantó los ojos al cielo, como el bibliófilo que concluye la lectura de un libro especialmente valioso, y con sus manos del color del azafrán hizo al arquero un gesto para que se marchara. El hombre de la túnica y la ballesta hizo a su vez una reverencia a su señor, dio unos pasos hacia atrás y luego desapareció de la escena dejando solo al mandarín con su víctima.

Quong aguardó a que el arquero se perdiera de su vista, y entonces se obró un cambio muy curioso en su aspecto. Desapareció de su rostro aquella sádica sonrisa de antes, se esfumó de su expresión aquella intensidad violenta y apasionada que le había dado toda la violencia de las gárgolas. Volvió a él la serenidad que le era consustancial, se relajaron sus ojos que antes habían sostenido una mirada ígnea, y sus labios le dibujaron una sonrisa tan pacífica como satisfecha. Se dirigió lentamente hacia el árbol donde estaba amarrado el hombre que acababa de morir y pasó ante el cuerpo por completo ensangrentado sin dedicarle apenas una mirada de soslayo. Tras el árbol, suspendidas de las mismas cuerdas a las que había sido atado el cautivo, había varias láminas de metal. De sus faltriqueras extrajo el mandarín una fina batuta, y con la cabeza de marfil de ésta comenzó a golpear delicadamente aquellas láminas metálicas, sacándoles una melodía deliciosa, líquida, como el canto de los más finos pájaros. Seleccionaba el mandarín con mucho cuidado las notas, prestando suma atención a las armonías. De aquel árbol del horror, pues, brotaba una música exquisita.

El mandarín dio unos pasos hacia atrás y se quedó meditabundo, como a la espera de algo. De repente, mientras aún tintineaba en el aire la última nota que diera, todo se llenó de un curioso sonido, como un crujido más que como un susurro, que en realidad era una conjunción de cientos de sonidos leves agrupados en una nota única y larga, como el batir de las alas de un pájaro. Aquello hizo que la gorda cara del mandarín se regocijase en una amplia sonrisa.

El aire, sin aviso previo ni transición, se llenó de súbito con el color del oro. Miles de pájaros amarillos brillaban espléndidos bajo el sol y de sus ojos como pequeñas joyas parecía brotar una pálida llamarada. Volaban y volaban contra el azul del cielo apacible, y fueron posándose despacio en las ramas del gran árbol, hasta conformar una especie de gran nube amarilla que hubiera cubierto por completo el verdor de las hojas. Cubrían también el tronco y el cuerpo espantosamente lacerado que allí seguía atado.

Todo el jardín, en realidad, bullía con la presencia infinita de los pájaros amarillos, con sus graciosas piruetas, con sus cánticos dulces que eran como líquidos gritos de placer.

El mandarín observó especialmente a los que se habían posado en el tronco, deleitándose en la contemplación de aquella libertad y armonía con que brincaban o hacían cortos vuelos para descansar al poco allá donde querían hacerlo. Era el de los canarios un movimiento sinfónico que subyugaba al mandarín por momentos, inevitablemente.

La enorme bandada tardó media hora, más o menos, en dispersarse haciendo una espiral de oro en dirección al cielo. Y cuando hubo quedado despejado el árbol, brilló bajo el suelo una figura blanca, casi plateada, que no era sino el limpio esqueleto del que había sido atado al tronco del árbol y muerto a disparos de ballesta. Un esqueleto seco, absolutamente descarnado.

El mandarín lo contempló tranquilamente; después alzó los ojos hacia el alto cielo en donde aún se veía aquella espiral de oro conformada por los pájaros, escuchó atentamente y se deleitó de nuevo con la melodía de trinos que caía de las alturas.

El placer con que le hacía rebosar aquella canción era indescriptible, de tan dulce… Una canción muy suave, límpida, envuelta en la dorada tonalidad que llenaba el aire y lo hacía arrebatarse en el éxtasis de su atenta escucha. La melodía caía y ascendía, se hacía más audible unas veces y deletérea otras. Y culminó en un vibrante coro extraordinariamente armónico.

Quizá durante diez minutos se dejó sentir aún el eco de aquella hermosa conclusión del cántico coral, un eco que fue desvaneciéndose al cabo entre dorados brillos lejanos. Y los pájaros se fueron.

El mandarín Quong se perdió entonces en las sombras del jardín, al amparo de los árboles, y mientras se dirigía lentamente al palacio, el crepúsculo ocultaba las emocionadas lágrimas que le bañaban las carnosas mejillas amarillentas.

II

El mandarín Quong amaba a sus pájaros. Todo el mundo lo sabía a lo largo y ancho del sur, igual que se sabía que no amaba nada más.

En aquel tiempo legendario y brutal, China asistía al imperio de gobernantes malvados y crueles, y así y todo, en aquella tierra de corrupción y perversiones, el mandarín Quong era temido por encima de todos los demás.

Poco después de que el mandarín expulsara del trono a su padre, tomando acto seguido posesión del gran palacio, comenzó a dar muestras de su crueldad terrible, lo que hizo que muchos de sus súbditos huyeran a las costas de Cantón, buscando la protección de los extranjeros que allí habían desembarcado.

El terror que sobrevino a la toma del poder por parte de Quong, había forzado a sus súbditos a una huida masiva, llevándolos hasta la costa sureste, pero aun así padecían de un gran temor a la venganza del mandarín, pues sólo muy pocos de ellos pudieron poner rumbo por mar hacia otras tierras.

En realidad temían a Quong desde que era un muchacho, pues ya entonces dio muestras de su crueldad sin límites, y de su precoz fiereza, cuando atacó a su padre para hacerse con el control del palacio y asumir todo el poder en la región. Joven e impulsivo, temiendo una posterior revuelta, igualmente sometió a la esclavitud a sus hermanos. Se deleitaba presenciando torturas, gozaba viendo los espasmos agónicos de sus cautivos, encerrando a los sirvientes que no eran de su complacencia en oscuras mazmorras. Fue la suya, además, una adolescencia de lujurias, en la que desarrolló métodos de tortura aún más crueles y perversos. Pero pronto dejó de hallar placer en aquellos suplicios, muchos de ellos bien conocidos por haberlos puesto en práctica su padre, y pasó muchos días imaginando otros, lo que le llevó a una especie de estudio minucioso del dolor.

Aquello tuvo benéficas consecuencias para sus acciones de gobierno, aunque sometía estrictamente a sus súbditos, temerosos de su crueldad, y hasta sus más estrechos colaboradores murmuraban que el joven Quong era un diablo, más que un refinado torturador, y que se desentendía de cualquier acción de gobierno que no fuese la de buscar nuevos y más infames métodos de tortura para aumentar esa profunda satisfacción que le daban sus crueldades.

Es verdad, igualmente, que sometió a exquisitas torturas a sus favoritas, a las que ponía todo tipo de pruebas vejatorias durante un mes, quedándose con las que lograban sobrevivir, por lo que llegó un momento en que sólo los más pobres de entre sus súbditos aceptaban venderle a sus hijas. Con ellas hacía lo mismo, que no era sino someterlas durante un mes entero a sevicias, vejaciones y torturas, encerrándolas en oscuras celdas de las que eran sacadas a cada poco para que el mandarín se deleitara contemplando el dolor de las jóvenes vírgenes. Todo aquello no hubiese llamado la atención en exceso de haber sido el mandarín un anciano incapaz de procurarse otros placeres. Pero en un joven como Quong llamaba poderosamente la atención. Una vez más demostraba su feroz precocidad.

De aquella feroz precocidad dio muestras, muy especialmente, cuando sometió a juicio a sus tres hermanos, a un juicio muy particular, que consistía en hacer que sintieran muy amargo el vino de arroz con que los había convidado… Murieron lentamente ante la complacencia del joven mandarín. Murieron sin ostentación alguna, con gran modestia, que era como consideraba Quong que debían morir sus víctimas de mayor rango. Pero no paró ahí la cosa. Una mañana, el viejo mandarín, el padre derrocado por Quong, acudió a reunirse con sus antecesores llevando una lazada de seda al cuello, muy prieta.

Fue entonces cuando Quong se convirtió en señor absoluto de su casa y de su palacio; fue entonces cuando pudo proclamarse gran mandarín de las selvas, de los llanos, de las montañas y de las villas y aldeas de sus dominios. Por ello quizá dedicó a su padre unas exequias suntuosas, nunca antes vistas en aquellos confines, durante las cuales dejó que los habitantes de la villa se entregaran a la caza del tigre, en un gesto magnánimo. Pero como aquello tenía que hallar una compensación, ordenó a la vez la matanza de un montón de campesinos, por el sólo placer de saber que corría la sangre entre sus súbditos mientras él celebraba los funerales por su padre.

Pero fue cuando el mandarín Quong promulgó sus leyes cuando empezaron a huir hacia la costa muchos de sus súbditos. Se instituyó en juez único de todos los procesos que se dieran en sus dominios, reservándose también la tarea del verdugo cuando le viniera en gana hacerlo. Así, en sus tres primeros años de ejercicio como mandarín y juez único, todo caso que se le presentó fue resuelto de inmediato con la ejecución del acusado, sin otros preámbulos ni consideraciones, después de que fuera el reo sometido a torturas brutales. Para reforzar su política, el mandarín Quong hizo crecer desmesuradamente el número de hombres que formaban su guardia personal, hombres a los que dio un incentivo que a todos pareció muy generoso: una soldada adicional por cada hombre que mataran, sin más, sin otras consideraciones. Eso dio lugar a que pudiese decir que de continuo sus hombres abortaban crímenes o sancionaban como era debido a los criminales, con lo que no eran pocos los mercaderes asaltados en los caminos por los hombres de la guardia de Quong, a los que se acusaba de crímenes variados, procediendo de inmediato a quitarles la vida y a la apropiación de sus bienes, que eran prestamente llevados al palacio del mandarín.

Como torturador y verdugo, Quong se esforzaba especialmente en no poner en práctica cualquiera de los métodos de tortura y ejecución hasta entonces conocidos. Una vez se dictaba sentencia, Quong hacía que el reo le fuera llevado a su presencia, unas veces en las oscuras mazmorras, y otras en su marfileño salón de palacio, donde tenía colgadas de las paredes muchas de las cabezas de sus víctimas, disecadas como si lo fueran de búfalos o de ciervos.

En un esfuerzo por convencer al mandarín de que sería preferible que cesara en aquellas prácticas, en su predilección por la tortura, uno de los consejeros de Quong le sugirió que sus largas estancias en palacio, encerrado en sus salones o permaneciendo largas horas en las mazmorras, podría poner en peligro su salud.

Fue entonces cuando Quong ordenó que le hicieran el jardín con el cenador en aquella zona de árboles que se alzaban cerca de su palacio. Un jardín con altas verjas de hierro rematadas en punta. En aquel jardín, las flores, un pequeño lago y los árboles, se abrían deliciosamente al cielo sempiternamente azul. Y el propio Quong se entregó en un principio a cuidar con primor del jardín, plantando, cuidando las flores, deleitándose en aquella apacible tarea. Pero también hizo que a un lado del jardín le llevaran varios de los instrumentos de tortura que tenía en las mazmorras de palacio, que puso en aquellas partes del jardín, allá por donde la arboleda ofrecía un bosque, más apartadas.

Pero la naturaleza ofrecería al cabo mayores fuentes de inspiración al mandarín. Hizo que las parras crecieran entre los barrotes de las verjas del jardín, así como entre los instrumentos de tortura que se había hecho subir de las mazmorras, que a simple vista parecieron formidables construcciones de jardinería. Muchas veces paseaba a solas por el jardín, pues era lo que más le gustaba hacer, mientras tocaban melodías para su deleite músicos ocultos a su vista.

Pero en aquel jardín no había pájaros, aunque el ambiente fuera delicioso gracias a los lechos de flores y, sobre todo, a los lechos de fragantes orquídeas. Sí solían acudir allí, sin embargo, cuervos y buitres, a los que se veían obligados a espantar servidores y músicos. También acudían, si bien a los más remotos confines del jardín, los ruiseñores y los gorriones, pero permanecían poco tiempo y huían entre gritos aterrados más que entre cánticos. Igual pasaba con algunos loros de tonalidad escarlata, y con los periquitos verdes, que eran los que mejor podían ocultarse entre el follaje, precisamente por su color. Pero, desde luego, al jardín le faltaba el cántico arrebatador de los pájaros más hermosos. El mandarín echaba de menos ese ansiado fondo.

Un día llegaron al palacio dos misioneros que pidieron a Quong permiso para pasar allí la noche. Eran lo que Quong consideraba extranjeros diabólicos, portugueses por más señas y con hábitos negros, que hablaban una lengua extraña y blasfemaban contra Buda, contra los cuatro libros sagrados y contra Kwon-Fu-Tze, con igual fervor, imparcialmente repartido.

Algo de la parafernalia de aquellos misioneros sí que interesó a Quong, por ejemplo aquellos largos bastones, o báculos, con que se ayudaban a caminar, tan distintos a los chinos. Y se entusiasmó igualmente Quong con los sextantes, y con los relojes de plata, y con otras prendas llevadas por aquellos hombres desde los dominios del rey Juan de Portugal.

Tenían también unas jaulas con pájaros… Unos preciosos pajarillos amarillos que cantaban con trinos infinitamente dulces. Canarios, los llamaban aquellos extraños sacerdotes, e impresionaron grandemente al mandarín, no sólo por su precioso canto, sino por su belleza áurea. No menos le impresionaron las invectivas que los dos misioneros le dedicaron, pues criticaban su crueldad y las torturas a que sometía a sus súbditos, por lo que los condujo al jardín y les sugirió que pusieran su destino en manos de aquel al que llamaban Maestro.

Después soltó los canarios de los misioneros en el jardín, y comprobó con placer que no escapaban sino que seguían muy cerca de él. Para su mayor deleite, además, uno de ellos se posó sobre el cuerpo sin vida de uno de los sacerdotes y cantó con un fervor sorprendente… En recompensa, dio el mandarín a los canarios una pitanza deliciosa: la lengua de los misioneros.

Quizá quiso regalar a las aladas criaturas de oro con la elocuencia de quienes habían sido sus amos.

Los pájaros, en definitiva, optaron por quedarse en el jardín. Y en pocos años se multiplicaron por cientos, y no mucho tiempo después ya lo habían hecho por miles. De día llenaban todos los rincones del jardín, luego se iban y regresaban al día siguiente, apenas lucía el sol.

Habían desarrollado un terrible apetito por los frutos de la carne que cada día encontraban en el jardín a plena luz del sol. Un gusto por la carne sanguinolenta que los canarios se iban transmitiendo de generación en generación. Un gusto que los hacía insaciables.

No precisaba así Quong de un cementerio en el que dar tierra a sus víctimas, sino que convirtió las celdas de su palacio en un verdadero osario. Los pájaros, por miles, se encargaban de hacer desaparecer la carne de los muertos. Y acabaron por comprender la llamada del mandarín y atenderla.

Quong había colgado de varios árboles del jardín aquellas láminas metálicas de las que extraía delicadas notas musicales. Así aprendieron los canarios que, una vez se dejara sentir aquella maravillosa escala sonora, podían acudir ya para saciarse en la carne de quien acababa de ser ejecutado, igual que acudían cuando lanzaban su tañido las campanas del palacio. Y el mandarín disfrutaba inconmensurablemente con el canto de aquellos pájaros que acudían a sus llamadas. Jamás le había sido dado escuchar una música tan encantadora. Aquel cántico de los canarios le hacía tanto bien como el vino; y le acariciaba todo el cuerpo, incluso, como si sobre él se deslizaran las manos de una dulce amante; y le hacía pensar en sensaciones tan gratas como la que le procuraba la imagen del dragón deslizándose sobre los lagos. Sí, amaba a sus pájaros hasta el delirio, les agradecía su tributo diario.

Pero aquella paz que le daban los canarios no tranquilizaba a las gentes de la región. Los hombres habían observado lo que hacían los pájaros; es más, eran víctimas de los miles de canarios criados por el mandarín, que no sólo se saciaban en la carne de los ajusticiados sino que arrasaban las cosechas, insaciables también de los granos y las semillas. Pero no osaban hacer siquiera la más mínima indicación al respecto, por no desatar la ira del mandarín. Las abundantísimas bandadas de canarios caían sobre las ciudades y las villas, y nadie, por otra parte, quedaba libre en las calles del ataque de los pájaros. Matar un pájaro suponía la inmediata muerte de un hombre, pues el mandarín se cobraba venganza inmediata, fuese sobre quien fuera, cuando sus hombres encontraban un canario muerto.

La leyenda de los crueles festines que se celebraban en el jardín de Quong, comenzó a correr pronto de boca en boca, a tal extremo que incluso hubo quien aseguró que aquellos pájaros eran espías de los extranjeros diabólicos que habían desembarcado en las costas de Cantón. Incluso se dijo que los canarios tenían alma humana, y que sorbían la sangre de los hombres y comían la carne de los muertos para tomar posesión de las inteligencias humanas, y que también atacaban a los vivos en las calles por idéntica razón. Y una leyenda más proclamaba que los canarios informaban al mandarín de lo que ocurría en las ciudades y en las villas, de las cosas que veían mientras las sobrevolaban a diario. Por ese motivo los pájaros pasaron a ser aún más temibles, como informantes que eran de quien gobernaba aquella tierra.

III

Pero Quong había desarrollado una nueva forma de tortura que le complacía especialmente. Escribió en varios pergaminos una historia del dolor, que hizo fuera de estudio obligado en la Gran Escuela de Pekín, historia en la que describía los usos tradicionales de la tortura, añadiendo interesantes variaciones para hacerlos aún más crueles.

La muerte por las mil flechas era una de aquellas variaciones que introdujo en el tema central de la tortura. Sugería para ello la utilización de flechas de distinto tamaño, y con la punta de diferentes grosores, que debían de ser clavadas en partes muy concretas de la anatomía de la víctima. Así se producía un delicado tormento que llenaba de deleite, decía el mandarín, a los miembros de la aristocracia del dolor.

Quong había desarrollado el método por sí mismo, sin la ayuda ni el consejo de ningún experto. Luego se limitó a contratar a Hin-Tze, el arquero del emperador, para que pusiera en práctica, con la donosura conveniente, aquellas delicias que se le habían ocurrido.

Hin-Tze había llegado al palacio del mandarín en compañía de su esposa, Yu-Li, y el mandarín observó, muy complacido, que el arquero era en verdad diestro en su arte y que su esposa era una mujer bellísima y adorable.

No transcurrió mucho tiempo, pues, desde que el arquero dio cuenta de la primera víctima en el jardín, y el momento en que el mandarín urgió a Yu-Li a visitarlo como concubina en sus aposentos.

Pronto tuvo noticia el arquero de aquel encuentro entre su esposa y el mandarín, y su corazón se entristeció. No estaba acostumbrado ni gustaba, además, de tareas como esas a las que le obligaba el mandarín, pero también es cierto que hallándose al servicio del emperador había aprendido a obedecer, a no oponerse a las órdenes recibidas. Odiaba la crueldad gratuita y le repelían hasta la náusea aquellos pájaros voraces y más violentos que cualquier guerrero al que hubiese visto emplearse en el campo de batalla.

Un día disparó por accidente a uno de aquellos pájaros con una de sus flechas, y sólo porque le rozó las plumas, sin llegar a ensartarlo, quedó libre de la ira y el castigo del mandarín. Hin-Tze se consideraba un soldado; para él la música de los canarios no era nada, sobre todo cuando los contemplaba empleándose con aquel ansioso apetito de carne que tenían.

Pero el corazón de Hin-Tze era cada día más amargo, después de que su esposa se hubiera convertido en la concubina del mandarín.

Odiaba ya a Quong, pero no osaba manifestarlo. Y temía por su esposa, pues ya había oído hablar de los amores del mandarín.

Una noche, no muchas semanas después de que le quitara la esposa al arquero, Quong cayó en un súbito estado de cólera y degolló con su daga a la bella Yu-Li, que murió con el nombre de su buen esposo en los labios.

Hin-Tze lo supo, incluso vio muerta a su esposa, pero guardó silencio. Tampoco dijo una palabra cuando observó que los criados del mandarín sacaban el cuerpo de Yu-Li al jardín para que se lo comieran los canarios.

Volvió en silencio a sus aposentos en el cuartel de la guardia, pero al anochecer salió a la luz de la luna y quedó a la espera de que ocurriese lo que sabía que ocurriría… A la espera de oír lo que sabía que oiría. Y llegó con los primeros rayos del sol. Fue aquel detestable cántico de los canarios en bandada, un cántico que llegaba tanto del cielo como de las copas de los árboles. El trino confiado de los canarios llamando a que se les ofreciera más carne. Y al amparo de aquel cántico de los canarios gritó Hin-Tze su venganza contra el mandarín, contra quien había matado a su dulce esposa para entregar después su cuerpo a esos seres insaciables y brutales. Aquellos seres que hacían melodías exquisitas, los canarios del mandarín.

Siguió sin decir nada al mandarín, sin embargo, ni siquiera cuando, al día siguiente, Quong, con gran cortesía, le refirió lo que había acontecido con su esposa.

Hin-Tze se limitó a llevar hasta el jardín, bajo la luz del sol, a un pobre campesino condenado por robar una minucia en un mercado de la villa. Aquel hombre pedía clemencia al arquero, diciéndole que no temía la muerte, pero sí la pérdida de su alma. Y dijo que todos en la villa temían a los canarios del mandarín pues arrebataban el alma a los muertos, ya que con el festín que se daban impedían que fueran enterrados debidamente.

Hin-Tze no dijo nada, pero deslizó un cuchillo entre los lazos con que llevaba atadas las muñecas el reo. Y quedó a la espera de que hiciese su aparición el mandarín.

No tardó mucho en llegar, sonriendo ampliamente, satisfecho bajo los rayos del sol. El prisionero era un hombre más bien gordo, y el mandarín pensó que así sería mucho mejor, que así dispondrían de más carne sus canarios, y él de un cántico más glorioso, pues cuanto mejor comían los pájaros, mejor cantaban. Dedicó un saludo cortés a su arquero para hacerle olvidar la muerte de su esposa. Luego dio unas palmadas rituales, con las que indicaba a Hin-Tze que podía comenzar los disparos de sus flechas, no sin antes señalar el árbol concreto donde quería que fuese atado el reo.

Mucho sorprendió al señor de los placeres y el dolor, sin embargo, comprobar que de súbito quien iba a servir de festín a sus canarios se liberaba de los lazos que lo ataban, y echaba a correr a través del jardín. Abrió la boca el mandarín para lanzar un grito de alerta que fuese como una flecha, pero no pudo hacerlo pues, para su sorpresa, Hin-Tze se acercó a él y lo agarró por el cuello. Llevaba el arquero una flecha de larga punta en una de sus manos y la blandía ante los ojos del mandarín mientras lo empujaba contra el tronco del árbol designado en principio para la ejecución del reo que acababa de huir. La palidez mortal de Quong contrastaba con el fulgor rojo de la mirada del arquero.

Fue entonces cuando apenas con un hilo de voz pidió clemencia a Hin-Tze, que fríamente le clavó despacio la flecha en el pecho, hasta atravesarlo con ella, hasta clavarlo en el tronco del árbol.

Luego, dio unos pasos atrás el arquero, mientras sacaba de su carcaj una nueva flecha que puso despacio en su ballesta. Ciego de furia, pero con los nervios en calma, disparó entonces contra su diana viviente, que gritó de espanto y dolor como habitualmente lo hacían sus víctimas. Disparó más flechas, después, puede que hasta un centenar, siempre con el pulso firme y los ojos fieros, como poseído por la locura. Sólo entonces cesó en su venganza y se acercó al tronco del árbol contra el que estaba literalmente clavado por las flechas el mandarín.

Aún movía una de sus manos, una especie de garra sanguinolenta. Dejaba de moverse unos instantes y luego empezaba de nuevo, como consecuencia de los estertores de la muerte. Y de repente el aire se llenó de campanadas estridentes y agudas que convocaban a una reunión. El mandarín venció su mano, pero tenía en el rostro un gesto triunfal, de astucia. De sus labios salieron unas palabras lastimeras.

—Déjame caer —musitó el mandarín.

Confuso, Hin-Tze le arrancó la flecha que más fuertemente lo había clavado al tronco, y el agonizante Quong cayó de bruces sobre la hierba.

Tarde vio Hin-Tze, sin embargo, que en la mano tenía el mandarín la punta de una larga flecha, que él mismo se había arrancado de la carne nada más caer a tierra.

El hombre de la túnica sintió que lo hería Quong desde el suelo, acertando a clavarlo ahora a él contra el tronco, y que su mirada triunfal se le clavaba a su vez en el rostro dolorido por la punzada sufrida.

—He convocado a los pájaros —dijo el mandarín, débilmente—. Son mis amigos, y vienen siempre que suenan las campanas del palacio… Habrás oído esas leyendas según las cuales mis canarios tienen alma, el alma que arrebatan a los hombres que mueren atados a ese árbol al que tú estás clavado ahora.

Hizo una pausa el mandarín, para recobrar algo de resuello, y al fin, no sin gran dificultad, consiguió susurrar lo que sigue:

—Eso no es verdad… Los pájaros no son más que eso, pájaros; me conocen y me aman, pues no en vano les he regalado con grandes festines. Y se cobrarán cumplida venganza por mi muerte… Y moriré contento de oír por última vez una de sus maravillosas canciones.

Hin-Tze lo comprendió todo al instante. Pugnaba por liberarse, pero el mandarín lo había clavado al tronco con una de las flechas más largas y afiladas, y no podía desasirse.

Comenzó a gritar de terror cuando oyó el aleteo aún lejano de la bandada de canarios. Y más gritó aún cuando vio aquella amarilla nube que se acercaba al jardín cada vez más. No tardaron mucho en llegar y en comenzar a revolotear frenéticamente a su alrededor. Y no tardaron mucho tampoco en atacarlo a violentos picotazos, hambrientos de su carne. La sangre que le manaba de la cara lo cegó pronto, y además al poco unos picos de canarios, afilados como cuchillos, le sacaron los ojos, y la temible nube amarilla desapareció por completo para él, mientras se sumía poco a poco en una oscuridad dolorosa. No sintió mucho más. Cuando ya estuvo muerto, los canarios se posaron sobre él hasta dejarle pelados los huesos.

Sobre la hierba yacía igualmente el mandarín Quong. Los canarios, sin embargo, respetaron su cuerpo, no obstante hallarse sanguinolento y cubierto de heridas, pues la suya era la naturaleza de un poeta. Aquella venganza, aquel triunfo final, aunque había sido igualmente derrotado, fue una suerte de expiación. Antes de morir observó complacido cómo atacaban los canarios a quien fuera su arquero, y les agradeció la belleza que le brindaban en el último instante de su vida. Luego escucharía aquella tonada deliciosa que le dedicaban los pájaros y moriría feliz.

Había dicho la verdad a Hin-Tze. Los pájaros le amaban. Y no eran más que pájaros. La noción de que aquellas criaturas se apropiaban de las almas de esos a los que se comían era absurda, una mera superstición. Pero lo cierto es que, arropado por la música de sus canarios, el mandarín tendría una muerte ansiada por los poetas. Una muerte sublime.

Después, los pájaros comenzaron a alzar su vuelo. Pero una hembra, muy amarilla, muy luminosa, volvió a dejarse caer sobre el esqueleto del arquero. Se posó sobre sus costillas, en una escena realmente extraña. Y se quedó entre ellas, como si hubiera encontrado su ansiada jaula.

Quong, en los últimos estertores de su agonía, consiguió apoyarse sobre un codo con mucha dificultad. El pájaro seguía allí, en una de las costillas del esqueleto… Y entonces… y entonces se fijó el mandarín en un hecho insólito: había dos pájaros. ¿Acaso deliraba ya en el preámbulo de su muerte? ¿A qué era debida aquella alucinación? ¿No sería que entre las costillas del esqueleto se había quedado rezagado un canario y él no se percató de ello? ¿Qué hacía allí, en cualquier caso, un canario perfectamente amarillo justo donde antes estuvo el corazón del arquero?

Y aquellos canarios entrelazaban sus alas mirando con sus ojillos al mandarín doliente y agonizante.

Un súbito horror se apoderó entonces de su corazón. El pájaro hembra era Yu-Li. Y el macho que la había esperado en el esqueleto no podía ser sino Hin-Tze. ¿Un caso de psicoposesión?

Los dos canarios alzaron el vuelo para reunirse con la bandada que ya se perdía en el cielo. Lo hicieron emitiendo dulces trinos, armónicos y melodiosos. Pero de golpe retrocedieron, hasta dejarse caer en picado… Quong, que los vio acercarse, gritó de pánico. Aquellas dos almas convertidas en canarios iban a tomarse cumplida venganza en él. Lo supo al instante. Eran como cuchillos amarillos que se cernían sobre él. Y, alertados por sus trinos, otros miles de canarios los siguieron, dándose igualmente la vuelta y convirtiéndose también ellos en cuchillos amarillos dispuestos a clavarse sobre aquella masa sanguinolenta que yacía en la hierba del jardín.

Nadie tuvo noticia del final del mandarín, nadie oyó un gemido, un grito, nada. Fue en aquel jardín desierto donde la bandada de canarios del mandarín hizo su último cántico.

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