El puente sobre el río Kwai

El puente sobre el río Kwai


SEGUNDA PARTE » II

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II

—Tengo la impresión, Reeves, de que no está satisfecho —dijo el coronel Nicholson al capitán de ingeniería, cuya actitud evidenciaba una cólera contenida—. ¿Qué sucede?

—¿Insatisfecho? Sucede que no podemos continuar así, sir. Le aseguro que es imposible. De hecho, había decidido confiarle todo hoy mismo. El comandante Hughes, aquí presente, me apoya.

—¿Qué sucede? —insistió el coronel, frunciendo el ceño.

—Coincido totalmente con Reeves, sir —afirmó Hughes, que había abandonado la obra para reunirse con su superior—. Yo también quiero insistir en que no podemos seguir de esta manera.

—Pero ¿a qué se refieren?

—Nos encontramos en plena anarquía. Nunca en mi carrera había presenciado tamaña inconsciencia, ni tal ausencia de método. De este modo no conseguiremos nada. Estamos estancados, todo el mundo da órdenes sin lógica alguna. Esos tipos, los nipones, carecen totalmente de sentido del mando. Si se empeñan en meter sus narices en esta empresa, nunca la llevaremos a buen término.

La marcha de las operaciones había mejorado innegablemente desde que los oficiales ingleses se hicieran cargo de la dirección de los equipos, pero, pese al perceptible progreso de los trabajos, desde el punto de vista de la cantidad y la calidad, era evidente que no todo iba a mejor.

—Explíquense. Usted primero, Reeves.

—Sir —dijo el capitán sacando un papel de su bolsillo—, me he limitado a poner por escrito las mayores bestialidades. De lo contrario, la lista sería demasiado larga.

—Prosiga. Estoy aquí para escuchar todas las quejas razonables y considerar todas las sugerencias. Me doy perfectamente cuenta de que la cosa no marcha, y ahora a usted le corresponde explicármelo.

—Bueno, en primer lugar, sir: construir un puente en este lugar es una locura.

—¿Por qué?

—¡El fondo es de lodo, sir! ¿Quién ha oído hablar de un puente ferroviario sobre un fondo movedizo? Sólo a unos salvajes como éstos se les ocurre una idea así. Le apuesto lo que quiera, sir, a que el puente se desploma con el primer tren.

—Este asunto es grave, Reeves —dijo el coronel Nicholson, mirando fijamente a su colaborador con sus ojos claros.

—Muy grave, sir. He tratado de demostrárselo al ingeniero japonés. ¿Qué digo? ¡Ingeniero! ¡Un infamante chapucero, Dios mío! Trate de meter en razón a una persona que ni siquiera sabe lo que es la resistencia de suelos, que pone cara de no saber nada cuando se le citan cifras de presión, y que, para colmo, habla deficientemente el inglés. Y no será por falta de paciencia por mi parte, sir. He intentado todo para convencerlo, incluso con una pequeña experiencia, pensando que no podría negarse ante la evidencia. Todo, una pérdida de tiempo. Se obstina a construir su puente sobre el lodo.

—¿Una experiencia, Reeves? —interrogó el comandante Nicholson, en quien esa palabra despertaba siempre una intensa curiosidad.

—Muy sencilla, sir. Hasta un niño la comprendería. ¿Ve desde aquí ese pilar en el agua, cerca de la orilla? He sido yo quien ha dado instrucciones de colocarlo, a golpe de maza. Pues bien, ya ha penetrado considerablemente en la tierra y todavía no hemos encontrado un fondo sólido. Cada vez que se golpea el extremo superior, sir, se hunde un poco más, como todos los pilares se hundirán bajo el peso del tren, se lo garantizo. Sería necesario construir un cimiento de hormigón, pero no disponemos de los medios para ello.

El coronel observó el pilar con atención y preguntó a Reeves si era posible realizar la experiencia en su presencia. Reeves dio una orden y varios prisioneros se acercaron y jalaron una cuerda. Una pesada maza, suspendida de un andamio, cayó entonces dos o tres veces sobre la cabeza del poste, que se hundió de manera apreciable.

—¿Lo ve, sir? —exclamó Reeves triunfante—. Podríamos seguir golpeando hasta mañana, y la cosa no cambiaría. Pronto desaparecerá bajo el agua.

—Bien —repuso el coronel—. ¿Cuántos pies ha penetrado actualmente en el suelo?

Reeves le proporcionó la cifra exacta, que tenía anotada, y añadió que ni los árboles más grandes de la selva bastarían para alcanzar un fondo sólido.

—Perfecto —concluyó el coronel Nicholson con evidente satisfacción—. Está totalmente claro, Reeves. Hasta un niño, como usted dice, lo comprendería. Es una demostración de esas que a mí me gustan. ¿Y no ha convencido al ingeniero? Pues a mí sí, y no olvide que eso es lo fundamental. Entonces, ¿cuál es la solución que propone?

—Trasladar el puente, sir. Creo que a una milla de aquí, aproximadamente, hay un lugar que podría ser adecuado. Obviamente, habrá que verificarlo…

—Hay que verificarlo, Reeves —dijo el coronel con su habitual calma—, y tiene que proporcionarme cifras para que pueda convencerlos. Tras tomar nota de este primer punto, preguntó:

—¿Algo más, Reeves?

—Los materiales del puente, sir. Hay que talar este tipo de árboles. Nuestros hombres habían empezado con una sabia selección, ¿no es cierto? Ellos, al menos, sabían lo que hacían… Pues bien, con este ingeniero, sir, la situación apenas ha mejorado. Ordena cortar cualquier cosa, sin importar cómo, sin molestarse en averiguar si la madera es dura, blanda, rígida o flexible, o si será capaz de resistir la carga a la que será sometida. ¡Una vergüenza, sir!

El coronel introdujo una nueva anotación en el trozo de papel que utilizaba como ficha.

—¿Alguna otra cosa, Reeves?

—Esto me lo he guardado para el final, porque es lo más importante, sir. Usted lo ha visto igual que yo: el río tiene un mínimo de cuatrocientos pies de anchura y las orillas son altas. El tablero estará a más de cien pies sobre el nivel del agua. Se trata de una obra importante, no un juego de niños, ¿cierto? Pues bien, he pedido varias veces a ese ingeniero que me enseñe su plano de ejecución. Se limitaba a agitar la cabeza con su estilo característico, como lo suelen hacer las personas avergonzadas… hasta que se lo he solicitado de manera categórica. En fin… aunque le resulte difícil creérselo, sir, no existe tal plano. ¡No ha realizado ningún plano! ¡Ni tiene la intención de hacerlo!… Tampoco daba la impresión de saber de lo que estábamos hablando. Perfecto: pretende construir ese puente igual que se tiende una pasarela sobre un tajo, o sea, a base de trozos de madera colocados al azar y alguna viga que otra para sustentarlos. No se mantendrá nunca en pie, sir. Me avergüenza profundamente participar en un sabotaje de estas características.

Había alcanzado un estado de indignación tan sincero que el coronel Nicholson consideró conveniente pronunciar algunas palabras tranquilizadoras.

—Cálmese, Reeves. Ha hecho bien en desahogarse y comprendo perfectamente su punto de vista. Todos tenemos nuestro amor propio.

—Muy bien, sir. Se lo digo con toda sinceridad: preferiría seguir sufriendo malos tratos que participar en el engendro de ese monstruo.

—Le doy totalmente la razón —repuso el coronel mientras anotaba este último punto—. Esto es obviamente muy grave. No podemos permitir que las cosas continúen así. Reflexionaré al respecto, se lo prometo… Su turno, Hughes.

El comandante Hughes se encontraba en un estado de exaltación similar al de su colega, algo que era bastante inusual en él, una persona de temperamento tranquilo.

—Sir, nunca conseguiremos imponer disciplina en la obra, ni una labor seria por parte de nuestros hombres, mientras que los guardias japoneses sigan interfiriendo constantemente con sus consignas. Mírelos, sir, unos verdaderos brutos… Esta mañana, una vez más, he dividido todos los equipos que trabajan en el terraplén de la vía en tres grupos: el primero cavando la tierra, el segundo transportándola y el tercero distribuyéndola y nivelando el dique. Me tomé la molestia de establecer por mi cuenta la importancia de estos grupos y de precisar las tareas, con objeto de lograr una cierta sincronización…

—Comprendo —dijo el coronel, de nuevo interesado—. Una especialización del trabajo, digamos.

—Exactamente, sir… En cualquier caso, estoy acostumbrado a este tipo de trabajos de nivelación de tierras. Antes de ser director de empresa, era jefe de obras. He excavado pozos a más de trescientos pies de profundidad… Esta mañana, de todas maneras, mis equipos han comenzado a trabajar de la forma que acabo de explicar. Todo iba estupendamente. Se encontraban muy adelantados con respecto al calendario previsto por los japoneses. En fin, en esto que aparece uno de los gorilas y se pone a gesticular y a dar alaridos, exigiendo la reunión de los tres grupos en uno solo. Más fácil de vigilar, supongo… ¡Vaya idiota! Resultado: el estropicio, la confusión y la anarquía. Los unos estorban a los otros y todo deja de funcionar. Sir, compruebe usted el bonito espectáculo por sí mismo.

—Tiene toda la razón. Ahora comprendo —sancionó el coronel Nicholson, tras haber observado la escena concienzudamente—. Ya me había apercibido de ese desorden.

—Aún hay más, sir: esos imbéciles han fijado la cuota en un metro cúbico de tierra por hombre, sin darse cuenta que nuestros soldados, bien dirigidos, pueden realizar mucho más. Entre usted y yo, sir, esa cuota la podría cumplir un niño. Cuando estiman que todos y cada uno han cavado, transportado y esparcido su metro cúbico, sir, se acabó la cosa. ¡Insisto en que son estúpidos! Si faltan sólo varias encañizadas de tierra para unir dos tramos aislados, ¿piensa que exigen un esfuerzo suplementario, aun cuando el sol todavía está alto? La mayoría de las veces interrumpen el trabajo del equipo, sir. ¿Y cómo puedo dar yo la orden de continuar? ¿Qué pensarían los hombres de mí?

—¿Cree usted realmente que esa cuota es insuficiente? —interrogó el coronel Nicholson.

—Es totalmente ridícula, sir —repuso Reeves—. En India, bajo un clima tan duro como éste, y en un terreno mucho más complicado, los coolíes despachan fácilmente un metro cúbico y medio.

—Ese asunto también a mí me parecía… —dijo el coronel como ensimismado—. Una vez tuve que dirigir un trabajo de ese tipo, hace tiempo, en África, para una carretera. Mis hombres iban mucho más rápido… Definitivamente, no podemos continuar así —resolvió enérgicamente. Han hecho bien en hablar conmigo.

Tras releer sus notas, reflexionó y se dirigió a sus dos colaboradores.

—¿Quieren saber cuál es, a mi juicio, la conclusión de todo esto, Hughes, y usted también, Reeves? Prácticamente todos los errores que me han indicado tienen un mismo origen: una falta absoluta de organización. De hecho, yo soy el principal culpable: debería haber puesto las cosas en su sitio desde el principio. Cuando se quiere ir demasiado rápido siempre se pierde tiempo. Ésa debe ser nuestra misión prioritaria: la creación de una organización simple.

—Usted lo ha dicho, sir —ratificó Hughes—. Una empresa de este tipo está condenada al fracaso si no cuenta desde el principio con una base sólida.

—Lo mejor sería que convocáramos una conferencia —dijo el coronel Nicholson—. Debería habérseme ocurrido antes… Los japoneses y nosotros. Necesitamos una discusión conjunta para determinar el papel y las responsabilidades de cada uno… Eso es, una conferencia. Hoy mismo voy a hablar de ello con Saíto.

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