El que abre el camino: 24 historias macabras

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ESCLAVO DE LAS LLAMAS

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Las llamas del pentágono en cuyo interior seguían los dos hombres empezaban a llegar al techo. El salón estaba lleno de un humo púrpura a través del cual se filtraban la música del extraño instrumento y el cántico del que decía llamarse Nerón.

Y entonces, ante la mirada sorprendida de Abe, comenzó a conformarse la Presencia.

Perceptible en medio del humo, emergiendo del pebetero, se dejó ver una figura intangible.

La música, el cántico y aquella silueta intangible parecían una sola cosa, un cuerpo único. El fuego del pentágono lucía en su mayor esplendor, y de pronto aquella silueta intangible se resolvió en la figura definitiva de un hombre, un gigante nacido de las llamas, que se apartó del pebetero para echarse encima de los dos ancianos que permanecían en el centro del pentágono en llamas.

—¡Melek Taos! —exclamó la voz quebrada de Nerón.

Y entonces Abe comenzó a creer. Supo que la historia que había oído era cierta, al menos en su mayor parte. Nerón, desde luego, tenía un pacto con quien a todas luces era el dios del fuego.

Nerón hablaba ahora en voz alta, suplicante, dolorida y a la vez emocionada; una voz que parecía brotarle de una garganta ronca y vieja. Su rostro terriblemente azulado y acaso púrpura, dependiendo de cómo le dieran las llamas, parecía transido de dolor.

—Rápido, Señor —suplicó—. Ya has visto cuánto te hemos ofrecido en sacrificio… Esta ciudad maldita es ahora humo y ceniza en tu honor. Y ahora te pedimos de nuevo el don de la juventud, de acuerdo con el pacto hecho contigo tantos siglos atrás.

Abe seguía escuchando. Un pensamiento le cruzó de pronto la mente. Y se dejó sentir su voz a través de las llamas.

—Pero vosotros no pegasteis fuego a esta ciudad —protestó—. ¡Lo hice yo!

Nerón y Zarog, sorprendidos, se volvieron hacia él. Abe continuó, dirigiéndose al dios con gran vehemencia.

—¿Es que ya no recordáis que fui yo quien dio fuego a esas caballerizas, y que lo hice solo? —dijo—. Fui yo quien prendió y arrojó aquel fósforo, no fuiste tú, ni Zarog… ¡Ese fuego fue mío y sólo mío!

Los dos ancianos lo miraban cada vez más sorprendidos sin saber qué replicar. Dejó de oírse la lira de Nerón.

La ígnea figura del dios se balanceaba ante ellos. Parecía a punto de apagarse. El dios estaba enojado con ambos. Desplegó dos largos brazos de fuego.

Abe no oyó el grito de los dos ancianos que permanecían en el centro del pentágono, cuando les alcanzó el fuego, de tan embebido como estaba en la contemplación del dios, un hombre de fuego. Parecía hipnotizado.

Sus ojos de idiota brillaban. Presenciaba un fuego distinto a todos los que había visto hasta entonces. Ahora tenía ante sí a un hombre de fuego. Un hermoso fuego viviente y palpitante de cólera. Un fuego que en realidad era suyo, pues había sido él, y sólo él, quien prendió fuego a la ciudad.

Se le escapó una risa aguda. Nerón y Zarog iban de un lado al otro del pentágono, sin poder salir de allí, achicharrados por el fuego que les comía sus podridas facciones. Y cuando parecían a punto de romper el cerco y escapar, el dios que era un hombre de fuego les lanzaba más llamaradas terribles.

Finalmente, dos grandes llamaradas, los brazos del dios, abrazaron a los ancianos y los suspendieron en el aire. Se dejó sentir un grito largo y agudo, muy dolorido, que lanzaban dos voces al unísono. Y los dos ancianos desaparecieron definitivamente, cual si se hubieran disuelto en el aire y el humo. Por fin parecía sentirse satisfecho Melek Taos con la ofrenda recibida.

Abe se echó a reír de buena gana, enloquecido por la belleza del espectáculo que acababa de presenciar. Se dijo entonces que mejor haría si abandonaba aquel lugar extraño, pues además el fuego comenzaba a incendiarlo todo. Sin embargo, tras pensarlo unos instantes, decidió seguir allí.

Entonces el hombre de fuego pareció reparar en él… Sí, lo miraba…. Sí, lo miraba a él, a Abe… Y al hacerlo parecía rugir fieramente… No podía, pues, seguir allí, tenía que irse… ¿Y si no lo hacía?

La lira de Nerón estaba en el suelo. El viejo la tocaba, le pareció a Abe, para aplacar las llamas. ¿Por qué no intentarlo?

Abe la tomó en sus manos. Aquel extraño instrumento de plata… Sus dedos tantearon las cuerdas y de inmediato volaron a su alrededor mariposas de fuego.

Y hacia él avanzaban dos brazos de fuego… Melek Taos quería alcanzarlo… Abe esquivó las llamaradas como pudo. La lira cayó al suelo, como si huyera de unas garras que no sabían pulsar sus cuerdas. Un momento de angustia. Después lo aprisionaron las llamas.

* * *

La búsqueda entre los escombros y las cenizas dejadas por el gran incendio de Chicago, de 1871, arrojó resultados interesantes. Hubo cosas realmente monstruosas. En el lago encontraron varios cuerpos, flotando, de los que sólo se podría decir que estaban no ya achicharrados, sino cocinados. Evidentemente, unos cuantos pobres desgraciados habían sido arrojados a las aguas del lago tras morir bajo el fuego. Y otros que se tiraron al agua para huir de las llamas, perecieron allí, pues al lago fueron a parar también los ríos de aceite en llamas, que los achicharraron vivos.

El incendio lo había alcanzado todo, incluso zonas aisladas del corazón del holocausto. Así, muchas casas de una sola planta, y alejadas entre sí, villas de las afueras de la ciudad, quedaron igualmente reducidas a cenizas. En una de esas construcciones, hacia el sur de la ciudad, fueron halladas unas curiosas reliquias, a buen seguro los objetos más incongruentes de cuantos encontraron los que se entregaban al rescate una vez consumada la tragedia. Totalmente disociados del lugar donde fueron encontrados, hallaron entre dichos objetos algo que, por causar la sensación natural ante lo inusitado, pasó a ser exhibido en el Instituto de las Artes de la ciudad, pocos años después del siniestro. Nunca se supo de dónde salió aquello, eso sigue siendo un misterio, pero quienes visitan el Instituto se maravillan aún de ver un objeto tan exquisito, hallado entre las prosaicas ruinas de una casa de Chicago.

Era, desde luego, sin margen para la duda, un trozo de lira romana abollada y sin lustre, pero lira romana así y todo.

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