El que abre el camino: 24 historias macabras

El que abre el camino: 24 historias macabras


FIGURAS DE CERA

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»Actué por impulso. Recordé la historia de ese hombre, el dueño, ese tal Jacqueline… Y me fui a la hemeroteca para buscar datos. Bien, pues encontré todo lo referido a su caso. Jacqueline afirma que los hechos sucedieron hace años, pero nunca dice cuándo. Mi querido muchacho, ese caso quedó cerrado hace ya más de treinta años.

Bertrand miró asombrado a Bertroux.

—Todo es cierto —siguió diciendo el coronel—. La esposa del doctor Jacqueline cometió un crimen y fue juzgada y condenada por ello. Confesó además que había cometido otros cinco crímenes semejantes bajo distintas identidades. Los periodistas que cubrieron aquel proceso, sin embargo, hablaron de más cosas… De brujería, por ejemplo. Dijeron que Madame Jacqueline era una bruja. Y que cometió tales carnicerías por hacer una especie de ofrenda.

Al parecer era adepta al culto de la antigua Hécate; es más, según se cuenta en las crónicas, era una sacerdotisa de ese culto. En el proceso se demostró que aquella mujer de pelo caoba, casi pelirroja, era un auténtico monstruo. Asesinaba hombres para ofrendarlos a su deidad. Eso, lo de la ofrenda, no podía ser tomado en serio por el tribunal, pero sí el hecho evidente y confesado de sus crímenes.

»En esas informaciones con que me hice se hablaba de hechos, no de fantasías, te lo aseguro… Y he descubierto cosas de las que nada nos ha dicho ese tal Jacqueline… La hipótesis de la brujería no se aceptó, ni se acepta, formalmente, claro; pero eso fue justo lo que apartó al doctor Jacqueline de la Medicina. Quedó probado que, influido por su esposa, había sido, digamos…, tolerante con ciertas prácticas no exactamente médicas… El caso es que se le encontró culpable de robar órganos vitales de cadáveres, y trozos de piel y de carne, en la morgue. Ésa fue la razón fundamental de que tuviese que abandonar su carrera, y no otra, después de que su mujer fuese condenada y ejecutada.

»En lo que se refiere a que moldeó la figura con el cadáver de su esposa en la morgue, la verdad es que no se dice nada en esos viejos periódicos… Lo que sí se cuenta es que el cadáver desapareció, que fue robado… Jacqueline, por lo demás, abandonó París tras la ejecución, que se produjo siete años después de que fuera capturada la asesina… ¡Hace treinta y siete años de aquello!

La voz del coronel era áspera.

—Puedes imaginarte lo que me supuso descubrir todo esto… Busqué día tras día en los periódicos de aquel tiempo, tratando de seguir los pasos de ese hombre, de encontrar alguna pista. Nunca vi nada que aludiera al doctor Jacqueline, una vez guillotinaron a su esposa. Sólo algunas noticias breves sobre exhibiciones de figuras de cera, cosas así. Por ejemplo, hubo un museo de cera ambulante, que iba de un sitio a otro en un vagón, bautizado con el nombre de Pallidi, y que recorrió las provincias vascas en 1916. Cuando el circo se fue de allí encontraron dos cadáveres enterrados justo debajo de la gran tienda donde se hizo la exhibición de las figuras. Ambos estaban decapitados.

»La noticia que leí decía lo siguiente: Fue llamado a declarar un tal George Balto, residente en Amberes, en relación con el cuerpo mutilado que fue encontrado una mañana en las cercanías de su museo de cera. Quedó libre de toda sospecha, sin embargo, aunque por las mismas fechas se produjo también el macabro hallazgo de otros dos cuerpos cerca del museo, sobre cuya identificación no se ponen de acuerdo las fuentes. En cuanto al dueño del museo, y aunque no se precisa su nombre, que varía según las distintas informaciones, los reporteros aluden a un hombre de pelo canoso.

»¿Y eso qué significa?, me pregunté. Mi primer impulso fue acudir a la policía en busca de más datos sobre todo aquello, pero lo pensé mejor y supuse que el caso ya había dejado de tener interés para las autoridades. No obstante, había conclusiones que extraer. Una, ¿por qué los hombres caemos en una especie de éxtasis ante esa figura de cera? Otra, ¿en qué radica su poder, su influjo desde luego pernicioso? Creo que he meditado mucho sobre ello, que he buscado una explicación coherente. Y al final me parece haberla hallado… Por un momento pensé que era el dueño quien hipnotizaba de alguna manera a sus visitantes masculinos y solitarios, utilizando la figura, para ello, como una especie de médium, de señuelo. Pero ¿para qué? ¿Con qué propósito? ¿Cuál sería el móvil? Y además, lo cierto es que ni tú ni yo caímos hipnotizados, fue otra cosa… No, lógicamente tenía que haber algo en sí, algo inherente a la figura; un poder más relacionado con la brujería, un poder más oculto y pérfido, capaz de arrebatar a cualquiera sin remisión… Ella es como una de esas lamias que aparecen en los cuentos infantiles. No se puede escapar de mujeres así.

»Pero no podía conformarme con esa especulación. Tras salir de la hemeroteca regresé al museo. Ya iba cayendo la tarde. Me hice el propósito de mantener una larga conversación con el dueño, quizá eso me ayudara a resolver el misterio, o al menos a atisbar su significado y consecuencias… Aunque creo que, en el fondo de mi corazón, lo sé todo. Bien, entré en el museo y fui directamente a verme cara a cara con la figura. De nuevo experimenté esa fascinación que ejerce sobre mí la diabólica belleza de… ella. Y me pareció que, por mucho que intentara leer su secreto en la cara, era ella quien leía el mío, por así decirlo. Supe que se daba cuenta de cuáles eran mis emociones, mis sensaciones y mis intenciones. Y que, con toda la frialdad de su mente de cera, quería poner todas esas sensaciones mías a su servicio, rendirme a sus pies.

»Por suerte logré irme al instante. No conseguí hablar con el dueño, ni siquiera había salido a cobrarme la entrada. Aquella noche, ya en mi hotel, trataba de razonar, de poner en claro mis ideas y mis sensaciones, pero sentía la necesidad acuciante de volver a verla. Llegó un momento en que tal fue la única idea que tenía en la cabeza. Antes de que pudiera darme cuenta, ya estaba de nuevo en la calle, caminando aprisa hacia el museo. Todo estaba muy oscuro… Sentí miedo, no sé por qué, y volví al hotel. Sí, tenía una sensación muy extraña y, antes de dormirme, me aseguré de que la puerta de mi habitación quedaba bien cerrada.

El coronel se quedó mirando a Bertrand, que lo escuchaba muy atento y muy pálido, y tras una pausa continuó hablando.

—Tú, como yo, has caído. Pero creo que he conseguido desembarazarme de ella… El recuerdo de sus crímenes me angustia. Esta mañana, por ejemplo, venía a verte. Pero el recuerdo de ella, súbitamente, encaminó mis pasos hacia el museo. Eso es un encantamiento evidente. Es lo mismo que les ocurre a otros muchos hombres. Es lo que les lleva a adorarla, como lo has hecho tú mismo, casi incondicionalmente, por mucho que también, como yo, intentaras resistirte. Pero ten por seguro que, si te quieres resistir, mayores serán sus afanes por atraparte… Bien, iba ya a medio camino cuando me avergoncé de mí mismo y volví sobre mis pasos… Me dije que no volvería a verla antes de hablar de nuevo contigo… He querido contarte todo esto, darte cuenta del fruto de mis investigaciones, por ver si juntos podemos hacer algo.

—¿Qué se propone hacer? —preguntó Bertrand, que había escuchado en ascuas, con un interés increíble, la historia de ese a quien tenía por un viejo estúpido.

Ahora comenzaba a ver claramente que su amada era un ser diabólico, una mala bruja. Y que lo era precisamente en tanto más la amaba él. Supo ahora que tenía que resistirse, luchar contra los cantos de sirena de la figura de cera, por mucho que su corazón lo empujara a verla, a adorarla. El coronel, ahora estaba seguro, compartía sus sentimientos.

—Mañana mismo iremos juntos al museo —dijo el coronel—, pues juntos haremos más fuerza, podremos apoyarnos el uno al otro cuando uno de los dos decaiga bajo el influjo de ese poder maligno de la figura de cera. También trataremos de hablar con Jacqueline; hemos de exponerle francamente nuestros temores y escuchar con no menor atención todo lo que pueda decirnos. Y si se niega a hablar, iremos a la policía… Estoy convencido de que hay algo totalmente antinatural en todo esto… Crímenes, hipnotismo, magia… O acaso todo sea producto de la imaginación, quién sabe… Pero hay que acabar con esta incertidumbre nuestra, con esta malsana pulsión que ambos experimentamos. Hay que llegar al fondo del asunto, nos cueste lo que nos cueste. Temo por ti y temo por mí. Esa maldita figura me ha trastornado; siempre tira de mí, siempre me lleva a ella. Por eso hemos de aclararlo todo antes de que sea muy tarde.

—Sí —dijo Bertrand muy convencido.

—Bien, vendré a buscarte a primera hora de la tarde. ¿Estarás listo para entonces?

Bertrand asintió en silencio y el coronel se fue.

V

El poeta siguió trabajando en sus versos aquella noche. Primero, para tratar de olvidarse de toda aquella historia que le había referido el coronel Bertroux y, en segundo lugar, porque suponía que le iba a resultar imposible encontrar la paz hasta que concluyera su largo poema. En el fondo de su mente, sin embargo, no había más que confusión y, sobre todo, la sospecha de que mejor haría trabajando rápido, denodadamente, incluso de manera precipitada o descuidada.

Lo hizo hasta sentirse exhausto. Y dio gracias a ese cansancio, pues suponía que así dormiría mejor, sin tener malos sueños. Quería sentirse liberado al menos por unas horas de aquella roja cabellera que lo encantaba incluso de noche. Quería olvidar las ataduras a que lo sometía aquella mujer de cera.

Durmió profundamente hasta que el sol penetró por las ventanas de su apartamento, un ático. Cuando se levantó, sin embargo, el sol volvió a ocultarse parcialmente tras las nubes, y en la calle volvía a extenderse lentamente la neblina, que era amarillenta y se hacía por momentos más densa.

Miró la hora y se dio cuenta de que eran más de las tres de la tarde.

¿Qué era del coronel? Bertrand tuvo por seguro que, de haber acudido el coronel antes, lo habría despertado. Pero no, el coronel no había ido a su casa. Eso únicamente podía suponer una cosa, que había caído de nuevo en la trampa de la figura de cera. Bertrand se levantó raudo; poco después se dirigía a la puerta. Nervioso, guardó el manuscrito de su poema en el bolsillo de su abrigo y comenzó a bajar la escalera dispuesto a introducirse en la niebla que cada vez iba tomando las calles de manera más cierta.

Era como aquel primer día en que descubrió el museo hacía un mes. Y, en efecto, de nuevo se dirigía hacia allí para someterse al tormento inevitable de la figura de cera.

Parecía haberse olvidado ya de aquello por lo que en un principio había salido a la calle, que no era sino encontrarse con el coronel. Pero no podía pensar más que en ella, mientras iba entre la neblina ahora gris, para entrar en aquella sala gris y encontrarse con el tipo gordo y gris… Y para verse ante la gloria escarlata del cabello de la figura de cera.

Vio el museo entre la neblina. Entró. Estaba desierto, el dueño no aparecía por ninguna parte. Una extraña premonición, indescifrable, se apoderó del corazón de Bertrand, pero aquello no pudo, en cualquier caso, con el ansia, con la pulsión que lo llevaba ante Salomé.

El ambiente era muy denso, estaba cargado de algo que parecía furia, como si de un momento a otro fuese a cristalizar un terror cósmico. Los criminales de cera aparecían como siempre mientras recorría la sala. Ni rastro del coronel Bertroux.

Sólo en la oscuridad de la sala, se dirigió lentamente hacia Salomé. Nunca había aparecido ante sus ojos tan radiante como aquel día. En la media luz parecía mecerse, ondularse, mirarlo con una invitación que ardía en el brillo de sus ojos, con sus labios hambrientos. Era una invocación a olvidadas rapsodias.

Bertrand, como siempre, quedó cautivado ante aquel rostro sin edad, ante aquel rostro diabólico. Algo en ella, acaso una sonrisa, le hizo bajar los ojos al suelo, súbitamente tímido; y luego, al levantar la vista de nuevo, reparó en la bandeja de plata en la que tenía la cabeza del Bautista… Tuvo que fijarse bien. Y cuando lo hizo, sus ojos se abrieron desmesuradamente.

Era la cabeza del coronel Bertroux.

VI

Quedó sorprendido. ¡Aquello sí que era arte de inspiración realista!, se dijo. Primero, un mes atrás, una cabeza para el Bautista; luego, hacía apenas una semana, otra; y ahora, una representación perfecta de la cabeza del coronel, un hombre que, a despecho de su edad, siempre volvía a admirarla, como los jóvenes… Sí, todos ellos acudían a adorarla… Los periódicos de un montón de años atrás hablaron de varias decapitaciones. Una bella asesina refugiada en un museo de cera. Una perfecta representación, sí, de los amantes sometidos a la hechicera.

¿Cuántas veces y con qué frecuencia pondrían una nueva cabeza representando al Bautista?

Sin darse cuenta llegó hasta él, por su espalda, el gordo de cabellos canos. Le ardían los ojos. En una mano llevaba un bisturí. Sonrió a Salomé y se puso a susurrar al oído del joven poeta.

—¿Y por qué no? —decía—. Él ama a Salomé y yo la amo… Ella no es una mujer común, una mortal… Fue una verdadera bruja. Asesinó mientras estuvo viva. Amaba la sangre de los hombres y amaba que la mirasen fijamente, adorándola, subyugados por su belleza. Era como su propia diosa, Hécate. Pero fueron hombres quienes la guillotinaron. Por eso… robé su cuerpo para modelarla en cera. Tenía que seguir siendo ella. Yo me convertí entonces en sacerdote de su gracia; vinieron los hombres a adorarla y a desearla. Yo les reservé un regalo, el mismo que quiero hacerte, muchacho… Precisamente porque la amaban hice lo que a buen seguro más desearon todos ellos. Quise darles la oportunidad de que su cabeza descansara entre sus manos, en su exquisita bandeja. Sí, sus manos son de cera, por supuesto, pero su espíritu es el de una hechicera. Todos los que la adoraron supieron captarlo. Por eso la amaron, por eso la adoraron… Nadie hubiera amado y adorado a una mera figura de cera. Su espíritu, amigo mío, me habla todas las noches para pedirme nuevos amantes. Hemos viajado juntos durante muchos años, ella y yo, y al final decidimos regresar a París en busca de nuevos amadores… Quienes la aman tienen que reposar por fuerza en sus manos. Quienes la aman tienen que derramar su sangre por ella. Sólo así podrán seguir contemplándola siempre y recibiendo su mirada luminosa. Y cuando se cansa de un amante, le ofrezco otro.

»Tu amigo el coronel vino esta mañana y, cuando le dije lo que te acabo de decir, consintió. Como todos… Tú también consentirás, lo sé… Piénsalo; tu cabeza en sus blancas manos… ¿Se te ocurre otro placer semejante? Poder mirarla mucho tiempo, acaso por toda una eternidad, y que ella te mire… ¿Puede ocurrirte algo más hermoso que morir bajo su mirada? Aceptas el sacrificio, ¿verdad? Descuida, nadie sabrá lo que va a suceder aquí. Nadie sospechará. ¿Quieres hacer el papel de San Juan Bautista? Sí, sé que quieres que te ayude a preparar tu papel… Quieres que te ayude…

Hipnosis. Hipnosis, finalmente. Bertrand trató de irse cuando se dio cuenta de lo que pretendía el gordo, pero le pesaban demasiado los ojos.

Y sintió el filo frío del bisturí en su cuello. Y que lo hería… Oyó voces que parecían salir de la niebla mientras levantaba los ojos ahora para ver a Salomé. Era una hechicera, peor que Medusa… Pero… ¡Vivir en sus manos y poder adorarla por siempre! Como lo hicieron tantos otros… ¿no sería una muerte digna de un poeta? Un segundo más y su cabeza reposaría en la bandeja de plata, en sus manos, y podría verla bien de cerca, incluso cuando se hiciera la oscuridad completa en el museo. Si no podría poseerla jamás como se posee a una mujer, ¿para qué seguir viviendo? ¿Por qué no morir y tenerla cerca y radiante para siempre? Era muy fácil. Su esposo sabía que ella ansiaba a un joven poeta como él.

Pero de súbito Bertrand alzó la mano, cuando el bisturí del gordo comenzaba a lacerarle la piel. Lanzó un grito de horror que lo despertó por completo, y golpeó el brazo de Jacqueline. El bisturí cayó al suelo. Ellos comenzaron a luchar cuerpo a cuerpo.

Algo en el interior de Bertrand se había rebelado con furia. Algo que le hizo resurgir. Algo que lo llamaba a seguir viviendo. Quizá fue su propia juventud, acaso que se trataba de un hombre joven y vital, con el alma llena de esperanza. Cayeron al suelo. Los dedos como tenazas de Bertrand cayeron sobre la cabeza del gordo para golpeársela contra el suelo. Lo golpeó con furia indecible, rojo de ira. Lo golpeó muchas veces hasta que se percató de que no había ya resistencia en aquella cabeza. Soltó la cabeza del maniaco, que estaba muerto.

Bertrand se levantó lentamente y fue a enfrentarse a la diosa impávida. Su sonrisa seguía siendo arrebatadora. Bertrand clavó sus ojos en los de aquella belleza infernal y su alma se estremeció una vez más. Entonces se armó de valor, metió la mano en el bolsillo de su abrigo y extrajo el manuscrito del poema. Su poema a Salomé.

Sacó luego una caja de fósforos.

Prendió las hojas del manuscrito con un fósforo. Aguardó un instante y, cuando la llama hubo crecido, la acercó a la cabellera caoba rojiza de la figura de cera. El fuego prendió en ella rápidamente. Salomé no dejaba de mirarlo. Lo hacía de una forma que a Bertrand le resultaba incomprensible, aunque a la vez seguía siendo la manera de mirar que lo había hechizado, como a tantos otros que acabaron siendo sacrificados para ella.

Un impulso pudo más que él. Tomó en sus brazos a Salomé, que ya ardía entera, y la contempló de cerca un instante. Luego, antes de quemarse, la volvió a dejar donde estaba. Se quemaba muy rápido.

Las brujas deben morir en la hoguera…

Sus facciones, su silueta, comenzaron a cambiar bajo el imperio de las llamas. Como les sucedía a las brujas. Acabó convertida en una masa informe de la que se desprendían llamas que casi alcanzaban el techo de la sala. Su cara, así vista, parecía la de una gárgola que hubiese descubierto qué es el horror. Sus ojos de cristal brillaban como lágrimas azules. Todo su cuerpo parecía sometido a una agonía aún mayor que la de los miembros de cera ardiendo. Era como un ser real. Real y torturado. Bertrand supo que no era aquello la agonía de la cera. Sí, el fuego torturaba a Salomé, la quemaba. Pero el fuego purifica.

Finalmente acabó todo. Bertrand se quedó mirando al gordo, que yacía muerto en el suelo, mientras el fuego se reflejaba en la niebla al atravesar su resplandor el cristal de las ventanas. El fuego no tardaría en extenderse por todo el museo, acabando con aquella pesadilla para siempre. Para acabar con aquel horror que había subyugado a muchos hombres hasta llevarlos a la muerte. Tenía que darse prisa en salir de allí.

Pero entonces volvió a mirar al cadáver del gordo, aquel hombre infame que había modelado la bella figura de cera con el cuerpo de una bruja guillotinada, su esposa. Eso, al menos, había dicho él mismo. Pero Bertrand vio algo más. Supo cuál era el poder de aquella maléfica figura de cera que representó a Salomé. Siempre hay miasmas diabólicos alrededor de una bruja, aunque haya sido quemada en la hoguera. Vio Bertrand que, bajo la masa de cera que había sido la encarnadura de la hechicera, había un esqueleto humano que la sostuvo. Un esqueleto de mujer que brillaba aún marfileño a medida que se le desprendían los pegotes de cera ardiendo.

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