El que abre el camino: 24 historias macabras

El que abre el camino: 24 historias macabras


FESTÍN EN LA ABADÍA

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FESTÍN EN LA ABADÍA

(The Feast in the Abbey)[44]

I

Un gran trueno que se dejó sentir por el este fue el heraldo, al mismo tiempo, de la tormenta y de la noche, y acto seguido el cielo se tornó maléficamente oscuro. Cayó la lluvia acompañada de un viento furibundo, y el sendero a través del bosque, por el que iba yo, se convirtió en un camino lleno de trampas a causa del barro, en el que a cada poco corría el peligro de quedar atrapado con mi montura. Un viaje en esas condiciones no puede acabar bien, razón por la que me sentí aliviado cuando a través de las ramas de los árboles, que la tormenta sacudía brutalmente, divisé el resplandor de unas luces que se me antojaron hospitalarias, las cuales se filtraban a través de la manta de agua que caía.

Cinco minutos después había llegado ante las puertas macizas de un edificio vetusto y venerable, de piedra gris y musgosa, que por su tamaño y apariencia claustral supuse era un monasterio. Pero cuando lo observé con mayor detenimiento, pude comprobar que era un edificio de primera importancia, puesto que advertí en sus aledaños las ruinas de otros más pequeños.

La violencia de los elementos era tal que no pude inspeccionar por más tiempo todo aquello, y me sentí muy complacido cuando en respuesta a mi insistente llamada se abrieron las macizas puertas de roble y me encontré cara a cara con un hombre con capucha que me invitó a entrar con gran amabilidad. Crucé el portalón, completamente empapado por la lluvia, y me vi en un vestíbulo muy bien iluminado y amplio.

Mi benefactor era un hombre bajo y rechoncho que se cubría con una gran capa, y por su cara rozagante y beatífica me pareció que podría ser un anfitrión de lo más agradable y cortés. Se me presentó como el abad Henricus, prior de aquella congregación de monjes en cuya sede me encontraba, y me pidió que aceptara la hospitalidad de los hermanos hasta que amainase la lluvia.

Le comuniqué cuáles eran mi nombre y mi condición, diciéndole que viajaba para reunirme en Vironne con mi hermano, más allá del bosque, añadiendo que la tormenta me impedía seguir adelante.

Acabadas las presentaciones, me condujo desde la antecámara revestida de madera hasta una amplia escalera de piedra hecha en el muro. Allí, llamó a alguien con tono enérgico y en una lengua que me era por completo desconocida, y al instante aparecieron ante mí dos moros que parecían haberse materializado de la nada, pues llegaron tan presta como silenciosamente. Sus rostros parecían labrados en ébano; tenían el cabello fuerte y abundante, y unos ojos muy vivaces, y vestían de manera exótica, con amplios calzones de terciopelo escarlata y chalecos bordados con hilo de oro, de tipo oriental. Su presencia me sorprendió especialmente, pues me pareció por completo inapropiada en un monasterio cristiano.

El abate Henricus se dirigía a ellos en fluido latín, encargando a uno que saliera para atender a mi caballo, y al otro que me guiase hasta un gabinete del piso superior, donde, según me dijo, podría cambiar mis ropas empapadas por otras secas, a la espera de la hora de la cena.

Di las gracias a mi cortés anfitrión y seguí al silencioso autómata negro que me conducía por la gran escalera de piedra. La antorcha que portaba aquel gigantesco servidor dibujaba arabescos de sombras en las paredes de piedra desnuda y laminada por el tiempo. Aquella edificación tenía que ser forzosamente muy antigua; las paredes macizas que daban al exterior tuvieron que haber sido levantadas mucho tiempo atrás, ya que las otras construcciones, que a buen seguro fueron hechas en la misma época, estaban prácticamente convertidas en ruinas.

Una vez hubimos subido a la planta superior, el sirviente me guió a través de un salón con el piso de mosaico, cubierto por una alfombra magnífica; era un salón de techos altos y con las paredes recubiertas de negros cortinones. Tanto refinamiento, aquella verdadera acumulación de terciopelo, me pareció extraño en un lugar como aquél, destinado sin duda al recogimiento y a la meditación.

No me había repuesto de la sorpresa causada por aquella imponente decoración, cuando me vi en el gabinete que me destinaban, no menos impresionante y lujoso. Era tan grande como el estudio de mi padre en Nimes; sus paredes estaban tapizadas de terciopelo español de color marrón y la decoración era tan exquisita que por ello resaltaba como un detalle inapropiado, incluso de mal gusto, corresponder precisamente a un lugar destinado al recogimiento y la devoción. La alcoba tenía una cama que podría haber pertenecido sin desdoro alguno al mobiliario del palacio de un rey, como el resto de los muebles y otros objetos, realmente sobresalientes por su valor. El criado negro encendió una docena de cirios sostenidos por candelabros de plata distribuidos por toda la habitación. Después me hizo una reverencia y salió.

Eché un vistazo a la cama, y vi, extendida sobre ella, la ropa que el abate había destinado para que me cambiase y bajara a cenar. Era un traje de terciopelo negro, con calzas de raso y medias haciendo juego, y una casaca igualmente negra. En cuanto me vi así vestido, comprobé que me sentaba de maravilla, aunque a la vez todo aquello me daba un aspecto un tanto sombrío.

Pasé un buen rato inspeccionando la alcoba minuciosamente. Me maravillé sobre todo del refinamiento, sensualidad y ostentación que se desprendía de todo cuanto allí había, y mucho más cuando observé que la alcoba carecía por completo de imágenes o de símbolos religiosos. Ni un solo crucifijo se veía por allí. Tenía que tratarse, por fuerza, de una orden rica y a buen seguro poderosa, acaso como las de Malta y Chipre, cuyo libertinaje y extravagancia constituyen todo un gran escándalo.

Sumido en aquellos pensamientos, me sacó de mi abstracción el armónico canto de un coro que ascendía desde la planta baja. Su cadencia sonora se elevaba y derramaba por toda la planta superior, como si llegase desde una distancia imposible de calcular. Era un cántico sutil e inquietante, o me lo parecía porque no podía entender lo que cantaban, y porque su poderosa cadencia me embargaba. Me causaba un efecto extraño, como si se tratase de un canto maléfico, no obstante su hermosura; como si fuese una auténtica insidia. Se interrumpió abruptamente y respiré hondo y me sentí aliviado, bien que inconscientemente. Pero ya no me abandonó la sensación de incomodidad que me había causado aquella especie de himno, totalmente desconocido por mí, que subió desde la planta baja.

II

Jamás había comido algo tan extraño como lo que me sirvieron en el monasterio del abad Henricus. El salón donde se celebró el banquete era todo un monumento a la ostentación, y acaso a la decoración recargada. El salón era inmenso, como todas las dependencias de aquella edificación, y tenía el techo abovedado. En las paredes podía contemplarse una sucesión apabullante de tapices en púrpura e hilo de oro, que tenían escudos y blasones nobiliarios bordados, pero cuyo significado me resultaba completamente desconocido. La mesa en la que estábamos ocupaba prácticamente la longitud completa de la estancia, con uno de sus extremos junto a la puerta de dobles batientes por la que yo acababa de entrar, y el otro junto a un balcón, bajo el cual se hallaba la entrada del servicio. Sentados alrededor de la gran mesa de celebración había dos grupos de monjes, vestidos con hábito y capucha negra, ocupados en asaltar literalmente la múltiple variedad de platos que cubría la mesa. Apenas dejaron de masticar siquiera para saludar al abad cuando hizo su entrada, acompañándome, pidiéndome luego que me sentara a su diestra, en la cabecera de la mesa. Realmente devoraban como fieras las exquisitas viandas servidas. El abad mismo, apenas me hubo pedido que tomara asiento a su vera, se abalanzó sobre la comida con la avidez de un lobo, sin bendecir siquiera los alimentos. Aquello no pudo por menos que causarme gran asombro. Eran como una horda de facinerosos hambrientos; habían dejado toda distinción y elegancia al sentarse a la mesa. Naturalmente, el ambiente se llenó del sonido de las brutales masticaciones que hacían. No utilizaban cubiertos. Tomaban las viandas directamente de las fuentes, con sus manos, y arrojaban los restos al suelo, ajenos a toda suerte de elemental urbanidad. Aquello me hizo sentir extraño y confuso, pero por pura cortesía, pues eran mis anfitriones, me repuse de inmediato y me abalancé sobre los alimentos como ellos lo hacían.

Media docena de sirvientes negros iban constantemente de un lado a otro de la mesa, atendiendo a los comensales, llenando sus platos o retirando las fuentes vacías para reemplazarlas de inmediato por otras repletas de más y aún más exóticos manjares. Mis ojos se clavaban asombrados en la magnífica decoración de los platos servidos en fuentes de oro. Eso a despecho de que los comensales se comportaran en la mesa como animales. Aquellos monjes encapuchados comían como auténticos bárbaros. Se metían en la boca, hasta casi atragantarse, toda clase de frutas, desde grandes cerezas lustrosas hasta dulcísimos melones, granadas y uvas, además de melocotones enormes y llamativos albaricoques, por no hablar de los deliciosos higos y de los no menos apetecibles dátiles… Había también grandes quesos, muy aromáticos, curados y aceitosos; y sopas tentadoras; y nueces, diversas hortalizas, grandes y humeantes fuentes de pescado… Y todo, por supuesto, acompañado con cerveza y licores tan fuertes y poderosos como el néctar de nepente.

Mientras comíamos, recibimos el regalo de la música, tocada por laúdes dulcísimos que no se veían, música que después de un crescendo culminó en sones triunfantes justo en el preciso instante en que seis de los sirvientes hicieron su entrada en el salón, en perfecta y muy ordenada fila, marchando y cargando solemnemente una enorme bandeja de sólido oro macizo en la que se veía un único pernil, pero inmenso, de carne humeante y apetecible, que desprendía el aroma de las sabrosas especias con que estaba condimentado. Avanzaron en profundo silencio y dejaron su carga en el centro de la mesa, retirando los grandes candelabros y los pequeños platos. Después, el abad se puso de pie, cuchillo en mano, y atacó la carne, al mismo tiempo que recitaba en voz alta una invocación, muy solemne en apariencia, en una lengua para mí completamente desconocida. Aquellas rebanadas de carne fueron servidas en platos de plata muy pura. Aquello, era evidente, concitaba toda la atención de los congregados y, sólo por el debido respeto, no pregunté al abad acerca del significado de tan extraño proceder, como lo era el que contemplaban mis ojos. Comí un poco de aquella carne, pues, y guardé silencio.

No podía por menos que resultarme chocante en una comunidad religiosa, no ya aquel lujo y boato, sino tanto libertinaje como lo acompañaba. Mi curiosidad se acrecentó al verlos trasegar sin mesura aquellos vinos fortísimos que había en la mesa, que tomaban en copas, cántaros, vasos, ánforas de cristal y recipientes de distintos metales tallados, con incrustaciones de piedras preciosas. Había vinos de todas las edades y tipos; pociones fragantes y licores suaves que me produjeron al cabo un extraño efecto.

Aquel pernil servido como último plato era una carne sabrosa y dulzona que hube de acompañar con largos tragos de vino. La música había cesado para entonces y el resplandor de las velas disminuyó paulatina e imperceptiblemente para dar paso a una iluminación más suave y difusa. La tormenta seguía rugiendo en el exterior, sacudiendo las ventanas. El licor había puesto fuego en mis venas, y por mi cabeza confundida comenzó a correr un torrente de fantasías extrañas.

Pero lo que me llevó a la mayor estupefacción fue comprobar que, finalmente, la voracidad de los comensales se había saciado, y que bajo los efectos del vino rompieron el riguroso silencio que habían observado durante la cena, comenzando a cantar súbitamente, pero a coro, una extraña canción. Su excitación se acrecentaba por momentos, sobre todo cuando, al concluir aquel canto, empezaron a relatar historias lascivas entre grandes risotadas y gestos obscenos. La risa desfiguraba sus rostros bien afeitados y sus vientres hinchados se agitaban frenéticamente. Varios de ellos cayeron y rodaron bajo la mesa, de donde los sacaban solícitos los sirvientes negros. Imaginé cuán diferente hubiera sido mi cena de haber podido llegar aquella noche a Vironne, para sentarme a la mesa en compañía de mi hermano y el buen cura del lugar. No habría habido allí nada de ese desenfreno ruidoso e infernal, y me pregunté si mi hermano sabría algo de tan extraña orden monástica que habitaba a muy poca distancia de su castillo.

Abandoné aquellos pensamientos y me centré de nuevo en la reunión tan curiosa a la que asistía. Tras los cuentos obscenos y las canciones, se entretenían ahora en cosas más tranquilas, a medida que iba agostándose la luz de las velas alrededor de la mesa del banquete. Las conversaciones versaron entonces sobre cosas vagamente alarmantes, y las caras de aquellos encapuchados adoptaron un aire francamente siniestro, acrecentado por la penumbra. Me llamó fuertemente la atención la extraordinaria palidez que mostraban todos aquellos rostros, que tenían un apagado brillo cadavérico bajo la luz mortecina, como si fueran caricaturas de la muerte. Me dio la sensación de que la atmósfera del lugar también había cambiado; invisibles manos habían quitado las tapicerías de las paredes y las sombras que invadían la estancia, junto a siluetas de aspecto aterrador, desfilaban silenciosamente bajo las arcadas de la bóveda. La mesa del festín apareció de repente vacía; el mantel había quedado completamente empapado de vino y las viandas a medio masticar estaban desparramadas sobre la mesa. Los huesos roídos evocaban en las fuentes restos de cadáveres.

La conversación que siguió acabó con la serenidad que había mantenido hasta entonces. Estaba muy lejos de ser la piadosa llamada que podría haberse esperado de semejante compañía. Versó acerca de los fantasmas y los hechizos, de viejas historias ya conocidas, pero que en sus voces cobraban un horror mayor. Y leyendas apenas dichas en un susurro. Cosas, en fin, que aludían a la fuerza de ocultas potencias innombrables. Cosas que brotaban con un tono sepulcral de los labios teñidos de vino de aquellos hombres.

Se me espantó el sueño que había comenzado a sentir por un momento. Pero me sentía muy nervioso y experimentaba la mayor aprensión de mi vida. Era casi como si hubiera sabido lo que estaba pasando. Al fin, con una extraña sonrisa, tomó el abad la palabra para contar una historia. Cesaron entonces los susurros de los monjes, que se dispusieron a escuchar atentamente.

En ese mismo momento hizo su entrada en el salón uno de los sirvientes negros, y depositó frente al abad una pequeña bandeja cubierta. El abad la observó un momento antes de seguir con sus advertencias preliminares.

Había sido una suerte (comenzó a decir, dirigiéndose a mí) que yo pasara la noche allí, porque en aquellos bosques de los alrededores no habían sido pocos los viajeros que perdieron la vida. Se sabía de la existencia en la región, siguió diciendo, del legendario Monasterio del Diablo (aquí hizo una pausa y aclaró su voz, antes de proseguir), lo que constituía un peligro terrible.

Según las tradiciones de aquellas comarcas, tan curioso lugar habría sido en tiempos una abadía abandonada, levantada en tiempos en el corazón del bosque, y en la que habitaba una extraña legión de endemoniados dedicados al culto de Asmodeo. Frecuentemente, las viejas ruinas, a la hora del atardecer, tomaban nuevamente la apariencia de la época de su esplendor antiguo, y las paredes se levantaban de nuevo merced a las artes de Satanás para atraer a los viajeros que acertaron a pasar por allí. Había sido verdaderamente una suerte que mi hermano no me hubiera visto en el bosque en una noche semejante, porque se habría precipitado al lugar maldito, y al entrar habría sido hechizado; más aún, según las crónicas antiguas, se habrían apoderado de él y en señal de triunfo los fantasmales acólitos hubieran devorado su cuerpo, con el objeto de preservar sus vidas contra natura, mediante la ingestión de carne de muerto.

El relato fue acompañado por un incesante murmullo de terror, como si se tratara de hacer llegar un mensaje a mis sentidos trastornados. Y así fue. Cuando vi todas las miradas dirigidas hacia mí, me di cuenta del sentido de aquellas palabras de burla, de la farsa fantasmal que se ocultaba detrás de la afable sonrisa del abad.

El Monasterio del Diablo… Los cantos subterráneos de los ritos de Lucifer… La magnificencia blasfema y ni una cruz… Una abadía abandonada en la profundidad del bosque… Todas esas caras bestiales que me miraban…

Después sucedieron tres cosas simultáneas. El abad levantó lentamente el paño que cubría la pequeña bandeja que tenía frente a él. «Vamos con el último plato del banquete», me pareció oírle decir.

Yo di un grito de terror. Por último se sintió un espantoso trueno que nos precipitó a mí, a los monjes que reían a carcajadas, al abad, a la bandeja y al monasterio entero en un caos.

Cuando desperté, me hallaba calado hasta los huesos, junto al sendero en ruinas, vestido con ropa negra, mojada. Mi caballo estaba por las cercanías, pero no había la menor señal del monasterio.

Medio día más tarde, llegué a Vironne, casi delirando, y cuando llegué a la casa de mi hermano solté una maldición. Pero mi delirio se convirtió en verdadera enajenación cuando me dijeron dónde había ido mi hermano, y el probable destino que había sufrido.

Nunca podré olvidar ese lugar, ni los coros, ni el espantoso banquete, pero ruego a Dios que me haga olvidar una sola cosa antes de morir: lo que vi antes de que sobreviniera el trueno, lo que me hizo enloquecer y que me atormenta más a la luz de lo que después vi en Vironne. Ahora sé que todo eso es cierto, y puedo aguantarlo, pero nunca podré soportar el recuerdo de lo que vi cuando el abad Henricus retiró la tela de la bandeja de plata, que me reveló en qué había consistido la comida.

Era la cabeza de mi hermano.

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