El que abre el camino: 24 historias macabras

El que abre el camino: 24 historias macabras


ESCLAVO DE LAS LLAMAS

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ESCLAVO DE LAS LLAMAS

(Slave of the Flames)[45]

Siempre, desde pequeño, le había encantado contemplar las llamas. Y en el pajar de la granja donde pasó la noche, antes de seguir su camino hacia la ciudad, había montones de heno seco. El fuego le hizo sentirse extraño allí, sin embargo, y salió para contemplarlo mejor. Era muy bonito ver cómo se quemaban las cosas.

Nadie sabría que ya no estaba allí cuando comenzó a arder todo. En Henslow, un lugar tan severo, le habían golpeado una vez, por algo parecido, diciéndole que estaba chalado. La gente no comprende nada. No sabían ver lo que realmente hacía. ¿Por qué pegarle fuego a algo no podía ser tan hermoso como pintar un cuadro o hacer música? El fuego resultaba igual de hermoso.

Pero ellos no se enteraban de nada. Por eso se fue corriendo de allí, nadie hubiera atendido a sus explicaciones. Antes de pegar fuego al pajar, había golpeado al granjero con un palo en la cabeza, mientras dormía, precisamente porque era incapaz de comprender algo. Se había marchado algo mohíno por eso. Pero le compensó ver el pajar en llamas. Era un espectáculo precioso en mitad de la noche. Era bonito ver cómo arden las cosas. Y no sólo las cosas, también la gente.

Pensaba en todo eso mientras se dirigía a la ciudad. Si el granjero conseguía despertarse a tiempo y ver aquello, ¿qué pensaría?

¿Se pondría rojo por el reflejo de las llamas, como en esas ilustraciones de la Biblia en las que se representa el infierno?

Bien, pues allí tenía una buena representación del infierno. Y en la ciudad aún sería mucho mejor, los incendios pueden ser más grandes. Esos edificios tan altos… Aquélla era la ciudad más grande que jamás había tenido ocasión de conocer, le dijeron en casa cuando se dispuso a marchar.

Llevaba días caminando, de día y de noche, y siguió haciéndolo al día siguiente, sin comer ni dormir. No tenía un objetivo, un lugar al que dirigirse. Sólo caminaba, sin descanso. Y miraba a la gente, y contemplaba los edificios en busca de uno que le gustara especialmente.

Sería lo más grande que se haya hecho en el mundo, el mayor espectáculo del mundo, y lo iba a protagonizar él. Podría reírse a gusto, a salvo, claro, sin que nadie lo viera. Todos aquellos carruajes y coches de caballos dirigiéndose hacia allí, otros coches huyendo del lugar… Como ahora, que también iban y venían los coches y los carruajes por las calles, incesantemente, mientras ya de noche los edificios se le antojaban preciosos con las luces en sus ventanas.

Justo cuando más oscurecía, más luz había en las casas… Se detuvo frente a una de las caballerizas de la ciudad, en plena calle. Era ya cerca de la medianoche y no había nadie en los alrededores. Todo en silencio. Ya se habían apagado las luces en las ventanas. Un millón de personas dormidas.

Dio una vuelta alrededor de la caballeriza. La rodeaba una cerca de madera, seca, crujiente. Las cosas se le ponían bien.

Metió la mano en el bolsillo. De hecho llevaba las manos en los bolsillos desde hacía más o menos una hora. Bastaría con aquello. La cerca de madera que rodeaba el establo, aquella caballeriza de una de las calles de la ciudad, estaba muy seca.

No tuvo más que prender un fósforo.

Y ardió Chicago.

El incendio arrasó cuatro manzanas. Las brigadas de bomberos hubieron de emplearse con denuedo aquella noche del 17 de octubre. Fue una situación muy tensa, peligrosa. La gente asistía sobrecogida al incendio, fijos sus ojos en las llamas ominosas que devoraban aquellas construcciones, paralizados todos por la fascinante sensación de peligro que se desprendía del espectáculo. Nadie podía concebir de qué manera había empezado aquello. Únicamente los bomberos se atrevieron a dar una respuesta. Chicago, en aquel 1871, apenas había visto la lluvia. El tiempo seco imperaba desde comienzos de año y el verano había sido muy caluroso. Los edificios y las aceras de madera eran, pues, pasto fácil para las llamas. No era de extrañar que aquel incendio, así las cosas, hubiese arrasado en tan poco tiempo un total de cincuenta casas, llevándose una buena cantidad de vidas humanas en tan sólo unas pocas horas. Era un ejemplo espantoso de lo que podía pasar, dadas las circunstancias. Una simple chispa, justo en el momento en que soplaba un poco de brisa seca… unos minutos… y la tragedia… Además, la dotación de bomberos no era precisamente amplia, el parque resultaba inadecuado, y más que impropias las tomas de agua… Chicago estaba hecho de madera. Y por eso era una ciudad vulnerable.

Por suerte, y a pesar de las circunstancias, los bomberos habían acudido relativamente pronto, y ayudados por muchos hombres de la ciudad consiguieron atajar a tiempo el fuego, antes de que la destruyese por completo. Todos suspiraron con alivio cuando vieron salir el sol, que dejaba caer sus rayos sobre los montones de ceniza.

Había observado algo curioso en la multitud. Pasaban ante él los hombres, con las llamas reflejadas en los ojos. Acaso no lo sabían pero se les reflejaban las llamas en los ojos como se refleja en ellos el alma. Y lo que se veía de aquellas almas reflejadas en los ojos de los hombres era tan glorioso como el cielo. Y todo aquello era como el Apocalipsis dibujado en una de las páginas de su Biblia. Sí, la cosa había resultado mucho mejor de lo que hubiese podido imaginar.

Fue hermoso ver cómo las llamas de las caballerizas alcanzaban pronto el edificio que se alzaba a sus espaldas. Largas y ondulantes lenguas de fuego desparramándose por doquier como un monstruo de muchas cabezas y muchas bocas que se comiera los muros, las paredes… Un monstruo con el aliento lleno de chispas. Y la gente corriendo despavorida hasta encontrar un lugar en el que ponerse a salvo de aquel monstruo.

Vio a un hombre en el porche de la casa que había tras las caballerizas. Era un anciano y se movía dificultosamente. El monstruo artero y violento lo avistó pronto, antes de que el anciano pudiera ponerse a salvo; el monstruo lo fue barriendo todo con su gran cola de fuego hasta alcanzar al anciano y devorarlo como si fuese una serpiente gigantesca. El anciano gritó de dolor y espanto, pero el monstruo lo fue engullendo poco a poco, mientras se hinchaba también de cuanto había alrededor del hombre, todo de madera. De madera muy seca y crujiente. El monstruo pareció disfrutar engullendo carne. Era un monstruo realmente hambriento.

Un monstruo glotón, muy glotón… Después avanzó hasta una segunda casa… pero no, también alargaba sus brazos gigantescos para abarcar más. Quería abrazar entre sus llamas dos casas al tiempo. Avanzaba despacio pero implacable; y poco a poco, aun sin moverse vertiginosamente de un lado a otro, gracias a la longitud de sus miembros iba alcanzando los edificios de toda la manzana. La crepitación era ensordecedora. La crepitación de las llamas era la masticación del monstruo. Desde luego, de tan grande como era le venía aquel apetito, aquella voracidad terrible. Ni siquiera daba tiempo a observar cómo se comía algo, pues ya estaba devorando otra casa. Ni siquiera daba tiempo a pensar en cómo lo hacía. Pero resultaba hermoso.

Y era hermoso pensar también en la forma tan bonita en que el monstruo se lo iba comiendo todo. Y en cuán bello era el monstruo en sí mismo. Todo rojo, todo vivo contra el azul oscuro de la noche; una hermosa bestia devorando las casas, que a su lado, cuando se les acercaba, parecían decididamente feas y débiles, a su completa merced. El monstruo ponía sus dedos en los tejados y al instante se alzaban al cielo rojas llamaradas… Al monstruo se le veía feliz.

Pero cada vez empezó a llegar más gente. Los caballos tiraban con brío de las cisternas de los bomberos. Acudían a combatir al monstruo… ¡Idiotas! ¿Por qué interrumpir ahora su festín? Bah, no podréis nada contra su fuerza; mirad cómo se consume entero ese bloque de casas… Necesitaréis de un esfuerzo imposible para impedir que se expanda. Esos hombres petulantes e imbéciles… Mira que pretender enfrentarse al monstruo con esas débiles serpientes que sólo escupen agua en vez de veneno y reposan tranquilamente en los brazos de los bomberos… Bah, serpientes de agua…

¡Y qué ruido! Campanas y más campanas. Hombres maldiciendo y caballos relinchando. Y la gente gritando. Bueno, el monstruo lo oye todo y no parece importarle; si quiere, podrá devorar incluso los ruidos, los gritos, los relinchos, las campanadas y las maldiciones. Todo. Ya va por el segundo bloque de casas. Lo barre todo de un plumazo con su larga cola de fuego. Hace nuevas víctimas, se alimenta de más carne. ¡Qué grande y espléndido, cuán hermoso es el monstruo!

Todo el mundo parece al límite de su excitación. ¡Tontos! ¿Por qué no se limitan a contemplar en paz tamaña maravilla?

Los hombres que luchan contra el monstruo, sin embargo, cada vez parecen emplearse con mayor fiereza. Hay un momento en que están a punto de acorralarlo contra una fachada, pero el monstruo reacciona lanzando contra los osados una gran llamarada que los envuelve, en la que desaparecen. ¡Bien! Pero acuden más hombres, todos ellos con sus serpientes negras y que escupen agua en vez de veneno. Aunque sea sólo agua, parece que poco a poco logran emponzoñar al monstruo. Pero el monstruo es muy artero y sabio. Sabe cómo defenderse. Por eso se multiplica en partes que parecen desprenderse de sí, en muchos monstruos más pequeños pero igualmente voraces. Hasta en doce partes se ha dividido. Es una táctica magnífica, una demostración de su sabiduría. Doce bocas de fuego con sus labios escarlata que se dilatan inusitadamente para devorar lo que quieran, fachadas, ventanas, puertas, tejados y chimeneas… Doce bocas de fuego acompañadas de infinitos dedos, igualmente de fuego. Doce monstruos, a la vez, dispuestos a enfrentarse a quienes los combaten, sin cejar en su empeño de comer todo lo que les sale al paso… Destruyéndolo todo ante los ojos atónitos de esos imbéciles. Una docena de pequeños monstruos danzantes, yendo de acá para allá, dándose el festín de la lucha y el triunfo.

Pero… Comenzó a acabarse… Muchos hombres más, armados con sus serpientes de agua. Muchas serpientes más. Tres de los monstruos fueron abatidos. Otro más se debatía con furia, pero al cabo todo le resultó inútil; trató de buscar refugio en otra casa, mientras le caían encima torrentes de agua escupida por las serpientes. Las llamas se iban convirtiendo en humo negro y parecía exhalar un grito de agonía. Los bomberos se centraron en aquel monstruo agonizante hasta abatirlo. Y así uno tras otro. Luego corrieron a cercar al monstruo grande, y a los otros que aún quedaban, que se habían reunificado en un rincón de la calle. Las serpientes de agua comenzaron a escupirles. Varios hombres más llegaron, armados igualmente con sus serpientes, para escupir agua incesantemente, dirigiéndola al corazón de los monstruos. Pronto cayó sobre ellos una tupida manta de agua. El agua derribó de paso los tejados en los que aún había luminosos dedos de fuego. Aún, en la derrota, se movían algunos dedos y algunas colas de los monstruos, pero los hombres armados con serpientes de agua los abatieron definitivamente. Y, cuando las llamas daban paso al humo, cayeron a golpes de hacha con las maderas aún chisporroteantes de las casas derrumbadas. Se vio que un monstruo huía, pero gravemente herido. Se fue haciendo rosa poco a poco, se le iba así la vida lentamente, mientras el agua insaciable le caía encima, escupida con gran violencia por la boca de las serpientes negras que los hombres acunaban en sus brazos. El monstruo pasó del rosa fuerte al rosa pálido, y del rosa pálido al rosa amarillento, y del rosa amarillento al rosa blanquecino… Y murió entonces.

El monstruo, los monstruos, murieron. Todos sin excepción. Murieron cuando más luminoso y extraordinario era el festín con que se regalaban. Allí estaban, reducidos a ceniza entre la osamenta de los edificios que habían devorado… Muertos, todos muertos… ¡Pobres monstruos!

Cuando contempló aquello, el fin del incendio, comprendió quién era y dónde estaba. Miró a su alrededor y se vio entre la multitud de curiosos. Y sintió de repente un gran miedo porque se le iban los hermosos pensamientos que había tenido mientras presenciaba el no menos hermoso incendio. Y además habían claudicado los hermosos monstruos, que ya no podrían darse más festines fabulosos como el que se habían dado. Un festín extraordinario, insólito, que superó con mucho todas sus expectativas. Todas aquellas sensaciones adorables, todos aquellos amorosos pensamientos, se habían esfumado de golpe. Ahora estaba allí, entre la multitud, a solas con su crimen.

Sí, porque aquello había sido un crimen. Un crimen… y un pecado. Era un pecador, sí, y tenía miedo. Miedo de ser un pecador y miedo del castigo. Quizá alguno de entre aquella multitud supiera que él fue el causante de todo, quizá lo vio pegar fuego a las caballerizas. ¿Y si lo reconocían? Pues si lo reconocían pronto caerían sobre él por haber dado vida a aquellos monstruos devastadores, rojos, insaciables. Seguro que eso le acarrearía una gran cólera por parte de todos. Y, como ya no había monstruos, estaría indefenso ante todos, a merced de todos. Y encima no podría disfrutar con otro espectáculo semejante, ni con los nobles pensamientos que aquello le había inspirado. No podía rendirse, no podía esperar tranquilamente a que lo prendieran. Tenía que irse cuanto antes.

Se abrió paso con los codos entre la multitud, rompió el cerco de curiosos y corrió por la acera de madera para desembocar en una calle paralela en la que había mucha menos gente. Caminaba aprisa, con el corazón en la boca, pues empezaba a parecerle que la gente se volvía a mirarlo… Sí, le miraban… Mejor meterse por aquel callejón. Ahora…

¿Y si lo seguían? ¿Le habría seguido alguien?

No, parecía que no.

Sí.

Un hombre con un largo abrigo iba tras él por el callejón. También caminaba rápido, casi tanto como él. Aunque… quizá no se hubiera fijado en él; quizá fuese a resolver cualquier asunto… Entonces, ¿por qué caminaba tan velozmente, como él mismo?

¿Dónde esconderse? El hombre del abrigo se le acercaba. De pronto no fue que caminase deprisa, es que comenzó a correr. Y que tras él se vio en el oscuro callejón el reflejo de unas llamas. El hombre del abrigo llegó a su altura. Se miraron. No pudo evitar un grito al ver al hombre del abrigo.

Sintió una mano en un hombro. Una cara amarillenta, como de cera, le sonreía.

—Ven conmigo —le dijo el hombre del abrigo.

Y tiró de él para sacarlo cuanto antes del callejón. Luego se vieron ante una puerta, por la que entraron para desembocar en un patio pequeño.

Era evidente que el hombre del abrigo no era un policía, ni un hombre de autoridad. Le había sonreído.

Parecía saberlo todo, parecía saber que él había causado el incendio, pero no actuaba como lo hubiesen hecho otros si llegan a descubrirle. Más bien daba la sensación de querer esconderle, protegerlo en aquella casa oscura en cuyo patio estaban.

Entraron en la casa. Subieron por una larga escalera hasta verse ante la puerta de un salón. El hombre del abrigo le franqueó el paso. El salón era enorme y estaba iluminado por las velas de muchos candelabros. Las velas expelían un aroma muy agradable; igual que unos grandes velones que había en urnas y recipientes nobles en el suelo. Los cortinones de las ventanas del salón eran de terciopelo; el mobiliario, sin embargo, era escaso, aunque muy lujoso. En realidad sólo destacaba allí un gran diván, al fondo del salón, frente a la puerta de entrada, y a través del humo aromático de las velas y de los velones consiguió ver el invitado que un hombre yacía plácidamente en el diván. Al ver al recién llegado, se levantó.

El hombre del diván era gordo, monstruosamente gordo; una larga túnica blanca cubría su cuerpo de tonel. Lucía una especie de corona verde en su gran cabeza. Todo lo que de carne se le veía estaba cubierto por joyas. Un collar, aretes, anillos, brazaletes, medallones… Grandes rubíes que brillaban como el mismo fuego y otras piedras preciosas, amarillentas como las llamas.

Aquel hombre gordo vestido con una túnica blanca era viejo y tenía un aspecto que inspiraba terror. Tenía la carne azulada y unas ojeras como de pulpa, y unas mejillas que le colgaban desmesuradamente, y una barbilla que apenas se le veía por la papada… Su nariz era ganchuda, y sus labios purpúreos e hinchados.

Parecía en realidad un cadáver azulado y grande, como aquel hombre ahogado en el riachuelo de Henslow, al que sacaron hinchado, pesado. Sólo tenía vida en los ojos, y resultaban terribles. Una mirada difícil de soportar. Eran tan rojos como los rubíes que lucía y más fieros que las propias llamas. Lo miraban fijamente, sin moverse.

El hombre del abrigo abrió sus brazos ante él, hincándose de rodillas.

—Lo he encontrado y aquí está, ante vuestra presencia, Divinidad —dijo.

La papada se le movió un poco pero sus ojos siguieron clavados en el recién llegado, inmóviles. Pareció ir a decir algo, pues se le curvaron horriblemente los labios, y en efecto abrió la boca al fin para dejar salir una voz muy profunda, muerta; una voz que parecía sepultada bajo un montón de años.

—Bien, bien —dijo—. Ya tenemos a nuestro hombre. Soñé que lo encontraríamos. ¿Recuerdas a Apius, amigo mío, el que inspiró a Roger en Londres? He aquí que de nuevo se manifiesta el ciclo de la reencarnación… En este hombre han puesto los ojos Apius y Roger. Fíjate en la cuenca de ese ojo vacío, en su cuerpo de enano, en cómo mueve las manos y se retuerce los dedos… ¡Por fin se han cumplido los augurios! Ya podemos ponernos en marcha.

—Sí, Divinidad —dijo el hombre del abrigo que, al quitárselo, se mostró con una túnica blanca como la del gordo del diván.

La cara del gordo parecía balancearse, de tan pulposa, pero sus ojos permanecían inalterables.

—¿Cómo te llamas? —preguntó como si tuviera que hacer un gran esfuerzo para hablar.

—La gente me llama Abe —dijo el incendiario.

—Pues tendrías que llamarte Apius, tienes todo el derecho —dijo el hombre gordo con un gesto de contrariedad—, ¿Fuiste realmente tú quien pegó fuego a la ciudad?

Abe guardó silencio por unos instantes. Algo en su interior le pedía largarse de allí. Pero por alguna razón, aunque la razón no fuese precisamente lo que le asistiera generalmente, creyó conveniente decir la verdad. Aquel ante quien estaba no era un hombre más; ni siquiera en la ciudad la gente vive en casas como ésa ni viste así… Además, aquel hombre parecía saberlo todo de él, aunque se expresara de una manera tan rara y a la vez tan cómica. Parecía interesado en él. Nadie se había interesado jamás por él, ni le había entendido como aquel hombre, eso le parecía… La gente, por lo general, se reía de él, si no le odiaba… Abe había tenido ocasión de comprobarlo muchas veces. Por eso decidió decir la verdad. Quería hacerlo en señal de agradecimiento por el buen trato recibido.

—Sí, yo pegué fuego a la ciudad —dijo.

No le resultó difícil confesarlo, después de todo. Después se puso Abe a contar su historia, a hablar de su vida. Recordó la primera vez en que se sintió atraído, esclavizado por las llamas. Luego se extendió largamente hablando de aquellos monstruos maravillosos que todo lo devoraban con sus fauces de fuego, y de las serpientes de agua, contento de observar la sonrisa beatífica con que lo miraba aquel hombre gordo, el de la cara tan blanda, que parecía no perderse un solo detalle de cuanto Abe le refería. Cuando ya no tuvo más que decir, se sintió mucho mejor, contento de haber sido capaz de hablar como lo hizo, diciendo en todo momento la verdad. Al fin había podido contar a alguien cuáles eran sus sentimientos, qué pensaba, qué llenaba sus sueños… Qué sentía, en realidad, por el fuego.

—¡Apius! —exclamó el hombre del diván—. No me cabe la menor duda de que es Apius… Habla con maneras y expresiones rudas, pero es sabio, sabe ver dónde radica la belleza… Donde dice serpiente hay que ver la salamandra de la que habló Apius, y el gran dragón al que aludió Roger —se volvió hacia Abe y dijo—: Ahora, amigo mío, quiero hablarte de mí… Sé que me comprenderás, escucha…

Una vez se hubo acomodado bien en el diván, comenzó su relato aquel hombre gordo que hablaba de manera tan cómica. Abe se dispuso a escuchar atentamente.

—En tiempos antiguos tuve un trono —dijo—. Yo era un poeta; sí, un poeta que buscaba cuanto más bello hay en la vida. Proclamado César, todo quedó bajo mi imperio y albedrío, todo, incluso las estrellas del cielo. Conocí los placeres, tanto los de la carne como los del espíritu. Pero la belleza me eludía, me era esquiva. Hallé la gloria que la belleza me negaba, sin embargo, en las drogas y en el vino. Pero tal no era la belleza que buscaba; por el contrario, me veía rodeado de fealdad apenas despertaba cada día. Quizá por ello me di al libertinaje desde muy joven. Cuando subí al trono, construí templos de mármol y torres de piedra mineral y jade, por el solo placer de que mis ojos se deleitaran contemplándolos bajo el sol. Todo aquello me procuraba gran placer, pero hubo días en los que el sol no brillaba y la piedra, incluso el mármol, adquiría un tono gris muy feo. Comprendí que con el tiempo, la lluvia, el viento y el polvo de los siglos acabarían por arruinar mi obra espléndida, por lo que decidí no construir más.

»Busqué entonces en las mujeres esas delicias intangibles, esas delicias ansiadas por el alma de los poetas, esas delicias con las que los sensibles poetas sueñan sin tregua. Pero sus cuerpos están hechos de arcilla mortal, y el éxtasis de la pasión se desvanece pronto con ellas. Busqué, así, nuevos placeres, todos los cuales me acabaron resultando pálidos e imperfectos. Leí a los poetas de la antigüedad, pero todos tocaban la belleza, en sus estrofas y sentencias, de pasada, a ninguno parecía haberlo subyugado hasta constituir el motivo único de su obra. Paseé largamente con filósofos y sacerdotes, me hice con cuantas joyas y perfumes encontré, busqué parajes en los que pudiera saciarse mi ansia de belleza… Y no la encontré por ningún lado. Decidí al cabo que acaso la belleza radica sólo en la vida, y que nada hay más vital… que el fuego —aquel anciano gordo y blando hizo una pausa; había en él una expresión de angustia; tomó aire y prosiguió—: Dijeron que yo era cruel. Dijeron que yo, Nerón, era un monstruo. Nadie fue capaz de comprender que sólo ansiaba la belleza, la felicidad, la satisfacción que ofrecen las cosas dignas realmente de ser amadas. Dijeron que era una bestia porque arrasé con fuego lo sucio, lo feo, lo criminal y a los criminales. Incluso me tacharon de bestia inhumana. ¡Me llamaron hasta perverso! Clavé a muchos en cruces a las que prendí fuego para acabar con sus vidas miserables y feas. Y sólo porque el fuego es bello. Porque creo que el fuego es glorioso y trascendente.

»Convertí en piras los altares, levanté antorchas como faros… Amé las llamas consumiéndolo todo, danzando mientras entonaban su canción de vida eterna e imperecedera. Al fin había encontrado la manera de capturar la belleza para siempre. Estaba en aquellas llamaradas rojas, amarillas, anaranjadas, carmesíes, violetas… Y entonces llegó Zarog —y señaló al hombre que antes llevara un abrigo—. Fue él quien me habló de los rosacruces, esos devotos del Oriente que adoran al fuego eterno como fuente de vida. Él me habló de Prometeo y de Zoroastro, él me contó la fábula del Ave Fénix. Zarog era sacerdote rosacruz y gracias a él me imbuí de los misterios de la secta. Fue Zarog quien me habló de Melek Taos[46], el pavo real que es dios de lo demoníaco; fue Zarog quien me habló del secreto casamiento entre la belleza y el Diablo.

»Pero no quiero aburrirte con estas disquisiciones esotéricas que seguramente te resultarán muy ajenas… Basta con que yo las haya aprehendido… Zarog me dijo que el amor a la belleza significa consagrarse a su búsqueda eternamente, y que para ello debe de ofrecerse a Melek Taos el sacrificio mediante el fuego.

»Te confieso, sin embargo, que en un momento dado, y a despecho de mi poder, llegué a asustarme, a temer por mí mismo… Roma era un tumulto, el pueblo me odiaba porque no me entendía, simplemente… Me llamaban tirano, loco… A mí, el gran poeta, el más grande poeta de Roma… Pero Zarog me iluminó. Fue él quien me convenció de que sacrificara mi imperio en aras de la vida eterna. Dudé bastante, he de reconocerlo, antes de tomar una decisión.

»Tenía en aquel tiempo un esclavo llamado Apius, que me amaba. También ansiaba la belleza. Y fue él, en última instancia, quien me descubrió el camino para acceder a ella… Apius sabía que Zarog también quería instruirme en los caminos de la belleza, y una noche salió sigilosamente para sembrar esa semilla, la simiente de la hazaña. Fue hasta las zonas de la ciudad donde vivían los ladrones y pegó fuego a sus casas. Todo el distrito ardió. Aquella acción se atribuyó a los nazarenos, o cristianos, como se hacían llamar ellos.

»Apius hizo aquello para insuflarme valor con su ejemplo. Yo tenía que dedicar mi vida, que dedicarme sin ambages, a la eterna belleza, como lo deseaba Zarog. Eso suponía ofrendar el sacrificio ritual del fuego a Melek Taos… Y… por eso quemé Roma.

Entornó sus ojos rojos, evocador. Su voz cascada y profunda, de viejo, pareció enternecerse.

—Vi arder las altas torres mientras con mi lira desgranaba oraciones muy sentidas. Día y noche imperó el fuego, y el humo hacía que los días parecieran noches. El cielo sangraba mientras yo me deleitaba contemplando los horrores del infierno de Hécate.

»Así sacrifiqué mi imperio a Melek Taos, con la belleza del fuego. El fuego. La eterna vida de las llamas era mía.

»A su debido tiempo, un infeliz, mi doble, el que me representaba en tantos actos civiles, fue obligado a suicidarse para dar satisfacción a mi pueblo de imbéciles, que no había comprendido mi deseo de ser un dios consagrado a la belleza. Al morir él creyeron que moría Nerón. Y Zarog y yo nos fuimos de allí tranquilamente.

En su voz se percibió entonces cierta compasión.

—Sí, abandoné Roma. Abandoné a mi pueblo de estúpidos, pobres tontos… No, jamás supieron comprender mi aspiración de ser un dios. No veían cuánta verdad, única verdad, hay en la belleza. Me odiaban porque mi nombre comenzaba a ser tan legendario como el del Diablo. ¡Qué ironía! Pero soy un poeta. Por eso me alegré de que las cosas fueran así.

»Por eso vivo y por eso vive Zarog. Únicamente las llamas de Melek Taos podrán destruirnos, lo que no ocurrirá porque somos sus fieles más devotos. Supongo que podrás imaginar cuánto hubimos de vagar en aquellos días, y cuán lejos fuimos. Es una historia muy larga y prolija como para resumirla ahora en pocas palabras, pero fue realmente interesante. También se nos buscó en muchas tierras, y bajo distintas apariencias, pues a menudo renovábamos nuestros votos a Melek Taos, ofrendándole nuevos sacrificios. París, Praga… Ardieron cientos de ciudades por las noches en el hermoso altar de fuego que consagramos a la belleza más exquisita.

»En Londres, hace ya muchos siglos, provocamos el más grande incendio que se recuerda para honrar a nuestro dios, al más luminoso. Pero antes hube de hacer de nuevo gran acopio de valor para acometer tan magna tarea. Tomé por criado a un villano llamado Roger, como lo había sido Apius en Roma. Y también fue él quien prendió las primeras llamas. Después, influido por su acción, henchido de valor, continué yo la hazaña. Y ardió Londres… Han sido siglos de belleza y esplendor, amigo mío… Siglos dedicados a perpetuar la poesía del fuego. Y ha llegado el momento de renovar el sacrificio. Zarog y yo hemos de alentar una nueva era, presidida igualmente por nuestro dios, el más luminoso. Para eso estamos en este nuevo mundo, al que llegamos hace una docena de años. Pero hasta ahora no habíamos podido consumar nuestro deseo.

»Hace diez años, cuando ocurrieron las batallas campales por el control de Nueva York, lo intentamos… Pero nuestra misión constituyó todo un fracaso. Provocamos un fuego que no prosperó. No pudimos iniciar, pues, la era que pretendíamos… Así que llegamos al cabo a esta ciudad, que es suficientemente grande como para que podamos concluir la misión que pretendemos. Queríamos proceder pronto, pero de nuevo me falló el coraje, aparecieron mis dudas. Y te hemos encontrado, cual un Apius renacido, cual si respondieras a los mejores augurios. Mañana por la noche hemos de incendiar la ciudad. Será un fuego que deleite tus ojos y tu alma, créelo. Una pira triunfal. La mayor ofrenda que podamos hacer al más luminoso, que así continuará velando por nuestras vidas.

Abe escuchó todo el tiempo sin decir una palabra. El viejo gordo lucía un rubí enorme en su mano, que le ofreció, engastado en un anillo de plata.

—He aquí un presente que te doy, mi buen criado —le dijo Nerón—. He aquí el sello del Fénix, que te ofrezco. Tómalo, pues te dará la fuerza que precises.

Abe lo miró desconfiado. La cabeza le daba vueltas. Era todo tan confuso…

—Esta piedra te dará la fuerza del fuego —susurró Nerón clavando sus ojos en la mirada de Abe, que parecía desconfiada—. Esta piedra te dará una fuerza como no la habrás soñado jamás. Fuerza para que inicies el incendio esta misma noche. Un gran fuego que arrase todas las calles de la ciudad, que no deje en pie un solo edificio, un fuego que haga de cada casa un infierno en el que dancen diablos rojos mientras exhalan gritos aterradores… Pequeños diablos que sepan dar a esa gente estúpida el tormento que tanto merece. Esa gente estúpida que no sabe entenderte, que es incapaz de apreciar tu anhelo de belleza. El más luminoso quiere que toda esa chusma sea destruida. Sólo así la tierra será un lugar en el que puedas sentirte finalmente libre, y en el que también pueda sentirme libre yo mismo, y en el que sean al fin libres todos los poetas, todos los soñadores que saben cuál es la verdad que se esconde en el anhelo de la belleza, cuál es el anhelo que se esconde en la búsqueda de la verdad. Ten por cierto que alcanzaremos a ver esa maravilla, un mundo en el que sean honrados los poetas. Y después de contemplar tamaña maravilla, podremos ir a otro lugar del mundo para seguir adorando a nuestro dios, al más luminoso, al único que puede insuflarnos vida eterna. No temas, que en todo momento estarás a salvo, gozarás de protección. Mi buen Zarog, aquí presente, es un hombre sabio, capaz de controlar los vientos a su antojo. Nadie podrá descubrirnos… Después, vivirás también tú eternamente, disfrutando de lujos, de dinero, de mujeres, de poder… De lo más excitante. Sin duda siempre has aspirado a todo eso, y jamás te ha sido concedida la oportunidad de acceder a ello. Bien, pues aquí te brindamos esa oportunidad. Disfrutarás de éxtasis dorados y escarlatas como el fuego… Dime que aceptas, dime que lo harás.

—Sí, lo haré… —dijo Abe mientras se ponía el anillo en un dedo.

El emperador sonrió complacido.

—Ahora también yo siento que me asiste el valor —dijo—, Zarog, ve preparando lo que hemos de hacer, lo que ha de venir.

El 8 de octubre de 1871, un día después de aquel incendio que tanto alarmó a la ciudadanía, se produjo la gran catástrofe. A las nueve y media de la noche comenzó a arder la Taylor Street, por la que corrió un río de llamas.

Y tras aquel primer fuego, que pareció una señal cósmica para el inicio del desastre, sopló un viento pavoroso[47] que se incardinó rápidamente en las llamas. La fuerza y violencia del fuego no hallaron freno. Hasta el mismo río parecía incendiarse, y al sur de la ciudad, en las zonas comerciales, las brasas todo lo azotaban donde cedían las llamas. Una gran llamarada envolvía la ciudad entera, un huracán rojo multiplicaba el humo y las cenizas. Bolas de fuego salpicaban el mismo cielo para caer al instante con una furia aún mayor. La madera y la carne conformaron una masa única, ígnea.

En la ciudad imperaba la locura. El miedo, la prisa por huir, provocaban grandes disturbios entre la gente, que iba y venía de un lado a otro sin hallar una salida. Muchos intentaban huir en carruajes y carretas, que eran pronto pasto de las llamas, al igual que los animales que tiraban de ellos. Por doquier cortaban el ambiente impregnado de humo negro los gritos de los moribundos y de los que veían cortada su huida por una brasa que los golpeaba brutalmente, por una llamarada que les alcanzaba en el rostro. Los depósitos de gas reventaban como truenos acrecentando las llamas, haciendo volar las aceras de madera que aún no había alcanzado el fuego. La gran bola de fuego en que se convirtió el edificio de los juzgados se derrumbó de golpe y estrepitosamente, un estruendo que retumbó en los muros que aún no habían sido derruidos. La ciudad toda era un montón de ruinas rojas.

Abe lo contemplaba todo con arrobo. Habían salido juntos él y Zarog de aquella casa extraña, después de hacer unas curiosas oraciones. Zarog se cubría con su abrigo, bajo el cual llevaba unas cuerdas impregnadas en aceite con las que iniciar el fuego. Escogió un lugar en el que se alzaban varias casas, muy próximas las unas a las otras, al final de una calle estrecha, junto a unas caballerizas. Allí, cuando comenzó a oscurecer, Zarog se arrodilló. Abe prendió un fósforo, después de que Zarog hubiese situado convenientemente aquellas cuerdas impregnadas de aceite de lámpara y unidas entre sí. Y con la primera llamarada echaron a correr. Echaron la vista atrás, mientras se iban, y observaron que el cielo adquiría una tonalidad rosada.

Entonces comenzó a soplar el viento, justo como Zarog había dicho que soplaría. Y sin dejar de correr le habló de las oraciones hechas, y del círculo pintado en el suelo antes de abandonar la casa en la que se quedó aquel hombre gordo que decía llamarse Nerón. Abe los había visto y oído hablar mucho. Quizá dijeran la verdad, o quizá estuviesen locos. Abe no lo sabía. Pero sí que le habían prometido disfrutar del fuego. Y, además, aquel anillo que le había regalado el gordo era muy bonito, nunca le fue dado ver uno semejante. Sin embargo… él no se llamaba Apius. ¿A qué venía tanta insistencia en llamarlo así? Zarog le dijo que le había visto encender el fuego del incendio de la noche anterior, y supo de inmediato que era una reencarnación de Apius. Abe no sabía qué era eso, pero no le gustaba que le llamasen Apius. A pesar de todo, eran unos tipos muy simpáticos y sabían del fuego, y les gustaba… Y él acababa de provocar un gran incendio en compañía de uno de ellos. ¡Y qué viento tan fuerte el que soplaba, el que Zarog le había prometido para avivar las llamas!

Ya de vuelta a aquella extraña casa, le hizo mucha gracia ver al gordo con abrigo y sombrero. Estaba esperándoles, y cuando Zarog le dijo algo en una lengua extraña, pero que también le hizo mucha gracia, el gordo sonrió complacido.

—Vamos —dijo el gordo a Abe—. Aún hemos de hacer grandes cosas esta noche.

Salieron juntos los tres calle abajo. Abe recreaba la vista en el incendio. Tras un trecho en carruaje, hubieron de seguir a pie, pues la gente y los coches de caballos taponaban las pocas salidas que quedaban. Todo el mundo gritaba aterrado, lo que hizo suponer a Abe que habían llegado hasta esa calle con el fuego pisándoles los talones. Por momentos el cielo también parecía incendiarse y notaba cómo le caían encima las cenizas, muy calientes. Pero se emocionaba con el estallido de las llamaradas.

Hubieron de sortear muchos obstáculos. La gente huía llevándose algunos muebles y colchones; otros metían sus cosas en carretas, vanamente, pues apenas podían echarlas a rodar. Las mujeres y los niños gritaban, los perros ladraban enloquecidos, yendo de un lado a otro. Quienes huían a lomos de sus caballos atropellaban a los que no se hacían raudos a un lado, o les sacudían fustazos para apartarlos de su camino.

Ellos tres se hallaban ya muy cerca del corazón del incendio. Abe se desentendió de la gente a medida que se embobaba contemplando el incendio, la voracidad de las llamas. El gordo Nerón y el flaco Zarog sonreían felices.

—Creo que esta noche caminaremos tranquilamente a través del infierno —dijo el gordo— para alcanzar así el cielo… Melek Taos ha de sentirse muy complacido con esta ofrenda.

Abe no se hacía una idea sobre lo que decían. Le gustaba más oír hablar al viejo gordo de la belleza del fuego. Así que mejor desentenderse de sus cosas y contemplar sin más el incendio, aquella hermosura. Ahora sí que había monstruos. Miles de monstruos danzando, bellísimas bestias arrasándolo todo con sus colas de fuego, con sus alas rojas.

Un ruido espantoso. Acababa de derrumbarse el edificio que se alzaba un poco más allá, ante ellos.

—¡Atrás, César! —gritó Zarog—. Ni las balas ni los cuchillos pueden herirnos, pero el fuego… Hemos de cuidarnos de las llamas.

—El poeta muere por lo que ama —respondió el emperador—, pero tienes razón, no me urge morir, ni siquiera en la cumbre de mi gloria.

Abe apenas oyó aquella tontería, que además era incapaz de entender, pues se complacía en esquivar las brasas y en mirar la calle arrasada por el fuego. Todo ser que apenas una hora antes vivía, o había sucumbido, o había escapado ante el furor de las llamas.

Así llegaron al centro de la ciudad, donde los hombres peleaban en mitad de las calles rodeadas de fuego, y rompían los escaparates de las tiendas para llevarse lo que hubiera, comida, licores, cualquier cosa… Los carteristas, los ladrones y los borrachos combatían abiertamente por desplumar al primero que pillaran.

—Imbéciles —se rió Nerón—. Si así son los hombres, merecen morir… Pero más allá de ellos, y a pesar de ellos, existe la belleza… Los hombres no son más que basura.

Una gran detonación retumbó en las calles, y un líquido llameante corrió por ellas hasta alcanzar los pies de los borrachos y demás pendencieros que se peleaban en las calzadas. Era el contenido de los barriles de aceite que habían reventado. No todos pudieron huir; la mayor parte de quienes se peleaban cayeron al suelo, siendo rápidamente alcanzados en todo el cuerpo por las llamas. El fuego líquido alcanzó también una hostería, alzada sobre pilastras de piedra, que fue rápidamente reducida a cenizas, mientras sus vigas de hierro se derretían como si fuesen de cera.

También volaban pedazos de metal ardiendo sobre las cabezas de quienes huían.

Abe y los otros dos se vieron envueltos de repente en aquel enloquecido torrente humano. Tuvieron que pugnar con los demás. Mujeres histéricas gritaban en pleno delirio con la ropa hecha jirones, desnudas muchas de ellas. Las llamas hacían que sus blancos cuerpos adquiriesen una tonalidad roja. Hombres definitivamente idiotas se limitaban a maldecir mientras en vez de correr se enfrascaban en peleas con quienes les venían de frente, escapando desde otra dirección. Las ratas salían de las alcantarillas para huir despavoridas también ellas.

Abe comenzó a reírse y a cantar en mitad de la calzada, de modo que Zarog y Nerón tuvieron que tirar de él para conducirlo a la acera. Cuando empezó a amanecer no se vio el sol, el humo oscurecía el cielo y el rugido de las llamas tapaba los habituales sonidos de un incipiente y nuevo día.

Poco después subían de nuevo a su carruaje, en el que fueron hasta el cementerio que se alzaba sobre la ciudad. Descansaron entre las tumbas para contemplar mejor la ciudad en llamas. Tenían una gran sensación de paz mientras lo hacían, como si contemplaran desde su cielo el purgatorio y el infierno de allá abajo. El que decía llamarse Nerón reía sin parar y tocaba un extraño instrumento.

Todo allí era soledad, en aquella colina del cementerio, bajo el manto negro del humo que tapaba el cielo. Y abajo, un lago de fuego que se desbordaba. El viejo gordo tocaba ahora una canción muy triste en su extraño instrumento, aunque sin cantarla. No hacía falta oír su voz para saber que disfrutaba rabiosamente. Un rato después, sin embargo, se puso a cantar con una voz singularmente dulce. Abe no entendía lo que cantaba, pero le pareció una oración… Y Zarog alzó los ojos al cielo negro y también comenzó a cantar. Aquella canción sonaba bien entre los muertos y las tumbas; Abe la entendía tan bien como ayuda a entender las canciones el vino, aunque no pueda comprenderse lo que dicen.

Abe miraba encantado la ciudad en llamas; sentía una sensación de paz muy profunda, que no podía explicarse, que no le sugería decir una sola palabra. Aquello era lo más bonito de todo, más incluso que el propio fuego. Y si el hombre que decía llamarse Nerón estaba loco, su locura resultaba extraordinaria y magnífica, desde luego. Era la locura de un hombre recto y justo. ¿No decía la gente que él, Abe, estaba loco? Sí, lo decía la gente como esa que ahora se peleaba en las calles sin poder huir del fuego… Esa gente incapaz de comprenderlo.

Comenzó a caer la tarde.

—El incendio seguirá toda la noche —dijo Zarog—. Volvamos a casa y preparemos las cosas para nuestro viaje.

Con mano firme llevó las riendas del carruaje por las calles que ya estaban desiertas, completamente calcinadas, oscurecido el aire no ya por la noche que comenzaba a caer, sino por las cenizas y el humo de los rescoldos. El cielo se veía a veces entre el humo negro, con el mismo color que el poniente.

Aquella parte de la ciudad estaba desierta, sí, pero se veían siluetas furtivas. Algunos hombres se pegaban a las paredes que no habían sido derruidas por el fuego, como si temieran ser vistos por ellos, y un niño encendía un fósforo para intentar ver en el interior de un portalón completamente a oscuras. Vieron también que una mujer enloquecida bailaba y reía desaforadamente ante unos rescoldos, mientras los vecinos de un edificio que había logrado salvarse de las llamas, al menos parcialmente, le gritaban insultos y maldiciones para que se callase.

—¿Lo ves? —dijo aquel hombre que decía llamarse Nerón, tomando a Abe de un brazo—. Hay alguien que se parece un poco a nosotros… Piromanía, lo llaman los imbéciles, los que bien poco saben del fulgor de la belleza… Gente despreciable, incapaz de albergar en sus corazones un sentimiento noble, incapaces de apreciar la belleza que hay en el fuego, la pureza del fuego, que es elixir de vida.

Desembocaron en la casa que había al final del callejón, desengancharon los caballos y entraron en la vivienda para dirigirse a la habitación de los cortinones. Allí encendió Zarog las velas y los braseros aromatizados.

Abe y el hombre gordo compartieron asiento mientras el otro se ponía frenéticamente a meter cosas en baúles y maletas.

El hombre gordo lo miraba hacer y hablaba.

—Ya está hecho todo, amigo mío —dijo—. Nosotros tres hemos de salir de aquí antes de que amanezca, momento en que seguramente habrá concluido el incendio… ¡Ha sido glorioso! Ver todo esto desde la colonia del cementerio, un incendio tan hermoso, tan abundante y rítmico, ha sido una auténtica maravilla… Y además hemos honrado a Melek Taos como se merece.

Abe escuchaba sin entender una palabra.

—Te has hecho acreedor de una gran recompensa que te daré ahora mismo… Recuerda lo que te dije; recuerda que nuestras ofrendas siempre encuentran recompensa. Zarog y yo no seremos por más tiempo como nos ves, pues ahora podremos recuperar nuestra juventud y nuestro vigor, por los muchos años que vendrán… Melek Taos, una vez más, nos concederá el don de la juventud. Tengo tesoros escondidos en muchos lugares que nos valdrán para vivir rodeados de placeres hasta que el ciclo se consuma y hayamos de ofrendar un nuevo sacrificio al más luminoso. Podrás venir con nosotros, si así lo deseas, amigo mío, pues tendrás cuanto deseas por la gran ayuda que nos has prestado.

Abe sonrió mientras jugaba con el anillo entre sus dedos. Esas palabras no querían decir nada. Aquel viejo gordo estaba loco, mucho más que él, aunque todos decían que estaba muy loco.

El hombre gordo observó la mirada con que le contemplaba Abe y frunció el ceño… Un gesto de dolor le cruzó la cara. Alzó los ojos y se dirigió a Zarog.

—Démonos prisa —dijo con la voz quebrada—. Démonos prisa, pues siento que ya llega la hora; siento que la sangre me golpea con vigor, que comienza a correr desbocada por mis venas, fresca y renovada. Pero antes de partir honremos a Melek Taos en el altar que le es debido, para agradecerle esta nueva concesión que de la juventud nos hace.

Zarog asintió. Abe comprobó que la barba larga que lucía Zarog iba pasando por momentos del blanco al gris, y notó igualmente que se movía con mayor agilidad cuando se dirigió a un gran brasero en el que puso incienso.

El hombre gordo que decía llamarse Nerón se dirigió de nuevo a Abe. Hablaba dificultosamente, como si le doliera pronunciar las palabras.

—Aún no crees lo que digo, ¿verdad, mi querido Apius renacido? Bueno, da igual. Tal y como te he prometido, tendrás las pruebas pertinentes, acabarás convencido de que no miento… Recordarás lo que te conté, acerca de que tanto Zarog como yo hemos dedicado nuestras vidas al culto de la belleza y de la juventud, lo que es decir a la vida eterna, ese don que nos ha conferido el más luminoso para premiarnos por los incendios que hemos dedicado a su mayor gloria… Bien, pues invoquemos de nuevo al espíritu de Melek Taos, y recibamos la gloria de la juventud… Pues el fuego es la vida, el fuego es fuente de esta tierra desde siglos atrás, y sin el fuego no pueden vivir los hombres. Por eso en tiempos muchos adoraron a sus dioses ofreciéndoles fuego; y también fue que adoraron al propio fuego, al que llamaban con distintos nombres. Moloch, Satán, Arimán, Melek Taos… Todos ellos son el principio esencial y todos ellos, en esencia, deben ser honrados.

Nerón se dirigió de nuevo a Zarog:

—Vierte los sagrados óleos —le dijo—. Hazlo rápido.

Abe seguía escuchando. En la penumbra de aquella estancia comprobó, no sin horror, que aquel tono azulado de la cara de Nerón se hacía más fuerte, y que algo que parecía un montón de arrugas negras aparecía en su blando rostro. Tuvo la sensación de que aquel viejo comenzaba a descomponerse ante sus ojos.

—Mira —le dijo el que decía llamarse Nerón—, Aquí tienes la mejor prueba. Invoco al dios del fuego y recibo su bendición.

Abe vio en realidad que el viejo gordo caía al suelo y comenzaba a reptar. Zarog, aparentemente ajeno a lo que sucedía, comenzó a verter los sagrados óleos en un pebetero. Luego aplicó el fuego y una llamarada roja iluminó el salón mientras un humo muy denso y aromático lo llenaba todo al instante. Zarog cayó entonces de rodillas y se puso a trazar líneas en el suelo, con los dedos untados de los mismos sagrados óleos fosforescentes con que había prendido el fuego. Luego dio fuego también a esas líneas, que dibujaron un pentágono de llamas en cuyo interior permanecieron muy quietos los dos hombres, el gordo que decía llamarse Nerón y él mismo.

El que decía llamarse Nerón tomó poco después aquel extraño instrumento que llevaba consigo y, aun con las manos temblorosas, extrajo de sus cuerdas unas notas que ponían un contrapunto delicioso al sonido de la crepitación del fuego. Y empezó a cantar en su extraña lengua.

Abe comenzó a cambiar. Aquellos hombres estaban realmente locos; con sus extraños rituales lo estaban enervando. Ya estaba bien de tanta tontería, de tantas historias sin pies ni cabeza. Además aquella ceremonia le daba miedo.

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