El puente sobre el río Kwai
SEGUNDA PARTE » III
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III
La conferencia tuvo lugar varios días más tarde. Saíto no había comprendido muy bien de qué se trataba, pero aceptó asistir, sin atreverse a pedir explicaciones complementarias, temeroso de mostrar debilidad dando la impresión de ignorar las costumbres de una civilización que odiaba, pero por la que, a su pesar, sentía una gran admiración.
El coronel Nicholson había redactado una lista de asuntos a debatir, y aguardaba, rodeado de sus oficiales, en la larga barraca que servía de refectorio. Saíto llegó en la compañía de su ingeniero, varios guardaespaldas y tres capitanes que había llevado para abultar su comitiva, pese a que no comprendían una palabra de inglés. Los oficiales británicos se levantaron y se pusieron firmes, al tiempo que el coronel les saludaba reglamentariamente. Saíto pareció desconcertado. Había acudido al lugar con la intención de afirmar su autoridad y ya se sentía manifiestamente en inferioridad ante los honores que se le ofrecían con tradicional y majestuosa corrección.
Siguió un prolongado silencio, en el que el coronel Nicholson no dejó de interrogar con su mirada al japonés, a quien, a todas luces, le correspondía la presidencia. Una conferencia no era concebible sin un presidente. Los hábitos y la cortesía occidentales obligaban al coronel a esperar a que la otra parte declarara el debate abierto, pero el malestar de Saíto no dejaba de aumentar y a duras penas soportaba ser el punto de mira de todos los asistentes. Los procedimientos del mundo civilizado le rebajaban. No podía admitir ante sus subordinados su desconocimiento de ellos, pero se sentía paralizado por el miedo de quedar en evidencia tomando la palabra. El pequeño ingeniero japonés daba la impresión de sentirse aún más apocado.
Saíto hizo un esfuerzo considerable para recomponerse y, en tono malhumorado, le pidió al coronel Nicholson que expresara lo que quería decir. Esa actitud fue la que consideró menos comprometedora. Al ver que no sacaría nada de él, el coronel determinó actuar y pronunció las palabras que el bando inglés, cada vez más angustiado, empezaba a perder las esperanza de escuchar. Abrió su alocución con «gentlemen», declaró la conferencia abierta y expuso en pocas palabras su objetivo: crear una organización adecuada para la construcción de un puente sobre el río Kwai, y establecer las pautas de un programa de acción. Clipton, que también se encontraba presente (el coronel lo había convocado porque consideraba conveniente la participación de un médico desde el punto de vista de la organización general), pudo comprobar que su superior había recuperado toda su prestancia, y que su desenvoltura se afirmaba conforme iba creciendo el desconcierto de Saíto.
Tras un breve y clásico preámbulo, el coronel entró de lleno en el asunto abordando el primer punto de importancia.
—Antes que nada, coronel Saíto, hemos de hablar sobre el emplazamiento del puente. Éste fue determinado, en mi opinión, con un poco de apresuramiento. Consideramos necesario modificarlo. Para ello hemos localizado un punto situado aproximadamente a una milla de aquí, río abajo. Dicha modificación, evidentemente, conllevará la prolongación de la vía. Asimismo, sería preferible trasladar el campamento y construir nuevas barracas al lado de la obra. Pese a todo, considero que ése es el camino que debemos emprender.
Saíto dejó escapar un gruñido ronco, que indujo a Clipton a adivinar la inminencia de un ataque de cólera. No era difícil imaginar sus pensamientos. El tiempo se acababa. Había pasado más de un mes sin ningún resultado positivo y, ahora, le proponían una ampliación considerable del alcance de la obra. Se levantó bruscamente, con la mano fuertemente apretada sobre la empuñadura de su sable, pero el coronel Nicholson no le dio ocasión de proseguir con su manifestación.
—Permítame, coronel Saíto —dijo en tono imperioso—. He mandado realizar un pequeño estudio a mi colaborador, el capitán Reeves, oficial del cuerpo de ingenieros, que es nuestro especialista en materia de puentes. La conclusión de este estudio…
Dos días antes, tras haber observado detenidamente, por sí mismo, el modo de proceder del ingeniero japonés, se había convencido definitivamente de su incapacidad y adoptó de inmediato una decisión radical. Agarró por el hombro a su colaborador técnico y le espetó:
—Escúcheme, Reeves. Nunca conseguiremos nada con ese chapucero, que sabe de puentes incluso menos que yo. Usted es ingeniero, ¿no es cierto? Me va a retomar toda la obra desde el principio, haciendo caso omiso de todo lo que él diga o haga. Antes que nada, localíceme un emplazamiento adecuado. Luego ya veremos.
Reeves, feliz de vérselas de nuevo con los quehaceres que le ocupaban antes de la guerra, estudió atentamente el terreno y efectuó varios sondeos en diversos puntos del río. Descubrió un suelo prácticamente perfecto, con una arena dura que se prestaba muy bien para soportar un puente.
Antes de que Saíto pudiera encontrar los términos que tradujeran su indignación, el coronel dio la palabra a Reeves, que enunció algunos principios técnicos, presentó varias cifras de presión, en toneladas por pulgada cuadrada, sobre la resistencia de suelos, y demostró que, si se obstinaban en construir sobre una base de fango, el puente se hundiría con el peso de los trenes. Terminada su exposición, el coronel le dio las gracias en nombre de todos los asistentes y concluyó:
—Parece evidente, coronel Saíto, que debemos trasladar el puente para evitar una catástrofe. ¿Me permite pedir la opinión de su colaborador?
Saíto se tragó su rabia, tomó de nuevo asiento y entabló una animada conversación con su ingeniero. Sin embargo, los japoneses no habían enviado a Tailandia a la élite de su cuerpo técnico, que era indispensable para la movilización industrial de la metrópoli. El ingeniero en cuestión no estaba muy capacitado. Carecía a ojos vistas de experiencia, seguridad en sí mismo y autoridad. Cuando el coronel Nicholson le puso ante las narices los cálculos de Reeves se sonrojó, hizo un gesto de reflexionar profundamente y, finalmente, demasiado nervioso para poder efectuar una verificación y saturado de confusión, declaró apesadumbrado que su colega estaba en lo cierto y que él mismo había llegado a una conclusión similar unos días antes. Era una forma tan humillante de perder la cara para el bando japonés que el coronel Saíto se puso lívido y empezaron a caerle gotas de sudor sobre su rostro descompuesto. A continuación, esbozó un vago signo de asentimiento. El coronel prosiguió:
—Entonces estamos de acuerdo sobre ese punto, coronel Saíto. Ello quiere decir que todos los trabajos realizados hasta el día de hoy no tienen ninguna utilidad. En cualquiera de los casos, habríamos tenido que reiniciarlos, en vista de los graves errores que presentan.
—Pésimos obreros —masculló hoscamente Saíto, en busca de revancha—. En menos de quince días, los soldados japoneses hubieran construido las dos secciones de la vía.
—Seguramente los soldados japoneses lo hubieran hecho mejor, puesto que están habituados a los jefes que los comandan. Espero, coronel Saíto, poder demostrarle pronto la verdadera cara del soldado inglés… En otro orden de cosas, he de advertirle que he modificado la cuota de trabajo de mis hombres…
—¡La ha modificado! —aulló Saíto.
—He ordenado aumentarla —dijo el coronel con calma—. De un metro cúbico a un metro y medio. Por el interés general. He pensado que usted aprobaría esta medida.
Ello dejó estupefacto al oficial japonés, momento que el coronel aprovechó para abordar otra cuestión.
—Ha de comprender, coronel Saíto, que nosotros contamos con nuestros propios métodos, cuya utilidad espero poder demostrarle, siempre y cuando dispongamos de toda libertad para aplicarlos. Consideramos que el éxito de una empresa de estas características depende, prácticamente en su totalidad, de la organización de base. Por ello, a continuación le presento el plan sugerido, que someto a su aprobación.
El coronel reveló entonces el plan organizativo en el que había trabajado durante dos días, ayudado por su estado mayor. Era relativamente simple y adaptado a la situación. En él se aprovechaban a la perfección todas las competencias de las que disponían. El coronel Nicholson administraría el conjunto de la obra, y sería el único responsable ante los japoneses. Al capitán Reeves se le confiaba todo el programa de estudios teóricos preliminares y era nombrado, al mismo tiempo, asesor técnico en la realización de las obras. El comandante Hughes, una persona habituada a manejar a hombres, haría labores de director de obra y sería el máximo responsable de su ejecución. Los oficiales de la tropa, designados ahora jefes de equipo, se encontrarían directamente bajo sus órdenes. Se crearía igualmente un servicio administrativo, a cuya cabeza el coronel había colocado a su mejor suboficial contable. Éste se encargaría de la comunicación, la transmisión de órdenes, el control de las cuotas de trabajo, la distribución y mantenimiento de las herramientas, etcétera.
—Es absolutamente necesario que dispongamos de un servicio de este tipo —afirmó el coronel incidentalmente—. Sugiero, coronel Saíto, que haga verificar el estado de las herramientas distribuidas hace sólo un mes. Es un verdadero escándalo.
—Deseo solicitar firmemente que dichas bases sean admitidas —dijo el coronel Nicholson alzando la cabeza, tras haber descrito uno a uno todos los detalles del nuevo organismo y explicado los motivos que habían llevado a su creación—. Además, estoy a su disposición para cualquier aclaración, si así lo desea. Le garantizo que todas sus sugerencias serán estudiadas minuciosamente. ¿Da su aprobación al conjunto de las medidas?
Saíto seguramente precisaba algunas explicaciones adicionales, pero el coronel mostró tal autoridad al pronunciar estas palabras que no pudo reprimir un nuevo gesto de aquiescencia. Con un simple movimiento aprobatorio de la cabeza, aceptó en bloque el citado plan, que eliminaba toda iniciativa japonesa y le reducía a él a desempeñar un papel en la práctica insignificante. Ya no se trataba de una humillación, puesto que se había resignado a cualquier sacrificio con tal de ver en pie, por fin, los pilares de esa construcción en la que había comprometido su vida. A regañadientes, y muy a su pesar, seguiría confiando en los extraños preparativos de los occidentales, destinados a acelerar la ejecución de los trabajos.
Alentado por ese triunfo inicial, el coronel Nicholson continuó:
—Ahora quiero tratar un punto importante, coronel Saíto: los plazos fijados. Comprenderá, ¿no es cierto?, que la prolongación de la vía impone un suplemento de trabajo. Además, la construcción de las nuevas barracas…
—¿Para qué quiere nuevas barracas? —replicó Saíto—. Los prisioneros pueden muy bien caminar una o dos millas para desplazarse a la obra.
—He hecho estudiar ambas soluciones a mis colaboradores —contestó con paciencia el coronel Nicholson—. De dicho estudio se desprende…
Los cálculos de Reeves y Hughes mostraban claramente que el total de horas perdidas en ese desplazamiento sería muy superior al tiempo necesario para el establecimiento de un nuevo campamento. Una vez más, Saíto se vio superado en sus especulaciones por la sabia previsión occidental. El coronel prosiguió:
—Por otra parte, ya se ha perdido más de un mes a causa de un desgraciado malentendido del que no somos responsables. Para acabar el puente en la fecha fijada, a lo que me comprometo si usted acepta mi nueva sugerencia, es necesario comenzar inmediatamente a abatir los árboles y a preparar las vigas. Mientras tanto, otros equipos trabajarán en la vía y otros distintos con las barracas. Si se respetan esas condiciones, de acuerdo a las estimaciones del comandante Hughes, que tiene una muy amplia experiencia en el ámbito de la construcción, no dispondremos de hombres suficientes para finalizar la obra en el plazo previsto.
El coronel Nicholson se recogió un instante en un silencio cargado de atenta curiosidad, tras lo que prosiguió en su tono de voz enérgico.
—Le quiero hacer una propuesta, coronel Saíto. Destinaremos inmediatamente la mayoría de los soldados ingleses al puente. Sólo una pequeña parte trabajará en la vía, por lo que solicito que nos preste sus soldados japoneses para reforzar ese grupo, con objeto de que ese primer tramo sea acabado lo antes posible. Asimismo, considero que sus hombres podrían encargarse de la construcción del nuevo campamento. Ellos son más hábiles en el manejo del bambú que los míos.
En ese instante, Clipton se sintió invadido por una de sus crisis periódicas de compasión. Antes de ello, había sentido ganas de estrangular a su jefe en varias ocasiones. Ahora su mirada no podía despegarse de esos ojos azules que, tras haber observado fijamente al coronel japonés, buscaban ingenuamente como testigo a todos los participantes de la reunión, uno detrás de otro, como solicitando aprobación a la ecuanimidad de esa petición. Se despertó en su interior la sospecha de que esa fachada de apariencia tan límpida tal vez escondiera un sutil maquiavelismo. Escrutó con ansiedad, apasionamiento y desesperación cada rasgo de esa fisonomía serena, con la descabellada intención de descubrir en ella algún indicio de pérfido pensamiento secreto. Al cabo de un momento, bajó la cabeza, desistiendo de su propósito.
—No es posible —resolvió—. Cada una de las palabras que pronuncia es sincera. Ciertamente ha estado buscando los medios más convenientes para acelerar los trabajos.
Luego se irguió para observar la actitud de Saíto, cosa que le reconfortó ligeramente. La cara del japonés era la de un hombre sometido a suplicio, un hombre que se encontraba al límite de su resistencia. La vergüenza y la furia le martirizaban, pero se había dejado atrapar por esa serie de razonamientos implacables. No contaba con muchas posibilidades de ofrecer resistencia. Dio su brazo a torcer una vez más, tras debatirse entre la insurrección y la sumisión. Tenía la vana esperanza de recuperar parte de su autoridad conforme fueran progresando los trabajos. Aún no se había dado cuenta de la situación tan abyecta con que le amenazaba la sabiduría occidental. Clipton estimó que sería incapaz de remontar la cuesta de sus renuncias.
Saíto capituló a su manera. Súbitamente se le oyó dar órdenes a sus capitanes, en japonés, en un tono feroz. El coronel, tras hablar a una velocidad tal que sólo él fue capaz de comprenderse, presentó la propuesta como idea propia, transformándola a continuación en orden imperiosa. Cuando hubo finalizado, el coronel Nicholson abordó un último punto, un detalle, aunque lo suficientemente delicado como para concederle toda su atención.
—Sólo queda establecer la cuota de trabajo de sus hombres para el terraplén de la vía, coronel Saíto. Primeramente pensé en un metro cúbico, para evitar que se esforzaran demasiado, pero tal vez usted estime conveniente que sea igual a la de los soldados ingleses. Ello, por otra parte, daría lugar a una positiva rivalidad…
—La cuota de los soldados japoneses será de dos metros cúbicos —exclamó Saíto—. Ya he dado órdenes al respecto.
El coronel Nicholson se inclinó en señal de respeto.
—Dadas esas condiciones, pienso que la obra avanzará con rapidez… No se me ocurre nada más que añadir, coronel Saíto. Sólo me queda agradecerle su comprensión. Gentlemen, si nadie desea formular ninguna otra observación, creo que podemos dar esta reunión por finalizada. Mañana comenzaremos a trabajar sobre las bases acordadas.
Seguidamente se levantó, saludó y abandonó el lugar dignamente, satisfecho de que el debate tomara el curso que había previsto para él, de haber hecho prevalecer el sentido común y de haber dado un gran paso en la realización del puente. Se había mostrado como un técnico hábil y sentía que había jugado sus cartas de la mejor manera posible.
Clipton le acompañó hacia la choza donde ambos se alojaban.
—¡Qué insensatos, sir! —exclamó el doctor mirándole con curiosidad—. Cuando pienso que, si no fuera por nosotros, ahora estarían construyendo su puente sobre un fondo de fango, y que éste acabaría hundiéndose bajo el peso de los trenes cargados de tropas y munición…
Sus ojos refulgían con un extraño resplandor al pronunciar estas palabras, pero el coronel permaneció impasible. La esfinge no podía desvelar un secreto inexistente.
—Ciertamente —respondió con solemnidad—. Son tal como los he creído siempre: un pueblo muy primitivo, aún en su infancia, un pueblo que se ha hecho demasiado rápido con un barniz de civilización. No han aprendido absolutamente nada en profundidad. Cuando se les deja solos, no son capaces de dar un paso adelante. Si no fuera por nosotros, se encontrarían todavía con barcos de vela y no tendrían ni un solo avión. Unos verdaderos niños… ¡Y qué pretenciosos, Clipton! ¡Una obra de tal magnitud! Créame, ésos sólo son capaces de construir puentes de lianas.