El planeta de los simios

El planeta de los simios


Tercera parte » Capítulo VII

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Capítulo VII

¡Simia admirable! Gracias a ella, pude ver a Nova con bastante frecuencia durante aquel período, a escondidas de las autoridades. Me pasaba las horas espiando la llama intermitente de su mirada y las semanas iban transcurriendo en la espera impaciente del nacimiento.

Un día, Cornelius se decidió a hacerme visitar la sección encefálica, de la que tantas maravillas me había contado. Me presentó al director del servicio, aquel joven chimpancé llamado Helius, cuyo genio me había alabado, y se excusó de no poderme acompañar él a causa de un trabajo urgente.

—Volveré dentro de una hora para enseñarle yo mismo la perla de estos experimentos —me dijo—, la que nos suministra las pruebas de que le hablé. Mientras tanto, estoy seguro de que le interesarán los casos clásicos.

Helius me llevó a una habitación parecida a todas las del Instituto en la que había dos hileras de jaulas. Al entrar, me asaltó un olor farmacéutico que me recordó el del cloroformo. Se trataba, en efecto, de un anestésico. Mi guía me informó que todas las operaciones se hacían sobre sujetos dormidos. Insistió mucho sobre este punto, demostración del alto grado a que había llegado la civilización simiesca, que se preocupaba de evitar todo dolor inútil, incluso a los hombres. Podía, pues, estar tranquilo.

Yo no lo estaba más que a medias. Y lo estuve menos cuando concluyó mencionando una excepción de esta regla, precisamente en el caso de experimentos que tenían por objeto estudiar el dolor y localizar los centros nerviosos donde se originaba. Pero precisamente aquel día no había ninguno de aquellos experimentos.

Esto no era precisamente lo mejor para apaciguar mi sensibilidad humana. Me acordé de que Zira había tratado de disuadirme de mi visita a esta sección, a la que ella misma no iba, a menos que no fuese obligado. Me vinieron ganas de dar media vuelta, pero Helius no me dio tiempo de hacerlo.

—Si quiere usted asistir a una operación, constatará por sí mismo que el paciente no sufre. ¿No? Bueno, entonces, vamos a ver los resultados.

Dejando de lado la celda cerrada de donde venía el olor, me llevó hacia las jaulas. En la primera, vi a un hombre joven de apariencia bastante buena, pero de una delgadez extrema. Estaba tendido a medias sobre una litera. Ante él, casi bajo su nariz, habían puesto una escudilla que contenía un cocimiento de cereales azucarado, golosina que gustaba mucho a los hombres. La contemplaba con gesto embrutecido sin hacer el menor gesto.

—Vea —me dijo el director—. Este muchacho está hambriento. Hace veinticuatro horas que no ha comido. No obstante, no reacciona ante la presencia de su manjar favorito. Es el resultado de la ablación parcial del cerebro anterior que se le practicó hace algunos meses. Desde entonces, está siempre en el mismo estado y hay que alimentarlo por la fuerza. Observe su delgadez.

Hizo una seña a un enfermero, que entró en la jaula y metió la cara del joven dentro de la escudilla. Entonces se puso a lamer el cocimiento.

—Un caso corriente… He aquí algunos más interesantes. Sobre cada uno de estos sujetos se ha practicado una operación alterando varias regiones de la corteza cerebral.

Pasamos ante una serie de jaulas ocupadas por hombres y mujeres de todas las edades. Sobre la puerta de cada una de ellas había un cartel indicando la intervención que se le había practicado, con gran lujo de detalles técnicos.

—Algunas de estas regiones interesan los reflejos naturales; otras, los reflejos adquiridos. Éste, por ejemplo…

El cartelón indicaba que a aquél le habían extirpado toda una zona de la región occipital. Ya no podía distinguir la distancia ni la forma de los objetos, lo que manifestó con una serie de movimientos desordenados cuando el enfermero se le acercó. Era incapaz de evitar un bastón colocado en medio de su camino. Por el contrario, un fruto que le fue ofrecido le sobresaltó y trató de apartarse aterrorizado. No lograba agarrar los barrotes de la jaula y hacía esfuerzos grotescos, cerrando los dedos sobre el vacío.

—Este otro —dijo el chimpancé guiñando el ojo— era antes un sujeto notable. Habíamos conseguido amaestrarle de una forma sorprendente. Sabía su nombre y obedecía, en cierto modo, las órdenes sencillas. Había resuelto problemas bastante complicados y aprendido a servirse de algunas herramientas. Hoy ha olvidado toda su educación. No sabe su nombre. No sabe hacer nada. Se ha vuelto el más estúpido de todos nuestros hombres, y esto, por causa de una operación extremadamente delicada: la extracción de los lóbulos temporales.

Con el corazón agitado por esta sucesión de horrores, comentados por un chimpancé gesticulante, vi a hombres paralizados en parte o en su totalidad y a otros privados artificialmente de la vista. Vi una joven madre cuyo instinto maternal, según me aseguró Helius, estaba antes muy desarrollado y que lo había perdido por completo después de una intervención en el córtex cervical. Rechazaba con violencia a uno de sus hijos de tierna edad cada vez que intentaba acercársele. Esto era demasiado para mí. Pensé en Nova y en su próxima maternidad y cerré los puños con rabia. Afortunadamente, Helius me hizo pasar a otra habitación, lo que me dio tiempo de recuperarme.

—Aquí —me dijo con aire misterioso— nos dedicamos a investigaciones delicadas. Ya no es el bisturí el que entra en juego; es un agente más sutil. Se trata de estimulaciones eléctricas sobre ciertos puntos del cerebro. Hemos hecho algunos experimentos notables. ¿Los practican también ustedes en la Tierra?

—Con monos —exclamé, furioso.

El chimpancé no se enfadó y sonrió.

—Sin duda. Pero, de todos modos, no creo que hayan ustedes obtenido nunca resultados tan perfectos como los nuestros, comparables a los que el doctor Cornelius quiere enseñarle él mismo. Entretanto, vamos viendo los casos ordinarios.

Volvió a empujarme ante las jaulas donde unos enfermeros estaban haciendo prácticas. Aquí, los sujetos estaban tendidos sobre una especie de mesa. Una incisión en el cráneo dejaba al descubierto cierta región cerebral. Un mono aplicaba los electrodos mientras otro vigilaba la anestesia.

—Como verá usted, aquí también insensibilizamos a los sujetos: una anestesia ligera, pues de otro modo los resultados resultarían falseados, pero el paciente no siente dolor alguno.

Según el punto del cerebro sobre el que se aplicaban los electrodos, el sujeto hacía movimientos distintos que afectaban casi siempre sólo a una mitad del cuerpo. Un hombre, a cada impulsión eléctrica, doblaba la pierna izquierda, y luego, cuando se cortaba el contacto, la desdoblaba. Otro efectuaba el mismo movimiento con un brazo. En el siguiente, era el hombre entero que se movía espasmódicamente bajo la acción de la corriente. Algo más lejos, en un paciente muy joven se trataba de la región que acciona los músculos de la mandíbula. Entonces, el desgraciado se ponía a masticar incansablemente con un rictus espantoso mientras el resto de su cuerpo de adolescente permanecía inmóvil.

—Observe lo que pasa cuando se prolonga la duración del contacto —me dijo Helius—. Veremos ahora un experimento que será llevado a su límite máximo.

El ser a quien infligían aquel tratamiento era una joven que, en algunos rasgos, me recordó a Nova. Alrededor de su cuerpo desnudo se afanaban varios enfermeros en blusa blanca, machos y hembras. Una mona fijó los electrodos a la cara pensativa. La joven empezó inmediatamente a mover los dedos de la mano izquierda. La mona mantuvo el contacto en vez de cortarlo algunos instantes después, como hacían en los otros casos. El movimiento de los dedos se hizo frenético y, poco a poco, la muñeca empezó también a moverse. Unos instantes más y fue el antebrazo, luego el brazo y el hombro. El movimiento se extendió pronto, por una parte, hacia las caderas, el muslo, la pierna y hasta los dedos del pie, y por la otra parte, a los músculos de la cara. De manera que, al cabo de diez minutos, toda la mitad izquierda de la desgraciada era sacudida por espasmos convulsivos, horribles, cada vez más rápidos y más violentos.

—Es el fenómeno de la extensión —dijo con calma Helius—. Es conocido y desemboca en un régimen de convulsiones, que presenta todas las características de la epilepsia, de una epilepsia muy curiosa, por otra parte, ya que no afecta más que a la mitad del cuerpo.

—¡Basta!

No había podido contenerme. Todos los simios se sobresaltaron y me dirigieron miradas de reproche. Cornelius, que acababa de entrar, me golpeó familiarmente en el hombro.

—Reconozco que estos experimentos son bastante impresionantes cuando no se está acostumbrado a ellos. Pero piense que, gracias a ellos, nuestra medicina y nuestra cirugía han progresado enormemente desde hace un cuarto de siglo.

Estos argumentos no me afectaban mucho, como tampoco el recuerdo que tenía del mismo trato aplicado a los chimpancés en los laboratorios de la Tierra. Cornelius se encogió de hombros y me empujó hacia un corredor estrecho, que llevaba a una habitación más pequeña.

—Aquí —dijo con tono solemne— va usted a ver una realización maravillosa y absolutamente nueva. Sólo somos tres con derecho a entrar en esta habitación. Helius, que se ocupa personalmente de estas investigaciones y que las ha llevado a buen fin, yo y un ayudante que hemos escogido cuidadosamente. Es un gorila. Es mudo. Me es adicto en cuerpo y alma, y, además, es un perfecto bruto. Se dará usted cuenta, pues, de la importancia que tiene que estos trabajos sean guardados en el secreto más absoluto. Consiento en enseñárselo a usted porque sé que será discreto. Es en interés suyo.

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