El planeta de los simios

El planeta de los simios


Tercera parte » Capítulo VIII

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Capítulo VIII

Entré en la habitación y, de momento, no vi nada que pareciera justificar aquellos aires de misterio. La instalación se parecía a la de la habitación precedente: generadores, transformadores, electrodos No había más que dos sujetos, un hombre y una mujer, tendidos sobre dos divanes paralelos y sujetos al diván por una cincha. Tan pronto entramos se pusieron a mirarnos con singular fijeza.

El gorila ayudante nos acogió con un gruñido inarticulado. Helius y él se cruzaron algunas frases en el lenguaje de los sordomudos. Era un espectáculo poco corriente ver un gorila y un chimpancé mover así los dedos. No sé por qué, pero aquello me pareció el colmo de lo grotesco y faltó poco para que me echara a reír.

—Todo va bien. Están calmados. Podemos proceder inmediatamente a una prueba.

—¿De qué se trata?

—Prefiero darle una sorpresa —me dijo Cornelius con una risita. El gorila anestesió a los dos pacientes, que pronto se durmieron tranquilamente, y puso en marcha diversos aparatos. Helius se acercó al hombre, se puso a desenvolver con precaución un vendaje que le cubría el cráneo y le aplicó los electrodos en un sitio determinado. El hombre conservó una inmovilidad absoluta. Interrogaba a Cornelius con la mirada, cuando se produjo el milagro.

El hombre hablaba. Su voz resonó en la habitación, por encima del runruneo de un generador, de un modo tan rápido que me hizo dar un salto. No era alucinación mía. Se expresaba en lengua simia, con la voz de un hombre de la Tierra o de un simio de este planeta. La cara de los dos sabios era la imagen del triunfo. Me miraban con ojos brillantes, disfrutando de mi estupefacción. Iba a proferir una exclamación, pero me hicieron seña de que callara y escuchara. Las palabras del hombre eran deslavazadas y faltas de originalidad. Debía de hacer tiempo que estaba cautivo en el Instituto y repetía sin cesar fragmentos de frases pronunciadas corrientemente por los enfermeros y por los sabios. Cornelius hizo parar pronto el experimento.

—Ya no sacaremos nada más. Solamente buscábamos este punto capital… ¡Habla!

—¡Prodigioso! —balbuceé.

—No ha visto usted nada aún. Habla como un loro o un fonógrafo —dijo Helius—. Pero he logrado mucho más con ésta. Me señaló la mujer que dormía profundamente.

—Mil veces más —confirmó Cornelius, que participaba de la excitación de su colega—. Escúcheme bien. Esta mujer también habla, va usted a oírla; pero no repite palabras oídas en la cautividad. Sus palabras tienen un significado excepcional. Por una combinación de procedimientos físico-químicos, con cuya composición no voy a abrumarle, el genial Helius ha logrado despertar en ella no sólo la memoria individual, sino también la memoria de la especie. Son recuerdos de una línea de antecesores muy lejana, que renacen en sus palabras con la excitación eléctrica; recuerdos atávicos, que resucitan un pasado de varios miles de años atrás. ¿Comprende usted, Ulises?

Este discurso insensato me dejó confuso y llegué a pensar si el sabio Cornelius se había vuelto loco, porque la locura existe entre los simios, especialmente entre los intelectuales. Pero ya el otro chimpancé preparaba los electrodos y los aplicaba al cerebro de la mujer. Ésta quedó inerte durante un tiempo, como le había sucedido al hombre, luego exhaló un largo suspiro y empezó a hablar. Se expresaba también en lengua simia, con voz algo ahogada, aunque bien inteligible y que cambiaba con frecuencia, como si perteneciera a distintas personas. Todas sus frases quedaron bien grabadas en mi memoria.

—Estos monos, todos estos monos —decía la voz con un matiz de inquietud—, desde hace un tiempo, se multiplican sin cesar, cuando su especie parecía tener que desaparecer en poco tiempo. Si esto sigue así, pronto serán tan numerosos como nosotros… Y no es solamente esto. Se vuelven arrogantes. Nos sostienen la mirada. Hemos hecho mal en domesticarlos y dar cierta libertad a los que utilizamos como criados. Éstos son los más insolentes. El otro día, en la calle, un chimpancé me empujó. Al levantar yo la mano, me miró de un modo tan amenazador, que no me atreví a pegarle. Ana, que trabaja en el laboratorio, me ha dicho que también allí han cambiado muchas cosas. Ella ya no se atreve a entrar sola en las jaulas. Me ha dicho que, por la noche, se oye como si fueran susurros y hasta risas. Uno de los gorilas se burla de su amo, imitando uno de sus tics.

La mujer hizo una pausa, exhaló unos suspiros de angustia y luego empezó otra vez:

—¡Ya está! Uno de ellos ha logrado hablar. Es cierto. Lo he leído en el Journal de la Femme. Trae su fotografía. Es un chimpancé.

—Un chimpancé, el primero. Estaba seguro de ello.

—También hay otros. El periódico habla de otros todos los días. Ciertos sabios consideran esto como un gran acontecimiento científico. ¿Es que no ven a dónde puede llevarnos esto? Parece que uno de los chimpancés ha proferido injurias groseras. El primer uso que han hecho de la palabra ha sido para protestar cuando se les quiere hacer obedecer.

La mujer guardó silencio nuevamente y luego siguió con una voz distinta, una voz de hombre, de tono bastante doctoral:

—Lo que nos sucede era previsible. Se ha apoderado de nosotros una pereza cerebral. ¡Ya no más libros! Incluso las novelas policíacas han llegado a ser una fatiga intelectual demasiado grande para nosotros. No más juegos; a lo sumo, algún solitario. Incluso el cine infantil ha dejado de tentarnos. Durante este tiempo, los monos meditan en silencio. Su cerebro se desarrolla en reflexión solitaria… y hablan. Poco, a nosotros casi nada, salvo para dar con desprecio una negativa a alguno de los hombres temerarios que aún se atreven a darles órdenes. Pero por la noche, cuando no estamos allí, cambian impresiones y se instruyen mutuamente.

Después de otro silencio, se oyó una voz angustiada de mujer:

—Tenía demasiado miedo. No podía vivir así. He preferido ceder el sitio a mi gorila. He huido de mi casa. Hacía años que estaba en casa y me servía fielmente. Poco a poco, ha ido cambiando. Ha empezado a salir por las noches, a asistir a reuniones. Ha aprendido a hablar. Se ha negado a hacer ningún trabajo. Hace un mes, me ordenó que hiciera yo la cocina y lavara los platos. Empezó a comer en mis platos, con mis cubiertos. La semana pasada me echó de mi habitación. He tenido que acostarme en un diván, en el salón. Como ya no me atrevía a reñirle ni a castigarle, he mirado de cogerle por las buenas. Se ha burlado de mí y sus exigencias han aumentado. Me sentía demasiado desgraciada. He claudicado… Me he refugiado en el campo con otras mujeres que se encuentran en el mismo caso que yo. También hay hombres; muchos de ellos tienen menos valor que nosotras mismas. En el campo nuestra vida es miserable. Nos avergonzamos de ello y casi no hablamos. Los primeros días me entretenía haciendo solitarios. Ahora no me quedan ganas ni de esto.

La mujer calló y fue relevada por una voz masculina.

—Creo que había encontrado el remedio del cáncer. Quería probarlo, como he hecho siempre con mis descubrimientos anteriores. Desconfiaba, pero no lo suficiente. Desde algún tiempo, los monos se prestaban de muy mala gana a estos experimentos. No he entrado en la jaula de Jorge, el chimpancé, hasta después de haberlo hecho sujetar por mis dos ayudantes. Me preparaba a ponerle la inyección, la que da el cáncer. Había que dársela para poder curarle luego. Jorge tenía aspecto de resignación. No se movía, pero sus ojos astutos miraban tras de mis hombros. He tardado demasiado en comprender por qué. Los gorilas, los seis gorilas que tenía de reserva para la peste, se habían escapado de la jaula. Una conspiración. Jorge, en nuestra lengua, daba órdenes. Copiaba mis gestos con toda exactitud. Dio orden de atarnos sobre la mesa, lo que los gorilas hicieron con pulcritud. Entonces se apoderó de la jeringa y nos inyectó a todos el líquido mortal. Así, pues, tengo el cáncer. Es seguro, porque si alguna duda queda sobre la eficacia del remedio, en cambio el suero fatal hace ya tiempo que fue puesto a punto y probado… Después de haber vaciado la jeringa, Jorge me dio un pequeño golpecito familiar en la mejilla, como hacía yo con mis monos. Siempre los he tratado bien. Conmigo recogían muchas más caricias que golpes. Algunos días después, en la jaula donde me habían encerrado, he reconocido los primeros síntomas del mal. Jorge también y he oído que les decía a los demás que iba a empezar la cura. Esto me ha producido un nuevo temor. No obstante, sé que estoy condenado. Pero ahora me falla la confianza en aquel nuevo remedio. ¿Y si me hiciera morir más pronto? Durante la noche he logrado abrir la jaula y he huido. Me he refugiado en el campo, fuera de la ciudad. Puedo vivir aún dos meses. Los ocupo haciendo solitarios y dormitando.

Tomó el relevo una nueva voz femenina:

—Era una mujer domadora. Presentaba un número de doce orangutanes, unas bestias magníficas. Ahora, soy yo quien está en su jaula junto con otros artistas del circo. Hay que ser justos. Los monos nos tratan bien y nos dan de comer en abundancia. Cuando está demasiado sucia, nos cambian la paja de nuestro lecho. No son malos; sólo castigan a aquellos que dan pruebas de mala voluntad y se niegan a ejecutar los trucos que se les ha metido en la cabeza enseñarnos. ¡Lo que es aquéllos van bien apañados! Yo me doblego a sus fantasías sin protestar. Ando a cuatro patas y hago cabriolas. De esta forma son muy amables conmigo. No soy desgraciada. No tengo cuidados ni responsabilidades. La mayor parte de nosotros se amolda a este régimen.

Esta vez la mujer guardó un largo silencio durante el cual Cornelius me observaba con una insistencia molesta. Yo comprendía muy bien su pensamiento. ¿Una humanidad tan floja, que se resignaba con tanta facilidad, no había cumplido ya su ciclo en el planeta y debía ceder su sitio a una raza más noble? Me ruboricé y desvié la mirada. La mujer empezó de nuevo, con voz más y más angustiada:

—Tienen ahora toda la ciudad. En este reducto no somos más que unos cuantos centenares y nuestra situación es precaria. Formamos el último núcleo humano en los alrededores, pero los simios no tolerarán que estemos en libertad tan cerca de ellos. En los demás campos algunos hombres han huido lejos, a la selva; los otros se han rendido para tener qué comer para saciar el hambre. Aquí nos hemos quedado donde estamos, sobre todo por pereza. Dormimos. Somos incapaces de organizamos para la resistencia… Es lo que yo temía. Oigo una cacofonía bárbara. Se diría una parodia de música militar… ¡Socorro! Son ellos, los monos. Nos rodean. Están dirigidos por gorilas enormes. Nos han quitado las trompetas, los tambores y los uniformes; también, seguramente, las armas… No, no tienen armas. ¡Oh, humillación cruel, injuria suprema! He aquí su ejército que llega y no lleva otras armas que látigos.

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