El que abre el camino: 24 historias macabras

El que abre el camino: 24 historias macabras


FIGURAS DE CERA

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FIGURAS DE CERA

(Waxworks)[41]

I

El día había sido muy aburrido para Bertrand hasta que descubrió aquellas figuras de cera —fue un día oscuro, neblinoso, que Bertrand se pasó vagando por las calles del barrio próximo al muelle, un lugar que amaba—. Había sido un día aburrido, sí, pero no es menos cierto que acabó convirtiéndose en uno de esos días que Bertrand adoraba, por ser un hombre de evidente naturaleza imaginativa. Encontró al cabo un disfrute moroso, a pesar del aguanieve que le había aguijoneado la cara, de aquella sensación de hallarse sometido a una especie de ceguera, provocada por la neblina que le impedía ver a una distancia incluso corta, mientras iba por la calle. La neblina y el aguanieve hacían que los edificios próximos y la propia calle pareciesen una fantasmagoría grotesca, teatral; aquellas construcciones, aquellas estructuras de piedra común, cemento y ladrillo, parecían mera nebulosa levemente azul, o monstruos inanimados hechos en piedra ciclópea.

Eso eran, a fin de cuentas, se había dicho Bertrand con esa cierta sensiblería que le caracterizaba. No en vano era poeta. Un poeta muy malo, es verdad, pero poeta: un poeta afectado por esa naturaleza esotérica tan común en los poetas. Vivía en una buhardilla, en el distrito portuario, comía pan de buena corteza y se sentía muy por encima del resto de los mortales. No obstante, a veces, en momentos de autocompasión, que también los tenía, se comparaba con François Villon. No es que pretendiera adularse con ello, pues al fin y al cabo Villon había sido un poeta vividor y hasta delincuente, cosas en las que Bertrand estaba muy lejos de parecerse a tan antiguo caballero, pues era un joven honrado al que, simplemente, la gente aún no había aprendido a comprender y apreciar. Y además, si bien era innegable que atravesaba por muy malos momentos, estaba seguro de que en breve le llegarían la gloria, el reconocimiento de todos y el dinero. En pensamientos así se pasaba la mayor parte del tiempo, y los días de espesa neblina eran ideales para que se apenase de sí mismo. Sin embargo, no se estaba del todo mal en su buhardilla, relativamente cálida, y no le faltaba un trozo de pan que llevarse a la boca; además, sus padres le hacían llegar dinero desde Marsella con bastante regularidad, pues en realidad creían que seguía estudiando. Su buhardilla era un refugio excelente, sobre todo cuando la tarde ya se acercaba a la noche en uno de aquellos días de niebla y aguanieve, para darse a la escritura de esos nobles sonetos que pretendía. Pero aquel aburrido día prefirió seguir vagando por ahí, indolentemente, pensando en cosas que esta vez no tenían mucho que ver con él. A veces hasta se mostraba reluctante a la autocompasión y al romanticismo, tanto como al uso de palabras trilladas.

Tras una hora larga de paseo, el término romántico había empezado a golpearle en la cabeza, precisamente, poniéndole un velo de tristeza, y esta vez no quería consentirlo. Además, la neblina, el aguanieve, el ambiente de humedad, podían mucho más que su habitual ardor. Y acaso por ello empezaba a descubrir que en su interior había muchas más cosas, que no eran precisamente poéticas, como por ejemplo que el frío le hiciera resoplar.

Por eso se alegró al ver entre la neblina algo que hasta entonces no había visto, o en lo que nunca antes había reparado, una lámpara de débil luz, en un local entre dos casas, bajo la cual había un rótulo en el que se leía: Figuras de cera.

No obstante, al leer el rótulo sintió Bertrand un cierto desagrado que acabó con la alegría primera del descubrimiento de aquella luz. Esperaba en realidad que aquello fuese una taberna, pues entre otras cosas le gustaba considerarse también uno de esos poetas que le dan a la botella. En cualquier caso, se dijo sobreponiéndose a la impresión recibida, al menos allí estaría caliente un buen rato, y quizá hubiese alguna figura de cera realmente divertida. Hay trabajos en cera que resultan muy interesantes.

Entró y comenzó a bajar por unos peldaños. Empujó después una puerta negra, entró y se detuvo sorprendido al verse en aquella estancia bastante oscura.

Pronto, un hombre bajo y grueso con un sombrero grasiento salió por una puerta lateral y recibió, no sin sorpresa, los tres francos que el joven le daba, pues evidentemente no solía tener muchos visitantes, y aquel día no había tenido ninguno.

Bertrand echó un vistazo a su alrededor mientras se quitaba el chaquetón mojado. Su nariz se percató al instante de un cierto olor desagradable, el propio de los lugares tibios y cerrados en los que encima entra alguien, él mismo en este caso, con la ropa húmeda. Allí olía, pues, genuinamente a museo.

Comenzó a caminar por allí, en dirección a las vitrinas, y de golpe sintió todo el peso de su melancolía, que acaso, se dijo, fuera debida al largo paseo anterior bajo el aguanieve y entre la neblina. Ahora, en aquella semioscuridad de la gran sala, sintió una profunda depresión. Una depresión espiritual. Sin ser del todo consciente de ello, sin embargo, trató de desprenderse de aquella sensación dramática para concentrarse en lo que veía, lo que es como decir para vivir el momento real en que estaba. Su mente, atacada por aquella mórbida impresión que había sentido, tenía que liberarse del peso melancólico mediante los pensamientos, mediante la observación o mediante los pensamientos resultantes de lo que observara. Ése fue el propósito que se hizo. Quería recordar después todo lo que veía, por si de allí obtenía algo sobre lo que escribir después.

Ni que decir tiene que ese estado de ánimo en el que se hallaba era el idóneo para visitar un museo de cera. Aquello, a fin de cuentas, era un carnaval de los excesos y de lo macabro.

En una ocasión, aunque llevando consigo compañía femenina, había visitado el famoso museo de cera de Madame Tussaud, pero sus recuerdos de aquello eran vagos, pues en realidad cuando pensaba en ese día no le venía a la mente más que la encantadora joven con la que hizo la visita, que sí contemplaba en éxtasis aquellas figuras de cera. Recordaba Bertrand que las figuras que vieron entonces eran representaciones de carácter histórico, o representaciones de personajes notorios y de interés periodístico, así como otras de hombres de Estado y de actores. Fue la primera vez que Bertrand estuvo en un museo de cera, y la última, hasta aquella noche, dejando a un lado alguna que otra visita cursada en la infancia a un lugar semejante, de la que no le quedaba más que una sensación desagradable, por no decir odiosa. Ahora tenía veintitrés años.

Pero ya con una simple mirada se percató de que las figuras de cera que veía ahora eran muy diferentes.

Ante él se abría una amplia estancia, que no obstante su oscuridad permitía una contemplación conveniente; una estancia de techo bajo, con alguna ventana a través de cuyos cristales se percibía la neblina del exterior, la negrura de aquel día que tocaba a su fin, la muy débil y muy tamizada luz de las farolas de la calle. Un escenario, pues, magnífico.

En las vitrinas unas, y contra las paredes las de cuerpo entero, se contemplaba un auténtico ejército de figuras blancas o marfileñas como la osamenta; un ejército, cabe decirlo así, de momias, o de embalsamados, o de petrificados, pues todo eso parecen las figuras de los museos de cera… Pero Bertrand prefería huir de toda terminología, y especialmente de los adjetivos, para concentrarse sin más en la contemplación de aquello, pues sabía que cualquier palabra que se le pudiera ocurrir, resultaría inadecuada para describir la mórbida impresión que causaban aquellas figuras de cera, e incluso la extraordinaria morbosidad que había en ellas. Parecían seres capturados y atónitos, por una parte, y por otra, seres abandonados a una ominosa espera; parecían muertos, o más bien como si les hubiera herido un aire que los congelara para siempre y los hubiese convertido en grandes barras de hielo con forma humana. Pero sobre todo parecían a la espera de una liberación inminente.

Eran en verdad unas figuras hechas con gran realismo. Y el efecto que hacía en ellas la débil luz de la sala no conseguía sino revelar una cierta crudeza en sus expresiones y trazas, una cierta violencia como debida a la larga y ominosa espera a que se hallaban sometidas.

Bertrand caminaba por la pared del lado izquierdo de la sala, deteniéndose lo justo ante cada figura, o ante cada grupo de figuras.

El objeto principal de semejante exposición, por supuesto, no podía ser otro que el de las exageraciones, el de lo extremo… El crimen era el tema central, y cuanto más perverso y aterrador, mucho mejor… Aquel monstruo que fue Landrú aparecía como deslizándose silencioso hacia su esposa durmiente, y al maníaco Tolours se le veía merodeando con un cuchillo con la hoja ensangrentada mientras su hijo pequeño bajaba los peldaños que conducían a una celda. Otras figuras representaban a tres hombres en el interior de un bote, uno de ellos sin piernas y sin brazos, mientras los otros se comían dichos miembros. A Gilles de Rais lo habían puesto ante un altar, con la barba tiñéndosele de rojo[42] al mojarse en la sangre contenida en una vasija que tenía en las manos, mientras uno de los muchachos sacrificados yacía a sus pies. En otra escena, una mujer se debatía en el potro de tortura mientras varias ratas la amenazaban con sus colmillos, mientras el gigante Dessalines[43] avanzaba hacia ella con una fusta en las manos. El asesino Vardac trataba de quitarse una mancha de sangre de su traje. El gordo monje Omelee enterraba huesos en una cripta. Allí había, en fin, un montón de seres diabólicos que parecían dormir, sin embargo, el sueño de los justos, aunque representaran lo más pérfido de la naturaleza humana.

Bertrand iba contemplando todas aquellas figuras sin evitar sentir a veces un escalofrío. Eran en el fondo muy reales, más que nada por el aire de verosimilitud que reflejaban las escenas, trasunto de las que tan trágicamente habían protagonizado en vida. Eran figuras concebidas muy astutamente, incluso con bastante perversidad. Todos los detalles de aquellas representaciones habían sido previstos y materializados meticulosamente. Eran el resultado de un trabajo concienzudo. Un trabajo magnífico. La simulación de la vida que suponían era tan perfecta que no lo parecía; traslucían acción, movimiento, intención; cada pose, cada situación que les fuera destinada, tenía toda la frescura y toda la malevolencia de la vida. Las cabezas eran, por cierto, lo más real, patéticamente real, con aquellas decididas expresiones de los rostros. Miraban con ira, con violencia, con furia y con lujuria, o se crispaban en gestos de dolor agónico. En los ojos de aquellas figuras de cera había mucho más que realismo; los cabellos parecían naturales, al igual que las barbas que lucían algunos personajes, y sus labios ofrecían toda la impresión de tener un hálito enfebrecido.

Allí estaban aquellas figuras de cera. Cada una con su vida eterna fijada en el instante del horror que habían protagonizado esos a los que representaban. El horror que ahora justificaba su existencia en tanto que figuras de cera que semejaban poseer un alma perfectamente humana.

Bertrand las contemplaba, aparentemente en calma no obstante aquellos escalofríos… Se dejaba llevar de las escenas presentadas de manera grandilocuente y melodramática, y hasta sonreía por la truculencia del relato que se ofrecía escrito en un panel ante cada una de las escenas.

No podía evitar esa sonrisa, pues era consciente del afán teatral con que se presentaba todo aquello, como si fuera una noticia de un periódico sensacionalista. Era el tipo de literatura que hace las delicias de los débiles mentales… Pero a la vez sentía que algo se le escapaba de todo aquello; que había una cierta grandeza en la exposición, aunque no acertara a verla más allá de la evidencia de lo melodramático. Sentía, en suma, que en todo aquello se contenía una intensidad directamente relacionada con la vida, con las acciones cotidianas de los hombres. Y se preguntaba, frente a las figuras de cera, si no representarían en realidad algo que es consustancial a la existencia: la satisfacción del instinto cazador. No pudo evitar una sonrisa burlona cuando se respondió diciendo que, en definitiva, aquellas acciones que allí se representaban, aunque lo fueran de manera tan teatral, se correspondían con hechos que habían sucedido realmente, no eran la consecuencia de ninguna fantasía. Más aún, se dijo que se trataba de escenas de la vida cotidiana que podían repetirse en cualquier momento; que incluso quizá se estuviesen dando con tanta o mayor crudeza mientras él contemplaba las figuras de aquel museo de cera. Y eso en cien o más lugares diferentes al mismo tiempo. Sí, los asesinos, y los secuestradores, y los dementes endemoniados que andan sueltos por la calle, y tantos y tantos desconocidos, seguramente aguardaban por miles el instante de cometer alguna salvajada como las que allí se ofrecían a la vista a través de aquellas figuras de cera.

Muchas de las acciones que cometieran todos esos seres infames podrían ser igualmente representadas más adelante. Y otras permanecerían siempre en el mayor desconocimiento, y sus autores en la total impunidad, pues jamás llegarían a ser descubiertas. Y, en el aire, siempre esas semillas de maldad. Esas semillas del melodrama.

El joven poeta seguía su visita. Estaba solo en aquel gran salón y la niebla, como una garra azul que se percibía a través de los cristales de las ventanas, lo impelía a quedarse allí tranquilamente, a continuar su visita. Llegó al final del lado izquierdo del salón y comenzó a recorrerlo de nuevo, pero ahora en sentido contrario, por el lado derecho. Allí se representaban hechos inevitablemente tortuosos de otro tiempo. No le cupo más remedio que admirarse también ante la perfección de aquellas figuras y de las escenas representadas, ofrecidas en un contexto histórico perfecto. Eran tantos los detalles realistas de aquellas figuras… No dejaba de ser muy interesante, no, aquel negocio de las figuras de cera… Sobre todo lo pensaba mientras se entregaba a una muy atenta contemplación de la figura que representaba al emperador Tiberio, dominando una cámara de tortura.

Pero de repente la vio… Adorable, hermosa, con la mayor belleza de las estatuas. Era una niña, una mujer, una diosa, todo a la vez; era deliciosa, deseable como un súcubo de llamativas caderas que se le presentara en sueños.

Bertrand, con sus ojos de poeta, escrutó cada uno de los detalles físicos, de idéntica perfección a los del resto de las figuras, de aquella representación, preguntándose cómo podía alguien trasladar a un bloque de cera semejante belleza. Sólo él, se dijo, hubiera podido hacerlo, acaso, pero únicamente con su imaginación. La extraordinaria melena caoba de la figura era, a la luz de la sala, como una nube carmesí; su sonrisa, viva, encantadora, mucho más que una máscara de cera; sus ojos azules, como dos pozos en los que podría ahogarse el alma de cualquiera. Tenía los labios entreabiertos, deliciosamente voluptuosos, y asomaba levemente entre ellos su lengua roja como una pequeña daga, pero que sólo incitara a los placeres. Lucía sólo un vestido vaporoso, y no llevaba joyas, salvo un brazalete de plata, para que su belleza imperase con el mayor esplendor, para que destacase la blancura de su cuerpo perfecto.

Pero no había que darle más vueltas al asunto. Era una mujer hermosa, con un bonito cabello rojo, pero era… de cera. De cera común, ordinaria, la misma cera con la que se podía representar a Jack el Destripador. Por lo demás, la escena que representaba no dejaba de ser un lugar común… Allí estaba, extendiendo sus desnudos brazos ante el rey Herodes. No en vano aquella figura de cera representaba a Salomé, la que cubría su maldad bajo siete velos, la demoníaca bruja que cautivaba a los hombres.

Bertrand se quedó mirando aquel dulce óvalo de su cara; y los ojos de la figura, que parecían clavarse en los suyos pidiéndole algo, quizá socorro. O que simplemente le devolvía la bondad de su mirada. Y no pudo sentir el joven poeta sino que era la mujer más hermosa que jamás le había sido dado contemplar. Y la más temible, por peligrosa y sanguinaria. Sus delicadas manos sostenían, sin embargo, una bandeja de plata ensangrentada… en la que llevaba la cabeza del Bautista, que parecía mirar con ojos de piedra.

Bertrand no se movía. Ni pestañeaba. Se limitaba a mirar a la mujer. Sintió el impulso de dirigirse a ella. Sintió que lo miraba ahora un poco burlona. Como si le dijera «no seas maleducado, hombre, salúdame…» Pero él sólo quería decirle una cosa; que la amaba.

Bertrand se dio cuenta de lo que pensaba y se horrorizó. Se había dicho que la amaba. Que la amaba más allá incluso de sus sueños. Que quería a una mujer que no era tal sino una figura de cera. Era una tortura mirarla; le dolía su belleza insoportablemente porque la sabía inalcanzable. ¡Qué ironía! ¡Enamorarse de una figura de cera! Tenía que estar volviéndose loco, desde luego.

Y sin embargo… ¡qué poético era todo aquello! Bertrand se enorgulleció de eso. ¡Y qué original!

Había leído sobre casos como el suyo; había visto también algún drama que trataba sobre lo mismo, algo tan antiguo, por lo demás, como Pigmalión y su estatua.

Razonar, en cualquier caso, no le servía de ayuda. Razonar le hacía caer en la desesperación. Amaba la belleza de aquella figura de cera y amaba también la amenaza que intuía en ella. No en vano era un poeta.

Sería reconfortante, después de todo, que al día siguiente saliera el sol de nuevo. Y le encantaría, además, verlo a través de una de aquellas ventanas del museo de cera, en cuyos cristales dibujaba ahora la niebla dedos azules. ¿Cuánto tiempo más podría seguir allí? No, tenía que irse… Antes, volvería a contemplar un rato más a quien era objeto de su adoración.

«No, no, nada de eso; tengo que irme cuanto antes», se dijo.

Y con un gran complejo de culpa desistió de contemplar un poco más a su amada, y se dirigió a la puerta.

II

Volvió al día siguiente. Y al otro. Empezó a familiarizarse con el sombrerito grasiento del tipo bajito y gordo que cobraba la entrada. Se supo muy pronto el museo, de cabo a rabo, hasta el último rincón, y todo lo que albergaba. Sabía que apenas recibía visitantes, al menos por aquellos días, y ya se había dado cuenta de cuáles eran las mejores horas para extasiarse en la adoración de su amada.

Realmente acudía allí para adorarla. Podía estarse horas ante aquella figura de enigmática sonrisa y caer hechizado por la magia cruel que había en su mirada. A veces le decía en un susurro los versos que había escrito para ella la noche anterior. A veces le decía palabras de amor acercándose cuanto le era posible a las orejas de cera de la figura. Pero la Salomé de pelo color caoba se limitaba a mirarlo, sin más. Aunque parecía sonreírle crípticamente.

Aunque parezca extraño, hasta entonces no había cambiado una palabra con el tipo gordo que cobraba la entrada. Al fin lo hizo un día.

El gordo de pelo canoso se acercó a él, cuando ya comenzaba a caer la tarde, y le dio conversación, aunque de manera que dejó un tanto atónito, por no decir molesto, al poeta Bertrand.

—Guapa, ¿eh? —dijo el gordo de pelo gris, con ese tono vulgar propio de la gente que carece de sensibilidad—. La hice tomando como modelo a mi mujer…

¿Su mujer? ¿Aquel gordo asqueroso tenía una mujer tan bella como para modelar tan hermosa figura mirándola? Bertrand pensó que de veras estaría volviéndose loco, no era posible que el gordo hubiese dicho eso. Pero lo siguiente que dijo el otro le sacó de su abstracción.

—Fue hace muchos años, claro —señaló.

En cualquier caso, vivió, fue una mujer de verdad… El corazón le latía con mucha fuerza.

—Pobrecilla —siguió diciendo el gordo—, murió hace ya tiempo…

¡Muerta, estaba muerta! Se había ido. Sólo quedaba de ella aquella figura de cera. Bertrand se dijo que tenía que hablar con aquel imbécil, sacarle cuanta información pudiera. Sin duda, era la soledad lo que había convertido en un garrulo a aquel tipo, pero eso no impediría que le contase cosas. El gordo volvió a expresarse con el mismo tono de voz y los ademanes de antes.

—Buen trabajo, ¿verdad? —dijo mirando la figura de cera de una forma que a Bertrand le pareció repulsiva.

En los ojos de aquel hombre no había adoración sino algo animal, aparte de un simple orgullo por lo bien que le había quedado la figura. Admiraba un montón de cera, no a una mujer.

—Fue mi mejor trabajo —musitó.

Y pensar que alguna vez la había poseído… Bertrand se sentía enfermo de sólo pensarlo. El gordo no parecía darse cuenta. Seguía mirando de aquella manera intolerable a la bella, y luego lo miraba a él con una sonrisa repugnante… No obstante, comenzó a darle la información que ansiaba.

Monsieur parece muy interesado en mi museo, ¿verdad? —dijo—. El señor es un asiduo. Seguro que le gustan mis trabajos, ¿eh? Buen gusto, sí señor…

Él, Pierre Jacqueline, era el autor de todas las figuras. Le había ido muy bien hasta ocho años atrás. Ahora le costaría un montón tener ayudantes, por eso atendía él solo su museo. Sólo contrataba a algunas personas para trabajos muy concretos, sobre todo si tenía que esculpir en cera un grupo. Pero a Jacqueline le encantaba hacer él mismo las figuras. Mucha gente le honraba diciendo que sus figuras eran tan buenas como las del museo de Madam Tussaud. Sin duda podía entrar a trabajar allí cuando le viniera en gana, pero prefería dedicarse a su negocio sin depender de nadie. Aunque eso le diera mucha menos fama. Total, sus figuras eran magnificas… ¿O no? ¿Y por qué le salían tan bien? Sin duda, por sus amplios conocimientos médicos… Sí, en tiempos había sido un tal doctor Jacqueline.

Monsieur admiraba a su esposa, ¿a que sí? Claro, no era de extrañar… Había encantado a tantos hombres, había concitado la admiración de tantos hombres… Algunos también acudían, como él, a verla regularmente. Eso no le ofendía, al contrario. Sería propio de un imbécil tener celos a causa de una figura de cera. No obstante, le resultaba curiosa e interesante la forma tan peculiar en que aquellos hombres acudían a verla… Y eso que ninguno de ellos sabía nada del crimen…

¿El crimen?

Algo en el rostro grasiento y gris de aquel hombre hizo que Bertrand quisiera saber más, que hiciera más preguntas, incluso más allá de la sorpresa que le provocara oír lo que oyó. El tipo, por lo demás, no parecía tener ningún problema en responderle.

—¿Es posible que no lo sepa? —dijo como si nada—. Bueno, claro; el tiempo pasa y uno olvida lo que ha leído en los periódicos, si es que lo leyó… Le aseguro que todo aquello no fue nada agradable; yo deseaba estar solo por encima de todo, seguir con la práctica de mi profesión, pero por culpa de aquel suceso cobré una cierta notoriedad que me hizo imposible seguir trabajando como médico… Por eso me dediqué a esto, ya ve… Para apartarme de todo… Y ella fue la causante.

Señaló, al decirlo, a la figura de cera de Salomé.

—Lo llamaron —prosiguió— el caso Jacqueline… Lo de mi esposa, quiero decir… Imagínese. Era hermosa, joven, vivía sola en París cuando la conocí y nos casamos. Yo no sabía nada de su pasado. Por mi profesión, además, tenía poco tiempo libre, siempre andaba liado, atendiendo pacientes de aquí para allá, siempre fuera de casa… Y ella, Monsieur, era una psicópata. Ya había advertido algo, no se crea, pero como la amaba tanto no di más importancia a ciertos síntomas… Una vez llevé un paciente a mi consulta, a mi propia casa, y ella se encargó de cuidarlo como toda una enfermera… Era un hombre ya viejo.

Una noche regresé tarde a casa y, al ir a visitarlo, lo encontré muerto. Mi esposa le había rebanado el cuello con un bisturí. Me dirigí a la habitación con cuidado, imagínese, pero ya había huido… No obstante, la policía dio pronto con ella. Bien, se celebró el juicio… Salió a relucir todo… Los dos esposos que había tenido antes, uno en Lyon y el otro en Lieja… Y confesó más crímenes. Cinco en total. Decapitaciones.

»Me vine abajo, como se podrá imaginar… Fue hace años, yo aún era joven… La amaba, créalo; pero cuando confesó que también había planeado matarme… Me sentí muy hundido, se lo aseguro, nunca hubiera imaginado algo así. Por lo demás, había sido una buena esposa, amorosa, apacible, comprensiva. Y ya ve usted cuán bella era. Pero descubrir que me había casado con una psicópata me descompuso por completo, fue mi ruina. Aquellos asesinatos tan horrendos… En fin. Pero la seguía amando, a pesar de todo. ¿Cómo no hacerlo? Es difícil de explicar, pero creí que podría curarla. No obstante, fue condenada a muerte, a la guillotina.

Bertrand pensó que aquel hombre, quizá por el dolor que le causaban sus recuerdos, relataba muy mal la historia. Allí había material suficiente para escribir un gran drama, y él lo convertía en un simple relato, sin la menor sustancia… ¿Es que acaso la vida no imita al arte?

—Naturalmente —siguió diciendo el otro—, mi carrera como médico se fue al garete. Los periódicos, la notoriedad del caso… Todo eso me resultó fatal. Lo perdí todo. Y, como le he dicho, se me ocurrió dedicarme a esto. Tenía alguna experiencia en cirugía plástica y podía modelar figuras; así se me ocurrió crear mi propio museo de figuras de cera. Como ve, me llevó a esto la desgracia… una serie de desgracias. Y observará que los personajes que aquí tengo son casi todos criminales… ¿Cómo no iba a interesarme en los criminales, después de todo? ¿Cómo no iba a especializarme en ellos?

El hombre bajito y gordo sonreía, condescendiente con aquellos criminales históricos reunidos en su museo, como si realmente hubiera superado sus emociones. Dio un golpecito cariñoso a Bertrand en el pecho y prosiguió en tono ahora amistoso más que confidencial.

—Lo mío sí que es una gran broma, ¿verdad? Una burla al destino, sí señor… Bien, el caso es que obtuve de las autoridades permiso para presentarme en la morgue. Se había consumado la ejecución de mi esposa y no era cosa de perder el tiempo, pues ya me había decidido, en el tiempo que pasó entre la sentencia y la guillotina, por abrir este negocio. Tenía una buena técnica, hecha a medias de mis conocimientos médicos, y a medias también de las prácticas que llevaba realizadas con la cera. Así que hice un molde con el cuerpo presente de mi esposa… o quizá debiera decir ausente, pues ya carecía de vida… Sí, hice un molde con su cadáver, aunque decapitado… Como le faltaba la cabeza, ¿por qué no tomar a Salomé como referencia? También Juan el Bautista murió decapitado, ¿no? Bueno, pues ahí tenía la historia. Mejor que contar la de mi esposa.

La cara de aquel hombre sonrió por un momento y sus ojos grises cobraron un brillo que hasta entonces no tenían.

—Claro que a veces pienso, Monsieur, si todo esto será de veras una gran broma —continuó—. A decir verdad, hice todo esto por venganza, sin más. Necesitaba vengarme. En el fondo, y aunque no quería reconocerlo, la odiaba por haberme destrozado la vida, por haber acabado con mi carrera. Y la odiaba también porque seguía amándola, aun muerta, a pesar de todo lo anterior. Así que me atrevería a decir que hay en mi trabajo sobre ella más ironía que humor. Y lo mismo pasa con todos los demás. Quise hacerla en cera para tenerla aquí, cerca de mí; a fin de cuentas, también es un recuerdo de los mejores días de mi vida. Así recuerdo su crimen, pero también su amor… Pero eso ocurrió hace ya mucho tiempo… El mundo se ha olvidado al fin del caso. Ahora es sólo una figura de cera. Mi mejor figura de cera. Mi favorita.

»Hacerla, sin embargo, no contribuyó a mi destreza, a mi arte. Nunca me ha salido un trabajo tan perfecto. Y supongo que estará usted de acuerdo conmigo en que ella es una auténtica obra de arte… Y eso que al cabo de los años he adquirido una gran práctica. Ya le digo, aquí vienen algunos hombres y se tiran horas mirándola, como usted. Supongo que ninguno conocerá la historia real, pero si estuvieran al tanto seguirían viniendo a contemplarla, estoy seguro. También seguirá viniendo usted, ¿me equivoco? Aunque ya conozca la verdadera historia.

Bertrand asintió bruscamente, y no menos bruscamente se dirigió a la puerta para irse. Tuvo la sensación de comportarse como un imbécil o como un simple niño. Por eso maldijo contra sí mismo, mientras caminaba aprisa para alejarse cuanto antes del museo y escapar de aquel tipo gordo y odioso.

Era tonto. Tenía la cabeza como un bombo. ¿Por qué odiar a aquel pobre hombre, al marido? ¿Acaso porque él, su marido, la odiaba por haber vivido y asesinado? Si la historia era realmente cierta… Pero lo era, sin duda. Sólo entonces creyó haber oído algo, alguna vez, sobre el llamado caso Jacqueline. En todo caso, mucho tiempo atrás, cuando era un niño. Acaso en uno de aquellos espantosos periodicuchos de sucesos que le gustaba leer de pequeño… O se lo contaron, simplemente. ¿Qué hubiera sentido él, viéndose arrojado a un tormento semejante? Quizá hubiese hecho lo mismo, ponerse a crear figuras de cera que representaban a unos cuantos asesinos brutales y obtusos. Tan obtusos, en el fondo, como el marido en cierto modo engañado que había hecho todas aquellas figuras para que las contemplasen otros hombres, una panda de estúpidos a los que también odiaba ahora.

Tenía miedo de ir perdiendo la cabeza poco a poco. Eso era peor que la imbecilidad. Eso significaba la locura sin paliativos. No podía volver al museo. No podía seguir recordando aquella historia, no podía continuar haciéndose preguntas. Al fin y al cabo, si el esposo de esa mujer y el mundo entero ya se habían olvidado del caso, ¿cómo no hacerlo él, que se había enterado de todo apenas un rato antes?

Acababa de tomar una decisión. Nunca más.

Pero se alegró mucho de que al día siguiente no hubiese nadie ante la figura de cera de la silenciosa Salomé con su cabello color caoba.

III

Pocos días después se dejó caer por su apartamento el coronel Bertroux, ya retirado, un sujeto realmente insoportable, un viejo amigo de la familia, un entrometido… No tardó Bertrand en darse cuenta de que sus padres le habían enviado al coronel para hacerle entrar en razón.

Era el tipo de cosa que se correspondía perfectamente con sus padres, seres pesados donde los hubiera, y con aquel asno pomposo que era el viejo coronel, que disfrutaba un montón entrometiéndose en todo. Un tipo, además, pedante y tonto, que sin embargo se las daba de hombre dignísimo y bueno. Se dirigió a Bertrand llamándole mi querido muchacho, y no dio muchos rodeos. Estaba allí para convencer a Bertrand de que, si no estudiaba, de que si sólo se dedicaba a perder el tiempo en tonterías, mejor sería que regresara a la casa paterna, sita sobre el negocio familiar, una carnicería… Al coronel le importaban un bledo sus afanes poéticos. Estaba allí para hacerle entrar en razón, nada más.

Y siguió el viejo por el mismo camino, largamente, perorando sin tregua, hasta sacar de quicio a Bertrand. No podía insultar al estúpido viejo, claro, como deseaba hacerlo. Pero el coronel era tan tonto que no captaba ni una sola de las ironías con que le daba respuesta Bertrand. Salieron a cenar, y el viejo fue siguiendo al joven poeta por donde éste lo guiaba, dando por sentado que el chico lo invitaba. Acabaron en un bistrot, donde además de cenar conversaron largamente, aunque era del todo absurdo que el viejo pensara en la posibilidad de que Bertrand apreciase su supuesta sabiduría.

Después de aquella cena, Bertrand decidió pasar a la acción. El coronel se dejó caer por su apartamento al día siguiente, a la caída de la tarde, justo cuando el joven poeta se disponía a salir para dirigirse al museo. Aunque no le hacía mucha gracia, el viejo coronel se mostró de acuerdo en acompañarlo en su visita al museo.

Una vez en la gran sala de las figuras de cera, Bertrand se sintió imbuido de una especie de exaltación morbosa que le sorprendió. Los comentarios del coronel sobre aquellos asesinos representados por las figuras, no podían sino hacerle reír, pero disimulaba.

Entonces llegaron hasta ella. Bertrand no hizo la menor observación, permaneciendo en silencio un rato. Se desentendió del viejo y pasó a comerse con los ojos, devotamente, la figura de su amada. Fueron unos minutos que realmente parecieron la eternidad.

Sin embargo, Bertrand recobró de golpe la consciencia, como quien sale de un trance extático. Y miró a su alrededor.

El coronel seguía a su lado, contemplando la figura de cera que representaba a Salomé, con mucho desconcierto. Su rostro mostraba un gesto de absoluta extrañeza, a la vez encantada. Y un cierto rejuvenecimiento, además, que no pudo por menos que hacer gracia a Bertrand. El viejo estaba tan fascinado por la figura de cera como él mismo.

¿Fascinado el viejo y pomposo y tonto coronel? No, no era posible…. No sabía lo que era eso, la fascinación… Pero sí… Estaba absolutamente fascinado… ¡También él se había enamorado de Salomé!

A Bertrand le entraron ganas de reír, pero cuanto más observaba la cara del coronel, sus ojos ajenos a todo lo que no fuese la figura de cera, se dijo que aquello, más que para echarse a reír, era para echarse a llorar. Se estremeció. Era evidente que aquella mujer despertaba en los hombres sueños ocultos, soterrados en las sentinas del alma; era evidente que Salomé subyugaba a los hombres, fueran viejos o fueran jóvenes. Era realmente una hechicera. Y, a buen seguro, malvada.

Bertrand la miró de nuevo, tratando de observar objetivamente a tan diabólica belleza inspiradora de ternuras. Y descubrió algo.

Su cabeza. No era la misma. Aquel cabello con el fulgor de la caoba, aquellos hermosos ojos azules… ¿Qué había pasado?

Sintió una mano en su hombro. Era el gordo de pelo canoso, el propietario y hacedor de aquellas figuras de cera, que lo saludaba asquerosamente solícito.

—Se ha dado cuenta, ¿eh? Ha sido un lamentable accidente… se le ha roto la cabeza, sin más… Era ya un poco vieja… Uno de sus admiradores quiso regalarle una sombrilla, y al intentar ponérsela… pues ya ve, tropezó con ella y se le cayó la cabeza… De momento le he puesto otra que tenía por ahí, mientras reparo la original… Pero la verdad es que no le queda nada bien.

El coronel Bertroux pareció salir entonces de su abstracción. El gordo bajito y de cabellos canos se quedó mirándole.

—Guapa chica, ¿verdad? —dijo—. La hice tomando a mi mujer como modelo, ya sabe…

Y sin más se puso a contarle toda la historia; la misma, punto por punto, que había contado al joven poeta una semana atrás. Una historia igual de terrible y con las mismas palabras.

Bertrand miró al coronel para comprobar el impacto que le habían causado las palabras del gordo, y se preguntó si aquella expresión del viejo no sería como la suya cuando Jacqueline le habló en detalle del caso.

En un curioso paralelismo con la reacción que él mismo había tenido, el coronel giró sobre sus talones para ir hasta la puerta de salida, sin decir palabra, apenas hubo terminado de hablar el gordo. Bertrand lo siguió mientras sentía que los ojos del dueño del museo de cera se le clavaban en la espalda con una expresión de burla.

Tras salir a la calle caminaron en silencio. La cara del coronel seguía mostrando una expresión atónita. Cuando llegaron ante el portal del edificio donde vivía el joven, el viejo se volvió hacia Bertrand. Tenía la voz curiosamente ahogada.

—Yo… yo… creo que comienzo a comprenderte, mi querido muchacho…. Ya no volveré a molestarte, descuida… Me voy…

Se fue calle abajo sin decir más, extrañamente vivaz y muy tieso, con los hombros altos, sorprendiendo a Bertrand con aquel brío que mostraba.

No se habían dicho ni una palabra acerca del museo, ni a propósito de la historia contada por el gordo. Nada. Pero estaba claro que el coronel también se había enamorado de ella. Todo era muy extraño… Mucho… ¿De veras se iría el coronel definitivamente o se quedaría revoloteando por allí?

El gordo del museo había contado el caso al coronel con las mismas palabras, aunque, creía recordarlo Bertrand ahora, con una intensidad distinta, y con mayor interés, con una cierta teatralidad, como si lo hubiera ensayado. ¿Y si toda aquella historia no fuese más que una broma pesada, una interpretación para embaucar a sus clientes? Podía ser, en efecto, que todo se redujese a un cuento, a una añagaza del dueño del museo para publicitarse.

Sí, seguramente eso lo explicaba todo, tanta truculencia. Algunos artistas le habían vendido las figuras, seguro; después notó él que la que representaba a Salomé era la que más atraía a los hombres, a los tipos solitarios que caían por allí, y montó todo aquel número. La verdad es que cuadraba bastante, sonaba muy real; y el tipo bajito y gordo… pues no tenía, la verdad, pinta de haber estado casado con una hermosa asesina. No, un tipo como él nunca hubiera podido casarse con una mujer como ella… Su historia era buena, cierto; ideal para cautivar a unos cuantos tipos sin mujer y hacer que se dejaran el dinero de la entrada unas cuantas veces seguidas. Echó cuentas Bertrand del dinero que se había dejado allí en las últimas semanas. Eran unos cuantos francos. Sí, aquel tipo gordo y bajito resultaba ser todo un negociante, muy listo.

Pero había que considerar también el atractivo que ejercía por sí misma la figura de cera de Salomé. Era bellísima, adorable; estaba llena de vida y resultaba muy seductora, aunque representara a un personaje histórico malvado. Sí, Salomé había sido una mala bruja, una pérfida sanguinaria, pero en su representación del museo había algo, un misterio en el que Bertrand quería entrar por encima de todas las cosas. Sobre todo en su enigmática sonrisa.

Decidió recluirse durante unos días, que se pasó escribiendo. Comenzó por un poema épico en el que trabajó arduamente. Daba gracias porque el coronel ya no le importunaba; y daba mentalmente las gracias a la figura de cera, a ella, a su amada, por ayudarle, en tanto que se había convertido en su musa. Hasta podía darse la circunstancia de que ella entendiera lo que le había escrito; quizá le alcanzaran sus pensamientos nocturnos acerca de su belleza, que lo convertían en un poeta de Avalon, justo lo que más podría entusiasmar a una mujer como ella, o en algún poeta maldito, en un ángel de los infiernos… Fuese como fuera, tenía que hablar con ella…

Le habló al día siguiente para darle las gracias por haber hecho que el coronel Bertroux se largara de la ciudad. Y ya se disponía a leerle las estrofas de su poema cuando temió que lo estuvieran espiando desde algún lugar de la sala los ojos del dueño del museo, aquel tipo gordo y vulgar.

Cesó de inmediato en su intención, rojo de vergüenza. ¿Y si lo hubiera estado espiando tantas veces, mientras se extasiaba en la contemplación de su amada? ¡Maldito bestia!

Bertrand echó un vistazo a su alrededor, tratando de descubrir agazapado al gordo. Pero descubrió en realidad que la cabeza del Bautista, la que llevaba Salomé en la bandeja, era distinta… Así que el gordo la había cambiado, ¿eh? Se preguntó cómo habría podido romperse la original. ¿Otro idiota con una sombrilla, como había dicho el gordo para explicar el cambio de la cabeza de Salomé? Los ojos cerrados de la nueva cabeza del Bautista no eran como los de la anterior; había algo mucho más mórbido en esa nueva cabeza, el rostro era mucho más pálido… y no reflejaba tanto al Bautista como la otra.

El gordo, en efecto, espiaba a Bertrand desde donde no pudiera verlo. Bertrand lo maldijo en voz baja y salió. El tipo le impedía hallar la paz aquel día allí, en el museo, ante su amada. Apretó el paso para salir, tratando de evitar al gordo, que quizá saliera de su escondrijo para despedirlo… Pero no fue así. Ya salía, cuando tropezó con otro visitante, que entraba. Aquel hombre le pidió perdón y se coló rápidamente en el museo… Bertrand volvió la cabeza, alertado por un vuelco que le dio el corazón… O estaba definitivamente loco, pensó, o lo que había visto eran los hombros del coronel Bertroux.

Pero Bertroux se había largado, ¿no? En cualquier caso, ¿y si no lo hubiese hecho para adorar en silencio y a escondidas a la bella, como los otros, como él mismo? ¿También lo espiaría el gordo? Definitivamente, Salomé lo había atrapado.

Bertrand pasó días haciéndose muchas preguntas. Fue al museo a distintas horas, esperando encontrarse con el coronel. Tenía el mayor interés, por primera vez en su vida, en encontrarse con el viejo, hablar con él… Quería comprobar si también él había caído en el influjo, acaso pérfido, de la figura de cera.

Bertrand también podía preguntar al gordo del museo por el viejo, claro; preguntarle, por ejemplo, cuántas veces iba por allí a la semana, y si lo hacía siempre a la misma hora, pues le parecía que no… Pero desistió por el mero hecho de no tener que hablar con aquel sujeto, que cada vez más se le antojaba un tipo bastante sucio. Si su historia era realmente una invención, sería cosa de partirle la cara; pero si era verdad, le odiaría igualmente por habérsela contado. Y por haber abrazado a tan bella mujer, y por haber vivido con ella. No había remedio con el gordo. Si todo era verdad, la había poseído, lo que le hacía francamente detestable.

Se fue el poeta del museo de cera, sumido en una angustia profunda. Comenzaba a odiar aquel lugar, detestaba cada vez más a su dueño. Y la odiaba a ella por haberlo amado. ¿Cómo seguir perdiendo el tiempo allí, en aquella hedionda mazmorra, llevado por el amor que sentía hacia… una simple figura de cera? Era una estupidez, una locura. ¿Para qué seguir pasando entre toda aquella purrela de asesinos? ¿Sólo para encontrarse de frente ante una figura de cera que no le devolvía ni una sola palabra? ¿Hasta cuándo iba a seguir con semejante estupidez? Sí, pero es que el misterio de toda aquella historia, y de la sugestión que ejercía en él la figura de Salomé, seguía suponiéndole un enigma. ¿Hasta cuándo?

IV

Subió los peldaños que conducían a su apartamento. Giró el llavín en la cerradura. Abrió la puerta de su casa y había luz. Grande fue su sorpresa al encontrarse allí con el coronel Bertroux.

El viejo estaba sentado con los codos apoyados en la mesa. Alzó la cara para mirar al poeta.

—Perdona mi intrusión, muchacho —se disculpó el coronel—. He utilizado un alambre para abrir la puerta y entrar. Sé que tenía que haberte esperado en la calle, pero preferí ocultarme.

Hablaba con voz tan grave y profunda, tenía una expresión tan seria, incluso dolorida, que Bertrand no se preocupó de que hubiese entrado en su casa furtivamente.

Quería preguntarle, sin embargo, por qué no había abandonado la ciudad, como dijo que lo haría. Quizá volvía del museo cuando él iba hacia allí… Pero el viejo levantó la mano para pedirle que tomara asiento. Sus oscuros ojos azules parecían cansados.

—Permite que te explique la razón de mi visita —comenzó a decir—. Pero, en primer lugar, veamos unas cuestiones previas… Quiero que me cuentes la verdad, mi querido muchacho. Toda la verdad. Todo depende de eso, de que me digas la verdad, como comprenderás pronto.

Bertrand asintió, impresionado por la seriedad con que se expresaba el visitante.

—Primero —siguió el coronel— quiero saber cuánto tiempo llevas acudiendo a ese museo de cera.

—Un mes, más o menos —respondió Bertrand—. No, bueno, mañana mismo hará un mes desde que fui por allí, casualmente, por primera vez.

—¿Y cómo fue que te dio por entrar en ese lugar? ¿Lo hiciste de veras inopinadamente?

Bertrand contó lo de la niebla y el aguanieve, lo de la luz que le hizo creer que aquello era una taberna en la que refugiarse. El coronel lo escuchaba con gran atención.

—Ese hombre, el dueño, ¿te habló el primer día, te contó algo de todo eso? —preguntó el coronel.

—No.

El viejo le miraba confundido.

Pensó en la posibilidad de la hipnosis, en una fuerza oscura y latente que hubiera en aquella figura de cera… Nunca se había tomado en serio la demonología, pero…

Se mostraba realmente turbado. Levantó los ojos y se encontró de nuevo con los de Bertrand.

—¿Fue… ella quien te hizo volver allí? —le preguntó ahora con una voz muy suave, pronunciando muy despacio aquellas palabras.

Esa manera de hablarle fue lo que llevó a Bertrand a contar toda la verdad, y lo hizo francamente, sin utilizar subterfugios ni palabras enrevesadas, sin acudir a lo poético. Nada que hubiera podido alterar el significado de aquella historia realmente extraña que refería. Cuando acabó, el viejo seguía mirándole intensamente. Luego bajó la mirada al suelo y así estuvo, en completo silencio, durante un buen rato.

—He pensado mucho en todo esto, muchacho —dijo al fin—. Tu familia me hizo venir a verte precisamente porque les pareció que te ocurría algo extraño; o que algo, o alguien, te retenía aquí… Supuse que se trataría de una chica, pero nunca se me hubiera ocurrido pensar en una mujer… de cera. Pero cuando me llevaste a ese museo, y cuando vi cómo la contemplabas, lo comprendí todo. Y mucho más lo comprendí cuando yo mismo miré esa figura. Luego vino el dueño a contar esa historia… Eso me hizo pensar, si es que podía pensar, pues confieso que también me confundía la belleza de esa figura. Una belleza que duele, ciertamente.

»Después de que nos despidiéramos quise volver a verla. No tanto porque me preocupase por ti, como por mí… Sí, debo admitirlo. Temía por mí. Bertrand, muchacho, tú mismo has comprobado que esa figura de cera posee un poder temible, tú mismo has visto que te sometía. Y sabes que ejerce el mismo influjo sobre otros muchos hombres, si hemos de creer lo que dice el dueño del museo, y no veo razón alguna para no creerle. También a mí me hizo sentir su poder esa figura. Compréndeme… Temí por mis sentimientos. Soy un hombre mayor, hace mucho que no pienso en el amor ni en nada parecido… Y ver a esa bruja de pelo caoba me resultó muy impactante.

Bertrand se quedó mirando al coronel, que siguió hablando sin dejarse nada.

—Al día siguiente fui al museo por la mañana —siguió diciendo el coronel Bertroux— para comprobar si realmente veía lo mismo que tú. Después de una hora ante esa representación, o no sé si llamarla simulacro, me fui realmente alarmado. Cualquiera que sea el poder que atesora ese montón de cera, te aseguro que no es bueno… eso no puede ser sano, Bertrand.

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